Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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” ¡Elfos y dragones!, le digo yo. Coles y patatas son más útiles para mí y para ti. No te mezcles en los asuntos de tus superiores o te encontrarás en dificultades demasiado grandes para ti, le repito constantemente. Y he de decir lo mismo a otros —agregó, mientras miraba al extranjero y al molinero.
Pero el Tío no convenció a su auditorio. La leyenda de la riqueza de Bilbo estaba ya firmemente grabada en la mente de las nuevas generaciones de hobbits.
—Ah, pero es muy probable que él haya seguido aumentando lo que trajo al principio —arguyó el molinero, haciéndose eco de la opinión general—. Se ausenta muy a menudo, y miren la gente extranjera que lo visita: Enanos que llegan de noche; ese viejo hechicero vagabundo, Gandalf, y todos. Usted puede decir lo que quiera, Tío, pero Bolsón Cerrado es un lugar extraño, y su gente más extraña aún.
—Y usted también puede decir lo que quiera, aunque de esto sabe tan poco como de cuestiones de botes, señor Arenas —replicó el Tío, a quien el molinero le resultaba más antipático que de costumbre—. Si eso es ser extraño, entonces podemos encontrar cosas un poco más extrañas por estos lugares. Hay alguien, no muy lejos de aquí, que no ofrecería un vaso de cerveza a un amigo, aunque viviese en una cueva de paredes doradas. Pero en Bolsón Cerrado las cosas se hacen bien. Nuestro Sam dice que todosserán invitados a la fiesta, y que habrá regalos, no lo dude. Regalos para todos y en este mismo mes.
El mes era septiembre; un septiembre tan hermoso como se pudiera pedir. Uno o dos días más tarde se extendió el rumor (probablemente iniciado por el mismo Sam) de que habría fuegos artificiales como no se habían visto en la Comarca durante casi un siglo, al menos desde la muerte del viejo Tuk.
Los días se sucedían y El Día se acercaba. Un vehículo de extraño aspecto, cargado con bultos de extraño aspecto, entró en Hobbiton una noche y subió la Colina de Bolsón Cerrado. Los hobbits espiaban asombrados desde el umbral de las puertas, a la luz de las lámparas. La gente que manejaba el carro era extranjera: enanos encapuchados de largas barbas que entonaban raras canciones. Unos pocos se quedaron en Bolsón Cerrado. Hacia fines de la segunda semana de septiembre un carro que parecía venir del Puente del Brandivino entró en Delagua en pleno día. Lo conducía un viejo. Llevaba un puntiagudo sombrero azul, un largo manto gris y una bufanda plateada. Tenía una larga barba blanca y cejas espesas que le asomaban por debajo del ala del sombrero. Unos niñitos hobbits corrieron detrás del carro, a través de todo Hobbiton, loma arriba. Llevaba una carga de fuegos artificiales, tal como lo imaginaban. Frente a la puerta principal de la casa de Bilbo, el viejo comenzó a descargar; eran grandes paquetes de fuegos artificiales de muchas clases y formas, todos marcados con una gran G roja y la runa élfica, .
Era la marca de Gandalf, naturalmente, y el viejo era Gandalf el Mago, de reconocida habilidad en el manejo de fuegos, humos y luces, y famoso por esto en la Comarca. La verdadera ocupación de Gandalf era mucho más difícil y peligrosa, pero el pueblo de la Comarca no lo sabía. Para ellos Gandalf no era más que una de las «atracciones» de la fiesta. De aquí la excitación de los niños hobbits.
—¡La G es de Grande! —gritaban, y el viejo sonreía. Lo conocían de vista, aunque sólo aparecía en Hobbiton ocasionalmente y nunca se detenía mucho tiempo. Pero ni ellos ni nadie, excepto los más viejos de los más viejos, habían visto sus fuegos artificiales, que ya pertenecían a un pasado legendario.
Cuando el viejo, ayudado por Bilbo y algunos enanos, terminó de descargar, Bilbo repartió unas monedas, pero ningún petardo ni ningún buscapié, ante la decepción de los espectadores.
—¡Y ahora, fuera! —dijo Gandalf—. Tendrán de sobra a su debido tiempo.
Desapareció en el interior de la casa junto con Bilbo, y la puerta se cerró. Los niños hobbits se quedaron un rato mirando la puerta, y se alejaron sintiendo que el día de la fiesta no llegaría nunca.
Bilbo y Gandalf estaban sentados en una pequeña habitación de Bolsón Cerrado, frente a una ventana abierta que miraba al oeste sobre el jardín. La tarde era clara y serena. Las flores brillaban, rojas y doradas; escrofularias, girasoles y capuchinas cubrían los muros de barro y se asomaban a las ventanas redondas.
—¡Qué hermoso luce tu jardín! —dijo Gandalf.
—Sí —respondió Bilbo—, le tengo mucho cariño, lo mismo que a toda la vieja Comarca, pero creo que necesito un descanso.
—¿Quieres decir que seguirás adelante con tu plan?
—Así es. Me decidí hace meses, y no he cambiado de parecer.
—Muy bien. No es necesario decir nada más. Mantente en tu plan, en tu plan completo, y creo que dará buenos resultados, para ti y para todos nosotros.
—Así lo espero. De cualquier modo, quiero divertirme el jueves y hacer mi pequeña broma.
—Yo me pregunto quién reirá entonces —dijo Gandalf, sacudiendo la cabeza.
—Veremos —respondió Bilbo.
Al día siguiente, más y más carros subieron por la Colina. Hubo sin duda alguna queja a propósito de este «comercio local» pero esa misma semana Bolsón Cerrado empezó a emitir órdenes reservando toda clase de provisiones, artículos de primera necesidad y costosos manjares que pudieran obtenerse en Hobbiton, Delagua o cualquier otro lugar de la vecindad. La gente se entusiasmó; comenzó a contar los días en el calendario, mientras esperaba ansiosamente al cartero que les llevaría las invitaciones.
Muy pronto las invitaciones comenzaron a salir a raudales y la oficina de correos de Hobbiton quedó bloqueada y la de Delagua abrumada y hubo que contratar carteros voluntarios. Un río continuo de carteros trepó por la loma llevando cientos de corteses variantes de: Gracias, iré con mucho gusto.
En la entrada de Bolsón Cerrado apareció un cartel que decía: PROHIBIDA LA ENTRADA EXCEPTO POR ASUNTOS DE LA FIESTA. Aun a aquellos que se ocupaban o pretendían ocuparse de asuntos de la fiesta raras veces se les permitió la entrada. Bilbo trabajaba: escribiendo invitaciones, registrando respuestas, envolviendo regalos y haciendo algunos preparativos privados. Había permanecido oculto desde la llegada de Gandalf.
Una mañana, los hobbits despertaron y vieron que el prado del sur junto a la puerta principal de Bilbo estaba cubierto con cuerdas y estacas para tiendas y pabellones. Se había abierto una entrada especial en el barranco que daba al camino, y se habían construido allí unos escalones anchos y una gran puerta blanca. Las tres familias hobbits de Bolsón de Tirada, el terreno lindero, estaban muy interesadas y eran envidiadas por todos. El Tío Gamyi hasta dejó de aparentar que trabajaba en el jardín.
Los pabellones comenzaron a elevarse. Había uno particularmente amplio, tan grande que el árbol que crecía en el terreno cabía dentro, y se erguía orgullosamente a un lado, a la cabecera de la mesa principal. Se colgaron linternas de todas las ramas. Algo aún más promisorio para la mentalidad hobbit: se levantó una enorme cocina al aire libre, en la esquina norte del campo. Un ejército de cocineros procedentes de todas las posadas y casas de comidas de muchas millas a la redonda, llegó a ayudar a los enanos y a todos los curiosos personajes que estaban acuartelados en Bolsón Cerrado. La excitación llegó a su punto culminante.
De pronto el cielo se nubló. Esto ocurrió el miércoles, víspera de la fiesta. La ansiedad era intensa. Amaneció el esperado jueves 22 de septiembre. El sol se levantó, las nubes desaparecieron, se enarbolaron las banderas, y la diversión comenzó.
Bilbo Bolsón la llamaba una «fiesta», pero era en realidad una variedad de entretenimientos combinados. Prácticamente, habían sido invitados todos los que vivían cerca. Muy pocos fueron omitidos por error, pero esto no tuvo importancia, pues lo mismo acudieron. Invitaron además a mucha gente de otras partes de la Comarca, y hasta unos pocos de más allá de las fronteras. Bilbo mismo recibía a los invitados (y acompañantes) junto a la nueva puerta blanca. Repartió regalos a todos, y muchos a algunos que salían por los fondos y volvían a entrar por la puerta principal. Los hobbits, cuando cumplían años, acostumbraban hacer regalos a los demás. Regalos no muy caros, generalmente, y no tan pródigos como en esta ocasión; pero no era un mal sistema. En verdad, en Hobbiton y en Delagua todos los días del año era el cumpleaños de alguien, y por lo tanto todo hobbit tenía una oportunidad segura de recibir un regalo al menos una vez por semana. Nunca se cansaban de los regalos.
En esta ocasión los regalos fueron desacostumbradamente buenos. Los niños hobbits estaban tan excitados que por un rato se olvidaron de comer. Había juguetes nunca vistos, todos hermosos y algunos evidentemente mágicos. Muchos de ellos habían sido encargados un año antes y los habían traído de la Montaña y del Valle, y eran piezas auténticas, fabricadas por enanos.
Cuando todos estuvieron dentro, y luego de dárseles la bienvenida, hubo canciones, danzas, música, juegos, y como era de esperar, comida y bebida. Había tres comidas oficiales: almuerzo, merienda y cena, pero el almuerzo y la merienda se distinguieron principalmente por el hecho de que entonces todos los invitados estaban sentados y comían juntos. En otros momentos había sólo grupos de gente que comían y bebían, sucediéndose sin interrupción desde las once hasta las seis y media, hora en que comenzaron los fuegos artificiales.
Los fuegos artificiales eran de Gandalf; no sólo los había traído, sino que los había preparado y fabricado. Él mismo disparó los más extraños, las piezas y los cohetes voladores. Hubo también una generosa distribución de buscapiés, petardos, bengalas, cohetes, antorchas, estrellitas, velas de enano, fuentes élficas, duendes ladradores y truenos; todos soberbios. El arte de Gandalf progresaba con los años.
Hubo cohetes como un vuelo de pájaros centelleantes, de dulces voces; hubo árboles verdes, con troncos de humo oscuro, y hojas que se abrían en una súbita primavera; de las ramas brillantes caían flores resplandecientes sobre los hobbits maravillados y desaparecían dejando un suave aroma en el instante mismo en que ya iban a tocar los rostros vueltos hacia arriba. Hubo fuentes de mariposas que volaban entre los árboles, columnas de fuegos coloreados que se elevaban transformándose en águilas, o barcos de vela, o una bandada de cisnes voladores. Hubo un trueno y un relámpago rojo, y luego una lluvia amarilla; un bosque de lanzas plateadas se alzó de pronto con alaridos de batalla y cayó en El Agua siseando como cien serpientes enardecidas. Y también hubo una última sorpresa dedicada a Bilbo, que dejó atónitos a los hobbits, como lo deseaba Gandalf. Las luces se apagaron; una gran humareda subió en el aire, tomando la forma de una montaña lejana, vomitando llamas escarlata y verdes. Y de esas llamas salió volando un dragón rojo y dorado, no de tamaño natural, pero sí de terrible aspecto. Le brotaba fuego de la boca y le relampagueaban los ojos. Se oyó de pronto un rugido y el dragón pasó tres veces como una exhalación sobre las cabezas de la multitud. Todos se agacharon y muchos cayeron de bruces. El dragón se alejó como un tren expreso, dio un triple salto mortal, y estalló sobre Delagua con un estruendo ensordecedor.
—¡La señal para la cena! —dijo Bilbo.
El susto y la alarma se disiparon inmediatamente y los postrados hobbits se incorporaron de un salto. Hubo una espléndida cena para todos, excepto los invitados a la cena especial de la familia que se sirvió en el pabellón. Se limitaron las invitaciones a doce docenas (número que los hobbits llamaban una gruesa, aunque el término no se considerara apropiado para contar gente) y los invitados fueron seleccionados entre todas las familias a las que Bilbo y Frodo estaban unidos por lazos de parentesco, con el agregado especial de unos pocos amigos, como Gandalf. Se incluyeron muchos niños hobbits, con el permiso de las familias, pues los hobbits no acostaban temprano a los niños, y los sentaban a la mesa junto con los mayores, especialmente cuando se trataba de conseguir una comida gratis. La crianza de los niños hobbits demandaba una gran cantidad de cereales.
Había muchos de los Bolsón y de los Boffin, también de los Tuk y los Brandigamo; varios de los Cavada, parientes de la abuela de Bilbo Bolsón, y varios Redondo, relacionados con el abuelo Tuk; y una selección de los Bolger, Ciñatiesa, Corneta, Ganapié, Madriguera, Tallabuena y Tejonera. Algunos sólo eran parientes lejanos de Bilbo, y otros apenas habían estado alguna vez en Hobbiton, pues vivían en los remotos confines de la Comarca. No se olvidó a los Sacovilla-Bolsón. Estaban presentes Otho y su esposa Lobelia. Le tenían antipatía a Bilbo y detestaban a Frodo, pero les pareció que no era posible rechazar una invitación escrita con tinta dorada en una magnífica tarjeta. Además, su primo, Bilbo, se había especializado en la buena cocina durante muchos años, y su mesa era muy apreciada.
Los ciento cuarenta y cuatro invitados, sin excepción, esperaban un banquete agradable, aunque temían el discurso del anfitrión luego de la comida (inevitable ítem). Bilbo era aficionado a insertar fragmentos de algo que él llamaba poesía, aunque fueran traídos de los pelos; y algunas veces, después de un vaso o dos, aludía a las aventuras absurdas de su misterioso viaje. Los invitados no quedaron chasqueados; habían tenido una fiesta muy agradable, en una palabra, un verdadero placer: rica, abundante, variada y prolongada. La adquisición de provisiones en todo el distrito durante la semana siguiente fue casi nula, cosa sin importancia, pues Bilbo había agotado las reservas de la mayoría de las tiendas, bodegas y almacenes en muchas millas a la redonda.
El festín concluía (no del todo) y vino el discurso. La mayor parte de los invitados se encontraba de un humor apacible, en ese delicioso estado en que «se repletan los últimos rincones» como ellos decían. Estaban sorbiendo ahora sus bebidas favoritas y saboreando sus golosinas predilectas, y ya no tenían nada que temer. Por lo tanto estaban preparados para escuchar cualquier cosa y aplaudir en todas las pausas.
Mi querido pueblo, comenzó Bilbo incorporándose.
—¡Atención, atención! —gritaron todos a coro, poco dispuestos a cumplir lo que ellos mismos aconsejaban. Bilbo dejó su lugar y se subió a una silla bajo el árbol iluminado. La luz de la linterna le caía sobre la cara radiante; en el chaleco de seda resplandecían unos botones dorados. Todos podían verlo de pie, agitando una mano en el aire y la otra metida en el bolsillo del pantalón.
Mis queridos Bolsón y Boffin, comenzó nuevamente, y mis queridos Tuk y Bolger, y Brandigamo y Cavada y Redondo y Madriguera y Corneta y Ciñatiesa, Tallabuena, Tejonera y Ganapié.
—¡Ganapiés! —gritó un viejo hobbit desde el fondo del pabellón. Tenía en verdad el nombre que merecía. Los pies, que había puesto sobre la mesa, eran grandes y excepcionalmente velludos.
Ganapié, repitió Bilbo. También mis buenos Sacovilla-Bolsón, a quienes doy por fin la bienvenida a Bolsón Cerrado. Hoy es mi cumpleaños centesimodecimoprimero: ¡tengo ciento once años!
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Por muchos años! —gritaron los hobbits golpeando alegremente sobre las mesas. Bilbo estaba magnífico. Ése era el tipo de discurso que les gustaba: corto y obvio.
Deseo que lo estén pasando tan bien como yo.
Se oyeron aplausos ensordecedores y gritos de Sí(y No). Ruido de trompetas y cuernos, pitos y flautas, y otros instrumentos musicales. Había muchos niños hobbits, como se ha dicho; e hicieron reventar cientos de petardos musicales; casi todos traían estampada la marca VALLE, lo que no significaba mucho para la mayoría de los hobbits, aunque todos estaban de acuerdo en que eran petardos maravillosos. Dentro de los petardos venían unos instrumentos pequeños pero de fabricación perfecta y sonidos encantadores. En efecto, en un rincón, algunos de los jóvenes Tuk y Brandigamo, en la creencia de que el tío Bilbo había terminado (pues había dicho sencillamente todo lo que tenía que decir), improvisaron una orquesta y se pusieron a tocar una pieza bailable. El señor Everardo Tuk y la señorita Melilot Brandigamo se subieron a una mesa, y llevando unas campanitas en las manos empezaron a bailar el «Repique de campanas», bonita danza aunque algo vigorosa.
Pero Bilbo no había terminado. Le pidió la corneta a un niño que estaba allí cerca, se la llevó a la boca, y sopló tres veces fuertemente. El ruido se calmó.
¡No les distraeré mucho tiempo!, gritó Bilbo entre aplausos. Los he reunido a todos con un propósito. Algo en el tono de Bilbo impresionó entonces a los hobbits; se hizo casi el silencio. Uno o dos Tuk alzaron las orejas.
En realidad, con tres propósitos. En primer lugar, para poder decirles lo mucho que los quiero y lo breves que son ciento once años entre hobbits tan maravillosos y admirables.
Tremendo estallido de aprobación.
No conozco a la mitad de ustedes, ni la mitad de lo que querría, y lo que yo querría es menos de la mitad de lo que la mitad de ustedes merece.
Esto fue inesperado y bastante difícil. Se oyeron algunos aplausos aislados, pero la mayoría se quedó callada, tratando de descifrar las palabras de Bilbo, y viendo si podía entenderlas como un cumplido.
En segundo lugar, para celebrar mi cumpleaños.
Aplausos nuevamente.
Tendría que decir: nuestro cumpleaños, pues es también el cumpleaños de mi sobrino y heredero Frodo. Hoy entra en la mayoría de edad y en posesión de la herencia.
Se volvieron a escuchar algunos aplausos superficiales de los mayores y algunos gritos de «¡Frodo! ¡Frodo! ¡Viva el viejo Frodo» de los más jóvenes. Los Sacovilla-Bolsón fruncieron el ceño y se preguntaron qué habría querido decir Bilbo con las palabras «posesión de la herencia».
Juntos sumamos ciento cuarenta y cuatro años. El número de ustedes fue elegido para corresponder a este notable total, una gruesa, si se me permite la expresión.Ningún aplauso. Era ridículo. Muchos de los invitados, especialmente los Sacovilla-Bolsón, se sintieron insultados, entendiendo que se los había invitado sólo para completar un número, como mercaderías en un paquete. Una gruesa, en efecto. ¡Qué expresión tan vulgar!
También es, si me permiten que me remonte a la historia antigua, el aniversario de mi llegada en tonel a Esgaroth, en Lago Largo, aunque en aquella ocasión olvidé por completo mi cumpleaños. Sólo tenía cincuenta y uno entonces, y cumplir años no me parecía tan importante. El banquete fue espléndido, de todos modos, aunque recuerdo que yo estaba muy acatarrado, y sólo pude decir «Mucha gracia». Ahora les digo más correctamente: Muchas gracias por asistir a mi pequeña fiesta.Silencio obstinado. Todos temían la inminencia de una canción o de una poesía, y estaban empezando a aburrirse. ¿Acaso no podía terminar de hablar y dejarlos beber a sus anchas? Pero Bilbo ni cantó ni recitó. Hizo una breve pausa.
En tercer lugar, y finalmente, ¡quiero hacer un anuncio!Pronunció esta última palabra en voz tan alta y tan repentinamente que quienes todavía podían se incorporaron en seguida. Lamento anunciarles que aunque ciento once años es tiempo demasiado breve para vivir entre ustedes, como ya dije, esto es el fin. Me voy. Los dejo ahora. ¡Adiós!
Bilbo bajó de la silla y desapareció: hubo un relámpago enceguecedor y todos los invitados parpadearon; y cuando abrieron de nuevo los ojos, Bilbo ya no estaba. Ciento cuarenta y cuatro hobbits miraron boquiabiertos y sin habla; el viejo Odo Ganapié quitó los pies de encima de la mesa y pateó el suelo. Siguió un silencio mortal, hasta que de pronto, luego de unos profundos suspiros, todos los Bolsón, Boffin, Tuk, Brandigamo, Cavada, Redondo, Madriguera, Bolger, Ciñatiesa, Tejonera, Tallabuena, Corneta y Ganapié, comenzaron a hablar al mismo tiempo.
La mayoría estuvo de acuerdo: la broma había sido de muy mal gusto, y necesitaban más comida y bebida para curarse de la impresión y el mal rato. «Está loco. Siempre lo dije» fue quizá el comentario más popular. Hasta los Tuk (excepto unos pocos) pensaron que la conducta de Bilbo había sido absurda, y casi todos dieron por sentado que la desaparición no era más que una farsa ridícula.
Pero el viejo Rory Brandigamo no estaba tan seguro. Ni la edad ni la gran comilona le habían nublado la razón, y le dijo a su nuera Esmeralda: —En todo esto hay algo sospechoso, mi querida. Yo creo que el loco Bolsón ha vuelto a irse. Viejo tonto. Pero ¿por qué preocuparnos si no se ha llevado las vituallas?
Llamó a voces a Frodo para que ordenase servir más vino.
Frodo era el único de los presentes que no había dicho nada. Durante un tiempo permaneció en silencio, junto a la silla vacía de Bilbo, ignorando todas las preguntas y conjeturas. Se había divertido con la broma, por supuesto, aunque estaba prevenido. Le había costado contener la risa ante la sorpresa indignada de los invitados, pero al mismo tiempo se sentía perturbado de veras; descubría de pronto que amaba tiernamente al viejo hobbit. La mayor parte de los invitados continuó bebiendo, comiendo y discutiendo las rarezas presentes y pasadas de Bilbo Bolsón, pero los Sacovilla-Bolsón se fueron en seguida, furiosos. Frodo ya no quiso saber nada con la fiesta; ordenó servir más vino, se puso de pie, vació la copa en silencio, a la salud de Bilbo, y se deslizó afuera del pabellón.
En cuanto a Bilbo Bolsón, mientras pronunciaba el discurso no dejaba de juguetear con el anillo de oro que tenía en el bolsillo, el anillo mágico que había guardado en secreto tantos años. Cuando bajó de la silla se deslizó el anillo en el dedo, y ningún hobbit volvió a verlo en Hobbiton.
Regresó a su agujero a paso vivo, y se quedó allí unos instantes, escuchando con una sonrisa la algarabía del pabellón y los alegres sonidos que venían de otros lugares del campo. Luego entró. Se quitó la ropa de fiesta, dobló y envolvió en papel de seda el chaleco de seda bordado, y lo guardó. Se puso rápidamente algunas viejas vestiduras y se aseguró el chaleco con un gastado cinturón de cuero. De él colgó una espada corta, en una vaina deteriorada de cuero negro. De una gaveta cerrada con llave que olía a bolas de alcanfor tomó un viejo manto y un gorro. Habían estado guardados bajo llave como si fuesen un tesoro, pero estaban tan remendados y desteñidos por el tiempo que el color original apenas podía adivinarse —verde oscuro quizá—; por otra parte eran demasiado grandes para él. Luego fue a su escritorio, tomó de una caja grande y pesada un atado envuelto en viejos trapos, un manuscrito encuadernado en cuero, y un sobre abultado. Puso el libro y el atado dentro de una pesada maleta que ya estaba casi llena. Metió adentro del sobre el anillo de oro y la cadena, selló el sobre, y escribió el nombre de Frodo. En un principio lo puso sobre la repisa de la chimenea, pero casi en seguida cambió de idea y se lo guardó en el bolsillo. En ese momento se abrió la puerta y Gandalf entró apresuradamente.
—Hola —dijo Bilbo—, me estaba preguntando si vendrías.
—Me alegra encontrarte visible —repuso el mago, sentándose en una silla—. Quería decirte unas pocas palabras finales. Supongo que crees que todo ha salido espléndidamente, y de acuerdo con lo planeado.
—Sí, lo creo —dijo Bilbo—. Aunque el relámpago me sorprendió. Me sobresalté de veras, y no digamos nada de los otros. ¿Fue un pequeño agregado tuyo?
—Sí. Tuviste la prudencia de mantener en secreto el anillo todos estos años y me pareció necesario dar a los invitados algo que explicase tu desaparición repentina.
—Y me arruinaste la broma. Eres un viejo entrometido —rió Bilbo—; pero espero que tengas razón, como de costumbre.
—Así es, cuando sé algo. Pero no me siento demasiado seguro en todo este asunto, que ha llegado a su punto final. Has hecho tu broma, has alarmado y ofendido a la mayoría de tus parientes, y has dado a toda la Comarca tema de qué hablar durante nueve días, o mejor aún, noventa y nueve. ¿Piensas ir más lejos?
—Sí, lo haré. Tengo necesidad de un descanso; un descanso muy largo, como te he dicho; probablemente un descanso permanente; no creo que vuelva. En realidad no tengo intención de volver, y he hecho todos los arreglos necesarios.
”Estoy viejo, Gandalf; no lo parezco, pero estoy comenzando a sentirlo en las raíces del corazón. ¡Bien conservado!—resopló—. En verdad me siento adelgazado, estirado, ¿entiendes lo que quiero decir?, como un trocito de mantequilla extendido sobre demasiado pan. Eso no puede ser. Necesito un cambio, o algo.
Gandalf lo miró curiosa y atentamente. —No, no me parece bien —dijo pensativo—. Aunque creo que tu plan es quizá lo mejor.
—De cualquier manera, me he decidido. Quiero ver nuevamente montañas, Gandalf... montañas; y luego encontrar algún lugar donde pueda descansar, en paz y tranquilo, sin un montón de parientes merodeando y una sarta de malditos visitantes colgados de la campanilla. He de encontrar un lugar donde pueda terminar mi libro. He pensado un hermoso final: Vivió feliz aun después del fin de sus días.
Gandalf rió. —Que así sea. Pero nadie leerá el libro, cualquiera que sea el final.
—Oh, lo leerán, en años venideros. Frodo ha leído algo a medida que lo iba escribiendo. Pondrás un ojo en Frodo. ¿Lo harás?
—Sí lo haré; pondré los dos ojos cada vez que se presente la ocasión.
—Frodo habría venido conmigo, por supuesto, si se lo hubiese pedido. En realidad me lo ofreció una vez, precisamente antes de la fiesta, pero él aún no lo deseaba de veras. Quiero ver de nuevo el campo salvaje y las montañas, antes de morir. Frodo todavía ama la Comarca, los campos, bosques y arroyos. Se sentirá cómodo aquí. Le dejaré todo, naturalmente, excepto unas pocas menudencias. Creo que será feliz cuando se acostumbre a estar solo. Ya es hora de que sea su propio dueño.
—¿Todo? —dijo Gandalf—. ¿También el anillo? Dijiste que se lo dejarías.
—Bueno... sí, supongo que sí —tartamudeó Bilbo.
—¿Dónde está?
—Ya que quieres saberlo, en un sobre —dijo Bilbo con impaciencia—. Allí, sobre la repisa de la chimenea. Bueno, ¡no! ¡Lo tengo aquí, en el bolsillo! —Titubeó y murmuró entre dientes:– ¿No es una tontería ahora? Después de todo, sí, ¿por qué no? ¿Por qué no dejarlo aquí?
Gandalf volvió a mirar a Bilbo muy duramente, con un fulgor en los ojos.
—Creo, Bilbo —dijo con calma—, que yo lo dejaría. ¿No es lo que deseas?
—Sí y no. Ahora que tocamos el tema, te diré que me disgusta separarme de él. Y no sé por qué habría de hacerlo. Pero ¿qué pretendes? —preguntó Bilbo, y la voz le cambió de un modo extraño. Hablaba ahora en un tono áspero, suspicaz y molesto—. Tú estás siempre fastidiándome con el anillo, y nunca con las otras cosas que traje del viaje.
—Tuve que fastidiarte —dijo Gandalf—. Quería conocer la verdad. Era importante. Los anillos mágicos son... bueno, mágicos; raros y curiosos. Estaba profesionalmente interesado en tu anillo, puedes decir, y todavía lo estoy. Me gustaría saber por dónde anda, si te marchas de nuevo. Y también pienso que lo has tenido bastante. Ya no lo necesitarás, Bilbo, a menos que yo me equivoque.
Bilbo enrojeció y un resplandor colérico le encendió la mirada. El rostro bondadoso se le endureció de pronto.
—¿Por qué no? —gritó—. ¿Y qué te importa saber lo que hago con mis propias cosas? Es mío. Yo lo encontré. Él vino a mí.
—Sí, sí —dijo Gandalf—; no hay por qué enojarse.
—Si me enojo, es por tu culpa. Te vuelvo a repetir que es mío. Mío. Mi tesoro. Sí, mi tesoro.
La cara del mago seguía grave y atenta, y sólo una luz vacilante en los ojos profundos mostraba que estaba asombrado, y aun alarmado.
—Alguien lo llamó así —dijo—, y no fuiste tú.
—Pero yo lo llamo así ahora. ¿Por qué no? Aunque una vez Gollum haya dicho lo mismo. Ya no es de él ahora, sino mío, y repito que lo conservaré.
Gandalf se puso de pie. Habló con severidad.
—Serás un tonto si lo haces, Bilbo —dijo—. Cada palabra que dices lo muestra más claramente. Tiene demasiado poder sobre ti. ¡Déjalo! Entonces podrás irte, y serás libre.
—Iré adonde quiera y haré lo que me dé la gana —continuó Bilbo con obstinación.
—¡Ya, ya, mi querido hobbit! —dijo Gandalf—. Durante toda tu larga vida hemos sido amigos y algo me debes. ¡Vamos! Haz lo que prometiste, déjalo.
—¡Bueno, si tú quieres mi anillo, dilo! —gritó Bilbo—. Pero no lo tendrás. No entregaré mi tesoro, te lo advierto.
La mano del hobbit se movió con rapidez hada la empuñadura de la pequeña espada.
Los ojos de Gandalf relampaguearon. —Pronto me llegará el momento de enojarme —dijo—. Atrévete a repetirlo, y verás al descubierto a Gandalf el Gris.
Gandalf dio un paso hacia el hobbit y pareció agrandarse, amenazante, y su sombra llenó la pequeña habitación.
Bilbo retrocedió hacia la pared, respirando agitadamente, la mano apretada sobre el bolsillo. Se enfrentaron un momento, observándose mutuamente, y el aire vibró en el cuarto. Los ojos de Gandalf se quedaron clavados en el hobbit. Bilbo aflojó poco a poco las manos, y se echó a temblar.
—No me lo explico, Gandalf —dijo—. Nunca te había visto así antes. ¿Qué ocurre? Es mío, ¿no es verdad? Yo lo encontré y Gollum me habría matado si no lo hubiera tenido conmigo. No soy un ladrón, diga lo que diga.
—Nunca te llamé ladrón —respondió Gandalf—, y yo tampoco lo soy. No estoy tratando de robarte, sino de ayudarte. Sería bueno que confiaras en mí, como hasta ahora.
Se volvió, y la sombra se esfumó en el aire. Gandalf pareció achicarse hasta ser de nuevo un viejo gris, encorvado e inquieto.
Bilbo se restregó los ojos. —Lo lamento, pero me siento muy raro, y sin embargo sería un alivio, en cierto modo, no tener que preocuparme más. Me ha obsesionado en los últimos tiempos. A veces me parecía un ojo que me miraba. Siempre tenía ganas de ponérmelo y desaparecer, ¿sabes?, y luego quería sacármelo, temiendo que fuera peligroso. Traté de guardarlo bajo llave, pero me di cuenta de que no podía descansar si no lo tenía en el bolsillo. No sé por qué. Y no me siento capaz de decidirme.
—Entonces confía en mí —dijo Gandalf—. Y está todo resuelto. Vete y déjalo. Renuncia a tenerlo y dáselo a Frodo, a quien yo cuidaré.