Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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—En todo caso, sabemos qué ocurrió con ocho de los Nueve —dijo Gandalf—. No es prudente estar demasiado seguro, pero me atrevería a creer que los Espectros del Anillo fueron dispersados, y regresaron como pudieron a Mordor, vacíos y sin forma.
”Si es así, pasará un tiempo antes que reinicien la cacería. El Enemigo tiene otros sirvientes, por supuesto. Pero tendrían que hacer todo el camino hasta Rivendel antes que encontraran nuestras huellas. Y si tenemos cuidado será difícil encontrarlas. Pero no podemos retrasarnos más.
Elrond les indicó a los hobbits que se acercaran. Miró gravemente a Frodo.
—Ha llegado la hora —dijo—. Si el Anillo ha de partir, que sea cuanto antes. Pero que quienes lo acompañan no cuenten con ningún apoyo, ni de guerra ni de fuerzas. Tendrán que entrar en los dominios del Enemigo, lejos de toda ayuda. ¿Todavía mantienes tu palabra, Frodo, de que serás el Portador del Anillo?
—Sí —dijo Frodo—. Iré con Sam.
—Pues bien, no podré ayudarte mucho, ni siquiera con consejos —dijo Elrond—. No alcanzo a ver cuál será tu camino, y no sé cómo cumplirás esa tarea. La Sombra se ha arrastrado ahora hasta el pie de las Montañas, y ha llegado casi a las orillas del Aguada Gris; y bajo la Sombra todo es oscuro para mí. Encontrarás muchos enemigos, algunos declarados, otros ocultos, y quizá tropieces con amigos, cuando menos los busques. Mandaré mensajes, tal como se me vayan ocurriendo, a aquellos que conozco en el ancho mundo; pero las tierras han llegado a ser tan peligrosas que algunos se perderán sin duda, o no llegarán antes que tú.
”Y elegiré los compañeros que irán contigo, siempre que ellos quieran o lo permita la suerte. Tienen que ser pocos, ya que tus mayores esperanzas dependen de la rapidez y el secreto. Aunque contáramos con una tropa de Elfos con armas de los Días Antiguos, sólo conseguiríamos despertar el poder de Mordor.
”La Compañía del Anillo será de Nueve, y los Nueve Caminantes se opondrán a los Nueve Jinetes malvados. Contigo y tu fiel sirviente irá Gandalf; pues éste será el mayor de sus trabajos, y quizá el último.
”En cuanto al resto, representarán a los otros Pueblos Libres del Mundo: Elfos, Enanos y Hombres. Legolas irá por los Elfos, y Gimli hijo de Glóin por los Enanos. Están dispuestos a llegar por lo menos a los pasos de las Montañas, y quizá más allá. Por los Hombres tendrán a Aragorn hijo de Arathorn, pues el Anillo de Isildur le concierne íntimamente.
—¡Trancos! —exclamó Frodo.
—Sí —dijo Trancos con una sonrisa—. Te pido una vez más que me permitas ser tu compañero.
—Yo te hubiera rogado que vinieras —dijo Frodo—, pero pensé que irías a Minas Tirith con Boromir.
—Iré —dijo Aragorn—. Y la Espada Rota será forjada de nuevo antes que yo parta para la guerra. Pero tu camino y el nuestro corren juntos por muchos cientos de millas. Por lo tanto Boromir estará también en la Compañía. Es un hombre valiente.
—Faltan todavía dos —dijo Elrond—. Lo pensaré. Quizá encuentre a alguien entre las gentes de la casa que me convenga mandar.
—¡Pero entonces no habrá lugar para nosotros! —exclamó Pippin, consternado—. No queremos quedarnos. Queremos ir con Frodo.
—Eso es porque no entiendes y no alcanzas a imaginar lo que les espera —dijo Elrond.
—Tampoco Frodo —dijo Gandalf, apoyando inesperadamente a Pippin—. Ni ninguno de nosotros lo ve con claridad. Es cierto que si estos hobbits entendieran el peligro, no se atreverían a ir. Pero seguirían deseando ir, o atreviéndose a ir, y se sentirían avergonzados e infelices. Creo, Elrond, que en este asunto sería mejor confiar en la amistad de estos hobbits que en nuestra sabiduría. Aunque eligieras para nosotros un Señor de los Elfos, como Glorfindel, los poderes que hay en él no alcanzarían para destruir la Torre Oscura ni abrirnos el camino que lleva al Fuego.
—Hablas con gravedad —dijo Elrond—, pero no estoy seguro. La Comarca, presiento, no está libre ahora de peligros, y había pensado enviar a estos dos de vuelta como mensajeros, y para que trataran allí de prevenir a la gente, de acuerdo con las normas del país. De cualquier modo me parece que el más joven de los dos, Peregrin Tuk, tendría que quedarse. Me lo dice el corazón.
—Entonces, señor Elrond, tendrá usted que encerrarme en prisión, o mandarme a casa metido en un saco —dijo Pippin—. Pues de otro modo yo seguiría a la Compañía.
—Que sea así entonces. Irás —dijo Elrond, y suspiró—. La cuenta de Nueve ya está completa. La Compañía partirá dentro de siete días.
La Espada de Elendil fue forjada de nuevo por herreros élficos, que grabaron sobre la hoja el dibujo de siete estrellas, entre la Luna creciente y el Sol radiante, y alrededor trazaron muchas runas; pues Aragorn hijo de Arathorn iba a la guerra en las fronteras de Mordor. Muy brillante pareció la espada cuando estuvo otra vez completa; era roja a la luz del sol y fría a la luz de la luna, y tenía un borde duro y afilado. Y Aragorn le dio un nuevo nombre y la llamó Andúril, Llama del Oeste.
Aragorn y Gandalf paseaban juntos o se sentaban a hablar del camino y de los peligros que podrían encontrar; y estudiaban los mapas historiados y los libros de ciencia que había en casa de Elrond. A veces Frodo los acompañaba, pero estaba contento de poder confiar en ellos como guías, y se pasaba la mayor parte del tiempo con Bilbo.
En aquellos últimos días los hobbits se reunían a la noche en la Sala de Fuego, y allí entre muchas historias oyeron completa la balada de Beren y Lúthien y la conquista de la Gran Joya, pero de día mientras Merry y Pippin iban de un lado a otro, Frodo y Sam se pasaban las horas en el cuartito de Bilbo. Allí Bilbo les leía pasajes del libro (que parecía aún muy incompleto), o fragmentos de poemas, o tomaba notas de las aventuras de Frodo.
En la mañana del último día Frodo estaba a solas con Bilbo, y el viejo hobbit sacó de debajo de la cama una caja de madera. Levantó la tapa y buscó dentro.
—Se te quebró la espada, creo —le dijo a Frodo titubeando—, y pensé que quizá te interesara tener ésta, ¿la conoces?
Sacó de la caja una espada pequeña, guardada en una raída vaina de cuero. La desenvainó, y la hoja pulida y bien cuidada relució de pronto, fría y brillante.
—Ésta es Dardo —dijo, y sin mucho esfuerzo la hundió profundamente en una viga de madera—. Tómala, si quieres. No la necesitaré más, espero.
Frodo la aceptó agradecido.
—Y aquí hay otra cosa —dijo Bilbo.
Y sacó un paquete que parecía bastante pesado para su tamaño. Desenvolvió viejas telas y sacó a la luz una pequeña cota de malla de anillos entrelazados, flexible casi como un lienzo, fría como el hielo, y más dura que el acero. Brillaba como plata a la luz de la luna, y estaba tachonada de gemas blancas, y tenía un cinturón de cristal y perlas.
—¡Es hermosa!, ¿no es cierto? —dijo Bilbo moviéndola a la luz—. Y útil además. Es la cota de malla enana que me dio Thorin. La recuperé en Cavada Grande, antes de salir. Llevo siempre conmigo todos los recuerdos del Viaje excepto el Anillo. Pero nunca esperé usarla, y ahora no la necesito sino para mirarla algunas veces. Apenas sientes el peso cuando la llevas.
—Parecerá... bueno, no creo que me quede bien —dijo Frodo.
—Lo mismo dije yo —continuó Bilbo—. Pero no te preocupes por tu apariencia. Puedes usarla debajo de la ropa. ¡Vamos! Tienes que compartir conmigo este secreto. ¡No se lo digas a nadie! Pero me sentiré más feliz si sé que la llevas puesta. Se me ha ocurrido que hasta podría desviar los cuchillos de los Jinetes Negros —concluyó en voz baja.
—Muy bien, la tomaré —dijo Frodo.
Bilbo le colocó la malla, y aseguró a Dardo al cinturón resplandeciente. Luego Frodo se puso encima las viejas ropas manchadas por la vida a la intemperie: pantalones de montar, túnica y chaqueta.
—Un simple hobbit, eso pareces ser —dijo Bilbo—. Pero hay más en ti ahora de lo que sale a la superficie. ¡Te deseo mucha suerte!
Dio media vuelta y miró por la ventana, tratando de tararear una canción.
—Nunca te lo agradeceré bastante, Bilbo, esto y todas tus bondades pasadas —dijo Frodo.
—¡Pues no lo intentes! —dijo el viejo hobbit, y volviéndose palmeó a Frodo en la espalda—. ¡Huy! —gritó—. ¡Estás demasiado duro ahora para palmearte! Pero escúchame: los hobbits tienen que estar siempre unidos, y especialmente los Bolsón. Todo lo que te pido en cambio es esto: cuídate bien, tráeme todas las noticias que puedas, y todas las viejas canciones e historias que encuentres. Haré lo posible por terminar el libro antes que vuelvas. Me gustaría escribir el segundo volumen, si vivo bastante.
Se interrumpió y se volvió otra vez a la ventana canturreando:
Me siento junto al fuego y pienso
en todo lo que he visto,
en flores silvestres y mariposas
de veranos que han sido.
En hojas amarillas y telarañas,
en otoños que fueron,
la niebla en la mañana, el sol de plata,
y el viento en mis cabellos.
Me siento junto al fuego y pienso
cómo el mundo será,
cuando llegue el invierno sin una primavera
que yo pueda mirar.
Pues hay todavía tantas cosas
que yo jamás he visto:
en todos los bosques y primaveras
hay un verde distinto.
Me siento junto al fuego y pienso
en las gentes de ayer,
y en gentes que verán un mundo
que no conoceré.
Y mientras estoy aquí sentado
pensando en otras épocas
espero oír unos pasos que vuelven
y voces en la puerta.
Era un día frío y gris de fines de diciembre. El Viento del Este soplaba entre las ramas desnudas de los árboles, y golpeaba los pinos oscuros de las lomas. Jirones de nubes se apresuraban allá arriba, oscuras y bajas. Cuando las sombras tristes del crepúsculo comenzaron a extenderse, la Compañía se aprestó a partir. Saldrían al anochecer pues Elrond les había aconsejado que viajaran todo lo posible al amparo de la noche, hasta que estuvieran lejos de Rivendel.
—No olvidéis los muchos ojos sirvientes de Sauron —dijo—. Las noticias de la derrota de los Jinetes ya le han llegado sin duda, y tiene que estar loco de furia. Pronto los espías pedestres y alados se habrán diseminado por las tierras del norte. Cuando estéis en camino, guardaos hasta del cielo que se extiende sobre vosotros.
La Compañía cargó poco material de guerra, pues confiaban más en pasar inadvertidos que en la suerte de una batalla. Aragorn llevaba a Andúril, y ninguna otra arma, e iba vestido con ropas de color verde y pardo mohosos, como un Jinete del desierto. Boromir tenía una larga espada, parecida a Andúril, pero de menor linaje, y cargaba además un escudo y el cuerno de guerra.
—Suena alto y claro en los valles de las colinas —dijo—, ¡y los enemigos de Gondor ponen pies en polvorosa!
Llevándose el cuerno a los labios, Boromir sopló; y los ecos saltaron de roca en roca, y todos los que en Rivendel oyeron esa voz se incorporaron de un salto.
—No te apresures a hacer sonar de nuevo ese cuerno, Boromir —dijo Elrond—, hasta que hayas llegado a las fronteras de tu tierra, y sea necesario.
—Quizá —dijo Boromir—, pero siempre en las partidas he dejado que mi cuerno grite, y aunque más tarde tengamos que arrastrarnos en la oscuridad, no me iré ahora como un ladrón en la noche.
Sólo Gimli el Enano exhibía una malla corta de anillos de acero (pues los enanos soportan bien las cargas), y un hacha de hoja ancha le colgaba de la cintura. Legolas tenía un arco y un carcaj, y en la cintura un cuchillo largo. Los hobbits más jóvenes cargaban las espadas que habían sacado del túmulo, pero Frodo no disponía de otra arma que Dardo, y llevaba oculta la cota de malla, como Bilbo se lo había pedido. Gandalf tenía su bastón, pero se había ceñido a un costado la espada élfica que llamaban Glamdring, hermana de Orcrist, que descansa ahora sobre el pecho de Thorin bajo la Montaña Solitaria.
Todos fueron bien provistos por Elrond con ropas gruesas y abrigadas, y tenían chaquetas y mantos forrados de piel. Las provisiones y ropas de repuesto fueron cargadas en un poney, nada menos que la pobre bestia que habían traído de Bree.
La estadía en Rivendel lo había transformado de un modo asombroso: le brillaba el pelo, y parecía haber recuperado todo el vigor de la juventud. Fue Sam quien insistió en elegirlo, declarando que Bill (así lo llamaba ahora) se iría consumiendo poco a poco si no lo llevaban con ellos.
—Ese animal casi habla —dijo—, y llegaría a hablar si se quedara aquí más tiempo. Me echó una mirada tan elocuente como las palabras del señor Pippin: Si no me dejas ir contigo, te seguiré por mi cuenta.
De modo que Bill sería la bestia de carga; sin embargo era el único miembro de la Compañía que no parecía deprimido.
Ya se habían despedido de todos en la gran sala junto al fuego, y ahora sólo estaban esperando a Gandalf, que aún no había salido de la casa. Por las puertas abiertas podían verse los reflejos del fuego, y en las ventanas brillaban unas luces tenues. Bilbo estaba de pie y en silencio junto a Frodo, arropado en un manto. Aragorn se había sentado en el suelo y apoyaba la cabeza en las rodillas; sólo Elrond entendía de veras qué significaba esta hora para él. Los otros eran como sombras grises en la oscuridad.
Sam, junto al poney, se pasaba la lengua por los dientes, y miraba amorosamente la sombra de allá abajo donde el río cantaba sobre un lecho de piedras; en este momento no tenía ningún deseo de aventuras.
—Bill, amigo mío —dijo—, no tendrías que venir con nosotros. Podrías quedarte aquí, y comerías el heno mejor, hasta que crecieran los nuevos pastos.
Bill sacudió la cola y no dijo nada.
Sam se acomodó el paquete sobre los hombros, y repasó mentalmente todo lo que llevaba, preguntándose con inquietud si no habría olvidado algo: el tesoro principal, los utensilios de cocina; la cajita de sal que lo acompañaba siempre, y que llenaba cada vez que le era posible; una buena porción de hierba para pipa (no suficiente, pensaba); pedernal y yesca; medias de lana; ropa blanca; varias pequeñas pertenencias que Frodo había olvidado, y que él había guardado para mostrarlas en triunfo cuando las necesitasen. Lo repasó todo.
—¡Cuerda! —murmuró—. ¡Ninguna cuerda! Y anoche mismo te dijiste: «Sam, ¿qué te parece un poco de cuerda? Si no la llevas la necesitarás». Bueno, ya la necesito. No puedo conseguirla ahora.
En ese momento Elrond salió con Gandalf, y pidió a la Compañía que se acercase.
—He aquí mis últimas palabras —dijo en voz baja—. El Portador del Anillo parte ahora en busca del Monte del Destino. Toda responsabilidad recae sobre él: no librarse del Anillo, no entregárselo a ningún siervo de Sauron, y en verdad no dejar que nadie lo toque, excepto los miembros del Concilio o la Compañía, y esto en caso de extrema necesidad. Los otros van con él como acompañantes voluntarios, para ayudarlo en esa tarea. Podéis deteneros, o volver, o tomar algún otro camino, según las circunstancias. Cuanto más lejos lleguéis, menos fácil será retroceder, pero ningún lazo ni juramento os obliga a ir más allá de vuestros propios corazones, y no podéis prever lo que cada uno encontrará en el camino.
—Desleal es aquel que se despide cuando el camino se oscurece —dijo Gimli.
—Quizá —dijo Elrond—, pero no jure que caminará en las tinieblas quien no ha visto la caída de la noche.
—Sin embargo, un juramento puede dar fuerzas a un corazón desfalleciente.
—O destruirlo —dijo Elrond—. ¡No miréis demasiado adelante! ¡Pero partid con buen ánimo! Adiós, y que las bendiciones de los Elfos y los Hombres y toda la Gente Libre vayan con vosotros. ¡Que las estrellas os iluminen!
—Buena... ¡buena suerte! —gritó Bilbo tartamudeando de frío—. No creo que puedas llevar un diario, Frodo, compañero, pero esperaré a que me lo cuentes todo cuando vuelvas. ¡Y no tardes demasiado! ¡Adiós!
Muchos otros de la casa de Elrond los miraban desde las sombras y les decían adiós en voz baja. No había risas ni canto ni música. Al fin la Compañía se volvió, desapareciendo en la oscuridad.
Cruzaron el puente y remontaron lentamente los largos senderos escarpados que los llevaban fuera del profundo valle de Rivendel; y al fin llegaron a los páramos altos donde el viento siseaba entre los brezos. Luego, echando una mirada al Último Hogar que centelleaba allá abajo, se alejaron a grandes pasos perdiéndose en la noche.
En el Vado del Bruinen dejaron el Camino y doblando hacia el sur fueron por unas sendas estrechas entre los campos quebrados. Tenían el propósito de seguir bordeando las laderas occidentales de las Montañas durante muchas millas y muchos días. La región era más accidentada y desnuda que el valle verde del Río Grande del otro lado de las Montañas, en las Tierras Ásperas. La marcha era necesariamente lenta, pero esperaban escapar de este modo a miradas hostiles. Los espías de Sauron habían sido vistos raras veces en estas extensiones desiertas, y los senderos eran poco conocidos excepto para la gente de Rivendel.
Gandalf marchaba adelante, y con él iba Aragorn, que conocía estas tierras aun en la oscuridad. Los otros los seguían en fila, y Legolas que tenía ojos penetrantes cerraba la marcha. La primera parte del viaje fue dura y monótona, y Frodo sólo guardaría el recuerdo del viento. Durante muchos días sin sol, un viento helado sopló de las Montañas del este, y parecía que ninguna ropa pudiera protegerlos contra aquellas agujas penetrantes. Aunque la Compañía estaba bien equipada, pocas veces sintieron calor, tanto moviéndose como descansando. Dormían inquietos en pleno día, en algún repliegue del terreno, o escondiéndose bajo unos arbustos espinosos que se apretaban a los lados del camino. A la caída de la tarde los despertaba quien estuviera de guardia, y tomaban la comida principal: fría y triste casi siempre, pues pocas veces podían arriesgarse a encender un fuego. Ya de noche partían otra vez, buscando los senderos que llevaban al sur.
Al principio les pareció a los hobbits que aun caminando y trastabillando hasta el agotamiento, iban a paso de caracol, y no llegaban a ninguna parte. Pasaban los días y el paisaje era siempre igual. Sin embargo, poco a poco, las montañas estaban acercándose. Al sur de Rivendel eran aún más altas, y se volvían hacia el oeste; a los pies de la cadena principal se extendía una tierra cada vez más ancha de colinas desiertas y valles profundos donde corrían unas aguas turbulentas. Los senderos eran escasos y tortuosos, y muchas veces los llevaban al borde de un precipicio, o a un traicionero pantano.
Llevaban quince días de marcha cuando el tiempo cambió. El viento amainó de pronto y viró al sur. Las nubes rápidas se elevaron y desaparecieron, y asomó el sol, claro y brillante. Luego de haber caminado tropezando toda una noche, llegó el alba fría y pálida. Estaban ahora en una loma baja, coronada de acebos; los troncos de color verde grisáceo parecían estar hechos con la misma piedra de las lomas. Las hojas oscuras relucían, y las bayas eran rojas a la claridad del sol naciente.
Lejos, en el sur, Frodo alcanzaba a ver los perfiles oscuros de unas montañas elevadas que ahora parecían interponerse en el camino que la Compañía estaba siguiendo. A la izquierda de estas alturas había tres picos; el más alto y cercano parecía un diente coronado de nieve; el profundo y desnudo precipicio del norte estaba todavía en sombras, pero donde lo alcanzaban los rayos oblicuos del sol, el pico llameaba, rojizo.
Gandalf se detuvo junto a Frodo y miró amparándose los ojos con la mano.
—Hemos llegado a los límites de la región que los Hombres llaman Acebeda; muchos Elfos vivieron aquí en días más felices, cuando tenía el nombre de Eregion. Hemos hecho cuarenta y cinco leguas a vuelo de pájaro, aunque nuestros pies caminaran otras muchas millas. El territorio y el tiempo serán ahora más apacibles, pero quizá también más peligrosos.
—Peligroso o no, un verdadero amanecer es siempre bien recibido —dijo Frodo echándose atrás la capucha y dejando que la luz de la mañana le cayera en la cara.
—¡Las montañas están frente a nosotros! —dijo Pippin—. Nos desviamos al este durante la noche.
—No —dijo Gandalf—. Pero ves más lejos a la luz del día. Más allá de esos picos la cadena dobla hacia el sudoeste. Hay muchos mapas en la casa de Elrond, aunque supongo que nunca pensaste en mirarlos.
—Sí, lo hice, a veces —dijo Pippin—, pero no los recuerdo. Frodo tiene mejor cabeza que yo para estas cosas.
—Yo no necesito mapas —dijo Gimli, que se había acercado con Legolas, y miraba ahora ante él con una luz extraña en los ojos profundos—. Ésa es la tierra donde trabajaron nuestros padres, hace tiempo, y hemos grabado la imagen de esas montañas en muchas obras de metal y de piedra, y en muchas canciones e historias. Se alzan muy altas en nuestros sueños: Baraz, Zirak, Shathûr.
”Sólo las vi una vez de lejos en la vigilia, pero las conozco y sé cómo se llaman, pues bajo ellas se encuentra Khazad-dûm, la Mina del Enano, que ahora llaman el Pozo Oscuro, Moria en la lengua élfica. Más allá se encuentran Barazinbar, el Cuerno Rojo, el cruel Caradhras; y aún más allá el Cuerno de Plata y el Monte Nuboso: Celebdil el Blanco, y Fanuidhol el Gris, que nosotros llamamos Zirak-zigil y Bundushathûr.
”Allí las Montañas Nubladas se dividen, y entre los dos brazos se extiende el valle profundo y oscuro que no podemos olvidar: Azanulbizar, el Valle del Arroyo Sombrío, que los Elfos llaman Nanduhirion.
—Hacia ese valle vamos —dijo Gandalf—. Si subimos por el paso llamado la Puerta del Cuerno Rojo, en la falda opuesta del Caradhras, descenderemos por la Escalera del Arroyo Sombrío al valle profundo de los Enanos; allí se encuentran el Lago Espejo y los helados manantiales del Cauce de Plata.
—Oscura es el agua del Kheled-zâram —dijo Gimli—, y frías son la fuentes del Kibil-nâla. Se me encoge el corazón pensando que los veré pronto.
—¡Que esa visión te traiga alguna alegría!, mi querido enano —dijo Gandalf—. Pero hagas lo que hagas, no podremos quedarnos en ese valle. Tenemos que seguir el Cauce de Plata aguas abajo hasta los bosques secretos, y así hasta el Río Grande, y luego...
Hizo una pausa.
—Sí, ¿y luego qué? —preguntó Merry.
—Hacia nuestro destino, el fin del viaje —dijo Gandalf—. No podemos mirar demasiado adelante. Alegrémonos de que la primera etapa haya quedado felizmente atrás. Creo que descansaremos aquí, no sólo hoy sino también esta noche. El aire de Acebeda tiene algo de sano. Muchos males han de caer sobre un país para que olvide del todo a los Elfos, si alguna vez vivieron ahí.
—Es cierto —dijo Legolas—. Pero los Elfos de esta tierra no eran gente de los bosques como nosotros, y los árboles y la hierba no los recuerdan. Sólo oigo el lamento de las piedras, que todavía los lloran: Profundamente cavaron en nosotras, bellamente nos trabajaron, altas nos erigieron; pero han desaparecido. Han desaparecido. Fueron en busca de los Puertos mucho tiempo atrás.
Aquella mañana encendieron un fuego en un hueco profundo, velado por grandes macizos de acebos, y por vez primera desde que dejaran Rivendel tuvieron un almuerzo-desayuno feliz. No corrieron en seguida a la cama, pues esperaban tener toda la noche para dormir, y no partirían de nuevo hasta la noche del día siguiente. Sólo Aragorn guardaba silencio, inquieto. Al cabo de un rato dejó la Compañía y caminó hasta el borde del hoyo; allí se quedó a la sombra de un árbol, mirando al sur y al oeste, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando. Luego se volvió y miró a los otros que reían y charlaban.
—¿Qué pasa, Trancos? —llamó Merry—. ¿Qué estás buscando? ¿Echas de menos el Viento del Este?
—No por cierto —respondió Trancos—. Pero algo echo de menos. He estado en el país de Acebeda en muchas estaciones. Ninguna gente las habita ahora, pero hay animales que viven aquí en todas las épocas, especialmente pájaros. Ahora sin embargo todo está callado, excepto vosotros. Puedo sentirlo. No hay ningún sonido en muchas millas a la redonda, y vuestras voces resuenan como un eco. No lo entiendo.
Gandalf alzó la vista con repentino interés.
—¿Cuál crees que sea la razón? —preguntó—. ¿Habría otra aparte de la sorpresa de ver a cuatro hobbits, para no mencionar el resto, en sitios donde no se ve ni se oye a casi nadie?
—Ojalá sea así —respondió Trancos—. Pero tengo una impresión de acechanza y temor que nunca conocí aquí antes.
—Entonces tenemos que cuidarnos —dijo Gandalf—. Si traes a un Montaraz contigo, es bueno prestarle atención, y más aún si el Montaraz es Aragorn. No hablemos en voz alta. Descansemos tranquilos, y vigilemos.
Ese día le tocaba a Sam hacer la primera guardia, pero Aragorn se le unió. Los otros se durmieron. Luego el silencio creció de tal modo que hasta Sam lo advirtió. La respiración de los que dormían podía oírse claramente. Los meneos de la cola del poney y los ocasionales movimientos de los cascos se convirtieron en fuertes ruidos. Sam se movía y alcanzaba a oír cómo le crujían las articulaciones. Un silencio de muerte reinaba alrededor, y por encima de todo se extendía un cielo azul y claro, mientras el sol ascendía en el este. A lo lejos, en el sur, apareció una mancha oscura, y creció, y fue hacia el norte como un humo llevado por el viento.
—¿Qué es eso, Trancos? No parece una nube —le susurró Sam a Aragorn.
Aragorn no respondió; tenía los ojos clavados en el cielo. Pero Sam no tardó en reconocer lo que se acercaba. Bandadas de pájaros que volaban muy rápidamente y en círculos, yendo de un lado a otro, como buscando algo; y estaban cada vez más próximas.
—¡Échate al suelo y no te muevas! —siseó Aragorn, arrastrando a Sam a la sombra de una mata de acebos; pues todo un regimiento de pájaros acababa de desprenderse de la bandada principal, y se acercaba volando bajo. Sam pensó que eran una especie de grandes cuervos. Mientras pasaban sobre la loma, en una columna tan apretada que la sombra los seguía oscuramente por el suelo, se oyó un único y ronco graznido.
No hasta que los pájaros hubieran desaparecido en la distancia, al norte y al oeste, y el cielo se hubo aclarado otra vez, se incorporó de nuevo Aragorn. Dio un salto entonces y fue a despertar a Gandalf.
—Regimientos de cuervos negros están volando de aquí para allá entre las Montañas y el Aguada Gris —dijo—, y han pasado sobre Acebeda. No son nativos de aquí; son crebainde Fangorn y de las Tierras Brunas. No sé qué les ocurre; quizá hay algún problema allá en el sur del que vienen huyendo; pero creo que están espiando la región. He visto además algunos halcones volando alto en el cielo. Pienso que tendríamos que partir de nuevo esta misma noche. Acebeda ya no es un lugar seguro para nosotros; es un lugar vigilado.
—Y en ese caso lo mismo será en la Puerta del Cuerno Rojo —dijo Gandalf—. Y no alcanzo a imaginar como podríamos pasar por allí sin ser vistos. Pero lo pensaremos cuando sea el momento. En cuanto a partir cuando oscurezca, temo que tengas razón.
—Por suerte nuestro fuego humeó poco, y sólo quedaban unas brasas cuando vinieron los crebain—dijo Aragorn—. Hay que apagarlo y ya no encenderlo más.
—Bueno, ¡qué calamidad y qué fastidio! —dijo Pippin. Las noticias: no más fuego y caminar otra vez de noche, le habían sido transmitidas tan pronto como despertó al cabo de la media tarde—. ¡Todo por una bandada de cuervos! Yo había estado esperando que esta noche comiésemos bien, algo caliente.
—Bueno, puedes seguir esperando —dijo Gandalf—. Quizá tengas todavía muchos banquetes inesperados. En cuanto a mí me gustaría fumar cómodamente una pipa y calentarme los pies. Sin embargo, de algo al menos estamos seguros: habrá más calor a medida que vayamos hacia el sur.
—Demasiado calor, no me sorprendería —le murmuró Sam a Frodo—. Pero empiezo a pensar que es tiempo de echarle un vistazo a esa Montaña de Fuego, y ver el fin del Camino, por así decir. Yo creía al principio que este Cuerno Rojo, o como se llame, sería la Montaña, hasta que Gimli nos habló. Qué hermoso lenguaje éste de los Enanos, ¡para romperle a uno las mandíbulas!
Los mapas no le decían nada a Sam, y en estas tierras desconocidas todas las distancias parecían tan vastas que él ya había perdido la cuenta.
Todo aquel día la Compañía permaneció oculta. Los pájaros oscuros pasaron sobre ellos una y otra vez, y cuando el sol poniente enrojeció desaparecieron en el sur. Al anochecer, la Compañía se puso en marcha, y volviéndose ahora un poco al este se encaminaron hacia el lejano Caradhras, que era todavía un débil reflejo rojo a la última luz del sol desvanecido. Una tras otra fueron asomando las estrellas blancas, en el cielo que se apagaba.
Guiados por Aragorn encontraron un buen sendero. Le pareció a Frodo que eran los restos de un antiguo camino, en otro tiempo ancho y bien trazado, y que iba de Acebeda al paso montañoso. La luna, llena ahora, se alzó por encima de las montañas, y difundió una pálida luz en donde las sombras de las piedras eran negras. Muchas de ellas parecían trabajadas a mano, aunque ahora yacían tumbadas y arruinadas en una tierra desierta y árida.
Era la hora de frío glacial que precede a la aparición del alba, y la luna había descendido. Frodo alzó los ojos al cielo. De pronto vio o sintió que una sombra cruzaba por delante de las estrellas, como si se hubieran apagado un momento y en seguida brillaran otra vez. Se estremeció.
—¿Viste algo que pasó por allá arriba? —le susurró a Gandalf que marchaba delante.
—No, pero lo sentí, fuese lo que fuese —respondió Gandalf—. Quizá no era nada, sólo un jirón de nube.
—Se movía rápido entonces —dijo Aragorn—, y no con el viento.
Ninguna otra cosa ocurrió esa noche. A la mañana siguiente el alba fue todavía más brillante, pero de nuevo hacía mucho frío, y ya el viento soplaba otra vez del este. Marcharon dos noches más, subiendo siempre pero más lentamente a medida que el camino torcía hacia las lomas, y las montañas subían acercándose. En la tercera mañana el Caradhras se elevaba ante ellos, una cima majestuosa, coronada de nieve plateada, pero de faldas desnudas y abruptas, de un rojo cobrizo, como tinto en sangre.
El cielo parecía negro, y el sol era pálido. El viento había cambiado ahora al nordeste. Gandalf husmeó el aire y se volvió.
—El invierno avanza detrás de nosotros —le dijo en voz baja a Aragorn—. Las cimas aquellas del norte están más blancas; la nieve ha descendido a las estribaciones. Esta noche estaremos ya a bastante altura, camino de la Puerta del Cuerno Rojo. En ese sendero angosto es muy posible que nos vean, y hasta quizá nos tiendan alguna trampa; pero creo que el mal tiempo será nuestro peor enemigo. ¿Qué piensas ahora de este itinerario, Aragorn?