Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
сообщить о нарушении
Текущая страница: 25 (всего у книги 35 страниц)
Frodo alcanzó a oír estas palabras, y entendió que Gandalf y Aragorn estaban continuando una discusión que había comenzado mucho antes. Prestó atención, con cierta ansiedad.
—No pienso nada bueno del principio al fin, y tú lo sabes bien, Gandalf —respondió Aragorn—. Y a medida que vayamos adelante aumentarán los peligros, conocidos y desconocidos. Pero tenemos que seguir; de nada serviría demorar el cruce de las montañas. Más al sur no hay desfiladeros hasta llegar al Paso de Rohan. Desde tus informes sobre Saruman, no me atrae ese camino. Quién sabe a qué bando sirven ahora los mariscales de los Señores de los Caballos.
—¡Quién sabe, en verdad! —dijo Gandalf—. Pero hay otro camino, que no es el paso de Caradhras: el camino secreto y oscuro del que ya hablamos una vez.
—¡No volvamos a nombrarlo! No todavía. No digas nada a los otros, te lo suplico, no hasta estar seguros de que no hay otro remedio.
—Tenemos que decidirnos antes de continuar —respondió Gandalf.
—Entonces consideremos ahora el asunto, mientras los otros descansan y duermen —dijo Aragorn.
Al atardecer, mientras los demás concluían el desayuno, Gandalf y Aragorn se hicieron a un lado y se quedaron mirando el Caradhras. Los flancos parecían ahora sombríos y lúgubres, y había una nube sobre la cima. Frodo los observaba, preguntándose qué rumbos tomaría la discusión. Por fin los dos volvieron al grupo, y Gandalf habló, y Frodo supo que habían decidido enfrentar el mal tiempo y los peligros del paso. Se sintió aliviado. No imaginaba qué podía ser ese otro camino, oscuro y secreto, pero había bastado que Gandalf lo mencionase para que Aragorn pareciera espantado. Era una suerte que hubieran abandonado ese plan.
—Por los signos que hemos visto últimamente —dijo Gandalf—, temo que estén vigilando la Puerta del Cuerno Rojo, y tengo mis dudas sobre el tiempo que está preparándose ahí detrás. Puede haber nieve. Tenemos que viajar lo más rápido posible. Aun así necesitaremos dos jornadas de marcha para llegar a la cima del paso. Hoy oscurecerá pronto. Partiremos en cuanto estéis listos.
—Yo añadiría una pequeña advertencia, si se me permite —dijo Boromir—. Nací a la sombra de las Montañas Blancas, y algo sé de viajes por las alturas. Antes de descender del otro lado, encontraremos un frío penetrante, si no peor. De nada servirá ocultarnos hasta morir de frío. Cuando dejemos este lugar, donde hay todavía unos pocos árboles y arbustos, cada uno de nosotros ha de llevar un haz de leña, tan grande como le sea posible.
—Y Bill podrá llevar un poco más, ¿no es cierto, compañero? —dijo Sam.
El poney lo miró con aire de pesadumbre.
—Muy bien —dijo Gandalf—. Pero no usaremos la leña... no mientras no haya que elegir entre el fuego y la muerte.
La Compañía se puso de nuevo en marcha, muy rápidamente al principio; pero pronto el sendero se hizo abrupto y dificultoso; serpeaba una y otra vez subiendo siempre y en algunos lugares casi desaparecía entre muchas piedras caídas. La noche estaba oscura, bajo un cielo nublado. Un viento helado se abría paso entre las rocas. A medianoche habían llegado a las faldas de las grandes montañas. El estrecho sendero bordeaba ahora una pared de acantilados a la izquierda, y sobre esa pared los flancos siniestros del Caradhras subían perdiéndose en la oscuridad; a la derecha se abría un abismo de negrura en el sitio en que el terreno caía a pique en una profunda hondonada.
Treparon trabajosamente por una cuesta empinada y se detuvieron arriba un momento. Frodo sintió que algo blando le tocaba la mejilla. Extendió el brazo y vio que unos diminutos copos de nieve se le posaban en la manga.
Continuaron. Pero poco después la nieve caía apretadamente, arremolinándose ante los ojos de Frodo. Apenas podía ver las figuras sombrías y encorvadas de Gandalf y Aragorn, que marchaban delante a uno o dos pasos.
—Esto no me gusta —jadeó Sam, que caminaba detrás—. No tengo nada contra la nieve en una mañana hermosa, pero prefiero estar en cama cuando cae. Sería bueno que toda esta cantidad llegara a Hobbiton. La gente de allí le daría la bienvenida.
Excepto en los páramos altos de la Cuaderna del Norte las nevadas copiosas eran raras en la Comarca, y se las recibía como un acontecimiento agradable y una posibilidad de diversión. Ningún hobbit viviente (excepto Bilbo) podía recordar el Invierno Cruel de 1311, cuando los lobos blancos invadieron la Comarca cruzando las aguas heladas del Brandivino.
Gandalf se detuvo. La nieve se le acumulaba sobre la capucha y los hombros, y le llegaba ya a los tobillos.
—Esto es lo que me temía —dijo—. ¿Qué opinas ahora, Aragorn?
—También yo lo temía —respondió Aragorn—, pero menos que otras cosas. Conozco el riesgo de la nieve, aunque pocas veces cae copiosamente tan al sur, excepto en las alturas. Pero no estamos aún muy arriba; estamos bastante abajo, donde los pasos no se cierran casi nunca en el invierno.
—Me pregunto si esto no será una treta del Enemigo —dijo Boromir—. Dicen en mi país que él gobierna las tormentas en las Montañas de la Sombra, que se alzan alrededor de Mordor. Dispone de raros poderes y de muchos aliados.
—El brazo le ha crecido de veras —dijo Gimli– si puede traer nieve desde el norte para molestarnos aquí a trescientas leguas de distancia.
—El brazo le ha crecido —dijo Gandalf.
Mientras estaban allí detenidos, el viento amainó, y la nieve disminuyó hasta cesar casi del todo. Echaron a caminar otra vez. Pero no habían avanzado mucho cuando la tormenta volvió con renovada furia. El viento silbaba y la nieve se convirtió en una cellisca enceguecedora. Pronto aun para Boromir fue difícil continuar. Los hobbits, doblando el cuerpo, iban detrás de los más altos, pero era obvio que no podrían seguir así, si continuaba nevando. Frodo sentía que los pies le pesaban como plomo. Pippin se arrastraba detrás. Aun Gimli, tan fuerte como cualquier otro enano, refunfuñaba tambaleándose.
De pronto la Compañía hizo alto, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo sin que mediara una palabra. De las tinieblas de alrededor les llegaban unos ruidos misteriosos. Quizá no era más que una jugarreta del viento en las grietas y hendiduras de la pared rocosa, pero los sonidos parecían chillidos agudos, o salvajes estallidos de risa. Unas piedras comenzaron a caer desde la falda de la montaña, silbando sobre las cabezas de los viajeros, o estrellándose a un lado en la senda. De cuando en cuando se oía un estruendo apagado, como si un peñasco bajara rodando desde las alturas ocultas.
—No podemos avanzar más esta noche —dijo Boromir—. Que llamen a esto el viento, si así lo desean; hay voces siniestras en el aire, y estas piedras están dirigidas contra nosotros.
—Yo lo llamaré el viento —dijo Aragorn—. Pero eso no quita que hayas dicho la verdad. Hay muchas cosas malignas y hostiles en el mundo que tienen poca simpatía por quienes andan en dos patas; sin embargo no son cómplices de Sauron, y tienen sus propios motivos. Algunas estaban en este mundo mucho antes que él.
—Caradhras era llamado el Cruel, y tenía mala reputación —dijo Gimli– hace ya muchos años, cuando aún no se había oído de Sauron en estas tierras.
—Importa poco quién es el enemigo, si no podemos rechazarlo —dijo Gandalf.
—Pero ¿qué haremos? —exclamó Pippin, desesperado.
Se había apoyado en Merry y Frodo, y temblaba de pies a cabeza.
—O nos detenemos aquí mismo, o retrocedemos —dijo Gandalf—. No conviene continuar. Apenas un poco más arriba, si mal no recuerdo, el sendero deja el acantilado y corre por una ancha hondonada al pie de una pendiente larga y abrupta. Nada nos defenderá allí de la nieve, o las piedras, o cualquier otra cosa.
—Y no conviene volver mientras arrecia la tormenta —dijo Aragorn—. No hemos pasado hasta ahora por ningún sitio que nos ofrezca un refugio mejor.
—¡Refugio! —murmuró Sam—. Si esto es un refugio, entonces una pared sin techo es una casa.
La Compañía se apretó todo lo posible contra la pared de roca. Miraba al sur, y cerca del suelo sobresalía un poco, y ellos esperaban que los protegiera del viento del norte y las piedras que caían. Pero las ráfagas se arremolinaban alrededor, y la nieve descendía en nubes cada vez más espesas.
Estaban todos juntos, de espaldas a la pared. Bill el poney se mantenía en pie pacientemente pero con aire abatido frente a los hobbits, resguardándolos un poco; la nieve amontonada no tardó en llegarle a los corvejones, y seguía subiendo. Si no hubiesen tenido compañeros de mayor tamaño, los hobbits habrían quedado pronto sepultados bajo la nieve.
Una gran somnolencia cayó sobre Frodo, y sintió que se hundía en un sueño tibio y confuso. Pensó que un fuego le calentaba los pies, y desde las sombras al otro lado de las llamas le llegó la voz de Bilbo: No me parece gran cosa tu diario, dijo. Tormentas de nieve el doce de enero. No había necesidad de volver para traer esa noticia.
Pero yo quería descansar y dormir, Bilbo, respondió Frodo con un esfuerzo; sintió entonces que lo sacudían, y recuperó dolorosamente la conciencia. Boromir lo había levantado sacándolo de un nido de nieve.
—Esto será la muerte de los medianos, Gandalf —dijo Boromir—. Es inútil quedarse aquí sentado mientras la nieve sube por encima de nuestras cabezas. Tenemos que hacer algo para salvarnos.
—Dale esto —dijo Gandalf buscando en sus alforjas y sacando un frasco de cuero—. Sólo un trago cada uno. Es muy precioso. Es miruvor, el cordial de Imladris que Elrond me dio al partir. ¡Pásalo!
Tan pronto como Frodo hubo tragado un poco de aquel licor tibio y perfumado, sintió una nueva fuerza en el corazón, y los miembros libres de aquel pesado letargo. Los otros revivieron también, con una esperanza y un vigor renovados. Pero la nieve no cesaba. Giraba alrededor más espesa que nunca, y el viento soplaba con mayor ruido.
—¿Qué tal un fuego? —preguntó Boromir bruscamente—. Parecería que ha llegado el momento de decidirse: el fuego o la muerte, Gandalf. Cuando la nieve nos haya cubierto estaremos sin duda ocultos a los ojos hostiles, pero eso no nos ayudará.
—Haz un fuego si puedes —respondió Gandalf—. Si hay centinelas capaces de aguantar esta tormenta, nos verán de todos modos, con fuego o sin fuego.
Aunque habían traído madera y ramitas por consejo de Boromir, estaba más allá de la habilidad de un Elfo o aun de un Enano encender una llama que no se apagase en los remolinos de viento o que prendiera en el combustible mojado. Al fin Gandalf mismo intervino, de mala gana. Tomando un leño lo alzó un momento y luego junto con una orden, naur an edraith ammen!, le hundió en el medio la punta de su vara. Inmediatamente brotó una llama verde y azul, y la madera ardió chisporroteando.
—Si alguien ha estado mirándonos, entonces yo al menos me he revelado a él —dijo—. He escrito Gandalf está aquíen unos caracteres que cualquiera podría leer, desde Rivendel hasta las Bocas del Anduin.
Pero ya poco le importaban a la Compañía los centinelas o los ojos hostiles. El resplandor del fuego les regocijaba el corazón. La madera ardía animadamente, y aunque todo alrededor sisease la nieve, y un agua enlodada les mojase los pies, se complacían en calentarse las manos al calor del fuego. Estaban de pie, inclinados, en círculo alrededor de las llamitas danzantes. Una luz roja les encendía las caras fatigadas y ansiosas; detrás la noche era como un muro negro. Pero la madera ardía con rapidez, y aún caía la nieve.
El fuego se apagaba; echaron el último leño.
—La noche envejece —dijo Aragorn—. El amanecer no tardará.
—Si hay algún amanecer capaz de traspasar estas nubes —dijo Gimli.
Boromir se apartó del círculo y clavó los ojos en la oscuridad.
—La nieve disminuye, y amaina el viento.
Frodo observó cansadamente los copos que todavía caían saliendo de la oscuridad y revelándose un momento a la luz del fuego moribundo, pero durante largo rato no notó que nevara menos. Luego, de pronto, cuando el sueño comenzaba de nuevo a invadirlo, se dio cuenta de que el viento había cesado de veras, y que los copos eran ahora más grandes y escasos. Muy lentamente, una luz pálida comenzó a insinuarse. Al fin la nieve dejó de caer.
A medida que aumentaba, la luz iba descubriendo un mundo silencioso y amortajado. Desde la altura del refugio se veían abismos informes y jorobas y cúpulas blancas que ocultaban el camino por donde habían venido; pero unas grandes nubes, todavía pesadas, amenazando nieve, envolvían las cimas más altas.
Gimli alzó los ojos y sacudió la cabeza.
—Caradhras no nos ha perdonado —dijo—. Tiene todavía más nieve para echárnosla encima, si seguimos adelante. Cuanto más pronto volvamos y descendamos, mejor será.
Todos estuvieron de acuerdo, pero la retirada era ahora difícil, quizá imposible. Sólo a unos pocos pasos de la ceniza de la hoguera, la capa de nieve era de varios pies, más alta que los hobbits; en algunos sitios el viento la había amontonado contra la pared.
—Si Gandalf fuera delante de nosotros con una llama, quizá pudiera fundirnos un sendero —dijo Legolas.
La tormenta no lo había molestado mucho, y era el único de la Compañía que aún parecía animado.
—Si los Elfos volaran por encima de las montañas, podrían traernos el sol y salvarnos —contestó Gandalf—. Pero necesito materiales para trabajar. No puedo quemar nieve.
—Bueno —dijo Boromir—, cuando las cabezas no saben qué hacer hay que recurrir a los cuerpos, como dicen en mi país. Los más fuertes de nosotros tienen que buscar un camino. ¡Mirad! Aunque ahora todo está cubierto de nieve, nuestro sendero, cuando subíamos, se desviaba en aquel saliente de roca de allí abajo. Fue allí donde la nieve comenzó a pesarnos. Si pudiéramos llegar a ese sitio, quizá fuera más fácil continuar. No estamos a más de doscientas yardas, me parece.
—¡Entonces vayamos allí, tú y yo! —dijo Aragorn.
Aragorn era el más alto de la Compañía, pero Boromir, apenas más bajo, era más fornido y ancho de hombros. Fue adelante, y Aragorn lo siguió. Se alejaron, lentamente, y pronto les costó trabajo moverse. En algunos sitios la nieve les llegaba al pecho, y muy a menudo Boromir parecía nadar o cavar con los grandes brazos más que caminar.
Legolas los observó un rato con una sonrisa en los labios, y luego se volvió hacia los otros.
—¿Los más fuertes tienen que buscar un camino, dijeron? Pero yo digo: que el labrador empuje el arado, pero elige una nutria para nadar; y para correr levemente sobre la hierba y las hojas, o sobre la nieve... un Elfo.
Diciendo esto saltó ágilmente, y entonces Frodo notó como si fuese la primera vez, aunque lo sabía desde hacía tiempo, que el Elfo no llevaba botas sino el calzado liviano de costumbre, y que sus pies apenas dejaban huellas en la nieve.
—¡Adiós! —le dijo Legolas a Gandalf—. Voy en busca del sol.
Luego, con la rapidez de un corredor sobre arenas firmes, se precipitó hacia adelante, y alcanzando en seguida a los hombres que se esforzaban en la nieve, saludándolos con la mano los dejó atrás, continuó corriendo, y desapareció detrás del saliente rocoso.
Los otros esperaron apretados unos contra otros, mirando hasta que Boromir y Aragorn fueron dos motas negras en la blancura. Al fin ellos también se perdieron de vista. El tiempo pasó arrastrándose. Las nubes bajaron, y unos copos de nieve giraron en el aire, cayendo.
Transcurrió quizá una hora, aunque pareció mucho más, y al fin vieron que Legolas regresaba. Al mismo tiempo Boromir y Aragorn reaparecieron muy atrás en la vuelta del sendero y subieron trabajosamente la pendiente.
—Bueno —exclamó Legolas mientras trepaba corriendo—, no he traído el sol. Ella está paseándose por los campos azules del sur, y una coronita de nieve sobre la cima del Cuerno Rojo no la incomoda demasiado. Pero traigo un rayo de buena esperanza para quienes están condenados a seguir a pie. La nieve se ha amontonado de veras justo después del saliente, y allí nuestros hombres fuertes casi mueren enterrados. No sabían qué hacer hasta que volví y les dije que la nieve no era más espesa que un muro. Y del otro lado hay mucha menos nieve, y un poco más abajo es sólo un mantillo blanco, bueno para refrescarles los pies a los hobbits.
—Ah, como dije antes —se quejó Gimli—. No era una tormenta ordinaria, sino la mala voluntad de Caradhras. No gusta de los Elfos ni de los Enanos, y acumuló esa nieve para cerrarnos el paso.
—Pero por suerte tu Caradhras olvidó que venían Hombres contigo —dijo Boromir—. Y hombres valientes también, si puedo decirlo; aunque unos hombres menores pero con palas hubiesen servido mejor. Sin embargo, hemos abierto un sendero entre la nieve, y aquellos que no corren tan levemente como los Elfos nos estarán sin duda agradecidos.
—Pero ¿cómo llegaremos allí abajo, aunque hayáis abierto esa senda? —dijo Pippin, expresando el pensamiento de todos los hobbits.
—¡Tened esperanza! —dijo Boromir—. Estoy cansado, pero todavía me quedan fuerzas, y lo mismo a Aragorn. Cargaremos a los más pequeños. Los otros se las arreglarán sin duda para seguirnos. ¡Vamos, señor Peregrin! Comenzaré contigo.
Levantó al hobbit.
—¡Sujétate a mi espalda! Necesitaré de mis brazos —dijo, y se lanzó hacia adelante.
Lo siguió Aragorn cargando a Merry. Pippin estaba maravillado de la fuerza de Boromir, viendo el pasaje que había logrado abrir sin otro instrumento que el de sus grandes miembros. Aun ahora, cargado como estaba, echaba nieve a los costados ensanchando la senda para quienes venían detrás.
Llegaron al fin a la barrera de nieve. Cruzaba el sendero montañoso como una pared inesperada y desnuda, y el borde superior, afilado, como tallado a cuchillo, se elevaba a una altura dos veces mayor que Boromir, pero por el medio corría un pasaje que subía y bajaba como un puente. Merry y Pippin fueron depositados en el suelo, del otro lado, y allí esperaron con Legolas a que llegara el resto de la Compañía.
Al cabo de un rato Boromir volvió trayendo a Sam. Detrás, en el sendero estrecho, pero ahora firme, apareció Gandalf conduciendo a Bill; Gimli venía montado entre el equipaje. Al fin llegó Aragorn, con Frodo. Vinieron por la senda, pero apenas Frodo había tocado el suelo cuando se oyó un gruñido sordo y una cascada de piedras y nieve se precipitó detrás de ellos. La polvoreda encegueció casi a la Compañía mientras se acurrucaban contra la pared, y cuando el aire se aclaró vieron que el sendero por donde habían venido estaba ahora bloqueado.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó Gimli—. ¡Nos iremos lo antes posible!
Y en verdad con este último golpe la malicia de la montaña pareció agotarse, como si a Caradhras le bastara que los invasores hubiesen sido rechazados y que no se atrevieran a volver. La amenaza de nieve pasó; las nubes empezaron a abrirse y la luz aumentó.
Como Legolas había informado, descubrieron que la nieve era cada vez menos espesa, a medida que avanzaban, de modo que hasta los hobbits podían ir a pie. Pronto se encontraron una vez más sobre la cornisa en que terminaba la ladera y donde la noche anterior habían sentido caer los primeros copos de nieve.
La mañana no estaba muy avanzada. Volvieron la cabeza y miraron desde aquella altura las tierras más bajas del oeste. Lejos, en los terrenos abruptos que se extendían al pie de la montaña, se encontraba la hondonada donde habían comenzado a subir hacia el paso.
A Frodo le dolían las piernas. Estaba helado hasta los huesos y hambriento; y la cabeza le daba vueltas cuando pensaba en la larga y dolorosa bajada. Unas manchas negras le flotaban ante los ojos. Se los frotó, pero las manchas negras no desaparecieron. A lo lejos, abajo, pero ya encima de las primeras estribaciones, unos puntos oscuros describían círculos en el aire.
—¡Otra vez los pájaros! —dijo Aragorn señalando.
—No podemos hacer nada ahora —dijo Gandalf—. Sean bondadosos o malvados, o aunque no tengan ninguna relación con nosotros, tenemos que bajar en seguida. ¡No esperemos ni siquiera en las rodillas de Caradhras a que caiga de nuevo la noche!
Un viento frío sopló detrás de ellos mientras daban la espalda a la Puerta del Cuerno Rojo, y bajaban por la pendiente tropezando de fatiga. Caradhras los había derrotado.
4
UN VIAJE EN LA OSCURIDAD
La luz gris menguaba otra vez rápidamente, cuando se detuvieron a pasar la noche. Estaban muy cansados. La oscuridad creciente velaba las montañas, y el aire era frío. Gandalf le dio a cada uno un trago más del miruvorde Rivendel. Luego de comer invitó a los otros a discutir la situación.
—No podemos, por supuesto, continuar esta noche —dijo—. El ataque a la entrada del Cuerno Rojo nos ha dejado agotados, y tenemos que descansar.
—¿Y luego adónde iremos? —preguntó Frodo.
—El viaje no ha terminado y no hemos cumplido aún nuestra misión —respondió Gandalf—. No podemos hacer otra cosa que continuar, o regresar a Rivendel.
El rostro se le iluminó a Pippin ante la sola mención de retornar a Rivendel. Merry y Sam se miraron esperanzados. Pero Aragorn y Boromir no reaccionaron. Frodo parecía preocupado.
—Me gustaría estar allí de vuelta —dijo—. Pero ¿cómo regresar sin sentirnos avergonzados? A no ser que no haya en verdad otro camino, y que nos declaremos vencidos.
—Tienes razón, Frodo —dijo Gandalf—, regresar es admitir la derrota, y enfrentarse luego a derrotas peores. Si regresamos ahora, el Anillo tendrá que quedarse allí; no podremos partir otra vez. Luego, tarde o temprano, Rivendel será sitiada, y destruida a corto y amargo plazo. Los Espectros del Anillo son enemigos mortales, pero sólo sombras del poder y el terror que llegarían a manejar si el Anillo Soberano cae de nuevo en manos de Sauron.
—Entonces tenemos que continuar, si hay un camino —dijo Frodo suspirando.
Sam tenía de nuevo un aire lúgubre.
—Hay un camino que podemos probar —dijo Gandalf—. Desde el comienzo, cuando consideré por vez primera este viaje, pensé que valía la pena intentarlo. Pero no es un camino agradable, y no os dije nada. Aragorn no estaba de acuerdo, no hasta que intentáramos cruzar las montañas.
—Si es un camino peor que el de la Puerta del Cuerno Rojo, tiene que ser realmente malo —dijo Merry—. Pero será mejor que nos hables, y nos enteremos en seguida de lo peor.
—El camino de que hablo conduce a las Minas de Moria —dijo Gandalf.
Sólo Gimli alzó la cabeza, con un fuego de brasas en la mirada. Todos los demás sintieron miedo de pronto. Aun para los hobbits era una leyenda que evocaba un oscuro terror.
—El camino puede llevar a Moria, ¿pero cómo podríamos saber si nos sacará de Moria? —dijo Aragorn, sombrío.
—Es un nombre de malos augurios —dijo Boromir—. Y no veo la necesidad de ir allí. Si no podemos cruzar las montañas, viajemos hacia el sur hasta el Paso de Rohan donde los hombres son amigos de mi pueblo, tomando el camino que yo seguí hasta aquí. O podemos ir todavía más lejos y cruzar el Isen hasta Playa Larga y Lebennin y así llegar a Gondor desde las regiones cercanas al mar.
—Las cosas han cambiado desde que viniste al norte, Boromir —replicó Gandalf—. ¿No oíste lo que dije de Saruman? Quizá tengamos que arreglar cuentas antes que esto haya terminado. Pero el Anillo no ha de acercarse a Isengard, si podemos impedirlo. El Paso de Rohan está cerrado para nosotros mientras vayamos con el Portador.
”En cuanto al camino más largo: no tenemos tiempo. Un viaje semejante podría llevarnos un año, y tendríamos que pasar por muchas tierras desiertas donde no encontraríamos ningún refugio. Y no estaríamos seguros. Los ojos vigilantes de Saruman y el Enemigo están puestos en esas tierras. Cuando viniste al norte, Boromir, no eras a los ojos del Enemigo más que un viajero extraviado del sur, y asunto de poca monta para él; no pensaba en otra cosa que en perseguir el Anillo. Pero ahora volverías como miembro de la Compañía del Anillo, y estarías en peligro mientras permanecieses con nosotros. El peligro aumentaría con cada legua que hiciésemos hacia el sur bajo el cielo desnudo.
”Desde que intentamos cruzar el paso, nuestra situación se ha hecho aún más difícil, temo. Veo pocas esperanzas, si no nos perdemos de vista durante un tiempo y cubrimos nuestras huellas. Por lo tanto aconsejo que no vayamos por encima de las montañas, ni rodeándolas, sino por debajo. De cualquier modo es una ruta que el Enemigo no esperará que tomemos.
—No sabemos lo que él espera —dijo Boromir—. Quizá vigile todas las rutas, las probables y las improbables. En ese caso entrar en Moria sería meterse en una trampa, apenas mejor que ir a golpear las puertas de la Torre Oscura. El nombre de Moria es tétrico.
—Hablas de lo que no sabes, cuando comparas a Moria con la fortaleza de Sauron —respondió Gandalf—. De todos nosotros yo he sido el único que he estado alguna vez en los calabozos del Señor Oscuro, y esto sólo en la morada de Dol Guldur, más antigua y menos importante. Quienes cruzan las puertas de Barad-dûr no vuelven nunca. Pero yo no os llevaría a Moria si no hubiese ninguna esperanza de salir. Si hay orcos allí, lo pasaremos mal, es cierto. Pero la mayoría de los orcos de las Montañas Nubladas fueron diseminados o destruidos en la Batalla de los Cinco Ejércitos. Las Águilas informan que los orcos están viniendo otra vez desde lejos, pero hay esperanzas de que Moria esté todavía libre.
”Hasta es posible que haya enanos allí, y que en alguna sala subterránea construida en otro tiempo encontremos a Balin hijo de Fundin. De cualquier modo, la necesidad nos dicta este camino.
—¡Iré contigo, Gandalf! —dijo Gimli—. Iré contigo y exploraré las salas de Durin, cualquiera que sea el riesgo, si encuentras las puertas que están cerradas.
—¡Bien, Gimli! —dijo Gandalf—. Tú me alientas. Buscaremos juntos las puertas ocultas, y las cruzaremos. En las ruinas de los Enanos, una cabeza de enano se confundirá menos que un Elfo, o un Hombre o un Hobbit. No será la primera vez que entro en Moria. Busqué allí mucho tiempo a Thráin hijo de Thrór, después que desapareció. ¡Estuve en Moria y salí con vida!
—Yo también crucé una vez la Puerta del Arroyo Sombrío —dijo Aragorn serenamente—. Pero aunque salí como tú, guardo un recuerdo siniestro. No deseo entrar en Moria una segunda vez.
—Y yo ni siquiera una vez —dijo Pippin.
—Yo tampoco —murmuró Sam.
—¡Claro que no! —dijo Gandalf—. ¿Quién lo desearía? Pero la pregunta es: ¿quién me seguirá, si os guío hasta allí?
—Yo —dijo Gimli con vehemencia.
—Yo —masculló Aragorn—. Tú me seguiste casi hasta el desastre en la nieve, y no te quejaste ni una vez. Yo te seguiré ahora, si esta última advertencia no te conmueve. No pienso ahora en el Anillo ni en ninguno de nosotros, Gandalf, sino en ti. Y te digo: si cruzas las puertas de Moria, ¡cuidado!
—Yo no iré —dijo Boromir—, a menos que todos voten contra mí. ¿Qué dicen Legolas y la gente pequeña? Tendríamos que oír, me parece, la opinión del Portador del Anillo.
—Yo no deseo ir a Moria —dijo Legolas.
Los hobbits no dijeron nada. Sam miró a Frodo. Al fin Frodo habló.
—No deseo ir —dijo—, pero tampoco quiero rechazar el consejo de Gandalf. Ruego que no se vote hasta que lo hayamos pensado bien. Apoyaremos a Gandalf más fácilmente a la luz de la mañana que en esta fría oscuridad. ¡Cómo aúlla el viento!
Con estas palabras todos se sumieron en una silenciosa reflexión. El viento silbaba entre las rocas y los árboles, y había aullidos y lamentos en los vacíos ámbitos de la noche.
De pronto Aragorn se incorporó de un salto.
—¿Cómo aúlla el viento? —exclamó—. Aúlla con voz de lobo. ¡Los huargos han pasado al oeste de las Montañas!
—¿Es necesario entonces esperar a que amanezca? —dijo Gandalf—. Como dije antes, la caza ha empezado. Aunque vivamos para ver el alba, ¿quién querrá ahora viajar al sur de noche con los lobos salvajes pisándonos los talones?
—Pero ¿a qué distancia está Moria? —preguntó Boromir.
—Hay una puerta al sudoeste de Caradhras, a unas quince millas a vuelo de cuervo, y a unas veinte a paso de lobo —respondió Gandalf con aire sombrío.
—Partamos entonces con las primeras luces, si podemos —dijo Boromir—. El lobo que se oye es peor que el orco que se teme.
—¡Cierto! —dijo Aragorn, soltando la espada en la vaina—. Pero donde el huargo aúlla, el orco ronda.
—Lamento no haber seguido el consejo de Elrond —le murmuró Pippin a Sam—. Al fin y al cabo sirvo de muy poco. No hay bastante en mí de la raza de Bandobras el Toro Bramador: esos aullidos me hielan la sangre. No recuerdo haberme sentido nunca tan desdichado.
—El corazón se me ha caído a los pies, señor Pippin —dijo Sam—. Pero todavía no nos han devorado y tenemos aquí alguna gente fuerte. No sé qué le estará reservado al viejo Gandalf pero apostaría que no es la barriga de un lobo.
Para defenderse durante la noche, la Compañía subió a la loma que los había abrigado hasta entonces. Allá arriba en la cima había un grupo de viejos árboles retorcidos, y alrededor un círculo incompleto de grandes piedras. Encendieron un fuego en medio de las piedras, pues no había esperanza de que la oscuridad y el silencio los ocultaran a las manadas de los lobos cazadores.
Se sentaron alrededor del fuego, y aquellos que no estaban de guardia cayeron en un sueño intranquilo. El pobre Bill, el poney, temblaba y transpiraba. El aullido de los lobos se oía ahora a todo alrededor, a veces cerca, y a veces lejos. En la oscuridad de la noche alcanzaban a verse muchos ojos brillantes que se asomaban al borde de la loma. Algunos se adelantaban casi hasta el círculo de piedras. En una brecha del círculo pudo verse una oscura forma lobuna, que los miraba. De pronto estalló en un aullido estremecedor, como si fuera un capitán incitando a la manada al asalto.
Gandalf se incorporó y dio un paso adelante, alzando la vara.
—¡Escucha, bestia de Sauron! —gritó—. Soy Gandalf. ¡Huye, si das algún valor a tu horrible pellejo! Te secaré del hocico a la cola, si entras en este círculo.
El lobo gruñó y dio un gran salto hacia delante. En ese momento se oyó un chasquido seco. Legolas había soltado el arco. Un grito espantoso se alzó en la noche, y la sombra que saltaba cayó pesadamente al suelo; la flecha élfica le había atravesado la garganta. Los ojos vigilantes se apagaron. Gandalf y Aragorn se adelantaron unos pasos, pero la loma estaba desierta; la manada había huido. El silencio invadió la oscuridad de alrededor; el viento suspiraba y no traía ningún grito.