Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Bilbo se quedó un momento tenso e indeciso. Al fin suspiró y dijo con esfuerzo:
—Bien, lo haré. —Se encogió de hombros y sonrió tristemente—. Al fin y al cabo, para esto se hizo la fiesta: para regalar muchas cosas, y en cierto modo para que no me costara tanto dejar también el anillo. No fue cosa fácil al final, pero sería una lástima desperdiciar tantos preparativos. Arruinar la broma.
—En efecto —respondió Gandalf—. Suprimiría el único motivo que siempre le vi al asunto.
—Muy bien —dijo Bilbo—, se lo dejaré a Frodo con todo lo demás. —Tomó aliento—. Y ahora tengo que partir, o alguien me pescará. Ya he dicho adiós y no podría empezar otra vez.
Recogió la maleta y fue hacia la puerta.
—Todavía tienes el anillo —dijo el mago.
—¡Sí, lo tengo! —gritó Bilbo—. Y mi testamento, y todos los otros documentos también. Es mejor que los tomes tú y los entregues en mi nombre. Será lo más seguro.
—No, no me des el anillo —dijo Gandalf—. Ponlo sobre la repisa de la chimenea. Estará seguro allí hasta que llegue Frodo; yo lo esperaré.
Bilbo sacó el sobre, y justo en el momento en que lo colocaba junto al reloj, le tembló la mano, y el paquete cayó al suelo. Antes que pudiera levantarlo, el mago se agachó, lo recogió y lo puso en su lugar. Un espasmo de rabia cruzó fugazmente otra vez por la cara del hobbit, y casi en seguida se transformó en un gesto de alivio y en una risa.
—Bien, ya está —comentó—. Ahora sí, ¡me voy!
Pasaron al vestíbulo. Bilbo tomó su bastón favorito, y silbó. Tres enanos vinieron de tres distintas habitaciones.
—¿Está todo listo? —preguntó Bilbo—. ¿Todo embalado y rotulado?
—Todo —contestaron.
—¡Entonces, en marcha! —Y caminó hacia la puerta del frente.
Era una noche magnífica y se veía el cielo oscuro salpicado de estrellas. Bilbo miró, olfateando el aire.
—¡Qué alegría! ¡Qué alegría partir otra vez, estar en camino con los enanos! ¡Años y años estuve esperando este momento! ¡Adiós! —dijo mirando a su viejo hogar e inclinándose delante de la puerta—. ¡Adiós, Gandalf!
—Adiós por ahora, Bilbo. ¡Ten cuidado! Eres bastante viejo y quizá bastante sabio.
—¡Tener cuidado! No me importa. ¡No te preocupes por mí! Me siento más feliz que nunca, lo que es mucho decir. Pero la hora ha llegado. Al fin me voy.
En seguida, en voz baja, como para sí mismo, se puso a cantar en la oscuridad:
El Camino sigue y sigue
desde la puerta.
El Camino ha ido muy lejos,
y si es posible he de seguirlo
recorriéndolo con pie decidido
hasta llegar a un camino más ancho
donde se encuentran senderos y cursos.
¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.
Bilbo se detuvo en silencio, un momento. Luego, sin pronunciar una palabra, se alejó de las luces y voces de los campos y tiendas, y seguido por sus tres compañeros dio una vuelta al jardín y bajó trotando la larga pendiente. Saltó un cerco bajo y fue hacia los prados, internándose en la noche como un susurro de viento entre las briznas.
Gandalf se quedó un momento mirando cómo desaparecía en la oscuridad.
—Adiós, mi querido Bilbo, hasta nuestro próximo encuentro —dijo dulcemente, y entró en la casa.
Frodo llegó poco después y encontró a Gandalf sentado en la penumbra y absorto en sus pensamientos.
—¿Se fue? —le preguntó.
—Sí —respondió Gandalf—, al fin se fue.
—Deseaba, es decir, esperaba hasta esta tarde que todo fuese una broma —dijo Frodo—. Pero el corazón me decía que era verdad. Siempre bromeaba sobre cosas serias. Lamento no haber venido antes para verlo partir.
—Bueno, creo que al fin prefirió irse sin alboroto —dijo Gandalf—. No te preocupes tanto. Se encontrará bien, ahora. Dejó un paquete para ti. ¡Ahí está!
Frodo tomó el sobre de la repisa, le echó una mirada, pero no lo abrió.
—Creo que adentro encontrarás el testamento y todos los otros papeles —dijo el mago—. Tú eres ahora el amo de Bolsón Cerrado. Supongo que encontrarás también un anillo de oro.
—¡El anillo! —exclamó Frodo—. ¿Me ha dejado el anillo? Me pregunto por qué. Bueno, quizá me sirva de algo.
—Sí y no —dijo Gandalf—. En tu lugar, yo no lo usaría. Pero guárdalo en secreto ¡y en sitio seguro! Bien, me voy a la cama.
Como amo de Bolsón Cerrado, Frodo sintió que era su penoso deber despedir a los huéspedes. Rumores sobre extraños acontecimientos se habían diseminado por el campo. Frodo nada dijo, pero sin duda todo se aclararía por la mañana. Alrededor de medianoche comenzaron a llegar los carruajes de la gente importante, y así fueron desapareciendo, uno a uno, cargados con hobbits, hartos pero insatisfechos. Al fin se llamó a los jardineros, que trasladaron en carretillas a quienes habían quedado rezagados.
La noche pasó lentamente. Salió el sol. Los hobbits se levantaron bastante tarde y la mañana prosiguió. Se solicitó el concurso de gente, que recibió orden de despejar los pabellones y quitar mesas, sillas, cucharas, cuchillos, botellas, platos, linternas, macetas de arbustos en flor, migajas, papeles, carteras, pañuelos y guantes olvidados, y alimentos no consumidos, que eran muy pocos. Luego llegó una serie de personas no solicitadas, los Bolsón, Boffin, Bolger, Tuk, y otros huéspedes que vivían o andaban cerca. Hacia el mediodía, cuando hasta los más comilones ya estaban de regreso, había en Bolsón Cerrado una gran multitud, no invitada, pero no inesperada.
Frodo los esperaba en la escalera, sonriendo, aunque con aire fatigado y preocupado. Saludó a todos, pero no les pudo dar más explicaciones que en la víspera. Respondía a todas las preguntas del mismo modo:
—El señor Bilbo Bolsón se ha ido; creo que para siempre.
Invitó a algunos de los visitantes a entrar en la casa, pues Bilbo había dejado «mensajes» para ellos.
Dentro del vestíbulo había apilada una gran cantidad de paquetes, bultos y mueblecitos. Cada uno de ellos tenía una etiqueta. Había varias de este tipo:
Para Adelardo Tuk, de veras para él, estaba escrito sobre una sombrilla. Adelardo se había llevado muchos paquetes sin etiqueta.
Para Dora Bolsón, en recuerdo de una larga correspondencia, con el cariño de Bilbo, en una gran canasta de papeles. Dora era la hermana de Drogo, y la sobreviviente más anciana, emparentada con Bilbo y Frodo; tenía noventa y nueve años y había escrito resmas de buenos consejos durante más de medio siglo.
Para Milo Madriguera, deseando que le sea útil, de B. B., en una pluma de oro y una botella de tinta. Milo nunca contestaba las cartas.
Para uso de Angélica, del tío Bilbo, en un espejo convexo y redondo. Era una joven Bolsón que evidentemente se creía bonita.
Para la colección de Hugo Ciñatiesa, de un contribuyente, en una biblioteca (vacía). Hugo solía pedir libros prestados y la mayoría de las veces no los devolvía.
Para Lobelia Sacovilla-Bolsón, como regalo, en una caja de cucharas de plata. Bilbo creía que Lobelia se había apoderado de una buena cantidad de las cucharas de Bilbo mientras él estaba ausente, en el viaje anterior. Lobelia lo sabía muy bien. Entendió en seguida la ironía, pero aceptó las cucharas.
Esto es sólo una pequeña muestra del conjunto de regalos. Durante el curso de su larga vida, la residencia de Bilbo se había ido atestando de cosas. El desorden era bastante común en las cuevas de los hobbits, y esto venía sobre todo de la costumbre de hacerse tantos regalos de cumpleaños. Por supuesto, los regalos no eran siempre nuevos; había uno o dos viejos mathomsde uso olvidado que habían circulado por todo el distrito, pero Bilbo tenía el hábito de obsequiar regalos nuevos y de guardar los que recibía. El viejo agujero estaba ahora desocupándose un poco.
Los regalos de despedida tenían todos la correspondiente etiqueta que el mismo Bilbo había escrito, y en varias aparecían agudezas o bromas. Pero, naturalmente, la mayoría de las cosas estaban destinadas a quienes las necesitaban, y fueron recibidas con agrado. Tal fue el caso de los más pobres, especialmente los vecinos de Bolsón de Tirada. El Tío Gamyi recibió dos bolsas de patatas, una nueva azada, un chaleco de lana y una botella de ungüento para sus crujientes articulaciones. El viejo Rory Brandigamo, como recompensa por tanta hospitalidad, recibió una docena de botellas de Viejo Los Vientos, un fuerte vino rojo de la Cuaderna del Sur, bastante añejo, pues había sido puesto a estacionar por el padre de Bilbo. Rory perdonó a Bilbo y luego de la primera botella lo proclamó un gran hobbit.
A Frodo le dejó muchísimas cosas y, por supuesto, los tesoros principales. También libros, cuadros y cantidad de muebles. No hubo rastros ni mención de joyas o dinero; no se regaló ni una cuenta de vidrio, ni una moneda.
Frodo tuvo una tarde difícil; el falso rumor de que todos los bienes de la casa estaban distribuyéndose gratis se propaló como un relámpago; pronto el lugar se llenó de gente que no tenía nada que hacer allí, pero a la que no se podía mantener alejada. Las etiquetas se rompieron y mezclaron, y estallaron disputas; algunos intentaron hacer trueques y negocios en el salón, y otros trataron de huir con objetos de menor cuantía, que no les correspondían, o con todo lo que no era solicitado o no estaba vigilado. El camino hacia la puerta se encontraba bloqueado por carros de mano y carretillas.
Los Sacovilla-Bolsón llegaron en mitad de la conmoción. Frodo se había retirado por un momento, dejando a su amigo Merry Brandigamo al cuidado de las cosas. Cuando Otho requirió en voz alta la presencia de Frodo, Merry se inclinó cortésmente.
—Está indispuesto —dijo—. Está descansando.
—Escondiéndose, querrás decir —respondió Lobelia—. De cualquier modo queremos verlo y lo exigimos. ¡Ve y díselo!
Merry los dejó en el salón por un tiempo, y los Sacovilla-Bolsón descubrieron entonces las cucharas. Esto no les mejoró el humor. Por último fueron conducidos al escritorio. Frodo estaba sentado a una mesa frente a un montón de papeles. Parecía indispuesto (de ver a los Sacovilla-Bolsón, en todo caso). Se levantó jugueteando con algo que tenía en el bolsillo, y les habló con mucha cortesía.
Los Sacovilla-Bolsón estuvieron bastante ofensivos. Empezaron por ofrecerle precios de ocasión (como entre amigos) por varios objetos de valor que no tenían etiqueta. Cuando Frodo replicó que sólo se darían aquellas cosas que Bilbo había señalado especialmente, respondieron que todo el asunto era muy sospechoso.
—Sólo una cosa me resulta clara —dijo Otho—, y es que tú eres el más beneficiado de todos. Insisto en ver el testamento.
Otho habría sido el heredero de Bilbo de no mediar la adopción de Frodo. Leyó el testamento cuidadosamente y bufó. Era, para su desgracia, muy claro y correcto (de acuerdo con las costumbres legales de los hobbits, quienes exigían, entre otras cosas, las firmas de siete testigos, estampadas con tinta roja).
—¡Burlado otra vez! —dijo a su mujer—. ¡Después de esperar sesentaaños! ¿Cucharas? ¡Qué disparate!
Chasqueó los dedos bajo la nariz de Frodo y salió corriendo.
No fue tan fácil deshacerse de Lobelia. Un poco más tarde Frodo salió del estudio para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y la encontró revisando todos los escondrijos y rincones y dando golpecitos en el suelo. La acompañó con firmeza fuera de la casa, después de aligerarla de varios pequeños pero bastante valiosos artículos que le habían caído dentro del paraguas no se sabía cómo. La cara de Lobelia reflejaba la angustia con que buscaba una frase demoledora de despedida, pero esto fue lo único que dijo, volviéndose airadamente:
—¡Vivirás para lamentarlo, jovencito! ¿Por qué no te fuiste tú también? Tú no eres de aquí, no eres un Bolsón, tú... ¡ni siquiera eres un Brandigamo!
—¿Has oído eso, Merry? Fue un insulto, ¿no? —dijo Frodo cerrando la puerta en las narices de Lobelia.
—Fue un cumplido —respondió Merry Brandigamo—, y por eso mismo falso.
Luego recorrieron el lugar y expulsaron a tres jóvenes hobbits (dos Boffin y un Bolger) que estaban agujereando la pared de una bodega. Frodo tuvo un forcejeo con el joven Sancho Ganapié (el nieto del viejo Odo Ganapié), quien había iniciado una excavación en la despensa mayor, donde le pareció que sonaba a hueco. La leyenda del oro de Bilbo movía a la curiosidad y a la esperanza: pues el oro legendario misteriosamente obtenido, si bien no positivamente mal habido, es como todos saben para cualquiera que lo encuentre, a menos que algún otro interrumpa la búsqueda.
Frodo echó a Sancho, y se desplomó en una silla de la sala.
—Ya es hora de cerrar la tienda, Merry —dijo—. Echa llave a la puerta y no la abras a nadie hoy, aunque traigan un ariete.
Frodo fue a reanimarse con una tardía taza de té. Apenas se había sentado, cuando se oyó un golpe en la puerta principal. «Seguro que es Lobelia otra vez», pensó. «Se le habrá ocurrido algo realmente desagradable y ha vuelto para decírmelo. Puede esperar.»
Siguió tomando té. Se oyó otra vez el golpe, mucho más fuerte. Frodo no le dio importancia. De repente la cabeza del mago apareció en la ventana.
—Si no me dejas entrar, Frodo, haré volar la puerta colina abajo.
—¡Mi querido Gandalf! ¡Medio minuto! —gritó Frodo, corriendo hacia la puerta—. ¡Entra! ¡Entra! Pensé que era Lobelia.
—Entonces te perdono. La vi hace un momento en un cochecito que iba hacia Delagua, con una cara que hubiese agriado la leche fresca.
—Casi me ha agriado a mí. Honestamente, estuve tentado de utilizar el anillo de Bilbo. Tenía ganas de desaparecer.
—¡No lo hagas! —le dijo Gandalf, sentándose—. Ten mucho cuidado con ese anillo, Frodo. En realidad, en parte he venido a decirte una última palabra al respecto.
—Bueno, ¿de qué se trata?
—¿Qué sabes tú del anillo?
—Sólo lo que Bilbo me contó. He oído su historia; cómo lo encontró y cómo lo usó en el viaje, quiero decir.
—Estoy pensando qué historia —dijo Gandalf.
—Oh, no la que contó a los enanos y escribió en el libro —dijo Frodo—. La verdadera historia. Me la contó tan pronto como vine a vivir aquí. Me dijo que tú lo habías importunado, y al fin te la contó, y que entonces era mejor que yo también la supiera. «No tengamos secretos entre nosotros, Frodo», me dijo Bilbo. «Pero no la repitas. De cualquier modo, el anillo me pertenece.»
—Interesante —dijo Gandalf—. ¿Qué pensaste?
—Si te refieres al invento ese del «regalo», bueno, te diré que la historia verdadera me parece mucho más probable, y no pude entender por qué la alteró. Nada propio de Bilbo, al menos; el asunto me pareció raro.
—Lo mismo a mí, pero a la gente que tiene estos tesoros, y los utiliza, pueden ocurrirles cosas realmente raras. Permíteme aconsejarte que seas muy cuidadoso con el anillo; puede tener quizá otros poderes además de hacerte desaparecer a voluntad.
—No entiendo —dijo Frodo.
—Yo tampoco —respondió el mago—. Sólo que anoche me puse a pensar en el anillo. No tienes por qué preocuparte, pero sigue mi consejo y úsalo poco o nada. Al menos te ruego que no lo uses en casos que puedan provocar comentarios o sospechas. Te repito: guárdalo en secreto y en un sitio seguro.
—¡Cuánto misterio! ¿Qué temes?
—No lo sé muy bien, y por lo tanto no diré más. Hablaré quizá cuando vuelva. Me voy inmediatamente; así que me despido por ahora.
Se puso de pie.
—¡Así de pronto! —exclamó Frodo—. ¿Por qué? Creí que te quedarías por lo menos una semana, Gandalf, esperaba tu ayuda.
—Así lo deseaba, pero tuve que cambiar de idea. Quizá me aleje por mucho tiempo; volveré a verte tan pronto como me sea posible. ¡Cuenta conmigo! Vendré sin hacer ruido, y no a menudo. Creo que me he vuelto bastante impopular en la Comarca. Dicen que soy un estorbo, un perturbador de la paz. Por si te interesa, te aviso que algunos hablan de una confabulación entre tú y yo para quedarnos con las riquezas de Bilbo.
—¡Algunos! —exclamó Frodo—. Quieres decir Otho y Lobelia. ¡Qué abominables! Les daría Bolsón Cerrado y todo lo demás si pudiera tener otra vez a Bilbo y salir con él a corretear por los campos. Amo la Comarca, pero comienzo a lamentar no haber partido con Bilbo. Me pregunto si lo veré otra vez.
—Lo mismo digo —respondió Gandalf—, y me pregunto muchas otras cosas. ¡Adiós, ahora! ¡Cuídate! Búscame sobre todo en los momentos difíciles. ¡Adiós!
Frodo lo acompañó hasta la puerta. Gandalf lo despidió agitando la mano, y desapareció a paso sorprendentemente rápido, aunque Frodo pensó que el viejo mago estaba más agobiado que de costumbre, como si llevase un gran peso sobre los hombros. La tarde moría y la figura embozada se perdió en el crepúsculo. Frodo no volvería a verlo por largo tiempo.
2
LA SOMBRA DEL PASADO
La charla no decreció ni en nueve ni en noventa y nueve días. La segunda desaparición del señor Bilbo Bolsón se discutió en Hobbiton y en verdad en toda la Comarca durante un año y un día, y se recordó todavía mucho más. Llegó a ser uno de esos cuentos que cuentan los abuelos para los niños hobbits. Y al fin, el loco Bolsón, que tenía la costumbre de desaparecer con una detonación y un relámpago para reaparecer con sacos repletos de oro y alhajas, se convirtió en un personaje legendario que continuó viviendo cuando ya los hechos verdaderos se habían olvidado del todo.
Pero entre tanto, la opinión general en la vecindad era que Bilbo (conocido ya como un poco chiflado) se había vuelto al fin completamente loco, y había escapado al mundo desconocido. Allí, sin duda habría caído en un estanque o en un río, encontrando un fin trágico, aunque nada prematuro. La culpa recayó casi toda sobre Gandalf.
«Si por lo menos ese maldito mago lo dejara tranquilo, quizá el joven Frodo se enderezara, llegando a tener un poco de buen sentido hobbit» decían. Y aparentemente el mago lo dejó tranquilo, y el joven Frodo se enderezó, pero el desarrollo del sentido hobbit no era demasiado visible. En efecto, pronto se ganó fama de extravagante, como Bilbo. Rehusó guardar duelo, y al año siguiente dio una fiesta en honor del centesimodecimosegundo cumpleaños de Bilbo, que llamó la Fiesta de ciento doce libras de peso. Estuvieron lejos de ese número; sólo veinte invitados y varios banquetes, en los que llovió bebida y nevó comida, como dicen los hobbits.
Algunos se escandalizaron bastante, pero Frodo siguió celebrando el cumpleaños de Bilbo, año tras año, hasta que al fin todos se acostumbraron. Frodo decía que no creía que Bilbo hubiera muerto. Cuando le preguntaban: «¿Dónde está entonces?» se encogía de hombros.
Vivía solo, como había vivido Bilbo; pero tenía muchos buenos amigos, especialmente entre los hobbits más jóvenes (casi todos descendientes del viejo Tuk), que de niños habían simpatizado con Bilbo, dentro y fuera de Bolsón Cerrado. Entre ellos estaban Folco Boffin y Fredegar Bolger, pero sus amigos íntimos eran Peregrin Tuk (llamado comúnmente Pippin) y Merry Brandigamo, cuyo nombre verdadero, muy poco recordado, era Meriadoc. Frodo correteaba con ellos por la Comarca, pero más a menudo vagabundeaba solo, asombrando a la gente razonable, pues lo vieron muchas veces lejos de la casa, caminando por las lomas y los bosques, a la luz de las estrellas. Merry y Pippin sospechaban que visitaba de vez en cuando a los Elfos, continuando la costumbre de Bilbo.
A medida que el tiempo pasaba, la gente comenzó a notar que también Frodo se «conservaba» bien. Exteriormente tenía la apariencia de un hobbit robusto y enérgico que apenas había sobrepasado la «veintena». «Algunos tienen suerte en todo», decían; pero cuando Frodo se acercó a los cincuenta años, edad comúnmente más sobria, la cosa empezó a parecerles rara.
El mismo Frodo, pasada la primera conmoción, encontró bastante agradable ser su propio amo y elSeñor Bolsón de Bolsón Cerrado. Durante algunos años fue feliz y no se preocupó mucho por el futuro. Pero el remordimiento no del todo consciente de no haber seguido a Bilbo, continuaba creciendo en él. Se descubrió a veces, especialmente en el otoño, pensando en tierras salvajes, y unas montañas extrañas que nunca había visto se le aparecieron en sueños. Comenzó a decirse: «Quizá algún día cruzaré el río». A lo que la otra mitad de la mente le respondía siempre: «Todavía no».
Así continuó hasta que pasó los cuarenta y se acercó a su quincuagésimo cumpleaños. Cincuenta era un número algo significativo (o temible); en todo caso, a esa edad le había ocurrido a Bilbo aquella aventura. Frodo comenzó a sentirse intranquilo, y los viejos caminos le parecían ahora demasiado trillados. Estudiaba los mapas y pensaba en lo que habría más allá; los mapas hechos en la Comarca mostraban en su mayoría espacios blancos fuera de las fronteras. Frodo se acostumbró a vagabundear por campos lejanos, casi siempre solo, por lo que Merry y otros amigos lo observaban con inquietud. A menudo se lo veía paseando y hablando con extraños caminantes que en ese tiempo comenzaban a aparecer en la Comarca.
Había rumores de cosas extrañas que ocurrían en el mundo exterior, y como Gandalf no había aparecido, ni había enviado ningún mensaje desde hacía años, Frodo andaba siempre en busca de noticias. Los Elfos, a quienes se veía muy raramente en la Comarca, cruzaban los bosques hacia el oeste, al atardecer; pasaban y no volvían, pues estaban abandonando la Tierra Media y ya no se preocupaban de los problemas. Había, en cambio, un número insólito de enanos. El antiguo Camino del Oeste corría a través de la Comarca y concluía en los Puertos Grises, y los enanos lo tomaban siempre en su camino hacia las minas de las Montañas Azules. Allí los hobbits tenían noticias de las tierras distantes, si querían tenerlas; por lo general los viajeros decían poco y los hobbits no preguntaban mucho. Pero ahora Frodo se encontraba a menudo con enanos de lejanas tierras que buscaban refugio en el Oeste. Estaban preocupados, y algunos hablaban en voz baja del Enemigo y de la Tierra de Mordor.
Los hobbits sólo conocían ese nombre por leyendas del oscuro pasado, como una sombra recordada apenas, aunque ominosa e inquietante. Parecía que el poder maléfico había desaparecido del Bosque Negro gracias a la intervención del Concilio Blanco, pero sólo para reaparecer con poder todavía mayor en las viejas fortificaciones de Mordor. Se decía que la Torre Oscura había sido reedificada. Desde allí se extendía el poder, a lo largo y a lo ancho, y en el lejano este y en el sur había guerras y crecía el temor. Los orcos se multiplicaban de nuevo en las montañas. Los trolls estaban en todas partes; ya no eran tontos, sino astutos, y traían armas terribles. Y también se hablaba de criaturas todavía más espantosas, pero que no tenían nombre.
Poco de eso llegó a oídos de los hobbits comunes, como es natural, pero hasta los más sordos y los más sedentarios comenzaron a oír cuentos extraños, y aquellos cuyas ocupaciones los llevaban a las fronteras del país veían cosas curiosas. Las conversaciones en El Dragón Verde, en Delagua, una tarde de primavera, en el quincuagésimo año de Frodo, demostraron que esos rumores habían llegado al corazón mismo de la Comarca, aunque la mayoría de los hobbits se los tomaran a risa.
Sam Gamyi estaba sentado en un rincón, cerca del fuego, de frente a Ted Arenas, el hijo del molinero, y varios rústicos jóvenes escuchaban la conversación.
—Se oyen cosas extrañas en estos días —dijo Sam.
—Ah —dijo Ted—, las oyes, si escuchas. Pero para escuchar cuentos de vieja y leyendas infantiles, me quedo en mi casa.
—Sin duda —replicó Sam—, y te diré que en algunos de esos cuentos hay más verdad de lo que crees. De cualquier modo, ¿quién inventó las historias? Toma el caso de los dragones.
—No, gracias —dijo Ted—. No lo haré. Oí hablar en otro tiempo cuando era más joven, pero no hay razón para creer en ellos ahora. Hay un solo dragón en Delagua y es verde —concluyó, y todos se rieron.
—Bien —dijo Sam riéndose con los demás—. Pero ¿qué me cuentas de esos hombres-árboles, esos gigantes, como quizá los llames? Dicen que vieron a uno mayor que un árbol más allá de los Páramos del Norte no hace mucho tiempo.
—¿Quiénes lo vieron?
—Mi primo Hal, por ejemplo. Trabaja para el señor Boffin en Sobremonte y sube a la Cuaderna del Norte a cazar. Él viouno.
—Dice que lo vio, quizá. Tu Hal siempre dice que ve cosas, y quizá vea lo que no hay.
—Pero éste era del tamaño de un olmo y caminaba; caminaba dando zancadas de siete yardas como si fuesen apenas un palmo.
—Entonces te apuesto a que no eraun palmo. Lo que vio era un olmo, lo más probable.
—Pero éste caminaba, y no hay olmos en los Páramos del Norte.
—Entonces no vio ninguno —dijo Ted.
Se oyeron risas y aplausos; la audiencia parecía pensar que Ted se había apuntado un tanto.
—De cualquier modo —replicó Sam—, no puedes negar que otros además de Hal han visto a gentes extrañas cruzando la Comarca. Cruzando, sí, no lo olvides; hay muchos que fueron detenidos en la frontera. Los Fronteros no estuvieron nunca tan activos.
—He oído decir que los Elfos se mudan al oeste. Dicen que van hacia los puertos, más allá de las Torres Blancas.
Sam hizo un vago ademán con el brazo; ni él ni ningún otro sabía a qué distancia se encontraba el mar, más allá de los límites occidentales de la Comarca, pasando las viejas torres, pero una antigua tradición decía que en esa dirección, muy lejos, estaban los Puertos Grises, donde a veces los barcos de los Elfos se hacían a la mar, para no volver.
—Navegan, navegan, navegan por el Mar; se van al oeste y nos abandonan —dijo Sam, canturreando las palabras, sacudiendo la cabeza triste y solemnemente.
Pero Ted rió.
—Bueno, eso no es nada nuevo, si crees en las viejas fábulas. No veo qué puede importarnos. ¡Déjalos que naveguen! Pero te aseguro que tú nunca los viste navegar, ni ningún otro de la Comarca.
—Bueno, no sé —dijo Sam pensativo. Creía haber visto una vez un Elfo en los bosques y todavía esperaba que algún día vería más. De todas las leyendas que había oído en sus primeros años, algunos fragmentos de cuentos y relatos recordados a medias que contaban los hobbits sobre los Elfos siempre lo habían impresionado de un modo muy profundo—. Hay algunos, aun en aquellos lugares, que conocen a la Hermosa Gente, de quienes obtienen noticias —dijo—. Además, ahí está el señor Bolsón, para quien yo trabajo. Me contó que los Elfos salían a navegar, y él algo sabe sobre Elfos, y el viejo señor Bilbo sabía más aún; son muchas las charlas que tuve con él cuando era niño.
—Oh, los dos están chiflados —dijo Ted—. Al menos el viejo Bilbo estaba chiflado, y Frodo va en camino de estarlo. Si ésa es la fuente de tus noticias, nunca llegarás muy lejos. Pues bien, amigos, me voy a casa. ¡A vuestra salud! —Apuró el vaso y se fue ruidosamente.
Sam se quedó sentado y no dijo nada más. Tenía tantas cosas en que pensar... Por una parte, había muchísimo que hacer en el jardín de Bolsón Cerrado; al día siguiente tendría una jornada de mucho trabajo, si el tiempo mejoraba. La hierba crecía rápidamente. Pero no era el cuidado del jardín lo que preocupaba a Sam. Al cabo de un rato suspiró, se levantó y se fue.
Era a comienzos de abril y el cielo aclaraba ahora, luego de un copioso chaparrón. El sol se había puesto, y una tarde fría y pálida desaparecía poco a poco fundiéndose en la noche. Sam regresó bajo las primeras estrellas; cruzó Hobbiton y fue colina arriba, silbando suave y pensativamente.
Gandalf reapareció justamente entonces, al cabo de una larga ausencia. Había estado fuera tres años, luego del banquete; después visitó brevemente a Frodo, y partió una vez más. Durante uno o dos años había vuelto bastante a menudo; llegaba inesperadamente de noche y partía sin aviso antes del alba. No hablaba de sus viajes y ocupaciones, y le interesaban sobre todo los pequeños acontecimientos relacionados con la salud y las actividades de Frodo.
De pronto las visitas se interrumpieron, y hacía ya casi nueve años que Frodo no veía ni oía a Gandalf. Comenzaba a pensar que el mago no volvería, y que habría perdido todo interés en los hobbits. Pero aquella tarde, mientras Sam regresaba caminando, y la luz del crepúsculo se apagaba poco a poco, Frodo oyó en la ventana del estudio un golpe familiar.
Sorprendido y encantado, dio la bienvenida al viejo amigo. Se observaron un instante.
—Todo bien, ¿no? —preguntó Gandalf—. ¡Estás siempre igual, Frodo!
—Lo mismo que tú —replicó Frodo, aunque le parecía que Gandalf estaba más viejo y agobiado.
Le pidió noticias de él mismo y el ancho mundo, y pronto estuvieron metidos en una conversación que se prolongó hasta altas horas de la noche.
A la mañana siguiente, luego de un desayuno tardío, el mago se sentó con Frodo junto a la ventana abierta del estudio. Un fuego brillante ardía en el hogar, aunque el sol era cálido y el viento soplaba del sur. Todo parecía fresco: el verde nuevo de la primavera asomaba en los campos y en las yemas de los árboles.
Gandalf recordaba otra primavera, unos ochenta años atrás, cuando Bilbo había partido de Bolsón Cerrado sin llevarse ni siquiera un pañuelo. El mago tenía el cabello más blanco ahora, y la barba y las cejas quizá más largas, y la cara más marcada por las preocupaciones y la experiencia, pero los ojos le brillaban como siempre y fumaba haciendo anillos de humo con el vigor y el placer de antaño.
Fumaba ahora en silencio, y Frodo estaba allí sentado y muy quieto, ensimismado. Aun a la luz de la mañana sentía la sombra oscura de las noticias que Gandalf había traído. Al fin quebró el silencio.
—Gandalf, anoche empezaste a contarme cosas extrañas sobre mi anillo —dijo—, y en seguida callaste diciendo que tales asuntos era mejor ventilarlos a la luz del día. ¿No piensas que sería mejor terminar la conversación ahora? Me has dicho que el anillo es peligroso; mucho más peligroso de lo que creo. ¿En qué sentido?
—En muchos sentidos —respondió el mago—. Es mucho más poderoso de lo que me atreví a pensar en un comienzo, tan poderoso que al final puede llegar a dominar a cualquier mortal que lo posea. El anillo lo poseería a él.
”En tiempos remotos fueron fabricados en Eregion muchos anillos de Elfos, anillos mágicos como vosotros los llamáis; eran, por supuesto, de varias clases, algunos más poderosos y otros menos. Los menos poderosos fueron sólo ensayos, anteriores al perfeccionamiento de este arte: bagatelas para los herreros de los Elfos, aunque a mi entender peligrosos para los mortales. Pero los realmente peligrosos eran los Grandes Anillos, los Anillos de Poder.