Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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El hombre se fue dejándolos casi sin aliento. Parecía capaz de derramar un torrente interminable de charla, por más ocupado que estuviera. Se encontraban a la sazón en un cuarto pequeño y agradable. Un fuego ardía en el hogar, y enfrente habían dispuesto unas sillas bajas y cómodas. Había también una mesa redonda cubierta con un mantel blanco, y encima una gran campanilla. Pero Nob, el sirviente hobbit, apareció antes que llamaran. Trajo velas y una bandeja colmada de platos.
—¿Desean algo para beber, señores? —preguntó—. ¿Quieren que les muestre los dormitorios mientras esperan la cena?
Se habían lavado ya y estaban rodeados de buenos jarros de cerveza cuando el señor Mantecona y Nob aparecieron de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos tendieron la mesa. Había sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan fresco, mantequilla, y medio queso bien estacionado: una buena comida sencilla, tan buena como cualquiera de la Comarca, y bastante familiar como para quitarle a Sam los últimos recelos (que la excelencia de la cerveza ya había aliviado bastante).
El posadero se entretuvo allí unos momentos, y al fin anunció que se iba.
—No sé si querrán unirse a nosotros después de la cena —dijo desde la puerta—. Quizá prefieran acostarse. De cualquier modo nos agradaría mucho que nos acompañaran, si tienen ganas. No recibimos a menudo a Gente del Exterior... perdón, viajeros de la Comarca, quiero decir; y nos gusta enterarnos de las últimas noticias, o quizá oír una historia o una canción, como prefieran. ¡Decidan ustedes! Cualquier cosa que necesiten, ¡toquen la campanilla!
Luego de la cena (que había durado tres cuartos de hora, sin la interrupción de palabras inútiles) Frodo, Pippin y Sam se sintieron tan frescos y animados que decidieron unirse a los otros huéspedes. Merry dijo que el aire del salón debía de ser sofocante.
—Me quedaré aquí un rato sentado junto al fuego, y luego quizá salga a tomar un poco de aire. Cuídense, y no olviden que hemos escapado en secreto y que aún estamos en camino ¡y no muy lejos de la Comarca!
—¡Bueno, bueno! —dijo Pippin—. ¡Cuídate tú también! ¡No te pierdas y no olvides que dentro estarás más seguro!
Los huéspedes estaban reunidos en el salón común de la posada. La concurrencia era numerosa y heterogénea, descubrió Frodo, cuando los ojos se le acostumbraron a la luz. Ésta procedía sobre todo de un llameante fuego de leña, pues los tres faroles que pendían de las vigas eran débiles, y estaban velados por el humo. Cebadilla Mantecona, de pie junto al fuego, hablaba con una pareja de enanos y con uno o dos hombres de extraño aspecto. En los bancos había gentes diversas: hombres de Bree, un grupo de hobbits locales sentados juntos, charlando, algunos enanos más, y otras figuras difíciles de distinguir en las sombras y rincones.
Tan pronto como los Hobbits de la Comarca entraron en el salón, se alzó un coro de voces: Bree les daba la bienvenida. Los extraños, especialmente los que habían venido por el Camino Verde, los miraron con curiosidad. El posadero presentó los recién llegados a la gente de Bree, tan rápidamente que aunque los hobbits entendían los nombres no estaban seguros de saber a quién pertenecía éste y a quién este otro. Todos los Hombres de Bree parecían tener nombres botánicos (y bastante raros para la gente de la Comarca), tales como Juncales, Madreselva, Matosos, Manzanero, Cardoso y Helechal (y Cebadilla Mantecona). Algunos hobbits tenían nombres similares. Los Artemisa, por ejemplo, parecían numerosos. Pero la mayoría llevaba nombres sacados de accidentes naturales como Bancos, Tejonera, Cuevas, Arenero y Tunelo, muchos de los cuales eran comunes en la Comarca. Había varios Sotomonte de Entibo, y como no alcanzaban a imaginar que compartiesen un nombre y no fuesen parientes, tomaron cariñosamente a Frodo por un primo perdido hacía tiempo.
Los hobbits de Bree eran en verdad amables y curiosos, y Frodo pronto se dio cuenta de que tendría que dar alguna explicación de lo que hacía. Dijo que le interesaban la geografía y la historia (y aquí hubo muchos cabeceos de asentimiento, aunque estas palabras no eran muy comunes en el dialecto de Bree). Declaró que pensaba escribir un libro (lo que provocó un asombro mudo) y que él y sus amigos deseaban informarse acerca de los hobbits que vivían fuera de la Comarca, sobre todo en las tierras del oeste.
Junto con este anuncio estalló un coro de voces. Si Frodo hubiese querido realmente escribir un libro, y hubiera tenido muchas orejas, habría reunido material para varios capítulos en unos pocos minutos. Y como si esto no fuera suficiente le dieron toda una lista de nombres, comenzando por «nuestro viejo Cebadilla», a quienes podía recurrir en busca de más información. Pero al cabo de un rato, como Frodo no diera ninguna señal de querer escribir un libro allí mismo y en seguida, los hobbits de Bree volvieron a hacer preguntas sobre lo que pasaba en la Comarca. Frodo no se mostró muy comunicativo. Y pronto se encontró solo, sentado en un rincón, escuchando y mirando alrededor.
Los Hombres y los Enanos hablaban sobre todo de acontecimientos distantes, y daban noticias de una especie que estaba haciéndose demasiado familiar. Había problemas allá en el Sur, y parecía que los Hombres que habían venido por el Camino Verde iban en busca de tierras donde pudieran encontrar un poco de paz. Las gentes de Bree los trataban con simpatía, pero no parecían muy dispuestos a recibir un gran número de extranjeros en aquellos reducidos territorios. Uno de los viajeros, bizco, poco agraciado, pronosticaba que en el futuro cercano más y más gente subiría al norte. —Si no les encuentran lugar, lo encontrarán ellos mismos. Tienen derecho a vivir, tanto como otros —dijo con voz fuerte. Los habitantes del lugar no parecían muy complacidos con esta perspectiva.
Los hobbits no prestaron mucha atención a todo esto, que por el momento no parecía concernir a la Comarca. Era difícil que la Gente Grande pretendiera alojarse en los agujeros de los hobbits. Estaban aquí más interesados en Sam y Pippin, que ahora se sentían muy cómodos, y charlaban animadamente sobre los acontecimientos de la Comarca. Pippin provocó una buena cantidad de carcajadas contando cómo se vino abajo el techo en la alcaldía de Cavada Grande. Will Pieblanco, el alcalde, y el más gordo de los hobbits en la Cuaderna del Oeste, había emergido envuelto en yeso, como un pastel enharinado. Pero se hicieron también muchas preguntas, que inquietaron a Frodo. Uno de los habitantes de Bree, que parecía haber estado varias veces en la Comarca, quiso saber dónde habitaban los Sotomonte, y con quién estaban emparentados.
De pronto Frodo notó que un hombre de rostro extraño, curtido por la intemperie, sentado a la sombra cerca de la pared, escuchaba también con atención la charla de los hobbits. Tenía un tazón delante de él, y fumaba una pipa de caño largo, curiosamente esculpida. Las piernas extendidas mostraban unas botas de cuero blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y estaban ahora cubiertas de barro. Un manto pesado, de color verde oliva, manchado por muchos viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo, y a pesar del calor que había en el cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin embargo, se le alcanzaba a ver el brillo de los ojos, mientras observaba a los hobbits.
—¿Quién es? —susurró Frodo cuando tuvo cerca al señor Mantecona—. No recuerdo que usted nos haya presentado.
—¿Él? —respondió el posadero en voz baja, apuntando con un ojo y sin volver la cabeza—. No lo sé muy bien. Es uno de esos que van de un lado a otro. Montaraces, los llamamos. Habla raras veces, aunque sabe contar una buena historia cuando tiene ganas. Desaparece durante un mes, o un año, y se presenta aquí de nuevo. Se fue y vino muchas veces en la primavera pasada, pero no lo veía desde hace tiempo. El nombre verdadero nunca lo oí, pero por aquí se le conoce como Trancos. Anda siempre a grandes pasos, con esas largas zancas que tiene, aunque nadie sabe el porqué de tanta prisa. Pero no hay modo de entender a los del Este y tampoco a los del Oeste, como decimos en Bree, refiriéndonos a los Montaraces y a las gentes de la Comarca, con el perdón de usted. Raro que me lo haya preguntado.
Pero en ese momento alguien llamó pidiendo más cerveza, y el señor Mantecona se fue dejando en el aire su última frase.
Frodo notó que Trancos estaba ahora mirándolo, como si hubiera oído o adivinado todo lo que se había dicho. Casi en seguida, con un movimiento de la mano y un cabeceo, invitó a Frodo a que se sentara junto a él. Frodo se acercó y el hombre se sacó la capucha descubriendo una hirsuta cabellera oscura con mechones canosos, y un par de ojos grises y perspicaces en una cara pálida y severa.
—Me llaman Trancos —dijo con una voz grave—. Me complace conocerlo, señor... Sotomonte, si el viejo Mantecona ha oído bien el nombre de usted.
—Ha oído bien —dijo Frodo tiesamente.
No se sentía nada cómodo bajo la mirada de aquellos ojos penetrantes.
—Bien, señor Sotomonte —dijo Trancos—, si yo fuera usted, trataría de que esos jóvenes amigos no hablaran demasiado. La bebida, el fuego y los conocidos casuales son bastante agradables, pero, bueno... esto no es la Comarca. Hay gente rara por aquí. Aunque usted pensará que no soy yo quien tiene que decirlo —añadió con una sonrisa torcida, viendo la mirada que le echaba Frodo—. Y otros viajeros todavía más extraños han pasado últimamente por Bree —continuó observando la cara del hobbit.
Frodo le devolvió la mirada, pero no replicó, y Trancos calló también. Ahora parecía interesado en Pippin. Frodo, alarmado, se dio cuenta de que el ridículo joven Tuk, animado por el éxito que había tenido su historia sobre el alcalde de Cavada Grande, estaba dando una versión cómica de la fiesta de despedida de Bilbo. Imitaba ahora el Discurso, y se acercaba al momento de la asombrosa Desaparición.
Frodo se sintió fastidiado. Era sin duda una historia bastante inofensiva para la mayoría de los hobbits locales; sólo una historia rara sobre gentes raras que vivían más allá del río; pero algunos (el viejo Mantecona, por ejemplo) no habían nacido ayer, y era probable que hubiesen oído algo tiempo atrás acerca de la desaparición de Bilbo. Esto les traería a la memoria el nombre de Bolsón, principalmente si se había preguntado por este nombre en Bree.
Frodo se movió en el asiento, sin saber qué hacer. Pippin disfrutaba ahora de modo evidente del interés que despertaba en los demás, y había olvidado el peligro en que se encontraban. Frodo temió de pronto que arrastrado por la historia Pippin llegara a mencionar el Anillo, lo que podía ser desastroso.
—¡Será mejor que haga algo, y rápido! —le susurró Trancos al oído.
Frodo se subió de un salto a una mesa y empezó a hablar. Los oyentes de Pippin se volvieron a mirarlo. Algunos hobbits rieron y aplaudieron, pensando que el señor Sotomonte había tomado demasiada cerveza.
Frodo se sintió de pronto ridículo, y se encontró (como era su costumbre cuando pronunciaba un discurso) jugueteando con las cosas que llevaba en el bolsillo. Tocó el Anillo y la cadena, e inesperadamente tuvo el deseo de ponérselo en el dedo y desaparecer, escapando así de aquella tonta situación. Le pareció, de algún modo, que la idea le había venido de fuera, de alguien o algo en el cuarto. Resistió firmemente la tentación, y apretó el Anillo en la mano, como para asegurarlo e impedirle escapar o hacer algún disparate. De cualquier modo el Anillo no lo inspiro. Pronunció «unas pocas palabras de circunstancias», como hubiesen dicho en la Comarca: Estamos todos muy agradecidos por tanta amabilidad, y me atrevo a esperar que mi breve visita ayudará a renovar los viejos lazos de amistad entre la Comarca y Bree; y luego titubeó y tosió.
Todos en la sala estaban ahora mirándolo.
—¡Una canción! —gritó uno de los hobbits—. ¡Una canción! ¡Una canción! —gritaron todos los otros—. ¡Vamos, señor, cántenos algo que no hayamos oído antes!
Durante un rato Frodo se quedó allí, de pie sobre la mesa, boquiabierto. Luego, desesperado, se puso a cantar; era una canción ridícula que Bilbo había estimado bastante (y de la que en realidad se había sentido orgulloso, pues él mismo era el autor de la letra). Se hablaba en ella de una posada, y fue ésa quizá la razón por la que le vino a la memoria en ese momento. Hela aquí en su totalidad. Hoy, en general, sólo se recuerdan unas pocas palabras.
Hay una posada, una vieja y alegre posada
al pie de una vieja colina gris,
y allí preparan una cerveza tan oscura
que una noche bajó a beberla
el Hombre de la Luna.
El palafrenero tiene un gato borracho
que toca un violín de cinco cuerdas;
y el arco se mueve bajando y subiendo,
arriba rechinando, abajo ronroneando,
y serruchando en el medio.
El posadero tiene un perrito
que es muy aficionado a las bromas;
y cuando en los huéspedes hay alegría,
levanta una oreja a todos los chistes
y se muere de risa.
Ellos tienen también una vaca cornuda
orgullosa como una reina;
la música la trastorna como una cerveza,
y mueve la cola empenachada
y baila en la hierba.
¡Oh las pilas de fuentes de plata
y el cajón de cucharas de plata!
Hay un par especial de domingo 5
que ellos pulen con mucho cuidado
la tarde del sábado.
El Hombre de la Luna bebía largamente
y el gato se puso a llorar;
la fuente y la cuchara bailaban en la consola,
y la vaca brincaba en el jardín,
y el perrito se mordía la cola.
El Hombre de la Luna empinó el codo
y luego rodó bajo la silla,
y allí durmió soñando con cerveza;
hasta que el alba estuvo en el aire
y se borraron las estrellas.
Luego el palafrenero le dijo al gato ebrio
—Los caballos blancos de la Luna
tascan los frenos de plata, y relinchan
pero el amo ha perdido la cabeza,
¡y ya viene el día!
El gato en el violín toca una jiga-jiga
que despertaría a los muertos,
chillando, serruchando, apresurando la tonada,
y el posadero sacude al Hombre de la Luna,
diciendo: ¡Son las tres pasadas!
Llevan al hombre rodando loma arriba
y lo arrojan a la Luna,
mientras que los caballos galopan de espaldas
y la vaca cabriola como un ciervo
y la fuente se va con la cuchara.
Más rápido el violín toca la jiga-jiga;
la vaca y los caballos están patas arriba,
y el perro lanza un rugido,
y los huéspedes ya saltan de la cama
y bailan en el piso.
¡Las cuerdas del violín estallan con un pum!
La vaca salta por encima de la Luna,
y el perrito se ríe divertido,
y la fuente del sábado se escapa corriendo
con la cuchara del domingo.
La Luna redonda rueda detrás de la colina,
mientras el Sol levanta la cabeza,
y con ojos de fuego observa estupefacta 6
que aunque es de día todos
volvieron a la cama.
El aplauso fue prolongado y ruidoso. Frodo tenía una buena voz, y la fantasía de la canción había agradado a todos.
—¿Por dónde anda el viejo Cebadilla? —exclamaron—. Tiene que oírla. Bob podría enseñarle al gato a tocar el violín, y tendríamos un baile. —Pidieron una nueva ronda de cerveza y gritaron:– ¡Cántela otra vez, señor! ¡Vamos! ¡Otra vez!
Hicieron tomar una jarra más a Frodo, que recomenzó la canción, y muchos se le unieron, pues la melodía era muy conocida, y se les había pegado la letra. Le tocó a Frodo entonces sentirse satisfecho de sí mismo. Zapateaba sobre la mesa y cuando llegó por segunda vez a la vaca salta por encima de la Luna, dio un salto en el aire demasiado vigoroso. Frodo cayó, bum, sobre una bandeja repleta de jarras, resbaló, y fue a parar bajo la mesa con un estruendo, un alboroto, y un golpe sordo. Todos abrieron la boca preparados para reír, y se quedaron petrificados en un silencio sin aliento, pues el cantor ya no estaba allí. ¡Había desaparecido como si hubiera pasado directamente a través del suelo de la sala sin dejar ni la huella de un agujero!
Los hobbits locales se quedaron mirando mudos de asombro; en seguida se incorporaron de un salto y llamaron a gritos a Cebadilla. Todos se apartaron de Pippin y Sam, que se encontraron solos en un rincón, observados desde lejos con miradas sombrías y desconfiadas. Estaba claro que para la mayoría de la gente ellos eran los compañeros de un mago ambulante con poderes y propósitos desconocidos. Pero había un vecino de Bree, de tez oscura, que los miraba con la expresión de alguien que está sobre aviso, y con una cierta ironía; Pippin y Sam se sentían de veras incómodos. Casi en seguida el hombre se escurrió fuera del salón, seguido por el sureño bizco; los dos se habían pasado gran parte de la noche hablando juntos en voz baja. Harry, el guardián de la puerta, salió también detrás de ellos.
Frodo se daba cuenta de que había cometido una estupidez. No sabiendo qué hacer, se arrastró por debajo de las mesas hacia el rincón sombrío donde Trancos estaba todavía sentado, impasible. Se apoyó de espaldas contra la pared, y se quitó el Anillo. Cómo le había llegado al dedo, no podía recordarlo. Era posible que hubiese estado jugueteando con él en el bolsillo, mientras cantaba, y que en el momento de sacar bruscamente la mano para evitar la caída, se le hubiera deslizado de algún modo en el dedo. Durante un instante se preguntó si el Anillo mismo no le había jugado una mala pasada; quizá había tratado de hacerse notar en respuesta al deseo o la orden de alguno de los huéspedes. No le gustaba el aspecto de los hombres que habían dejado el salón.
—¿Bien? —dijo Trancos cuando Frodo reapareció—. ¿Por qué lo hizo? Cualquier indiscreción de los amigos de usted no hubiera sido peor. Ha metido usted la pata. ¿O tendría que decir el dedo?
—No sé a qué se refiere —dijo Frodo, molesto y alarmado.
—¡Oh, sí que lo sabe! —respondió Trancos—, pero será mejor esperar que pase el alboroto. Luego, si usted me permite, señor Bolsón, me agradaría que tuviésemos una charla tranquila.
—¿A propósito de qué? —preguntó Frodo aparentando no haber oído su verdadero nombre.
—A propósito de un asunto de cierta importancia, tanto para usted como para mí —respondió Trancos mirando a Frodo a los ojos—. Quizá oiga algo que le conviene.
—Muy bien —dijo Frodo tratando de mostrarse indiferente—. Hablaré con usted más tarde.
Mientras, la gente discutía junto a la chimenea. El señor Mantecona había llegado al trote, y ahora trataba de escuchar a la vez varios relatos contradictorios sobre lo que había ocurrido.
—Yo lo vi, señor Mantecona —dijo un hobbit—, por lo menos no lo vi más, si usted me entiende. Se desvaneció en el aire, como quien dice.
—¡No es posible, señor Artemisa! —dijo el posadero, perplejo.
—Sí —replicó Artemisa—. Y además sé muy bien lo que digo.
—Hay algún error en alguna parte —dijo Mantecona sacudiendo la cabeza—. Había demasiado de ese señor Sotomonte para que se desvaneciese así en el aire, o en el humo, lo que sería más exacto si ocurrió en esta habitación.
—Bien, ¿dónde está ahora? —gritaron varias voces.
—¿Cómo podría saberlo? Puede irse a donde quiera, siempre que pague por la mañana. Y aquí está el señor Tuk, que no ha desaparecido.
—Bueno, vi lo que vi, y vi lo que no vi —dijo Artemisa, obstinado.
—Y yo digo que hay aquí algún error —repitió Mantecona recogiendo la bandeja y los restos de las jarras.
—¡Claro que hay un error! —dijo Frodo—. No he desaparecido. ¡Aquí estoy! He tenido sólo una pequeña charla con el señor Trancos en el rincón.
Frodo se adelantó a la luz del fuego, pero la mayoría de los huéspedes dieron un paso atrás, aún más perturbados que antes. No los satisfacía la explicación de Frodo, según la cual se había arrastrado rápidamente por debajo de las mesas luego de la caída. La mayoría de los hobbits y de las gentes de Bree se apresuraron a irse, sin ganas ya de seguir divirtiéndose esa noche. Unos pocos echaron a Frodo una mirada sombría y partieron murmurando entre ellos. Los Enanos y dos o tres Hombres extraños que todavía estaban allí se pusieron de pie y dieron las buenas noches al posadero pero no a Frodo y sus amigos. Poco después no quedaba nadie sino Trancos, todavía sentado en las sombras junto a la pared.
El señor Mantecona no parecía muy preocupado. Pensaba, probablemente, que el salón estaría repleto durante muchas noches, hasta que el misterio actual fuera discutido a fondo.
—Y bien, ¿qué ha estado haciendo, señor Sotomonte? —preguntó—. ¿Asustando a mis clientes y haciendo trizas mis jarras con esas acrobacias?
—Lamento mucho haber causado alguna dificultad —dijo Frodo—. No tuve la menor intención, se lo aseguro. Fue un desgraciado accidente.
—Muy bien, señor Sotomonte. Pero si va usted a intentar otros juegos, o conjuros, o lo que sea, mejor que antes advierta a la gente, y que me advierta a mí. Aquí somos un poco recelosos de todo lo que se salga de lo común, de todo lo misterioso, si usted me entiende, y tardamos en acostumbrarnos.
—No haré nada parecido otra vez, señor Mantecona, se lo prometo. Y ahora creo que me iré a la cama. Partimos temprano. ¿Podría ordenar que nuestros poneys estén preparados para las ocho?
—¡Muy bien! Pero antes de que se vaya quiero tener con usted unas palabras en privado, señor Sotomonte. Acabo de recordar algo que usted tiene que saber. Espero no molestarlo. Cuando haya arreglado una o dos cositas, iré al cuarto de usted, si no le parece mal.
—¡Claro que no! —dijo Frodo, sintiendo que se le encogía el corazón.
Se preguntó cuántas charlas privadas tendría que sobrellevar antes de poder acostarse, y qué revelarían. ¿Estaba toda esta gente confabulada contra él? Empezaba a sospechar que aun la cara redonda del viejo Mantecona ocultaba unos negros designios.
10
TRANCOS
Frodo, Pippin y Sam volvieron a la salita. No había luz. Merry no estaba allí, y el fuego había bajado. Sólo después de avivar un rato las llamas y de haberlas alimentado con un par de troncos, descubrieron que Trancos había venido con ellos. ¡Estaba tranquilamente sentado en una silla junto a la puerta!
—¡Hola! —dijo Pippin—. ¿Quién es usted, y qué desea?
—Me llaman Trancos —dijo el hombre—, y aunque quizá lo haya olvidado, el amigo de usted me prometió que tendríamos una charla tranquila.
—Usted dijo que yo me enteraría de algo que quizá me fuera útil —dijo Frodo—. ¿Qué tiene que decir?
—Varias cosas —dijo Trancos—. Pero, por supuesto, tengo mi precio.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Frodo ásperamente.
—¡No se alarme! Sólo esto: le contaré lo que sé, y le daré un buen consejo. Pero quiero una recompensa.
—¿Qué recompensa? —dijo Frodo, pensando ahora que había caído en manos de un pillo, y recordando con disgusto que había traído poco dinero. El total no contentaría de ningún modo a un bribón, y no podía distraer ni siquiera una parte.
—Nada que usted no pueda permitirse —respondió Trancos con una lenta sonrisa, como si adivinara los pensamientos de Frodo—. Sólo esto: tendrá que llevarme con usted hasta que yo decida dejarlo.
—Oh, ¿de veras? —replicó Frodo, sorprendido, pero no muy aliviado—. Aun en el caso de que yo deseara otro compañero, no consentiría hasta saber bastante más de usted y de sus asuntos.
—¡Excelente! —exclamó Trancos cruzando las piernas y acomodándose en la silla—. Parece que está usted recobrando el buen sentido; mejor así. Hasta ahora ha sido demasiado descuidado. ¡Muy bien! Le diré lo que sé y usted dirá si merezco la recompensa. Quizá me la conceda de buen grado, luego de haberme oído.
—¡Adelante entonces! —dijo Frodo—. ¿Qué sabe usted?
—Demasiado; demasiadas cosas sombrías —dijo Trancos torvamente—. Pero en cuanto a los asuntos de usted... —Se incorporó, fue hasta la puerta, la abrió rápidamente y miro afuera. Luego cerró en silencio y se sentó otra vez—. Tengo oído fino —continuó bajando la voz—, y aunque no puedo desaparecer, he seguido las huellas de muchas criaturas salvajes y cautelosas, y comúnmente evito que me vean, si así lo deseo. Pues bien, yo estaba detrás de la empalizada esta tarde en el camino al oeste de Bree, cuando cuatro hobbits vinieron de las Quebradas. No necesito repetir todo lo que hablaron con el viejo Bombadil o entre ellos, pero una cosa me interesó. Por favor, recordad todos, dijo uno de ellos, que el nombre de Bolsón no ha de mencionarse. Si es necesario darme un nombre soy el señor Sotomonte. Esto me interesó tanto que los seguí hasta aquí. Me deslicé por encima de la cerca justo detrás de ellos. Quizá el señor Bolsón tiene un buen motivo para cambiar de nombre; pero si es así, les aconsejaré a él y a sus amigos que sean más cuidadosos.
—No veo por qué mi nombre ha de interesar a la gente de Bree —dijo Frodo irritado—, y todavía ignoro por qué le interesa a usted. El señor Trancos puede tener buenos motivos para espiar y escuchar indiscretamente; pero si es así, le aconsejaré que se explique.
—¡Bien respondido! —dijo Trancos riéndose—. Pero la explicación es simple: busco a un hobbit llamado Frodo Bolsón. Quiero encontrarlo en seguida. Supe que estaba llevando fuera de la Comarca, bueno, un secreto que nos concierne, a mi y a mis amigos.
”¡Un momento, no me interpreten mal! —gritó al tiempo que Frodo se ponía de pie y Sam daba un salto con aire amenazador—. Cuidaré del secreto mejor que ustedes. ¡Y hay que cuidarse de veras! —Se inclinó hacia delante y los miró—. ¡Vigilen todas las sombras! —dijo en voz baja—. Unos Jinetes Negros han pasado por Bree. Dicen que el lunes llegó uno por el Camino Verde, y otro apareció más tarde, subiendo por el Camino Verde desde el sur.
Se hizo un silencio. Al fin Frodo les habló a Pippin y Sam.
—Tenía que haberlo sospechado por el modo en que nos recibió el guardián —dijo—. Y el posadero parece haber oído algo. ¿Por qué insistió en que nos uniéramos a los demás? ¿Y por qué razón nos comportamos como tontos? Teníamos que habernos quedado aquí tranquilamente.
—Hubiese sido mejor —dijo Trancos—. Yo hubiera impedido que fueran al salón, pero no me fue posible. El posadero no hubiese permitido que yo los viera, ni les hubiera traído un mensaje.
—Cree usted que... —comenzó Frodo.
—No, no pienso mal del viejo Mantecona. Pero los vagabundos misteriosos como yo no le gustan demasiado. —Frodo lo miró con perplejidad—. Bueno, tengo cierto aspecto de villano, ¿no es así? —dijo Trancos torciendo la boca y con un brillo extraño en los ojos—. Pero tengo la esperanza de que lleguemos a conocernos mejor. Cuando así sea, confío en que me explicará usted qué ocurrió al fin de la canción. Porque esa pirueta...
—¡Fue sólo un accidente! —interrumpió Frodo.
—Bueno —dijo Trancos—, accidente entonces. Ese accidente ha empeorado la situación de usted.
—No demasiado —dijo Frodo—. Yo ya sabía que esos jinetes estaban persiguiéndome, pero de todos modos creo que me perdieron el rastro, y se han ido.
—¡No cuente con eso! —dijo Trancos vivamente—. Volverán, y vendrán más. Hay otros. Sé cuántos son. Conozco a esos jinetes. —Hizo una pausa, y sus ojos eran fríos y duros—. Y hay gente en Bree en la que no se puede confiar —continuó—. Bill Helechal, por ejemplo. Tiene mala reputación en el país de Bree, y gente extraña llama a su casa. Lo habrá visto usted entre los huéspedes: un sujeto moreno y burlón. Estaba muy cerca de uno de esos extranjeros del sur, y salieron todos juntos en seguida del «accidente». No todos los sureños son buena gente, y en cuanto a Helechal, le vendería cualquier cosa a cualquiera; o haría daño por el placer de hacerlo.
—¿Qué vendería Helechal, y qué relación tiene con mi accidente? —dijo Frodo, decidido todavía a no entender las insinuaciones de Trancos.
—Noticias de usted, por supuesto —respondió Trancos—. Un relato de la hazaña de usted sería muy interesante para cierta gente. Luego de esto apenas necesitarían saber cómo se llama usted de veras. Me parece demasiado probable que se enteren antes que termine la noche. ¿No le es suficiente? En cuanto a mi recompensa, haga lo que le plazca: tómeme como guía o no. Pero le diré que conozco todas las tierras entre la Comarca y las Montañas Nubladas, pues las he recorrido en todos los sentidos durante muchos años. Soy más viejo de lo que parezco. Le puedo ser útil. Desde esta noche tendrá usted que dejar la carretera, pues los jinetes la vigilarán día y noche. Quizá escape de Bree, y quizá nadie lo detenga mientras el sol esté alto, pero no irá muy lejos. Caerán sobre usted en algún sitio desierto y sombrío donde no habrá nadie que pueda auxiliarlo. ¿Permitirá que le den alcance? ¡Son terribles!
Los hobbits lo miraron, y vieron con sorpresa que retorcía la cara como si soportara algún dolor y que tenía las manos aferradas a los brazos de la silla. La habitación estaba muy tranquila y silenciosa, y la luz parecía más pálida. Trancos se quedó un rato sentado, la mirada vacía, como atento a viejos recuerdos, o escuchando unos sonidos lejanos en la noche.
—¡Sí! —exclamó al fin pasándose la mano por la frente—. Quizá sé más que usted acerca de esos perseguidores. Les tiene miedo, pero no bastante todavía. Mañana tendrá que escapar, si puede. Trancos podría guiarlo por senderos pocos transitados. ¿Lo llevará con usted?
Hubo un pesado silencio. Frodo no respondió, no sabía qué pensar; el miedo y la duda lo confundían. Sam frunció el ceño y miro a su amo. Al fin estalló:
—¡Con el permiso de usted, señor Frodo, yo diría no! Este señor Trancos nos aconseja y dice que tengamos cuidado; y yo digo sía eso, y que comencemos por él. Viene del desierto, y nunca oí nada bueno de esa gente. Es evidente que sabe algo, demasiado para mi gusto. Pero eso no es razón para que dejemos que nos lleve a algún lugar sombrío, lejos de cualquier ayuda, como él mismo dice.
Pippin se movió, incómodo. Trancos no replicó a Sam, y volvió los ojos penetrantes a Frodo. Frodo notó la mirada, y torció la cabeza.
—No —dijo lentamente—, no estoy de acuerdo. Pienso, pienso que usted no es realmente lo que quiere parecer. Empezó a hablarme como la gente de Bree, pero ahora tiene otra voz. De cualquier modo hay algo cierto en lo que dice Sam: no sé por qué nos aconseja usted que nos cuidemos, y al mismo tiempo nos pide que confiemos en usted. ¿Por qué el disfraz? ¿Quién es usted? ¿Qué sabe realmente acerca de... acerca de mis asuntos, y cómo lo sabe?
—La lección de prudencia ha sido bien aprendida —dijo Trancos con una sonrisa torcida—. Pero la prudencia es una cosa, y la irresolución es otra. Nunca llegarán a Rivendel por sus propios medios, y tenerme confianza es la única posibilidad que les queda. Tienen que decidirse. Contestaré cualquier pregunta, si eso los ayuda. ¿Pero por qué creerán en la verdad de mi historia, si no confían en mí? Aquí está, sin embargo...