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La Comunidad del Anillo
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 02:20

Текст книги "La Comunidad del Anillo"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Pero los perseguidores venían cerca. En lo alto del barranco, el caballo se detuvo y dio media vuelta relinchando furiosamente. Había Nueve Jinetes allí abajo, junto al agua, y Frodo se sintió desfallecer ante la amenaza de aquellas caras levantadas. No sabía de nada que pudiera impedirles cruzar también el Vado, y entendió que era inútil tratar de escapar por el largo e incierto camino que llevaba a los lindes de Rivendel, una vez que los Jinetes hubiesen vadeado el agua. De todos modos sintió que le habían ordenado perentoriamente que se detuviera. La cólera lo dominó otra vez, pero ya no tenía fuerzas para resistirse.

De pronto el jinete que iba delante espoleó el caballo, que llegó al agua y se encabritó retrocediendo. Haciendo un gran esfuerzo, Frodo se irguió en la silla y esgrimió la espada.

—¡Atrás! —gritó—. ¡Volved a la Tierra de Mordor y no me sigáis! —llamó con una voz que a él mismo le pareció débil y chillona.

Frodo no tenía los poderes de Bombadil. Los Jinetes se detuvieron, pero le replicaron con una risa dura y escalofriante.

—¡Vuelve! ¡Vuelve! —gritaron—. ¡A Mordor te llevaremos!

—¡Atrás! —murmuró Frodo.

—¡El Anillo! ¡El Anillo! —gritaron los Jinetes con voces implacables, e inmediatamente el cabecilla forzó al caballo a entrar en el agua, seguido de cerca por otros dos Jinetes.

—¡Por Elbereth y Lúthien la Bella —dijo Frodo con un último esfuerzo y esgrimiendo la espada—, no tendréis el Anillo ni me tendréis a mí!

Entonces el cabecilla que estaba ya en medio del Vado se enderezó amenazante sobre los estribos y alzó la mano. Frodo sintió que había perdido la voz. Tenía la lengua pegada al paladar, y el corazón le golpeaba furiosamente. La espada se le quebró y se le desprendió de la mano temblorosa. El caballo élfico se encabritó resoplando. El primero de los caballos negros ya estaba pisando la orilla.

En ese momento se oyó un rugido y un estruendo: un ruido de aguas turbulentas que venía arrastrando piedras. Frodo vio confusamente que el río se elevaba, y que una caballería de olas empenachadas se acercaba aguas abajo. Unas llamas blancas parecían moverse en las cimas de las crestas, y hasta creyó ver en el agua unos jinetes blancos que cabalgaban caballos blancos con crines de espuma. Los tres Jinetes que estaban todavía en medio del Vado desaparecieron de pronto bajo las aguas espumosas. Los que venían detrás retrocedieron espantados.

Exhausto, Frodo oyó gritos, y creyó ver, más allá de los Jinetes que titubeaban en la orilla, una figura brillante de luz blanca, y detrás unas pequeñas formas sombrías que corrían llevando fuegos, y las llamas rojizas refulgían en la niebla gris que estaba cubriendo el mundo.

Los caballos negros enloquecieron, y dominados por el terror saltaron hacia delante arrojando a los Jinetes a las aguas impetuosas. Los gritos penetrantes se perdieron en el rugido del río, que arrastró a los Jinetes. Frodo sintió entonces que caía, y le pareció que el estruendo y la confusión crecían y lo envolvían llevándoselo junto con sus enemigos. No oyó ni vio nada más.


LIBRO SEGUNDO



1



MUCHOS ENCUENTROS



Frodo despertó y se encontró tendido en una cama. Al principio creyó que había dormido mucho, luego de una larga pesadilla que todavía le flotaba en las márgenes de la memoria. ¿O quizá había estado enfermo? Pero el techo le parecía extraño: chato, y con vigas oscuras, muy esculpidas. Se quedó acostado todavía un momento, mirando los parches de sol en la pared, y escuchando el rumor de una cascada.

—¿Dónde estoy, y qué hora es? —le preguntó en voz alta al techo.

—En la casa de Elrond, y son las diez de la mañana —dijo una voz—. Es la mañana del veinticuatro de octubre, si quieres saberlo.

—¡Gandalf! —exclamó Frodo, incorporándose.

Allí estaba el viejo mago, sentado en una silla junto a la ventana abierta.

—Sí —dijo Gandalf—, aquí estoy. Y tú tienes suerte de estar también aquí, luego de todos los disparates que hiciste últimamente.

Frodo se acostó de nuevo. Se sentía demasiado cómodo y en paz para discutir, y de cualquier manera sabía que no llevaría la mejor parte en una discusión. Estaba completamente despierto ahora, y recordaba los acontecimientos del viaje: el desastroso «atajo» por el Bosque Viejo, el accidente en El Poney Pisador, y la tontería de haberse puesto el Anillo en la cañada, al pie de la Cima de los Vientos. Mientras pensaba todas estas cosas, tratando en vano de recordar qué había ocurrido luego y cómo había llegado a Rivendel, hubo un largo silencio, interrumpido sólo por las suaves bocanadas de la pipa de Gandalf, que lanzaba por la ventana anillos de humo blanco.

—¿Dónde está Sam? —preguntó Frodo al fin—. ¿Y los otros, cómo se encuentran?

—Sí, todos están sanos y salvos —respondió Gandalf—. Sam estuvo aquí hasta que yo lo mandé a descansar, hace una media hora.

—¿Qué pasó en el Vado? —dijo Frodo—. Parecía todo tan confuso, y todavía lo parece.

—Sí, lo creo. Empezabas a desaparecer —respondió Gandalf—. La herida al fin estaba terminando contigo; pocas horas más y no hubiésemos podido ayudarte. Pero hay en ti una notable resistencia, ¡mi querido hobbit! Como mostraste en los Túmulos. Te salvaste por un pelo; quizá fue el momento más peligroso de todos. Ojalá hubieses resistido en la Cima de los Vientos.

—Parece que ya sabes mucho —dijo Frodo—. No les hablé del Túmulo a los otros. Al principio era demasiado horrible, y luego hubo otras cosas en que pensar. ¿Cómo te enteraste?

—Has estado hablando en sueños, Frodo —dijo Gandalf gentilmente—. Y no me ha sido difícil leerte los pensamientos y la memoria. ¡No te preocupes! Aunque hablé de «disparates» no lo dije en serio. Pienso bien de ti, y de los demás. No es poca hazaña haber llegado tan lejos y a través de tantos peligros, y conservar todavía el Anillo.

—No hubiésemos podido sin la ayuda de Trancos —dijo Frodo—. Pero te necesitábamos. Sin ti, yo no sabía qué hacer.

—Me retrasé —dijo Gandalf—, y esto casi fue nuestra pérdida. Sin embargo, no estoy seguro. Quizá haya sido mejor así.

—¡Pero cuéntame qué pasó!

—¡Todo a su tiempo! Hoy no tienes que hablar ni preocuparte por nada; son órdenes de Elrond.

—Pero hablar me impediría pensar y hacer suposiciones, lo que es casi tan fatigoso —dijo Frodo—. Estoy ahora muy despierto, y recuerdo tantas cosas que necesitan de una explicación... ¿Por qué te retrasaste? Al menos tendrías que contarme eso.

—Ya oirás todo lo que quieres saber —dijo Gandalf—. Tendremos un Concilio, tan pronto como te encuentres bien. Por el momento sólo te diré que estuve prisionero.

—¿Tú? —exclamó Frodo.

—Sí, yo, Gandalf el Gris —dijo el mago solemnemente—. Hay muchos poderes en el mundo, para el bien y para el mal. Muchos de ellos son más grandes que yo. Contra algunos todavía no me he medido. Pero mi tiempo se acerca. El Señor de Morgul y los Jinetes Negros han dejado la guarida. ¡La guerra está próxima!

—Entonces tú sabías de los Jinetes... antes que yo los encontrara.

—Sí, sabía de ellos. En verdad te hablé de ellos una vez; los Jinetes Negros son los Espectros que guardan el Anillo, los Nueve Siervos del Señor de los Anillos. Pero yo ignoraba que hubiesen reaparecido, o te hubiera acompañado desde un comienzo. No tuve noticias de ellos hasta después de dejarte, en junio; pero esta historia tiene que esperar. Por el momento, Aragorn nos ha salvado del desastre.

—Sí —dijo Frodo—, fue Trancos quien nos salvó. Sin embargo, tuve miedo de él al principio. Creo que Sam nunca le tuvo confianza, por lo menos no hasta que encontramos a Glorfindel.

Gandalf sonrió. —Sé todo acerca de Sam —dijo—. Ya no tiene más dudas.

—Me alegra —dijo Frodo—, pues he llegado a apreciar de veras a Trancos. Bueno, apreciarno es la palabra justa. Quiero decir que me es muy querido. Aunque a veces es raro y torvo. En verdad me recuerda a ti a menudo. Yo no sabía que hubiese alguien así entre la Gente Grande. Pensaba, bueno, que sólo eran grandes, y bastante estúpidos; amables y estúpidos como Mantecona; o estúpidos y malvados como Bill Helechal. Pero es cierto que no sabemos mucho de los Hombres en la Comarca, excepto quizá las gentes de Bree.

—En realidad sabes muy poco si crees que el viejo Cebadilla es estúpido —dijo Gandalf—. Es bastante sagaz en su propio terreno. Piensa menos de lo que habla, y más lentamente; sin embargo puede ver a través de una pared de ladrillos (como dicen en Bree). Pero pocos quedan en la Tierra Media como Aragorn hijo de Arathorn. La raza de los Reyes de Más Allá del Mar está casi extinguida. Es posible que esta Guerra del Anillo sea su última aventura.

—¿Quieres decir realmente que Trancos pertenece al pueblo de los viejos Reyes? —dijo Frodo, asombrado—. Pensé que habían desaparecido todos, hace ya mucho tiempo. Pensé que era sólo un Montaraz.

—¡Sólo un Montaraz! —exclamó Gandalf—. Mi querido Frodo, eso son justamente los Montaraces: los últimos vestigios en el Norte de un gran pueblo, los Hombres del Oeste. Me ayudaron ya en el pasado, y necesitaré que me ayuden en el futuro; pues aunque hemos llegado a Rivendel, el Anillo no ha encontrado todavía reposo.

—Imagino que no —dijo Frodo—, pero hasta ahora mi único pensamiento era llegar aquí, y espero no tener que ir más lejos. El simple descanso es algo muy agradable. He tenido un mes de exilio y aventuras, y pienso que es suficiente para mí.

Calló y cerró los ojos. Al cabo de un rato habló de nuevo: —He estado sacando cuentas —dijo—, y el total no llega al veinticuatro de octubre. Hoy sería el veintiuno de octubre. Tuvimos que haber llegado al Vado el día veinte.

—En tu estado actual, has hablado demasiado y has sacado demasiadas cuentas —dijo Gandalf—. ¿Cómo sientes ahora el hombro y el costado?

—No sé —dijo Frodo—. No los siento nada, lo que quizá es un adelanto, pero —hizo un esfuerzo– el brazo puedo moverlo un poco. Sí, está volviendo a la vida. No está frío —añadió, tocándose la mano izquierda con la derecha.

—¡Bien! —dijo Gandalf—. Se está restableciendo. Pronto estarás curado del todo. Elrond ha estado cuidándote, durante días, desde que te trajeron aquí.

—¿Días? —dijo Frodo.

—Bueno, cuatro noches y tres días, para ser exactos. Los Elfos te trajeron del Vado en la noche del veinte, y es ahí donde perdiste la cuenta. Hemos estado muy preocupados, y Sam no dejó tu cabecera ni de día ni de noche, excepto para llevar algún mensaje. Elrond es un maestro del arte de curar, pero las armas del Enemigo son mortíferas. Para decirte la verdad, yo tuve muy pocas esperanzas, pues se me ocurrió que en la herida cerrada había quedado algún fragmento de la hoja. Pero no pudimos encontrarlo hasta anoche. Elrond extrajo una esquirla. Estaba muy incrustada en la carne, y abriéndose paso hacia dentro.

Frodo se estremeció recordando el cruel puñal de hoja mellada que se había desvanecido en manos de Trancos.

—¡No te alarmes! —dijo Gandalf—. Ya no existe. Ha sido fundida. Y parece que los hobbits se desvanecen de muy mala gana. He conocido guerreros robustos de la Gente Grande que hubiesen sucumbido en seguida a esa esquirla, que tú llevaste diecisiete días.

—¿Qué me hubiesen hecho? —preguntó Frodo—. ¿Qué trataban de hacer esos Jinetes?

—Trataban de atravesarte el corazón con un puñal de Morgul, que queda en la herida. Si lo hubieran logrado, serías ahora como ellos, sólo que más débil, y te tendrían sometido. Serías un espectro, bajo el dominio del Señor Oscuro, y te habría atormentado por haber querido retener el Anillo, si hay un tormento mayor que el de perder el Anillo y verlo en el dedo del Señor Oscuro.

—¡Gracias sean dadas por no haberme enterado de ese horrible peligro! —dijo Frodo con voz débil—. Yo estaba mortalmente asustado, por supuesto, pero si hubiera sabido más no me hubiese atrevido ni a moverme. ¡Es una maravilla que haya escapado con vida!

—Sí, la fortuna o el destino te ayudaron sin duda —dijo Gandalf—, para no mencionar el coraje. Pues no te tocaron el corazón, y sólo te hirieron en el hombro, y esto fue así porque resististe hasta el fin. Pero te salvaste no se sabe cómo. El peligro mayor fue cuando tuviste puesto el Anillo, pues entonces tú mismo estabas a medias en el mundo de los espectros, y ellos podían haberte alcanzado. Tú podías verlos, y ellos te podían ver.

—Sí, es cierto —dijo Frodo—. ¡Mirarlos fue algo terrible! Pero ¿cómo vemos siempre a los caballos?

—Porque son verdaderos caballos, así como las ropas negras son verdaderas ropas, que dan forma a la nada que ellos son, cuando tienen tratos con los vivos.

—¿Por qué esos caballos negros soportan entonces a semejantes jinetes? Todos los otros animales se espantan cuando los Jinetes andan cerca, aun el caballo élfico de Glorfindel. Los perros les ladran, y los gansos les graznan.

—Porque esos caballos nacieron y fueron criados al servicio del Señor Oscuro. ¡Los sirvientes y animales de Mordor no son todos espectros! Hay orcos y trolls, huargos y licántropos; y ha habido y todavía hay muchos Hombres, guerreros y reyes, que andan a la luz del sol y sin embargo están sometidos a Mordor. Y el número de estos servidores crece todos los días.

—¿Y Rivendel y los Elfos? ¿Está Rivendel a salvo?

—Sí, por ahora, hasta que todo lo demás sea conquistado. Los Elfos pueden temer al Señor Oscuro, y quizá huyan de él, pero nunca jamás lo escucharán o le servirán. Y aquí, en Rivendel, viven algunos de los principales enemigos de Mordor: los Sabios Elfos, Señores del Eldar, de más allá de los mares lejanos. Ellos no temen a los Espectros del Anillo, pues quienes han vivido en el Reino Bendecido viven a la vez en ambos mundos, y tienen grandes poderes contra lo Visible y lo Invisible.

—Creí ver una figura blanca que brillaba y no palidecía como las otras. ¿Era entonces Glorfindel?

—Sí, lo viste un momento tal como es en el otro lado, uno de los poderosos Primeros Nacidos. Es el Señor Elfo de una casa de príncipes. En verdad hay poder en Rivendel capaz de resistir la fuerza de Mordor, por un tiempo al menos, y hay también otros poderes fuera. Hay poder también, de otra especie, en la Comarca. Pero todos estos lugares pronto serán como islas sitiadas, si las cosas continúan como hasta ahora. El Señor Oscuro está desplegando toda su fuerza.

”Sin embargo —continuó Gandalf, incorporándose de pronto y adelantando el mentón mientras se le erizaban los pelos de la barba como alambre de púas—, no nos desanimemos. Pronto te curarás, si no te mato con mi charla. Estás en Rivendel, y no te preocupes por ahora.

—No tengo ningún ánimo, y no entiendo cómo podría desanimarme —dijo Frodo—, pero ahora no hay nada que me preocupe. Dame simplemente noticias de mis amigos, y dime cómo terminó el asunto del Vado, como he venido preguntando, y me declararé satisfecho por el momento. Luego dormiré otro poco, me parece, pero no podré cerrar los ojos hasta que hayas terminado esa historia para mí.

Gandalf acercó la silla a la cabecera del lecho, y miro con atención a Frodo. El color le había vuelto a la cara; los ojos se le habían aclarado, y tenía una mirada despejada y lúcida. Sonreía, y parecía que todo andaba bien. Pero el ojo del mago alcanzó a notar un cambio imperceptible, como una cierta transparencia alrededor de Frodo, y sobre todo alrededor de la mano izquierda, que descansaba sobre la cobertura.

«Sin embargo, era algo que podía esperarse», reflexionó Gandalf. «No está ni siquiera curado a medias, y lo que le pasará al fin ni siquiera Elrond podría decirlo. Creo que no será para mal. Podría convertirse en algo parecido a un vaso de agua clara, para los ojos que sepan ver.»

—Tienes un aspecto espléndido —dijo en voz alta—. Me arriesgaré a contarte una breve historia, sin consultar a Elrond. Pero muy breve, recuérdalo, y luego dormirás otra vez. Esto es lo que ocurrió, según lo que he averiguado. Los Jinetes fueron directamente detrás de ti, tan pronto como escapaste. Ya no necesitaban que los caballos los guiaran: te habías vuelto visible para ellos: estabas en el umbral del mundo de los fantasmas. Y además el Anillo los llamaba de algún modo. Tus amigos saltaron a un lado, fuera del camino, o los hubieran aplastado sin remedio. Sabían que estabas perdido, si no te salvaba el caballo blanco. Los Jinetes eran demasiado rápidos y hubiese sido inútil perseguirlos, y demasiado numerosos y hubiese sido inútil oponerse. A pie, ni siquiera Glorfindel y Aragorn luchando juntos hubieran podido resistir a los Nueve a la vez.

”Cuando los Espectros del Anillo pasaron rápidos como el viento, tus amigos corrieron detrás. Muy cerca del Vado hay una pequeña hondonada, oculta tras unos pocos árboles achaparrados junto al camino. Allí encendieron rápidamente un fuego, pues Glorfindel sabía que habría una crecida, si los Jinetes trataban de cruzar; él entonces tendría que vérselas con quienes estuvieran de este lado del río. En el momento en que llegó la creciente, Glorfindel corrió hacia el agua, seguido por Aragorn y los otros, todos llevando antorchas encendidas. Atrapados entre el fuego y el agua, y viendo a un Señor de los Elfos, a quien la furia había hecho visible, los Jinetes se acobardaron, y los caballos enloquecieron. Tres fueron arrastrados río abajo por el primer asalto de la crecida; luego los caballos echaron a los otros al agua.

—¿Y ése fue el fin de los Jinetes? —preguntó Frodo.

—No —dijo Gandalf—. Los caballos tienen que haber muerto, y sin ellos son como impedidos. Pero los Espectros del Anillo no pueden ser destruidos con tanta facilidad. Sin embargo, y por el momento, no son ya criaturas de temer. Tus amigos cruzaron, cuando pasó la inundación, y te encontraron tendido de bruces en lo alto del barranco, con una espada rota bajo el cuerpo. El caballo hacía guardia a tu lado. Tú estabas pálido y frío, y temieron que hubieses muerto o algo peor. La gente de Elrond los encontró allí, y te trajeron lentamente a Rivendel.

—¿Quién provocó la crecida? —dijo Frodo.

—Elrond la ordenó —respondió Gandalf—. El río de este valle está bajo el dominio de Elrond. Las aguas se levantan furiosas cuando él cree necesario cerrar el Vado. Tan pronto como el capitán de los Espectros del Anillo entró a caballo en el agua, soltaron la avenida. Si me lo permites añadiré un toque personal a la historia: quizá no lo notaste, pero algunas de las olas se encabritaron como grandes caballos blancos montados por brillantes jinetes blancos; y había muchas piedras que rodaban y crujían. Por un momento temí que hubiésemos liberado una furia demasiado poderosa, y que la crecida se nos fuera de las manos y os arrastrara a todos vosotros. Hay un enorme vigor en las aguas que descienden de las nieves de las Montañas Nubladas.

—Sí, todo me viene a la memoria ahora —dijo Frodo—: el tremendo rugido. Pensé que me ahogaba, con mis amigos y todos. ¡Pero ahora estamos a salvo!

Gandalf echó una rápida mirada a Frodo, pero el hobbit había cerrado los ojos.

—Sí, estamos todos a salvo por el momento. Pronto habrá fiesta y regocijo para celebrar la victoria en el Vado del Bruinen, y allí estaréis todos vosotros ocupando sitios de honor.

—¡Espléndido! —dijo Frodo—. Es maravilloso que Elrond, y Glorfindel y tan grandes señores, sin hablar de Trancos, se molesten tanto y sean tan bondadosos conmigo.

—Bueno, hay muchas razones para que así sea —dijo Gandalf sonriendo—. Yo soy una buena razón. El Anillo es otra; tú eres quien lleva el Anillo. Y eres el heredero de Bilbo, que encontró el Anillo.

—¡Querido Bilbo! —dijo Frodo, somnoliento—. Me pregunto dónde andará. Me gustaría que estuviese aquí, y pudiese oír toda esta historia. Se hubiera reído con ganas. ¡La vaca que saltó por encima de la luna! ¡Y el pobre viejo troll!

Luego de esto, se durmió rápidamente.


Frodo estaba ahora a salvo en el Último Hogar al Este del Mar. Esta casa era, como Bilbo había informado hacía tiempo, «una casa perfecta, tanto te guste comer como dormir o contar cuentos o cantar, o sólo quedarte sentado pensando, o una agradable combinación de todo». Bastaba estar allí para curarse del cansancio, el miedo y la melancolía.

A la caída de la noche, Frodo despertó de nuevo, y descubrió que ya no sentía necesidad de dormir o descansar, y que en cambio tenía ganas de comer y beber, y quizá cantar y contar luego alguna historia. Salió de la cama y descubrió que podía utilizar el brazo casi como antes. Encontró ya preparadas unas ropas limpias de color verde que le caían muy bien. Mirándose en el espejo se sobresaltó al descubrir que nunca había estado antes tan delgado; la imagen se parecía notablemente al joven sobrino de Bilbo, que había acompañado al tío en muchos paseos a pie por la Comarca; pero los ojos del espejo le devolvieron una mirada pensativa.

—Sí, desde la última vez que te miraste en un espejo te ocurrieron algunas cosas —le dijo a la imagen—. Pero ahora, ¡por un feliz encuentro!

Se estiró de brazos y silbó una melodía.

En ese momento, golpearon a la puerta y entró Sam. Corrió hacia Frodo y le tomó la mano izquierda, torpe y tímidamente. La acarició un momento con dulzura y luego enrojeció y se volvió en seguida para irse.

—¡Hola, Sam! —dijo Frodo.

—¡Está caliente! —dijo Sam—. Quiero decir la mano de usted, señor Frodo. Ha estado tan fría en las largas noches. ¡Pero victoria y trompetas! —gritó, dando otra media vuelta con ojos brillantes y bailando—. ¡Es maravilloso verlo de pie y recuperado del todo, señor! Gandalf me pidió que viniera a ver si usted podía bajar, y pensé que bromeaba.

—Estoy listo —dijo Frodo—. ¡Vamos a buscar a los demás!

—Puedo llevarlo hasta ellos, señor —dijo Sam—. Es una casa rara ésta, y muy peculiar. A cada paso se descubre algo nuevo, y nunca se sabe qué encontrará uno a la vuelta de un corredor. ¡Y Elfos, señor Frodo! ¡Elfos por aquí, y Elfos por allá! Algunos como reyes, terribles y espléndidos; y otros alegres como niños. Y la música y el canto... aunque no he tenido tiempo ni ánimo para escuchar mucho desde que llegamos aquí. Pero empiezo a conocer algunos recovecos de la casa.

—Sé lo que has estado haciendo, Sam —dijo Frodo, tomándolo por el brazo—. Pero tienes que estar contento esta noche, y presta oídos a la alegría que te llega del corazón. ¡Vamos, muéstrame lo que hay a la vuelta de los corredores!

Sam lo llevó por distintos pasillos, y luego escaleras abajo, y por último salieron a un jardín elevado sobre el barranco escarpado del río. Los amigos de Frodo estaban allí sentados en un pórtico que miraba al este. Las sombras habían cubierto el valle, abajo, pero en las faldas de las montañas lejanas había aún un resto de luz. El aire era cálido. El sonido del agua que corría y caía en cascadas llegaba a ellos claramente, y un débil perfume de árboles y flores flotaba en la noche, como si el verano se hubiese demorado en los jardines de Elrond.

—¡Hurra! —gritó Pippin incorporándose de un salto—. ¡He aquí a nuestro noble primo! ¡Abran paso a Frodo, Señor del Anillo!

—¡Calla! —dijo Gandalf desde el fondo sombrío del pórtico—. Las cosas malas no tienen cabida en este valle, pero aun así es mejor no nombrarlas. El Señor del Anillo no es Frodo, sino el amo de la Torre Oscura de Mordor, ¡cuyo poder se extiende otra vez sobre el mundo! Estamos en una fortaleza. Fuera caen las sombras.

—Gandalf ha estado diciéndonos cosas así, todas tan divertidas —dijo Pippin—. Piensa que es necesario llamarme al orden, pero de algún modo parece imposible sentirse triste o deprimido en este sitio. Tengo la impresión de que podría ponerme a cantar, si conociese una canción apropiada.

—Yo también cantaría —rió Frodo—. ¡Aunque por ahora preferiría comer y beber!

—Eso tiene pronto remedio —dijo Pippin—. Has mostrado tu astucia habitual levantándote justo a tiempo para una comida.

—¡Más que una comida! ¡Una fiesta! —dijo Merry—. Tan pronto como Gandalf informó que ya estabas bien, comenzaron los preparativos.

Apenas había acabado de hablar cuando un tañido de campanas los convocó al salón de la casa.



El salón de la casa de Elrond estaba colmado de gente: Elfos en su mayoría, aunque había unos pocos huéspedes de otra especie. Elrond, como de costumbre, estaba sentado en un sillón a la cabecera de una mesa larga sobre el estrado; a un lado tenía a Glorfindel, y al otro a Gandalf.

Frodo los observó maravillado, pues nunca había visto a Elrond, de quien se hablaba en tantos relatos; y sentados a la izquierda y a la derecha, Glorfindel, y aun Gandalf a quienes creía conocer tan bien, se le revelaban como grandes y poderosos señores.

Gandalf era de menor estatura que los otros dos, pero la larga melena blanca, la abundante barba gris, y los anchos hombros, le daban un aspecto de rey sabio, salido de antiguas leyendas. En la cara trabajada por los años, bajo las espesas cejas nevadas, los ojos oscuros eran como carbones encastrados que de súbito podían encenderse y arder.

Glorfindel era alto y erguido, el cabello de oro resplandeciente, la cara joven y hermosa, libre de temores y luminosa de alegría; los ojos brillantes y vivos, y la voz como una música; había sabiduría en aquella frente, y fuerza en aquella mano.

El rostro de Elrond no tenía edad; no era ni joven ni viejo, aunque uno podía leer en él el recuerdo de muchas cosas, felices y tristes. Tenía el cabello oscuro como las sombras del atardecer, y ceñido por una corona de plata; los ojos eran grises como la claridad de la noche, y en ellos había una luz semejante a la luz de las estrellas. Parecía venerable como un rey coronado por muchos inviernos, y vigoroso sin embargo como un guerrero probado en la plenitud de sus fuerzas. Era el Señor de Rivendel, poderoso tanto entre los Elfos como entre los Hombres.

En el centro de la mesa, apoyada en los tapices que pendían del muro, había una silla bajo un dosel, y allí estaba sentada una hermosa dama, tan parecida a Elrond, bajo forma femenina, que no podía ser, pensó Frodo, sino una pariente próxima. Era joven, y al mismo tiempo no lo era, pues aunque la escarcha no había tocado las trenzas de pelo sombrío, y los brazos blancos y el rostro claro fuesen tersos y sin defecto, y la luz de las estrellas le brillara en los ojos, grises como una noche sin nubes, había en ella verdadera majestad, y la mirada revelaba conocimiento y sabiduría, como si hubiera visto todas las cosas que traen los años. Le cubría la cabeza una red de hilos de plata entretejida con pequeñas gemas de un blanco resplandeciente, pero las delicadas vestiduras grises no tenían otro adorno que una guirnalda de hojas cinceladas en plata.

Así vio Frodo a Arwen, hija de Elrond, a quien pocos mortales habían visto hasta entonces, y de quien se decía que había traído de nuevo a la tierra la imagen viva de Lúthien; y la llamaban Undómiel, pues era la Estrella de la Tarde para su pueblo. Había permanecido mucho tiempo en la tierra de la familia de la madre, en Lórien, más allá de las montañas, y había regresado hacía poco a Rivendel, a la casa del padre. Pero los dos hermanos de Arwen, Elladan y Elrohir, llevaban una vida errante, y a menudo iban a caballo hasta muy lejos junto con los Montaraces del Norte; y jamás olvidaban los tormentos que la madre de ellos había sufrido en los antros de los orcos.

Frodo no había visto ni había imaginado nunca belleza semejante en una criatura viviente, y el hecho de encontrarse sentado a la mesa de Elrond entre tanta gente alta y hermosa lo sorprendía y abrumaba a la vez. Aunque tenía una silla apropiada, y contaba con el auxilio de varios almohadones, se sentía muy pequeño, y bastante fuera de lugar; pero esta impresión pasó rápidamente. La fiesta era alegre, y la comida todo lo que un estómago hambriento pudiese desear. Pasó un tiempo antes que mirara de nuevo alrededor o se volviera hacia la gente vecina.

Buscó primero a sus amigos. Sam había pedido que le permitieran atender a su amo, pero le respondieron que por esta vez él era invitado de honor. Frodo podía verlo ahora junto al estrado, sentado con Pippin y Merry a la cabecera de una mesa lateral. No alcanzó a ver a Trancos.

A la derecha de Frodo estaba sentado un enano que parecía importante, ricamente vestido. La barba, muy larga y bifurcada, era blanca, casi tan blanca como el blanco de nieve de las ropas. Llevaba un cinturón de plata, y una cadena de plata y diamantes le colgaba del cuello. Frodo dejó de comer para mirarlo.

—¡Bienvenido y feliz encuentro! —dijo el enano volviéndose hacia él, y levantándose del asiento hizo una reverencia—. Glóin, para servir a usted —dijo inclinándose todavía más.

—Frodo Bolsón, para servir a usted y a la familia de usted —dijo Frodo correctamente, levantándose sorprendido y desparramando los almohadones—. ¿Me equivoco al pensar que es usted elGlóin, uno de los doce compañeros del gran Thorin Escudo-de-Roble?

—No se equivoca —dijo el enano, juntando los almohadones y ayudando cortésmente a Frodo a volver a la silla—. Y yo no pregunto, pues ya me han dicho que es usted pariente y heredero por adopción de nuestro célebre amigo Bilbo. Permítame felicitarlo por su restablecimiento.

—Muchas gracias —dijo Frodo.

—Ha tenido usted aventuras muy extrañas, he oído —dijo Glóin—. No alcanzo a imaginarme qué motivo pueden tener cuatrohobbits para emprender un viaje tan largo. Nada semejante había ocurrido desde que Bilbo estuvo con nosotros. Pero quizá yo no debiera hacer preguntas tan precisas, pues ni Elrond ni Gandalf parecen dispuestos a hablar del asunto.

—Pienso que no hablaremos de eso, al menos por ahora —dijo Frodo cortésmente. Entendía que aun en la casa de Elrond el Anillo no era tema común de conversación, y de cualquier modo deseaba olvidar las dificultades pasadas, por un tiempo—. Pero yo también me pregunto —continuó– qué traerá un enano tan importante a tanta distancia de la Montaña Solitaria.

Glóin lo miró. —Si todavía no lo sabe, tampoco hablaremos de eso, me parece. El Señor Elrond nos convocará a todos muy pronto, creo, y oiremos entonces muchas cosas. Pero hay todavía otras, de las que se puede hablar.

Conversaron durante todo el resto de la comida, pero Frodo escuchaba más de lo que hablaba, pues las noticias de la Comarca, aparte de las que se referían al Anillo, parecían menudas, lejanas e insignificantes, mientras que Glóin en cambio tenía mucho que decir de las regiones septentrionales de las Tierras Ásperas. Frodo supo que Grimbeorn el Viejo, hijo de Beorn, era ahora el señor de muchos hombres vigorosos, y que ni orcos ni lobos se atrevían a entrar en su país, entre las Montañas y el Bosque Negro.


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