Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Sam miraba a una y otra orilla, intranquilo. Antes los árboles habían parecido hostiles, como si ocultaran ojos secretos y peligros inminentes. Ahora deseaba que los árboles estuviesen todavía allí. Le parecía que la Compañía estaba demasiado expuesta, navegando en botes abiertos entre tierras que no ofrecían ningún abrigo, y en un río que era una frontera de guerra.
En los dos o tres días siguientes, mientras avanzaban regularmente hacia el sur, esta impresión de inseguridad invadió a toda la Compañía. Durante un día entero empuñaron las palas para apresurar la marcha. Las orillas desfilaron. El Río pronto se ensanchó y se hizo más profundo; unas largas playas pedregosas se extendieron al este, y había bancos de arena en el agua, que demandaban atención. Las Tierras Pardas se elevaron en planicies desiertas, sobre las que soplaba un viento helado del este. En el otro lado los prados se habían convertido en terrenos quebrados de hierba seca, en una región de matas y zarzas. Frodo se estremeció recordando los prados y fuentes, el sol claro y las lluvias suaves de Lothlórien. En los botes no había mucha conversación; y ninguna risa. Todos parecían ensimismados.
El corazón de Legolas corría bajo las estrellas de una noche de verano en algún claro septentrional entre los bosques de hayas; Gimli tocaba oro mentalmente, preguntándose si ese metal serviría para guardar el regalo de la Dama. Merry y Pippin en el bote del medio no se sentían tranquilos, pues Boromir no dejaba de murmurar entre dientes, a veces mordiéndose las uñas, como consumido por alguna duda o inquietud, a veces tomando una pala y tratando de poner la barca detrás de la de Aragorn. Pippin, que estaba sentado en la proa mirando hacia atrás, vio entonces una luz rara en los ojos de Boromir, que se inclinaba espiando a Frodo. Sam estaba convencido desde hacía tiempo: las barcas no le parecían ahora tan peligrosas como antes, pero nunca había pensado que fueran tan incómodas. Se sentía agarrotado y descorazonado, no teniendo nada que hacer excepto clavar los ojos en los paisajes invernales que se arrastraban a lo largo de las orillas y en el agua gris a los lados. Aun cuando tenían que recurrir a las palas, no le confiaban ninguna.
En el cuarto día, a la caída de la tarde, Sam miraba hacia atrás por encima de las cabezas de Frodo y Aragorn y los otros botes; somnoliento, no pensaba en otra cosa que en pisar tierra firme y acampar. De pronto creyó ver algo; al principio miró distraídamente, y en seguida se sentó frotándose los ojos, pero cuando miró de nuevo ya no se veía nada.
Aquella noche acamparon en un pequeño islote, cerca de la orilla occidental. Sam, envuelto en mantas, estaba acostado junto a Frodo.
—Tuve un sueño curioso una hora o dos antes de detenernos, señor Frodo —dijo—. O quizá no fue un sueño. De todos modos fue curioso.
—Bueno, cuéntame —dijo Frodo sabiendo que Sam no se quedaría tranquilo hasta que hubiera contado la historia, o lo que fuera—. Desde que dejamos Lothlórien no he visto ni he pensado nada que me haya hecho sonreír.
—No fue curioso en ese sentido, señor Frodo. Fue extraño. Disparatado, si no se tratara de un sueño. Y será mejor que se lo cuente. ¡Vi un leño con ojos!
—Lo del leño está bien —dijo Frodo—. Hay muchos en el Río. ¡Pero olvídate de los ojos!
—Eso no —dijo Sam—. Si me senté fue a causa de los ojos, por así decirlo. Vi lo que me pareció un leño: venía flotando en la penumbra detrás del bote de Gimli, pero no le presté mucha atención. Luego tuve la impresión de que el tronco estaba acercándose a nosotros. Y esto era demasiado peculiar, podría decirse, pues todos flotábamos juntos en la corriente. En seguida vi los ojos: algo así como dos puntos pálidos, brillantes, sobre una joroba en el extremo más cercano del tronco. Además no era un tronco, pues tenía unas patas palmeadas, casi como de cisne aunque parecían más grandes, y las metía en el agua y las sacaba del agua, continuamente.
”En ese momento me senté, frotándome los ojos, con la intención de gritar si aquello seguía allí cuando acabara de sacarme el sopor que me nublaba la cabeza. El no-sé-qué venía ahora rápidamente y ya estaba cerca de Gimli. No sé si aquellas dos luces vieron cómo me movía y miraba, o si recobré mis sentidos. Cuando miré de nuevo, no había nada. Creo sin embargo, que algo llegué a ver de reojo, como dicen, algo oscuro que corrió a ocultarse a la sombra de la orilla. Los ojos no los vi más.
”Soñando de nuevo, Sam Gamyi, me dije, y no hablé con nadie. Pero he estado pensando desde entonces, y ahora no estoy tan seguro. ¿Qué le parece a usted, señor Frodo?
—Me parecería que viste de veras un tronco, de noche, y con mirada somnolienta —dijo Frodo—, si esos ojos no hubiesen aparecido antes. Pero no es así. Los vi allá lejos en el norte antes que llegáramos a Lórien. Y vi una extraña criatura con ojos que subió a la plataforma de los Elfos, aquella noche. Haldir la vio también. ¿Y recuerdas lo que dijeron los Elfos que habían ido detrás de la manada de orcos?
—Ah —dijo Sam—, sí, y recuerdo otra cosa. No me gusta lo que tengo en la cabeza, pero pensando esto y aquello, en las historias del señor Bilbo y lo demás, me parece que yo podría darle un nombre a esta criatura. Un nombre desagradable. ¿Gollum quizá?
—Sí —le dijo Frodo—, he venido temiéndolo desde hace un tiempo. Desde la noche de la plataforma. Supongo que estaba escondido en Moria, y que a partir de ahí empezó a seguirnos, pero se me ocurrió que nuestra estancia en Lórien le haría perder otra vez el rastro. ¡La miserable criatura tuvo que haberse escondido en los bosques del Cauce de Plata, esperando a que saliéramos!
—Algo parecido —dijo Sam—. Y será mejor que vigilemos un poco más nosotros mismos, o una de estas noches sentiremos que unos dedos desagradables nos aprietan el cuello, si alcanzamos a despertar. Y a eso iba. No vale la pena molestar a Trancos o los otros esta noche. Yo vigilaré. Puedo dormir mañana, pues casi no soy otra cosa que un baúl en un bote, si así se puede decir.
—Yo lo diría —concluyó Frodo—, pero me parece mejor «baúl con ojos». Tú vigilarás, pero sólo si prometes despertarme a la madrugada, y si nada pasa antes.
En plena noche, Frodo salió de un sueño profundo y sombrío y descubrió que Sam estaba sacudiéndolo.
—Es una vergüenza despertarlo —dijo Sam en voz baja—, pero usted me lo pidió. No hay nada nuevo, o no mucho. Creí oír unos chapoteos y la respiración de alguien, hace un momento; pero de noche y en un río se oyen muchos sonidos raros.
Sam se acostó y Frodo se sentó envuelto en las mantas, luchando contra el sueño. Los minutos o las horas pasaron lentamente, y nada ocurrió. Frodo estaba ya cediendo a la tentación de acostarse de nuevo cuando una forma oscura, apenas visible, flotó muy cerca de una de las barcas. Una mano larga y blanquecina asomó pálidamente y se aferró a la borda; dos ojos claros brillaron fríamente como linternas mientras miraban dentro del bote, y luego se alzaron posándose en Frodo. No se encontraban a más de dos metros de distancia, y Frodo alcanzó a oír que la criatura tomaba aliento, siseando. Se incorporó, sacando a Dardo de la vaina, y se enfrentó a los ojos. La luz se extinguió en seguida. Se oyó otro siseo y un chapoteo, y la oscura forma de leño se precipitó aguas abajo en la noche. Aragorn se movió en sueños, dio media vuelta, y se sentó.
—¿Qué pasa? —murmuró, incorporándose de un salto y acercándose a Frodo—. Sentí algo en sueños. ¿Por qué sacaste la espada?
—Gollum —respondió Frodo—, o al menos así me pareció.
—¡Ah! —dijo Aragorn—. ¿Así que conoces a nuestro pequeño salteador de caminos? Vino detrás de nosotros mientras cruzábamos Moria y bajó hasta Nimrodel. Desde que tomamos los botes nos sigue tendido de bruces sobre un leño y remando con pies y manos. Traté de atraparlo una o dos veces de noche, pero es más astuto que un zorro, y resbaladizo como un pez. Yo esperaba que el viaje por el Río acabaría con él, pero es una criatura acostumbrada al agua y demasiado hábil.
”Trataremos de ir más rápido mañana. Acuéstate ahora, y yo montaré guardia el resto de la noche. Ojalá pudiera echarle las manos encima a ese desgraciado. Quizá lográramos que nos fuera útil. Pero si no lo atrapo, sería mejor perderlo de vista. Es muy peligroso. Además de intentar atacarnos de noche por su propia cuenta, podría guiar hacia nosotros a cualquier enemigo.
Pasó la noche sin que Gollum mostrara ni siquiera una sombra. Desde entonces la Compañía estuvo alerta y vigilante, pero en el resto del viaje no vieron más de Gollum. Si todavía los seguía, era muy cuidadoso y sagaz. Aragorn había aconsejado que remaran durante largos períodos, y las orillas desfilaban rápidamente. Pero veían poco de la región, pues viajaban sobre todo de noche y a la luz del crepúsculo, descansando durante el día, tan ocultos como lo permitía el terreno. El tiempo pasó así sin ningún incidente hasta el séptimo día.
El cielo estaba todavía gris y nublado, y un viento soplaba del este, pero a medida que la tarde se mudaba en noche, unos claros de luz débil, amarilla y verde, se abrieron bajo los bancos de nubes grises. La forma blanca de la luna nueva se reflejaba en los lagos lejanos. Sam la miró, frunciendo el ceño.
Al día siguiente el paisaje empezó a cambiar con rapidez a ambos lados. Las orillas se levantaron y se hicieron pedregosas. Pronto se encontraron cruzando un terreno accidentado y rocoso, y las costas eran unas pendientes abruptas cubiertas de matas espinosas y endrinos, confundidos con zarzas y plantas trepadoras. Detrás había unos acantilados bajos y desmoronados a medias, y chimeneas de una carcomida piedra gris, cubiertas por una hiedra oscura, y aún más allá se alzaban unas cimas coronadas de abetos retorcidos por el viento. Estaban acercándose al país de las colinas grises de Emyn Muil, la frontera sur de las Tierras Ásperas.
Había muchos pájaros en los acantilados y las chimeneas de piedra, y durante todo el día unas bandadas habían estado revoloteando allá arriba, negras contra el cielo pálido. Mientras descansaban en el campamento, Aragorn observaba los vuelos con aire receloso, preguntándose si Gollum no habría hecho de las suyas y las noticias de la expedición no estarían propagándose ya por el desierto. Luego, cuando se ponía el sol, y la Compañía estaba atareada preparándose para partir otra vez, alcanzó a ver un punto oscuro que se movía a la luz moribunda: un pájaro grande que volaba muy alto y lejos, ya dando vueltas, ya volando lentamente hacia el sur.
—¿Qué es eso, Legolas? —preguntó apuntando al cielo del norte—. ¿Es como yo creo un águila?
—Sí —dijo Legolas—. Es un águila de caza. Me pregunto qué presagiará. Estamos lejos de los montes.
—No partiremos hasta que sea noche cerrada —dijo Aragorn.
Llegó la noche octava del viaje. Era una noche silenciosa y tranquila; el viento gris del este había cesado. El delgado creciente de la luna había caído temprano en la pálida puesta de sol, pero el cielo era todavía claro arriba, y aunque allá lejos en el sur había grandes franjas de nubes que brillaban aún débilmente, en el oeste resplandecían las estrellas.
—¡Vamos! —dijo Aragorn—. Correremos el riesgo de otra jornada nocturna. Estamos llegando a unos tramos del río que no conozco bien, pues nunca he viajado aquí por el agua, no entre este sitio y los rápidos de Sarn Gebir. Pero esos rápidos, si no me equivoco, están aún a muchas millas. Nos encontraremos con muchos peligros antes de llegar: rocas e islotes de piedra en la corriente. Abramos bien los ojos y no rememos demasiado rápido.
A Sam que iba en el bote de adelante le fue encomendada la tarea de vigía. Tendido en la proa, clavaba los ojos en la oscuridad. La noche era cada vez más oscura, pero arriba las estrellas brillaban de un modo extraño, y había un resplandor sobre la superficie del Río. No faltaba mucho para la medianoche, y desde hacía un tiempo se dejaban llevar por la corriente, recurriendo raramente a las palas, cuando de pronto Sam dio un grito. Delante, a unos pocos metros, se alzaban unas formas oscuras, y se oían los remolinos de unas aguas rápidas. Una fuerte corriente iba hacia la izquierda, donde el cauce no presentaba obstáculos. Mientras el agua los llevaba así a un lado, los viajeros alcanzaron a ver, ahora muy de cerca, las blancas espumas del Río que golpeaban unas rocas puntiagudas, inclinadas hacia delante como una hilera de dientes. Los botes estaban todos agrupados.
La barca de Boromir golpeó contra la de Aragorn.
—¡Eh, Aragorn! —gritó Boromir—. ¡Es una locura! ¡No podemos cruzar los Rápidos de noche! Pero no hay bote que resista en Sarn Gebir, de noche o de día.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó Aragorn—. ¡Virad! ¡Virad si podéis!
Hundió la pala en el agua tratando de detener la barca y de hacerla girar.
—Me he equivocado —le dijo a Frodo—. No sabía que habíamos llegado tan lejos. El Anduin fluye más rápido de lo que pensaba. Sarn Gebir tiene que estar ya al alcance de la mano.
Después de muchos esfuerzos lograron dominar los botes, haciéndolos girar en redondo, pero al principio el agua no los dejaba avanzar, y cada vez estaban más cerca de la orilla del este, que ahora se levantaba negra y siniestra en la noche.
—¡Todos juntos, rememos! —gritó Boromir—. ¡Rememos! O el agua nos arrastrará a los bajíos.
Se oía aún la voz de Boromir cuando Frodo sintió que la quilla rozaba el fondo rocoso.
En ese mismo momento se oyó el ruido seco de unos arcos: algunas flechas pasaron por encima de ellos y otras cayeron en las barcas. Una alcanzó a Frodo entre los hombros; Frodo vaciló y cayó hacia delante, gritando, y soltando la pala; pero la flecha rebotó en la malla escondida. Otra le atravesó la capucha a Aragorn, y una tercera se clavó en la borda del segundo bote, cerca de la mano de Merry. Sam creyó ver unas figuras negras corriendo a lo largo de las playas pedregosas de la orilla oriental. Le pareció que estaban muy cerca.
– Yrch!—dijo Legolas, volviendo de pronto a su propia lengua.
—¡Orcos! —gritó Gimli.
—Obra de Gollum, apuesto la cabeza —le dijo Sam a Frodo—. Y qué buen lugar eligieron. El Río parece decidido a ponernos directamente en manos de esas bestias.
Todos se doblaron hacia delante trabajando con las palas; hasta Sam dio una mano. Pensaban que en cualquier momento sentirían la mordedura de las flechas de penachos negros. Muchas les pasaban por encima, silbando; otras caían en el agua cercana; pero ninguna los alcanzó. La noche era oscura, no demasiado oscura para los ojos de los orcos, y a la luz de las estrellas los viajeros debían de ser un buen blanco para aquellos astutos enemigos, aunque era posible que los mantos grises de Lórien y la madera gris de las barcas élficas desconcertaran a los maliciosos arqueros de Mordor.
La Compañía no soltaba las palas. En la oscuridad era difícil afirmar que estuvieran moviéndose de veras, pero los remolinos de agua fueron apagándose poco a poco, y la sombra de la orilla oriental retrocedió en la noche. Al fin les pareció que habían llegado de nuevo al medio del Río, y que habían retrocedido alejando las embarcaciones de aquellas rocas afiladas. Dando entonces media vuelta, remaron esforzadamente hacia la orilla occidental, y se detuvieron a tomar aliento a la sombra de unos arbustos que se inclinaban sobre el agua.
Legolas dejó la pala y tomó el arco que había traído de Lórien. Luego saltó a tierra y subió unos pocos pasos por la orilla. Puso una flecha en el arco, estiró la cuerda, y se volvió a mirar por encima del Río en la oscuridad. Del otro lado venían unos gritos estridentes, pero no se veía nada.
Frodo miró al Elfo que se erguía allí arriba, observando la noche, buscando un blanco. Sobre la cabeza sombría había una corona de estrellas blancas que resplandecían vivamente en los charcos negros del cielo. Pero ahora, elevándose y navegando desde el sur, las grandes nubes avanzaron enviando unos adelantados oscuros a los campos de estrellas. Un temor repentino invadió a los viajeros.
– Elbereth Gilthoniel!—suspiró Legolas mirando al cielo. Una sombra negra, parecida a una nube, pero que no era una nube, pues se movía con demasiada rapidez, vino de la oscuridad del sur, y se precipitó hacia la Compañía, cegando todas las luces mientras se acercaba. Pronto apareció como una gran criatura alada, más negra que los pozos en la noche. Unas voces feroces le dieron la bienvenida desde la otra orilla del Río. Un escalofrío repentino le corrió por el cuerpo a Frodo estrujándole el corazón; sentía en el hombro un frío mortal, como el recuerdo de una vieja herida. Se agachó, como para esconderse.
De pronto el gran arco de Lórien cantó. La flecha subió silbando, desde la cuerda élfica. Frodo alzó los ojos. Casi encima de él la forma alada retrocedió encogiéndose. Se oyó un grito, un graznido ronco, y la sombra cayó del aire, desvaneciéndose en la penumbra de la costa oriental. El cielo era claro otra vez. Allá lejos hubo un tumulto de muchas voces, que maldecían y se quejaban en la oscuridad, y luego silencio. Ni flechas ni gritos llegaron otra vez del este aquella noche.
Al cabo de un rato Aragorn guió las embarcaciones aguas arriba. Siguieron tanteando la orilla del agua un cierto trecho hasta que encontraron una bahía pequeña, poco profunda. Había unos árboles bajos cerca de la orilla, y luego se elevaba un barranco rocoso y abrupto. La Compañía decidió quedarse allí a esperar el alba; era inútil tratar de seguir viaje de noche. No acamparon y no encendieron fuego, se quedaron tendidos en las barcas, amarradas juntas.
—¡Alabados sean el arco de Galadriel y la mano y el ojo de Legolas! —dijo Gimli mientras masticaba una oblea de lembas—. ¡Un buen tiro en la oscuridad, amigo mío!
—¿Pero quién puede decir qué blanco fue ése?
—Yo no —dijo Gimli—. Pero agradezco que la sombra no se haya acercado más. No me gustaba nada. Me recordaba demasiado a la sombra de Moria..., la sombra del Balrog —concluyó en un susurro.
—No era un Balrog —dijo Frodo, todavía temblando de frío—. Era algo más helado. Creo que era...
Frodo se detuvo, y no siguió hablando.
—¿Qué crees? —preguntó Boromir con interés, inclinándose fuera de su barca, como tratando de verle la cara a Frodo.
—Creo que... No, no lo diré —respondió Frodo—. De cualquier manera, esa caída aterrorizó a nuestros enemigos.
—Así parece —dijo Aragorn—. Sin embargo no sabemos dónde están, ni cuántos son, ni qué harán mañana. ¡Esta noche nadie dormirá! La oscuridad nos protege. Pero ¿qué nos mostrará el día? ¡Tened las armas al alcance de la mano!
Sam estaba sentado golpeteando con las puntas de los dedos la vaina de la espada, como si estuviese sacando cuentas.
—Es muy raro —murmuró—. La luna es la misma que en la Comarca y en las Tierras Ásperas, o tendría que serlo. Pero ha cambiado de curso, o estoy contando mal. Recuerde, señor Frodo: la luna decrecía cuando descansamos aquella noche en la plataforma del árbol; una semana después del plenilunio, me pareció. Anoche se cumplía una semana de viaje, y he aquí que se aparece una luna nueva, tan delgada como una raedura de uña, como si no hubiésemos pasado un tiempo en el país de los Elfos.
”Bien, recuerdo que estuvimos allí tres noches al menos, y creo recordar muchas otras; pero juraría que no pasó un mes. ¡Uno casi podría pensar que allá el tiempo no cuenta!
—Y quizás así era —dijo Frodo—. Es posible que en ese país hayamos estado en un tiempo que era ya el pasado en otros sitios. Sólo cuando el Cauce de Plata nos llevó al Anduin, me parece, volvimos al tiempo que fluye por las tierras de los mortales hacia las Grandes Aguas. Y no recuerdo ninguna luna, nueva o vieja, en Caras Galadon: sólo las estrellas de noche y el sol de día.
Legolas se movió en su barca.
—No, el tiempo nunca se detiene del todo —dijo—, pero los cambios y el crecimiento no son siempre iguales para todas las cosas y en todos los sitios. Para los Elfos el mundo se mueve, y es a la vez muy rápido y muy lento. Rápido, porque los Elfos mismos cambian poco, y todo lo demás parece fugaz; lo sienten como una pena. Lento, porque no cuentan los años que pasan, no en relación con ellos mismos. Las estaciones del año no son más que ondas que se repiten una y otra vez a lo largo de la corriente. Sin embargo todo lo que hay bajo el sol ha de terminar un día.
—Pero el proceso es lento en Lórien —dijo Frodo—. El poder de la Dama se manifiesta ahí claramente. Las horas son plenas, aunque parecen breves, en Caras Galadon, donde Galadriel guarda el anillo élfico.
—Esto no hay que decirlo fuera de Lórien, ni siquiera a mí —dijo Aragorn—. ¡No hables más! Pero así es, Sam: en esas tierras no valen las cuentas. Allí el tiempo pasó tan rápidamente para nosotros como para los Elfos. La vieja luna ha muerto, y otra ha crecido y decrecido en el mundo exterior, mientras nos demorábamos allí. Y anoche la luna nueva apareció otra vez. El invierno casi ha terminado. El tiempo fluye hacia una primavera de flacas esperanzas.
La noche fue silenciosa. Ninguna voz, ninguna llamada volvió a elevarse del otro lado del agua. Los viajeros acurrucados en las barcas sintieron el cambio en el aire. Era tibio ahora y estaba muy quieto bajo los nubarrones húmedos que habían venido del sur y los mares lejanos. El rápido fluir del río sobre las rocas de los rápidos parecía cada vez más ruidoso y próximo. Sobre ellos las ramas de los árboles empezaron a gotear.
Cuando llegó el día, el mundo de alrededor tenía un aspecto blando y triste. Lentamente el alba dio paso a una luz gris, difusa y sin sombras. Había una bruma sobre el río, y una niebla blanca cubría la costa; la orilla opuesta no se veía.
—No soporto la niebla —dijo Sam—, pero ésta parece de buena suerte. Ahora quizá podamos irnos sin que esos malditos nos vean.
—Quizá —dijo Aragorn—. Pero nos costará encontrar el camino si esa niebla no se levanta un poco dentro de un rato. Y tenemos que encontrarlo, si queremos cruzar Sarn Gebir y llegar a Emyn Muil.
—No entiendo por qué razón tenemos que cruzar los Rápidos o seguir el curso del Río todavía más —dijo Boromir—. Si Emyn Muil está ahí delante, podríamos abandonar estas cáscaras de nuez y marchar hacia el oeste y el sur hasta llegar al Entaguas y pasar a mi propio país.
—Sí, si vamos a Minas Tirith —dijo Aragorn—, Pero todavía no está decidido. Y ese rumbo puede ser más peligroso de lo que parece. El valle del Entaguas es llano y pantanoso, y la niebla es un peligro mortal para quienes van cargados y a pie. Yo no abandonaría las barcas hasta que fuese indispensable. En el Río al menos no podremos extraviarnos.
—Pero el Enemigo domina la costa oriental —dijo Boromir—. Y aunque cruzáramos las Puertas de Argonath y llegáramos sanos y salvos a Escarpa, ¿qué haríamos entonces? ¿Saltar por encima de las Cascadas y caer en los pantanos?
—¡No! —respondió Aragorn—. Di mejor que llevaremos las barcas por el viejo camino hasta el pie del Rauros, donde volveremos al agua. ¿Ignoras, Boromir, o prefieres olvidar la Escalera del Norte, y el elevado sitial de Amon Hen, que fueron construidos en los días de los grandes reyes? Yo al menos tengo la intención de detenerme en esas alturas antes de decidir qué camino seguiremos. Quizá veamos allí alguna señal que pueda orientarnos.
Boromir discutió este plan largo rato, pero cuando fue evidente que Frodo seguiría a Aragorn, no importaba dónde, cedió de pronto.
—Los Hombres de Minas Tirith no abandonan a sus amigos en los momentos difíciles —dijo—, y necesitaréis de mis fuerzas, si llegáis a Escarpa. Iré hasta la isla alta, pero no más adelante. De allí me volveré a mi país, solo, si no me gané con mi ayuda la recompensa de un compañero.
El día avanzaba, y la niebla se había disipado un poco. Se decidió que Aragorn y Legolas se adelantaran en seguida a lo largo de la costa, mientras los otros se quedaban en las barcas. Aragorn esperaba encontrar algún camino por el que pudieran llevar las barcas y el equipaje hasta las aguas tranquilas de más allá de los Rápidos.
—Las barcas de los Elfos no se hundirían quizá —dijo—, pero eso no significa que podamos salir vivos de Sarn Gebir. Nadie lo ha conseguido hasta ahora. Los Hombres de Gondor no abrieron ningún camino en esta región, pues aun en los mejores días el reino no llegaba hasta el Anduin más allá de Emyn Muil; pero hay una senda para bestias de carga en alguna parte de la orilla occidental, y espero encontrarla. No creo que haya desaparecido, pues en otro tiempo las embarcaciones ligeras cruzaban las Tierras Ásperas descendiendo hasta Osgiliath, y esto hasta hace pocos años, cuando los orcos de Mordor empezaron a multiplicarse.
—He visto pocas veces a lo largo de mi vida que una barca viniera del norte, y los orcos dominan la orilla oriental —dijo Boromir—. Si seguimos adelante, el peligro crecerá con cada milla, y aún falta encontrar un camino.
—El peligro acecha en todos los caminos que van al sur —respondió Aragorn—. Esperadnos un día. Si en ese tiempo no volvemos, sabréis que el infortunio nos ha alcanzado esta vez. Entonces tendréis que elegir un nuevo jefe, y luego seguirlo como mejor podáis.
Frodo sintió una congoja en el corazón mientras miraba cómo Aragorn y Legolas ascendían el empinado barranco y desaparecían en la niebla; pero pronto se vio que estos temores eran infundados y no había por qué preocuparse. Sólo habían pasado dos o tres horas y no era aún el mediodía cuando las formas borrosas de los exploradores aparecieron de nuevo.
—Todo bien —dijo Aragorn, bajando por el barranco—. Hay una senda, lleva a un embarcadero todavía útil. No está lejos. Los Rápidos empiezan media milla aguas abajo, y no se extienden por más de una milla. No mucho después la corriente se vuelve de nuevo clara y mansa, aunque sigue siendo rápida. El trabajo más duro será llevar las barcas y el equipaje hasta el viejo sendero. Lo hemos encontrado, pero corre bastante lejos de la orilla, a unas doscientas yardas, y al amparo de una pared de roca. No hemos visto el desembarcadero del norte. Si aún existe tenemos que haber pasado anoche por allí. Podríamos remontar con mucho trabajo la corriente, y quizá no lo viéramos en la niebla. Temo que tengamos que dejar el Río ahora mismo, y tomar como podamos ese camino, transportando los botes.
—No será fácil, aunque todos fuéramos Hombres —dijo Boromir.
—Lo intentaremos sin embargo, tal como somos —dijo Aragorn.
—Claro que sí —dijo Gimli—. ¡Las piernas se les doblan a los Hombres cuando el camino es duro, pero un Enano nunca cae, aunque lleve una carga dos veces más pesada que él mismo, señor Boromir!
El trabajo fue duro en verdad, pero se llevó a cabo. Descargaron los bultos de las embarcaciones, y los llevaron a la cima del barranco. Luego sacaron las barcas del agua y las arrastraron hasta arriba. Habían temido que fuesen mucho más pesadas. Ni siquiera Legolas sabía de qué árbol del país élfico era aquella madera, dura y sin embargo muy liviana. En terreno llano, Merry y Pippin podían llevar solos la barca, y con facilidad. Pero se necesitaba la fuerza de dos hombres para transportarlas en vilo por aquel terreno; nacía en pendiente a orillas del Río, y era un amontonamiento de piedras calcáreas de color gris, con muchos agujeros escondidos, tapados con zarzas y matorrales; las matas espinosas abundaban, y también las grietas; había aquí y allá unos charcos pantanosos que eran alimentados por unos hilos de agua que venían de las tierras altas del interior.
Aragorn y Boromir fueron llevando las barcas, una a una, mientras los otros se afanaban y tambaleaban detrás con el equipaje. Al fin todo fue mudado y depositado en el sendero. Luego, sin encontrar otros obstáculos que las plantas rampantes y las numerosas piedras caídas, marcharon todos juntos. La niebla colgaba todavía en velos sobre la casi desmoronada pared de roca; a la izquierda la bruma ocultaba el Río: podían oír cómo se precipitaba en espumas contra los salientes afilados y los dientes de piedra de Sarn Gebir, pero no lo veían. Hicieron dos veces el viaje antes que todo estuviera a salvo en el embarcadero del sur.
Allí la senda se acercaba a la orilla, descendiendo poco a poco hasta el borde apenas elevado de una pequeña laguna. La cuenca no parecía ser obra de alguna mano sino de los remolinos de agua que descendían de Sarn Gebir, golpeando una roca baja que se adentraba en el Río. Más allá la orilla subía a pique en una muralla gris, y no había ningún pasaje para los que iban a pie.
La breve tarde había quedado atrás y ya caía el crepúsculo pálido y nuboso. Los viajeros se habían sentado junto al Río escuchando la confusa precipitación de las aguas, el rugido de los Rápidos ocultos en la bruma. Se sentían cansados y con sueño, tan melancólicos como el día moribundo.
—Bueno, aquí estamos, y aquí tendremos que pasar otra noche —dijo Boromir—. Necesitamos dormir, y si a Aragorn se le ocurriera cruzar de noche las Puertas de Argonath..., bueno, estamos todos demasiado cansados; excepto sin duda nuestro vigoroso enano.
Gimli no replicó; cabeceaba sentado.
—Descansemos ahora todo lo posible —dijo Aragorn—. Mañana viajaremos otra vez de día. Si el tiempo no cambia una vez más y no se pone contra nosotros, tenemos una buena posibilidad de escurrirnos sin que nos vean desde la orilla de enfrente. Pero esta noche habrá dos en la guardia, turnándose: tres horas de reposo y una de vigilia.
No hubo esa noche nada peor que una corta llovizna, una hora antes del alba. Llegó el día, y se pusieron en camino. La niebla estaba desvaneciéndose. Se mantenían lo más cerca posible de la orilla occidental, y podían ver las formas oscuras de los barrancos, más altas cada vez; muros sombríos que hundían los pies en las aguas apresuradas. A media mañana las nubes descendieron, y empezó a llover copiosamente. Extendieron las cubiertas de pieles sobre las barcas, para que no entrara el agua, y continuaron dejándose llevar río abajo. Las cortinas grises de la lluvia no les permitían ver lo que había delante o alrededor.
La lluvia, sin embargo, no duró mucho. El cielo fue aclarándose lentamente, y luego las nubes se abrieron, y arrastrando unos flecos desaliñados se alejaron hacía el norte. Las nieblas y brumas habían desaparecido. Delante de los viajeros se extendía una amplia hondonada, de grandes paredes rocosas, de donde colgaban unos pocos arbustos retorcidos, aferrados a las salientes y las grietas. El cauce se hizo más estrecho y el Río más rápido. Las aguas corrían con las barcas, y parecía difícil que pudieran detenerse o cambiar el rumbo, cualquiera que fuese el obstáculo que se les presentara delante. Sobre ellos el cielo era un prado azul; alrededor se extendía el río oscurecido, y delante, negras, las colinas de Emyn Muil al sol, y en ellas no se veía ninguna abertura.