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La Comunidad del Anillo
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 02:20

Текст книги "La Comunidad del Anillo"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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—¡Adiós! —dijo Frodo mirando el hueco oscuro y vacío de las ventanas. Agitó la mano, y luego se volvió; y (como siguiendo a Bilbo) corrió detrás de Peregrin, sendero abajo. Saltaron por la parte menos elevada del cerco y fueron hacia los campos, entrando en la oscuridad como un susurro en la hierba.


Al pie de la colina, por la ladera del oeste, llegaron a la entrada del estrecho sendero. Se detuvieron y ajustaron las correas de los bultos; en ese momento apareció Sam, trotando de prisa y resoplando; llevaba la carga al hombro y se había puesto en la cabeza un deformado saco de fieltro que llamaba sombrero. En las tinieblas se parecía mucho a un enano.

—Estoy seguro de que me han dado el bulto más pesado —dijo Frodo—. Siempre compadecí a los caracoles y a todo bicho que lleve la casa a cuestas.

—Yo podría cargar mucho más, señor, mi fardo es muy liviano —mintió Sam resueltamente.

—No, Sam —dijo Pippin—. Le hace bien. Sólo lleva lo que nos ordenó empacar. Ha estado flojo últimamente. Sentirá menos la carga cuando camine un rato y pierda un poco de su propio peso.

—¡Sean amables con un pobre y viejo hobbit! —rió Frodo—. Estaré tan delgado como una vara de sauce antes de llegar a Los Gamos. Pero hablaba tonterías. Sospecho que has cargado demasiado, Sam; echaré un vistazo la próxima vez que empaquemos. —Tomó de nuevo el bastón—. Bueno, a todos nos gusta caminar en la oscuridad —dijo—. Nos alejaremos unas millas antes de dormir.

Durante un rato siguieron el sendero hacia el oeste. Luego doblaron a la izquierda, volviendo sigilosamente a los campos. Continuaron en fila bordeando setos y malezas, mientras la noche los envolvía en sombras. Cubiertos con mantos oscuros, eran tan invisibles como si todos tuviesen anillos mágicos. Puesto que todos eran hobbits, y trataban de andar en silencio, no hacían ningún ruido que alguien pudiera oír, ni aun otros hobbits. Hasta las criaturas salvajes de los campos y los bosques apenas se daban cuenta de que pasaban.

Momentos más tarde cruzaron El Agua, al oeste de Hobbiton, por un angosto puente de tablas. El arroyo no era allí más que una serpenteante cinta negra, bordeada por inclinados alisos. Una milla o dos más al sur cruzaron con rapidez el camino principal del Puente del Brandivino; ahora se encontraban en las Tierras de Tuk y torciendo al sudeste se encaminaron hacia el País de la Colina Verde. Cuando empezaron a trepar por la primera ladera miraron atrás y pudieron ver las luces de Hobbiton parpadeando en el agradable valle de El Agua. La escena desapareció pronto entre los pliegues del suelo oscurecido, y entonces vieron Delagua, a orillas del lago gris. Cuando la luz de la última granja quedó muy atrás, asomando entre los árboles, Frodo se volvió y agitó la mano en señal de despedida.

—Me pregunto si volveré a ver ese valle alguna otra vez —dijo con calma.

Después de tres horas descansaron. La noche era clara, fresca y estrellada, pero unas nubes de bruma ascendían por las faldas de la loma desde los arroyos y las praderas profundas. Unos abedules de follaje escaso, que la brisa movía allá arriba, eran como una trama negra contra el cielo pálido. Devoraron una cena frugal (para los hobbits) y continuaron la marcha. Pronto encontraron un camino muy angosto, que ascendía y descendía, y se perdía luego agrisándose en la oscuridad; era el camino a Casa del Bosque y Cepeda, y a Balsadera de Gamoburgo. Subía desde el camino principal en el valle de El Agua, y zigzagueaba por las laderas de las Colinas Verdes hacia Bosque Cerrado, una región salvaje de la Cuaderna del Este.

Momentos después se hundían en una senda profunda, abierta entre árboles altos; las hojas secas susurraban en la noche. Al principio hablaban o entonaban una canción a media voz, pues estaban lejos ahora de oídos indiscretos. Luego continuaron en silencio, y Pippin comenzó a rezagarse. Al fin, cuando empezaban a subir una cuesta se detuvo y se puso a bostezar.

—Tengo tanto sueño —dijo– que pronto me caeré en el camino. ¿Pensáis dormir de pie? Es casi medianoche.

—Creí que te gustaba caminar en la oscuridad —dijo Frodo—. Pero no corre tanta prisa; Merry nos espera pasado mañana, de modo que tenemos aún cerca de dos días. Nos detendremos en el primer lugar agradable.

—El viento sopla del oeste —dijo Sam—. Si vamos a la ladera opuesta encontraremos un lugar bastante resguardado y cómodo, señor Frodo. Más adelante hay un bosque seco de abetos, si mal no recuerdo.

Sam conocía bien la región en veinte millas a la redonda de Hobbiton, pero nunca había traspasado esos límites.

En la cima misma de la loma estaba el sitio de los abetos. Dejando el camino, se metieron en la profunda oscuridad de los árboles que olían a resina, y juntaron ramas secas y piñas para hacer fuego. Pronto las llamas crepitaron alegremente al pie de un gran abeto y se sentaron alrededor un rato, hasta que comenzaron a cabecear. Cada uno en un rincón de las raíces del árbol, envueltos en capas y mantas, cayeron en un sueño profundo. Nadie quedó de guardia; ni siquiera Frodo temía algún peligro, pues aun estaban en el corazón de la Comarca. Unas pocas criaturas se acercaron a observarlos luego que el fuego se apagó. Un zorro que pasaba por el bosque, ocupado en sus propios asuntos, se detuvo unos instantes, husmeando.

«¡Hobbits! —pensó—. Bien, ¿qué querrá decir? He oído cosas extrañas de esta tierra, pero rara vez de un hobbit que duerma a la intemperie bajo un árbol. ¡Tres hobbits! Hay algo muy extraordinario detrás de todo esto.» Estaba en lo cierto, pero nunca descubrió nada más sobre el asunto.


Llegó la mañana, pálida y húmeda. Frodo despertó primero y descubrió que la raíz del árbol se le había incrustado en la espalda y que tenía el cuello tieso. «¡Caminar por placer! ¿Por qué no habré venido en carro?», pensó como lo hacía siempre al comenzar una expedición. «¡Y todas mis hermosas camas de plumas vendidas a los Sacovilla-Bolsón! Las raíces de estos árboles les hubieran venido bien.» Se desperezó.

—¡Arriba, hobbits! —gritó—. Hermosa mañana.

—¿Qué tiene de hermosa? —preguntó Pippin, asomando un ojo sobre el borde de la manta—. ¡Sam! ¡Prepara el desayuno para las nueve y media! ¿Tienes listo ya el baño caliente?

Sam dio un salto, amodorrado aún.

—No, señor, ¡no todavía! —exclamó.

Frodo arrancó las mantas que envolvían a Pippin, lo hizo rodar y fue hacia el linde del bosque. En el lejano este, el sol se levantaba muy rojo entre las nieblas espesas que cubrían el mundo. Tocados con oro y rojo, los árboles otoñales parecían navegar a la deriva en un mar de sombras. Un poco más abajo, a la izquierda, el camino descendía bruscamente a una hondonada y desaparecía.

Cuando Frodo regresó, Sam y Pippin estaban haciendo un buen fuego.

—¡Agua! —gritó Pippin—. ¿Dónde está el agua?

—No llevo agua en los bolsillos —dijo Frodo.

—Pensamos que habrías ido a buscarla —dijo Pippin, muy ocupado en sacar los alimentos y las tazas—. Es mejor que vayas ahora.

—Tú también puedes venir —respondió Frodo—. Y trae todas las botellas.

Había un arroyo al pie de la loma. Llenaron las botellas y la pequeña marmita en un salto de agua que caía desde un reborde de piedra gris, unos metros más arriba. Estaba helada, y se lavaron la cara y las manos sacudiéndose y resoplando.

Cuando terminaron de desayunar y rehicieron los fardos, eran más de las diez de la mañana; el día estaba volviéndose hermoso y cálido. Bajaron la cuesta, cruzaron el arroyo, subieron la cuesta siguiente, y subiendo y bajando franquearon otra cresta de las colinas. Entonces las capas, las mantas, el agua, los alimentos y todo el equipo empezaron a parecerles una carga pesada.

La marcha de ese día prometía ser agobiante y la carga agotadora. Pocas millas después no hubo más subidas y bajadas. El camino ascendía hasta la cima de una empinada colina por una senda zigzagueante y luego descendía una última vez. Vieron frente a ellos las tierras bajas, salpicadas con pequeños grupos de árboles que a la distancia se confundían en una parda bruma boscosa. Estaban mirando por encima de Bosque Cerrado hacia el río Brandivino. El camino se alargaba como una cinta.

—El camino no tiene fin —dijo Pippin—, pero yo necesito descansar. Es la hora del almuerzo.

Se sentó al borde del camino, mirando hacia el brumoso este; más allá estaba el Río y el fin de la Comarca donde había pasado toda la vida. Sam permanecía de pie junto a él; los ojos redondos muy abiertos, pues veía tierras que nunca había visto, y más allá un nuevo horizonte.

—¿Hay Elfos en esos bosques? —preguntó.

—Que yo sepa, no —respondió Pippin.

Frodo callaba. También él miraba hacia el este a lo largo del camino, como si no lo hubiese visto nunca. De pronto dijo pausadamente y en voz alta, pero como si se hablara a sí mismo:


El Camino sigue y sigue

desde la puerta.

El Camino ha ido muy lejos,

y si es posible he de seguirlo

recorriéndolo con pie fatigado

hasta llegar a un camino más ancho

donde se encuentran senderos y cursos.

¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.


—Me recuerda un poema del viejo Bilbo —dijo Pippin—. ¿Es una de tus imitaciones? No me parece muy alentadora.

—No lo sé —dijo Frodo—. Me llegó como si estuviese inventándolo, pero debo de haberlo oído hace mucho tiempo. En realidad, me recuerda mucho a Bilbo en los últimos años, antes que partiera. Decía a menudo que sólo había un Camino y que era como un río caudaloso; nacía en el umbral de todas las puertas, y todos los senderos eran ríos tributarios. «Es muy peligroso, Frodo, cruzar la puerta» solía decirme. «Vas hacia el Camino y si no cuidas tus pasos no sabes hacia dónde te arrastrarán. ¿No entiendes que este camino atraviesa el Bosque Negro, y que si no prestas atención puede llevarte a la Montaña Solitaria?» Acostumbraba decirlo en el sendero que pasaba frente a la puerta principal de Bolsón Cerrado, especialmente después de haber hecho una larga caminata.

—Bien. El camino no me arrastrará a ningún lado, al menos durante una hora —dijo Pippin, descargando el fardo.

Los otros siguieron su ejemplo. Apoyaron los bultos contra el terraplén y extendieron las piernas sobre el camino. Descansaron, almorzaron bien, y luego descansaron de nuevo.


El sol declinaba; la luz de la tarde se alargaba sobre la tierra cuando los tres hobbits bajaron por la loma. No habían encontrado ni un alma en el camino; no parecía una vía muy frecuentada, pues no era apta para carros y había poco tránsito hacia Bosque Cerrado. Iban caminando lentamente desde hacía una hora o más, cuando Sam se detuvo un momento como si escuchara. Estaban ahora en una planicie, y el camino, después de mucho serpentear, se extendía en línea recta y cruzaba praderas verdes, salpicadas de árboles altos, como centinelas de los próximos bosques.

—Oigo un poney o un caballo que viene por el camino detrás de nosotros —dijo Sam.

Miraron hacia atrás, pero había una curva en el camino y no podían ver muy lejos.

—Me pregunto si no será Gandalf que viene a reunirse con nosotros —dijo Frodo. Al mismo tiempo sintió que no era así, y de pronto tuvo el deseo de esconderse, para que el jinete no lo viera—. No es que me importe mucho —dijo disculpándose—, pero preferiría que nadie me viese en el camino; estoy harto de que mis cosas se sepan y discutan. Y si es Gandalf —añadió, como si acabara de ocurrírsele—, le daremos una pequeña sorpresa como pago por su demora. ¡Escondámonos!

Los otros dos corrieron hacia la izquierda, metiéndose en un hoyo, no lejos del camino, y agazapándose. Frodo dudó un segundo; la curiosidad, o algún otro sentimiento, luchaba con el deseo de esconderse. El ruido de cascos se acercaba. Justo a tiempo se arrojó a un lugar de pastos altos, detrás de un árbol que sombreaba el camino. Luego alzó la cabeza y espió con precaución por encima de una de las grandes raíces.

En el codo del camino apareció un caballo negro, no un poney hobbit sino un caballo de gran tamaño, y sobre él un hombre corpulento, que parecía echado sobre la montura, envuelto en un gran manto negro y tocado con un capuchón, por lo que sólo se le veían las botas en los altos estribos. La cara era invisible en la sombra.

Cuando llegó al árbol, frente a Frodo, el caballo se detuvo. El jinete permaneció sentado, inmóvil, con la cabeza inclinada, como escuchando. Del interior del capuchón vino un sonido, como si alguien olfateara para atrapar un olor fugaz; la cabeza se volvió hacia uno y otro lado del camino.

Un repentino miedo de ser descubierto se apoderó de Frodo, y pensó en el Anillo. Apenas se atrevía a respirar, pero el deseo de sacar el Anillo del bolsillo se hizo tan fuerte que empezó a mover lentamente la mano. Sentía que sólo tenía que deslizárselo en el dedo para sentirse seguro; el consejo de Gandalf le parecía disparatado. Bilbo mismo había usado el Anillo. «Todavía estoy en la Comarca» pensó, al tiempo que tocaba la cadena del Anillo. En ese momento el jinete se enderezó y sacudió las riendas. El caballo echó a andar, lentamente primero y después con un rápido trote. Frodo se arrastró al borde del camino y siguió con la vista al jinete, hasta que desapareció a lo lejos. No podía asegurarlo, pero le pareció que súbitamente antes de perderse de vista, el caballo había doblado hacia los árboles de la derecha.

—Creo que se trata de algo muy curioso, en realidad inquietante —se dijo Frodo, mientras iba al encuentro de sus compañeros.

Pippin y Sam habían permanecido todo este tiempo tendidos sobre la hierba y no habían visto nada; Frodo les describió el jinete y su extraña conducta.

—No puedo decir por qué, pero sentí que me buscaba o me olfateaba, y tuve la certeza de que yo no quería que me descubriera. Nunca en la Comarca sentí algo parecido.

—¿Pero qué tiene que ver con nosotros uno de la Gente Grande? —preguntó Pippin—. ¿Y qué está haciendo en esta parte del mundo?

—Hay Hombres en los alrededores —dijo Frodo—. Me parece que tuvieron dificultades con la Gente Grande, allá abajo en la Cuaderna del Sur, pero nunca había oído de alguien como este jinete. Me pregunto de dónde viene.

—Perdón, señor —interrumpió Sam de improviso—. Yo sé de dónde viene. De Hobbiton. A menos que haya más de uno. Y sé adónde va.

—¿Qué quieres decir? —dijo Frodo severamente, mirándolo con asombro—. ¿Por qué no hablaste antes?

—Acabo de acordarme, señor. Ocurrió así: cuando ayer a la tarde volví a casa con la llave, mi padre me dijo: ¡Hola, Sam! Creí que habías partido con el señor Frodo esta mañana. Vino un personaje extraño preguntando por el señor Bolsón, de Bolsón Cerrado. Se acaba de ir. Lo envié a Gamoburgo. No me gustó el aspecto que tenía. Pareció desconcertado cuando le dije que el señor Bolsón había dejado el viejo hogar para siempre. Silbó entre dientes, sí. Me estremecí. Le pregunté al Tío qué clase de individuo era. No lo sé, me respondió. Pero no era un hobbit. Alto, moreno y se inclinó sobre mí; creo que era uno de la Gente Grande, esos que viven en lugares remotos. Hablaba de modo raro.

”No pude quedarme a escuchar más, señor, pues usted me esperaba; no le hice mucho caso. El Tío está algo ciego, y debe de haber sido casi de noche cuando el individuo subió a la colina y lo encontró disfrutando del aire fresco, como de costumbre. Espero que mi padre no le haya causado daño, señor, ni yo.

—No se puede culpar al Tío —le respondió Frodo—. Te diré que lo oí hablar con un extranjero. Parecía preguntar por mí, y tuve la tentación de acercarme y preguntarle quién era. Lamento no haberlo hecho, o que no me lo hubieses contado antes; me habría cuidado más en el camino.

—Quizá no haya relación entre este jinete y el extranjero del Tío —dijo Pippin—. Abandonamos Hobbiton bastante en secreto, y no sé cómo hubiera podido seguirnos.

—¿Qué me dice del olfateo, señor? —preguntó Sam—. El Tío dijo que era un tipo negro.

—Ojalá hubiese esperado a Gandalf —murmuró Frodo—. Pero quizá habría empeorado las cosas.

—¿Entonces sabes o sospechas algo de ese jinete? —dijo Pippin, que había captado el murmullo.

—No lo sé, y prefiero no sospecharlo —dijo Frodo.

—¡Bien, primo Frodo! Puedes guardar el secreto, si quieres pasar por misterioso. Mientras tanto, ¿qué haremos? Me gustaría un bocado y un trago, pero creo que sería mejor salir de aquí. Tu charla sobre jinetes olfateadores de narices invisibles me ha turbado bastante.

—Sí, creo que nos iremos —dijo Frodo—. Pero no por el camino; pudiera ocurrir que el jinete volviera, o lo siguiese algún otro. Hoy tenemos que hacer un buen trecho. Los Gamos está todavía a muchas millas de aquí.


Cuando partieron, las sombras de los árboles eran largas y finas sobre el pasto. Caminaban ahora por la izquierda del camino, manteniéndose a distancia de tiro de piedra y ocultándose todo lo posible; pero la marcha era así difícil, pues la hierba crecía en matas espesas, el suelo era desparejo y los árboles comenzaban a apretarse en montecillos.

El sol enrojecido se había puesto detrás de las lomas, a espaldas de los viajeros, y la noche iba cayendo antes que llegaran al final de la llanura, que el camino atravesaba en línea recta. Allí se desviaba hacia la izquierda y descendía hasta las tierras bajas de La Cerrada en dirección a Cepeda; pero un sendero se bifurcaba a la derecha y se internaba culebreando en un bosque de viejos robles hacia Casa del Bosque.

—Por ahí debemos ir —dijo Frodo.

No muy lejos del cruce de caminos tropezaron con el enorme esqueleto de un árbol; vivía todavía y tenía hojas en las pequeñas ramas que habían brotado alrededor de los muñones rotos; pero estaba hueco, y en el lado opuesto del sendero había un agujero por donde se podía entrar. Los hobbits se arrastraron dentro del tronco y se sentaron sobre un suelo de vieja hojarasca y madera carcomida. Descansaron y tomaron una ligera merienda, hablando en voz baja y escuchando de vez en cuando.

El crepúsculo los envolvió cuando salieron al camino. El viento del oeste suspiraba en las ramas. Las hojas murmuraban. Pronto el camino empezó a descender suavemente, pero sin pausa, en la oscuridad. Una estrella apareció sobre los árboles, ante ellos, en las crecientes tinieblas del oriente. Para mantener el ánimo marchaban juntos y a paso vivo. Después de un rato, cuando las estrellas se hicieron más brillantes y numerosas recobraron la calma y ya no prestaron atención a un posible ruido de cascos. Comenzaron a tararear suavemente, como lo hacen los hobbits cuando caminan, sobre todo cuando vuelven a sus casas por la noche. La mayoría canta entonces una canción de cena o de cuna; pero estos hobbits tarareaban una canción de caminantes (aunque con algunas alusiones a la cena y a la cama, por supuesto). Bilbo Bolsón había puesto letra a una tonada tan vieja como las colinas mismas, y se la había enseñado a Frodo mientras caminaban por los senderos del valle de El Agua y hablaban de la Aventura.


En el hogar el fuego es rojo,

y bajo techo hay una cama;

pero los pies no están cansados todavía,

y quizá aún encontremos detrás del recodo

un árbol repentino o una roca empinada

que nadie ha visto sino nosotros.

Árbol y flor y brizna y pasto,

¡que pasen, que pasen!

Colina y agua bajo el cielo,

¡pasemos, pasemos!


Aun detrás del recodo quizá todavía esperen

un camino nuevo o una puerta secreta,

y aunque hoy pasemos de largo

y tomemos los senderos ocultos que corren

hacia la luna o hacia el sol

quizá mañana aquí volvamos.

Manzana, espino, nuez y ciruela

¡que se pierdan, se pierdan!

Arena y piedra y estanque y cañada,

¡adiós, adiós!


La casa atrás, delante el mundo,

y muchas sendas que recorrer,

hacia el filo sombrío del horizonte

y la noche estrellada.

Luego el mundo atrás y la casa delante;

volvemos a la casa y a la cama.


Niebla y crepúsculo, nubes y sombra,

se borrarán, se borrarán.

Lámpara y fuego, y pan y carne,

¡y luego a cama, y luego a cama!


La canción terminó.

– ¡Y ahora a cama! ¡Ahora a cama!—cantó Pippin en voz alta.

—¡Calla! —interrumpió Frodo—. Creo oír ruido de cascos otra vez.

Se detuvieron, y se quedaron escuchando en silencio, como sombras de árboles. Había un ruido de cascos en el camino, detrás, bastante lejos, pero se acercaba lenta y claramente traído por el viento. Los hobbits se deslizaron fuera del camino rápida y quedamente, internándose en la espesura, bajo los robles.

—No nos alejemos demasiado —dijo Frodo—. No quiero que me vean, pero quiero ver si es otro Jinete Negro.

—Bien —dijo Pippin—. ¡Pero no olvides el olfateo!

El ruido se aproximó; no tuvieron tiempo de encontrar mejor escondrijo que la oscuridad bajo los árboles. Sam y Pippin se agacharon detrás de un tronco grueso, mientras que Frodo se arrastraba unas pocas yardas hacia el camino descolorido, una línea de luz agonizante que atravesaba el bosque. Arriba, las estrellas se apretaban en el cielo oscuro, pero no había luna.

El sonido de cascos se interrumpió. Frodo vio algo oscuro que pasaba entre el claro luminoso de dos árboles, y luego se detenía. Parecía la sombra negra de un caballo, llevado por una sombra más pequeña. La sombra se alzó junto al lugar en que habían dejado el camino y se balanceó de un lado a otro; Frodo creyó oír la respiración de alguien que olfateaba. La sombra se inclinó y luego empezó a arrastrarse hacía Frodo.

Una vez más Frodo sintió el deseo de ponerse el Anillo, y el deseo era más fuerte que nunca. Tan fuerte era que antes de advertir lo que hacía, ya estaba tanteándose el bolsillo. En ese mismo momento se oyó un sonido de risas y cantos. Unas voces claras se alzaron y se apagaron en la noche estrellada. La sombra negra se enderezó, retirándose de prisa. Montó el caballo oscuro y pareció que se desvanecía en las sombras del otro lado del camino. Frodo recobró el aliento.

—¡Elfos! —exclamó Sam con un murmullo ronco—. ¡Elfos, señor! —Si no lo hubieran retenido, habría saltado afuera, de los árboles, para unirse a las voces.

—Sí, son Elfos —dijo Frodo—. Se los encuentra a veces en Bosque Cerrado. No viven en la Comarca, pero vagabundean por aquí en primavera y en otoño, lejos de sus propias tierras, más allá de las Colinas de la Torre. Y les agradezco la costumbre. No lo visteis, pero el Jinete Negro se detuvo justamente aquí y se arrastraba hacia nosotros cuando empezó el canto. Tan pronto oyó las voces, escapó.

—¿Y los Elfos? —dijo Sam, demasiado excitado para preocuparse por el jinete—. ¿No podemos ir a verlos?

—Escucha, vienen hacia aquí —dijo Frodo—. Sólo tenemos que esperar junto al camino.

La canción se acercó. Una voz clara se elevaba sobre las otras. Cantaba en la bella lengua de los Elfos, de la que Frodo conocía muy poco y los otros nada. Sin embargo, el sonido, combinado con la melodía, parecía tomar forma en la mente de los hobbits con palabras que entendían sólo a medias. Ésta era la canción, tal como la oyó Frodo:


¡Blancanieves! ¡Blancanieves! ¡Oh, dama clara!

¡Reina de más allá los Mares del Oeste!

¡Oh Luz para nosotros, peregrinos

en un mundo de árboles entrelazados!


¡Gilthoniel! ¡Oh Elbereth!

Es clara tu mirada, y brillante tu aliento.

¡Blancanieves! ¡Blancanieves! Te cantamos

en una tierra lejana más allá del mar.


Oh estrellas que en un año sin sol

ella sembró con luminosa mano,

en campos borrascosos, ahora brillante y claro

vemos tu capullo de plata esparcido en el viento.


¡Oh Elbereth! ¡Gilthoniel!

Recordamos aún, nosotros que habitamos

en esta tierra lejana bajo los árboles,

tu luz estelar sobre los Mares del Oeste.


La canción terminó.

—¡Son Altos Elfos! ¡Han nombrado a Elbereth! —dijo Frodo sorprendido—. No sabía que estas gentes magníficas visitaran la Comarca. No hay muchos ahora en la Tierra Media, al este del Gran Mar. Ésta es de veras una muy rara ocasión.

Los hobbits se sentaron junto al camino, entre las sombras. Los Elfos no tardaron en bajar por el camino hacia el valle. Pasaron lentamente, y los hobbits alcanzaron a ver la luz de las estrellas que centelleaba en los cabellos y los ojos de los Elfos. No llevaban luces, pero un resplandor semejante a la luz de la luna poco antes de asomar sobre la cresta de las lomas les envolvía los pies. Marchaban ahora en silencio y el último se volvió en el camino, miró a los hobbits, y se rió.

—¡Salud, Frodo! —exclamó—. Es muy tarde para estar fuera. ¿O andas perdido?

Llamó en voz alta a los otros, que se detuvieron y se reunieron en círculo.

—Es realmente maravilloso —dijeron—. Tres hobbits en un bosque, de noche. No hemos visto nada semejante desde que Bilbo se fue. ¿Qué significa?

—Esto sólo significa, Hermosa Gente —dijo Frodo—, que seguimos el mismo camino que vosotros. Me gusta caminar a la luz de las estrellas, y quisiera acompañaros.

—Pero no necesitamos ninguna compañía, y además los hobbits son muy aburridos —rieron—. ¿Cómo sabes que vamos en la misma dirección si no sabes adónde vamos?

—¿Y cómo sabes tú mi nombre? —preguntó Frodo.

—Sabemos muchas cosas —dijeron los Elfos. Te vimos a menudo con Bilbo, aunque tú no nos vieras.

—¿Quiénes sois? ¿Quién es vuestro señor? —preguntó Frodo.

—Me llamo Gildor —respondió el jefe, el primero que lo había saludado—. Gildor Inglorion de la Casa de Finrod. Somos Desterrados; la mayoría de nosotros ha partido hace tiempo, y ahora no hacemos otra cosa que demorarnos un poco antes de cruzar el Gran Mar. Pero algunos viven aún en paz en Rivendel. Vamos, Frodo, dinos qué haces, pues vemos sobre ti una sombra de miedo.

—¡Oh, Gente Sabia —interrumpió ansiosamente Pippin—, decidnos algo de los Jinetes Negros!

—¿Jinetes Negros? —murmuraron los Elfos—. ¿Por qué esa pregunta?

—Porque dos Jinetes Negros nos dieron alcance hoy mismo, o uno lo hizo dos veces —respondió Pippin—. Desapareció minutos antes que vosotros llegarais.

Los Elfos no respondieron en seguida; hablaron entre ellos en voz baja, en su propia lengua, y al fin Gildor se volvió hacia los hobbits.

—No hablaremos de eso aquí —dijo—. Será mejor que vengáis con nosotros; no es nuestra costumbre, pero por esta vez os llevaremos por nuestra ruta, y esta noche os alojaréis con nosotros, si así lo deseáis.

—¡Oh, Hermosa Gente! Esto es más de lo que esperábamos —dijo Pippin.

Sam se había quedado sin habla.

—Te lo agradezco, Gildor Inglorion —dijo Frodo inclinándose—. Elen síla lúmenn’ omentielvo, una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro —agregó en la lengua de los Altos Elfos.

—¡Cuidado, amigos! —rió Gildor—. ¡No habléis de cosas secretas! He aquí un conocedor de la Lengua Antigua. Bilbo era un buen maestro. ¡Salud, amigo de los Elfos! —dijo inclinándose ante Frodo—. ¡Ven con tus amigos y únete a nosotros! Es mejor que caminéis en el medio, para que nadie se extravíe. Pienso que os sentiréis cansados antes que hagamos un alto.

—¿Por qué? ¿Hacia dónde vais? —preguntó Frodo.

—Esta noche vamos hacia los bosques de las colinas que dominan Casa del Bosque. Quedan a algunas millas de aquí, pero podréis descansar cuando lleguemos, y acortaréis el camino de mañana.

Marcharon todos juntos en silencio, como sombras y luces mortecinas; pues los Elfos (aún más que los hobbits) podían caminar sin hacer ruido, si así lo deseaban. Pippin pronto sintió sueño, y se tambaleó en una o dos ocasiones, pero cada vez un Elfo alto que marchaba a su lado extendía el brazo y evitaba que cayera. Sam caminaba junto a Frodo como en un sueño y con una expresión mitad de miedo y mitad de maravillada alegría.


Los bosques de ambos lados comenzaron a hacerse más densos; los árboles eran más nuevos y frondosos, y a medida que el camino descendía siguiendo un pliegue de las lomas, unos setos profundos de avellanos se sucedían sobre las dos laderas. Por último los Elfos dejaron el camino, internándose por un sendero verde casi oculto en la espesura a la derecha, y subieron por unas laderas boscosas hasta llegar a la cima de una loma que se adelantaba hacia las tierras más bajas del valle del río. De pronto, salieron de las sombras de los árboles, y un vasto espacio de hierba gris se abrió ante ellos bajo el cielo nocturno; los bosques lo encerraban por tres lados, pero hacia el este el terreno caía a pique, y las copas de los árboles sombríos que crecían al pie de las laderas no llegaban a la altura del claro. Más allá, las tierras bajas se extendían oscuras y planas bajo las estrellas. Como al alcance de la mano, unas pocas luces parpadeaban en la aldea de Casa del Bosque.

Los Elfos se sentaron en la hierba hablando juntos en voz baja; parecían haberse olvidado de los hobbits. Frodo y sus amigos se envolvieron en capas y mantas y una pesada somnolencia cayó sobre ellos. La noche avanzó y las luces del valle se apagaron. Pippin se durmió, la cabeza apoyada en un montículo verde.

A lo lejos, alta en oriente, parpadeaba Remmirath, la red de estrellas, y lento entre la niebla asomó el rojo Borgil, brillando como una joya de fuego. Luego algún movimiento del aire descorrió el velo de bruma y trepando sobre las crestas del mundo apareció la Espada del Cielo, Menelvagor, y su brillante cinturón. Los Elfos rompieron a cantar. De súbito, bajo los árboles, un fuego se alzó difundiendo una luz roja.

—¡Venid! —llamaron los Elfos a los hobbits—. ¡Venid! ¡Llegó el momento de la palabra y la alegría!

Pippin se sentó restregándose los ojos, y de pronto tuvo frío y se estremeció.

—Hay fuego en la sala y comida para los invitados hambrientos —dijo un Elfo, de pie ante él.

En el extremo sur del claro había una abertura. Allí el suelo verde penetraba en el bosque formando un espacio amplio, como una sala techada con ramas de árboles; los grandes troncos se alineaban como pilares a los lados. En el centro había una hoguera, y sobre los árboles-pilares ardían las antorchas con luces de oro y plata. Los Elfos se sentaron en el pasto o sobre los viejos troncos serruchados, alrededor del fuego. Algunos iban y venían llevando copas y sirviendo bebidas; otros traían alimentos apilados en platos y fuentes.



—Es una comida pobre —dijeron los Elfos a los hobbits—, pues estamos acampando en los bosques, lejos de nuestras casas. Allá en nuestros hogares os hubiésemos tratado mejor.

—A mí me parece un banquete de cumpleaños —dijo Frodo.

Pippin apenas recordó después lo que había comido y bebido, pues se pasó la noche mirando la luz que irradiaban las caras de los Elfos y escuchando aquellas voces tan variadas y hermosas; todo había sido como un sueño. Pero recordaba que había habido pan, más sabroso que una buena hogaza blanca para un muerto de hambre, y frutas tan dulces como bayas silvestres y más perfumadas que las frutas cultivadas de las huertas; y había tomado una bebida fragante, fresca como una fuente clara, dorada como una tarde de verano.


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