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La Comunidad del Anillo
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 02:20

Текст книги "La Comunidad del Anillo"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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La noche envejecía, y la luna menguante se ponía en el oeste, brillando de cuando en cuando entre las nubes que comenzaban a abrirse. Frodo despertó bruscamente. De improviso, una tempestad de aullidos feroces y amenazantes estalló alrededor del campamento. Una hueste de huargos se había acercado en silencio, y ahora atacaban desde todos los lados a la vez.

—¡Rápido, echad combustible al fuego! —gritó Gandalf a los hobbits—. ¡Desenvainad, y poneos espalda contra espalda!

A la luz de la leña nueva que se inflamaba y ardía, Frodo vio muchas sombras grises que entraban saltando en el círculo de piedras. Otras y otras venían detrás. Aragorn lanzó una estocada y le atravesó la garganta a un lobo enorme, uno de los jefes. Golpeando de costado, Boromir le cortó la cabeza a otro. Gimli estaba de pie junto a ellos, las piernas separadas, esgrimiendo su hacha de enano. El arco de Legolas cantaba.

A la luz oscilante del fuego pareció que Gandalf crecía de súbito: una gran forma amenazadora que se elevaba como el monumento de piedra de algún rey antiguo en la cima de una colina. Inclinándose como una nube, tomó una rama y fue al encuentro de los lobos. Las bestias retrocedieron. Gandalf arrojó al aire la tea llameante. La madera se inflamó con un resplandor blanco, como un relámpago en la noche, y la voz del mago rodó como el trueno:

Naur an edraith ammen! Naur dan i ngaurhoth!—gritó.

Hubo un estruendo y un crujido, y el árbol que se alzaba sobre él estalló en una floración de llamas enceguecedoras. El fuego saltó de una copa a otra. Una luz resplandeciente coronó toda la colina. Las espadas y cuchillos de los defensores brillaron y refulgieron. La última flecha de Legolas se inflamó en pleno vuelo, y ardiendo se clavó en el corazón de un gran jefe lobo.

Todos los otros escaparon.

El fuego se extinguió lentamente hasta que sólo quedó un movimiento de cenizas y chispas; una humareda acre subió en volutas de los muñones quemados de los árboles, se cernió oscuramente sobre la loma mientras las primeras luces del alba aparecían pálidas en el cielo. Los lobos habían sido vencidos y no volverían.

—¿Qué le dije, señor Pippin? —comentó Sam envainando la espada—. Los lobos no pudieron con él. Fue de veras una sorpresa. ¡Casi se me chamuscan los cabellos!


Entrada la mañana no se vio ninguna señal de los lobos, ni se encontró ningún cadáver. Las únicas huellas del combate de la noche eran los árboles carbonizados y las flechas de Legolas en la cima de la loma. Todas estaban intactas excepto una que no tenía punta.

—Tal como me lo temía —dijo Gandalf—. Éstos no eran lobos comunes que buscan alimento en el desierto. ¡Comamos en seguida y partamos!

Ese día el tiempo cambió otra vez, casi como si obedeciese a algún poder que ya no podía servirse de la nieve, desde que ellos se habían retirado del paso, un poder que ahora deseaba tener una luz clara, de manera que todo aquello que se moviese en el desierto pudiera ser visto desde muy lejos. El viento había estado cambiando durante la noche del norte al noroeste, y ahora ya no soplaba. Las nubes desaparecieron en el sur descubriendo un cielo alto y azul. Estaban en la falda de la loma, listos para partir, cuando un sol pálido iluminó las cimas de los montes.

—Tenemos que llegar a las puertas antes que oscurezca —dijo Gandalf– o temo que no lleguemos nunca. No están lejos, pero corremos el riesgo de que nuestro camino sea demasiado sinuoso, pues aquí Aragorn no nos puede guiar; conoce poco el país, y yo estuve sólo una vez al pie de los muros occidentales de Moria, y eso fue hace tiempo. —Señaló el lejano sudeste donde los flancos de las montañas caían a pique en hondonadas sombrías—. Es allá —continuó. A la distancia alcanzaba a verse una línea de riscos desnudos, y en medio de ellos, más alta que el resto, una gran pared gris—. Cuando dejamos el paso os llevé hacia el sur y no de vuelta a nuestro punto de partida, como alguno de vosotros habrá notado. Era mejor así, pues ahora tenemos varias millas menos que recorrer, y hay que darse prisa. ¡Adelante!

—No sé qué esperar —dijo Boromir ceñudamente—: que Gandalf encuentre lo que busca, o que llegando a los riscos descubramos que las puertas han desaparecido para siempre. Todas las posibilidades parecen malas, y que quedemos atrapados entre los lobos y el muro es quizá la posibilidad mayor. ¡En marcha!


Gimli caminaba ahora adelante junto al mago, tan ansioso estaba de llegar a Moria. Juntos guiaron a los otros de vuelta hacia las montañas. El único camino antiguo que llevaba a Moria desde el oeste seguía el curso de un arroyo, el Sirannon, que corría desde los riscos, no muy lejos de donde habían estado las puertas. Pero pareció que Gandalf había errado el camino, o que la región había cambiado en los últimos años, pues el arroyo no estaba donde esperaba encontrarlo, a unas pocas millas al sur de la pared.

Era casi mediodía, y la Compañía iba aún de un lado a otro, ayudándose a veces con manos y pies, por un terreno desolado de piedras rojas. No se veía ningún brillo de agua, ni se oía el menor ruido. Todo era desierto y seco. No había allí aparentemente criaturas vivas, y ningún pájaro cruzaba el aire. Nadie quería pensar qué podría traerles la noche, si los alcanzaba en aquellas regiones perdidas.

De pronto Gimli que se había adelantado les gritó que se acercaran. Se había subido a una pequeña loma y apuntaba a la derecha. Se apresuraron y vieron allí abajo un cauce estrecho y profundo. Estaba vacío y silencioso, y entre las piedras del lecho, pardas y manchadas de rojo, corría apenas un hilo de agua. Junto al borde más cercano había un sendero ruinoso que serpeaba entre las paredes derruidas y las piedras de una antigua carretera.

—¡Ah! ¡Aquí estamos al fin! —dijo Gandalf—. Es aquí donde corría el Sirannon, el Arroyo de la Puerta como solían llamarlo. No puedo imaginar qué le pasó al agua; antes era rápida y ruidosa. ¡Vamos! Tenemos que darnos prisa. Estamos retrasados.

Todos estaban cansados y tenían los pies doloridos, pero siguieron tercamente por aquella senda sinuosa y áspera durante muchas millas. El sol comenzó a descender. Luego de un breve descanso y una rápida comida, continuaron la marcha. Las montañas parecían observarlos de mala manera, pero el sendero corría por una profunda hondonada y sólo veían las estribaciones más altas y los picos lejanos del este.

Al fin llegaron a una vuelta brusca del sendero. Habían estado marchando hacia el sur entre el borde del canal y una pendiente abrupta a la izquierda; pero ahora el sendero corría de nuevo hacia el este. Casi en seguida vieron ante ellos un risco bajo, de unas cinco brazas de alto, que terminaba en un borde mellado y roto. Un hilo de agua bajaba del risco, goteando a lo largo de una grieta que parecía haber sido cavada por un salto de agua, en otro tiempo caudaloso.

—¡Las cosas han cambiado en verdad! —dijo Gandalf—. Pero no hay error posible respecto del sitio. Esto es todo lo que queda de los Saltos de la Escalera. Si recuerdo bien hay unos escalones tallados en la roca a un lado, pero el camino principal se pierde doblando a la izquierda, y sube así hasta el terreno llano de la cima. Había también un valle poco profundo que subía más allá de las cascadas hasta las Murallas de Moria, y el Sirannon atravesaba ese valle con el camino a un lado. ¡Vayamos a ver cómo están las cosas ahora!



Encontraron los escalones de piedra sin dificultad, y Gimli los subió saltando, seguido por Gandalf y Frodo. Cuando llegaron a la cima vieron que por ese lado no podían ir más allá, y descubrieron las causas del secamiento del Arroyo de la Puerta. Detrás de ellos el sol poniente inundaba el fresco cielo occidental con una débil luz dorada. Ante ellos se extendía un lago oscuro y tranquilo. Ni el cielo ni el crepúsculo se reflejaban en la sombría superficie. El Sirannon había sido embalsado y las aguas cubrían el valle. Más allá de esas aguas ominosas se elevaba una cadena de riscos, finales e infranqueables, de paredes torvas y pálidas a la luz evanescente. No había signos de puerta o entrada, ni una fisura o grieta que Frodo pudiera ver en aquella piedra hostil.

—He ahí las Murallas de Moria —dijo Gandalf apuntando a través del agua—. Y allí hace un tiempo estuvo la Puerta, la Puerta de los Elfos en el extremo del camino de Acebeda, por donde hemos venido. Pero esta vía está cerrada. Nadie en la Compañía, me parece, querría nadar en estas aguas tenebrosas a la caída de la noche. Tienen un aspecto malsano.

—Busquemos un camino que bordee el lado norte —dijo Gimli—. La Compañía tendría que subir ante todo por el camino principal y ver adónde lleva. Aunque no hubiera lago, no conseguiríamos que nuestro poney de carga trepara por estos escalones.

—De cualquier modo no podríamos llevar a la pobre bestia a las Minas —dijo Gandalf—. El camino que corre por debajo de las montañas es un camino oscuro, y hay trechos angostos y escarpados por donde él no pasaría, aunque pasáramos nosotros.

—¡Pobre viejo Bill! —dijo Frodo—. No lo había pensado. ¡Y pobre Sam! Me pregunto qué dirá.

—Lo lamento —dijo Gandalf—. El pobre Bill ha sido un compañero muy útil, y siento en el alma tener que abandonarlo ahora. Yo hubiera preferido viajar con menos peso, y no traer ningún animal, y menos que ninguno este que Sam quiere tanto. Temí todo el tiempo que estuviésemos obligados a tomar este camino.


El día estaba terminando, y las estrellas frías parpadeaban en el cielo bien por encima del sol poniente, cuando la Compañía trepó con rapidez por las laderas y bajó a la orilla del lago. No parecía tener de ancho más de un tercio de milla, como máximo. La luz era escasa y no alcanzaban a ver hasta dónde iba hacia el sur, pero el extremo norte no estaba a más de media milla, y entre las crestas rocosas que encerraban el valle y la orilla del agua había una franja de tierra descubierta. Se adelantaron de prisa, pues tenían que recorrer una milla o dos antes de llegar al punto de la orilla opuesta indicado por Gandalf; y luego había que encontrar las puertas.

Llegaron al extremo norte del lago y descubrieron allí que una caleta angosta les cerraba el paso. Era de aguas verdes y estancadas, y se extendía como un brazo cenagoso hacia las cimas de alrededor. Gimli dio un paso adelante sin titubear, y descubrió que el agua era poco profunda, y que allí en la orilla no le llegaba más arriba del tobillo. Los otros caminaron detrás de él, en fila, pisando con cuidado, pues bajo las hierbas y el musgo había piedras viscosas y resbaladizas. Frodo se estremeció de repugnancia cuando el agua oscura y sucia le tocó los pies.

Cuando Sam, el último de la Compañía, llevó a Bill a tierra firme, del otro lado del canal, se oyó de pronto un sonido blando: un roce, seguido de un chapoteo, como si un pez hubiera perturbado la superficie tranquila del agua. Miraron atrás y alcanzaron a ver unas ondas que la sombra bordeaba de negro a la luz declinante; unos grandes anillos concéntricos se abrían desde un punto lejano del lago. Hubo un sonido burbujeante, y luego silencio. La oscuridad creció, y unas nubes velaron los últimos rayos del sol poniente.

Gandalf marchaba ahora a grandes pasos, y los otros lo seguían tan de cerca como les era posible. Llegaron así a la franja de tierra seca entre el lago y los riscos, que no tenía a menudo más de doce yardas de ancho, y donde había muchas rocas y piedras; pero encontraron un camino siguiendo el contorno de los riscos y manteniéndose alejados todo lo posible del agua oscura. Una milla más al sur tropezaron con unos acebos. En las depresiones del suelo se pudrían tocones y ramas secas: restos, parecía, de viejos setos o de una empalizada que alguna vez había bordeado el camino a través del valle anegado. Pero muy pegados al risco, altos y fuertes, había dos árboles, más grandes que cualquier otro acebo que Frodo hubiera visto o imaginado. Las grandes raíces se extendían desde la muralla hasta el agua. Vistos desde el pie de aquellas elevaciones, aun lejos de la escalera habían parecido meros arbustos, pero ahora se alzaban dominantes, tiesos, oscuros, y silenciosos, proyectando en el suelo unas apretadas sombras nocturnas, irguiéndose como columnas que guardaban el término del camino.

—¡Bueno, aquí estamos al fin! —dijo Gandalf—. Aquí concluye el camino de los Elfos que viene de Acebeda. El acebo era el símbolo de las gentes de este país, y los plantaron aquí para señalar los límites del dominio, pues la Puerta del Oeste era utilizada para traficar con los Señores de Moria. Eran aquellos días más felices, cuando había a veces una estrecha amistad entre gentes de distintas razas, aun entre Enanos y Elfos.

—El debilitamiento de esa amistad no fue culpa de los Enanos —dijo Gimli.

—Nunca oí decir que la culpa fuera de los Elfos —dijo Legolas.

—Yo oí las dos cosas —dijo Gandalf—, y no tomaré partido ahora. Pero os ruego a los dos, Legolas y Gimli, que al menos seáis amigos, y que me ayudéis. Os necesito a ambos. Las puertas están cerradas y ocultas, y cuanto antes las encontremos mejor. ¡La noche se acerca!

Volviéndose hacia los otros continuó: —Mientras yo busco, ¿queréis todos vosotros prepararos para entrar en las Minas? Pues temo que aquí tengamos que despedirnos de nuestra buena bestia de carga. Tendremos que abandonar también mucho de lo que trajimos para protegernos del frío; no lo necesitaremos dentro, ni, espero, cuando salgamos del otro lado y bajemos hacia el sur. En cambio cada uno de nosotros tomará una parte de lo que trae el poney, especialmente comida y los odres del agua.

—¡Pero no podemos dejar al pobre Bill en este sitio desolado, señor Gandalf! —gritó Sam, irritado y desesperado a la vez—. No lo permitiré, y punto. ¡Después que ha venido tan lejos y todo lo demás!

—Lo lamento, Sam —dijo el mago—. Pero cuando la puerta se abra, no creo que seas capaz de arrastrar a tu Bill al interior, a la larga y tenebrosa Moria. Tendrás que elegir entre Bill y tu amo.

—Bill seguiría al señor Frodo a un antro de dragones, si yo lo llevara —protestó Sam—. Sería casi un asesinato soltarlo y abandonarlo aquí con todos esos lobos alrededor.

—Espero que sea casi un asesinato, y sólo casi —dijo Gandalf. Puso la mano sobre la cabeza del poney y habló en voz baja—. Ve con palabras de protección y de cuidado. Eres una bestia inteligente y has aprendido mucho en Rivendel. Busca los caminos donde haya pasto, y llega a casa de Elrond, o a donde quieras ir.

”¡Ya está, Sam! Tendrá tantas posibilidades como nosotros de escapar a los lobos y volver a casa.

Sam estaba de pie, abatido, junto al poney, y no respondió. Bill, como si entendiera lo que estaba ocurriendo, se frotó contra Sam, pasándole el hocico por la oreja. Sam se echó a llorar, y tironeó de las correas, descargando los bultos del poney, y echándolos a tierra. Los otros sacaron todo, haciendo una pila de lo que podían dejar, y repartiéndose el resto.

Luego se volvieron a mirar a Gandalf. Parecía que el mago no hubiera hecho nada. Estaba de pie entre los árboles mirando la pared desnuda del risco, como si quisiera abrir un agujero con los ojos. Gimli iba de un lado a otro, golpeando la piedra aquí y allá con el hacha. Legolas se apretaba contra la pared, como escuchando.

—Bueno, aquí estamos, todos listos —dijo Merry—, pero ¿dónde están las Puertas? No veo ninguna indicación.

—Las puertas de los Enanos no se hicieron para ser vistas, cuando están cerradas —dijo Gimli—. Son invisibles. Ni siquiera los amos de estas puertas pueden encontrarlas o abrirlas, si el secreto se pierde.

—Pero ésta no se hizo para que fuera un secreto, conocido sólo de los Enanos —dijo Gandalf, volviendo de súbito a la vida y dando media vuelta—. Si las cosas no cambiaron aquí demasiado, un par de ojos que sabe lo que busca tendría que encontrar los signos.

Fue otra vez hacia la pared. Justo entre la sombra de los árboles había un espacio liso, y Gandalf pasó por allí las manos de un lado a otro, murmurando entre dientes. Luego dio un paso atrás.

—¡Mirad! —dijo—. ¿Veis algo ahora?

La luna brillaba en ese momento sobre la superficie de roca gris; pero durante un rato no vieron nada nuevo. Luego lentamente, en el sitio donde el mago había puesto las manos, aparecieron unas líneas débiles, como delgadas vetas de plata que corrían por la piedra. Al principio no eran más que hilos pálidos, como unos centelleos a la luz plena de la luna, pero poco a poco se hicieron más anchos y claros, hasta que al fin se pudo distinguir un dibujo.

Arriba, donde Gandalf ya apenas podía alcanzar, había un arco de letras entrelazadas en caracteres élficos. Abajo, aunque los trazos estaban en muchos sitios borrados o rotos, podían verse los contornos de un yunque y un martillo, y sobre ellos una corona con siete estrellas. Más abajo había dos árboles y cada uno tenía una luna creciente. Más clara que todo el resto una estrella de muchos rayos brillaba en medio de la puerta.

—¡Son los emblemas de Durin! —exclamó Gimli.

—¡Y el Árbol de los Altos Elfos! —dijo Legolas.

—Y la estrella de la Casa de Fëanor —dijo Gandalf—. Están labrados en ithildinque sólo refleja la luz de las estrellas y la luna, y que duerme hasta el momento en que alguien lo toca pronunciando ciertas palabras que en la Tierra Media se olvidaron tiempo atrás. Las oí hace ya muchos años, y tuve que concentrarme para recordarlas.

—¿Qué dice la escritura? —preguntó Frodo mientras trataba de descifrar la inscripción en el arco—. Pensé que conocía las letras élficas, pero éstas no las puedo leer.

—Está escrito en una lengua élfica del Oeste de la Tierra Media en los Días Antiguos —respondió Gandalf—. Pero no dicen nada de importancia para nosotros. Dicen sólo Las Puertas de Durin, Señor de Moria. Habla, amigo, y entra.Y más abajo en caracteres pequeños y débiles está escrito: Yo, Narvi, construí estas puertas. Celebrimbor de Acebeda grabó estos signos.

—¿Qué significa habla, amigo, y entra? —preguntó Merry. —Está bastante claro —dijo Gimli—. Si eres un amigo, dices la contraseña, y las puertas se abren, y puedes entrar.

—Sí —dijo Gandalf—, es probable que estas puertas estén gobernadas por palabras. Algunas puertas de enanos se abren sólo en ocasiones especiales, o para algunas personas en particular; y a veces hay que recurrir a cerraduras y llaves aun conociendo las palabras y el momento oportuno. Estas puertas no tienen llave. En los tiempos de Durin no eran secretas. Estaban de ordinario abiertas, y los guardias vigilaban aquí. Pero si estaban cerradas, cualquiera que conociese la contraseña podía decirla y pasar. Al menos eso es lo que se cuenta, ¿no es así, Gimli?

—Así es —dijo el enano—, pero qué palabra era ésa, nadie lo sabe. Narvi, y el arte de Narvi, y todos los suyos han desaparecido de la faz de la tierra.

—Pero ¿tú no conoces la palabra, Gandalf? —preguntó Boromir, sorprendido.

—¡No! —dijo el mago.

Los otros parecieron consternados; sólo Aragorn, que había tratado largo tiempo a Gandalf permaneció callado e impasible.

—¿De qué sirve entonces habernos traído a este maldito lugar? —exclamó Boromir, echando una ojeada al agua oscura y estremeciéndose—. Nos dijiste que una vez atravesaste las Minas. ¿Cómo fue posible si no sabes como entrar?

—La respuesta a tu primera pregunta, Boromir —dijo el mago– es que no conozco la palabra... todavía. Pero pronto atenderemos a eso. Y —añadió, y los ojos le chispearon bajo las cejas erizadas– puedes preguntar de qué sirven mis actos cuando hayamos comprobado que son del todo inútiles. En cuanto a tu otra pregunta: ¿dudas de mi relato? ¿O has perdido la facultad de razonar? No entré por aquí. Vine del Este.



”Si deseas saberlo, te diré que estas puertas se abren hacia fuera. Puedes abrirlas desde dentro empujándolas con las manos. Desde fuera nada las moverá excepto la contraseña indicada. No es posible forzarlas hacia dentro.

—¿Qué vas a hacer entonces? —preguntó Pippin a quien no intimidaban las pobladas cejas del mago.

—Golpear a las puertas con tu cabeza, Peregrin Tuk —dijo Gandalf—. Y si eso no las echa abajo, tendré por lo menos un poco de paz, sin nadie que me haga preguntas estúpidas. Buscaré la contraseña.

”Conocí en un tiempo todas las fórmulas mágicas que se usaron alguna vez para estos casos, en las lenguas de los Elfos, de los Hombres, o de los Orcos. Aún recuerdo unas doscientas sin necesidad de esforzarme mucho. Pero sólo se necesitarán unas pocas pruebas, me parece; y no tendré que recurrir a Gimli y a esa lengua secreta de los enanos que no enseñan a nadie. Las palabras que abren la puerta son élficas, sin duda, como la escritura del arco.

Se acercó otra vez a la roca y tocó ligeramente con la vara la estrella de plata del medio, bajo el signo del yunque, y dijo con una voz perentoria:


Annon edhellen, edro hi ammen!

Fennas nogothrim, lasto beth lammen!


Las líneas de plata se apagaron, pero la piedra gris y desnuda no se movió.

Muchas veces repitió estas palabras, en distinto orden, o las cambió. Luego probó diversos encantamientos, uno tras otro, hablando ahora más rápido y más alto, ahora más bajo y más lentamente. Luego dijo muchas palabras sueltas en élfico. Nada ocurrió. La cima del risco se perdió en la noche, las estrellas innumerables se encendieron allá arriba, sopló un viento frío, y las puertas continuaron cerradas.

Gandalf se acercó de nuevo a la pared, y alzando los brazos habló con voz de mando, cada vez más colérico. Edro! Edro!, exclamó, golpeando la piedra con la vara. ¡Ábrete! ¡Ábrete!, gritó, y continuó con todas las órdenes de todos los lenguajes que alguna vez se habían hablado al oeste de la Tierra Media. Al fin arrojó la vara al suelo, y se sentó en silencio.


En ese instante el viento les trajo desde muy lejos el aullido de los lobos. Bill el poney se sobresaltó, asustado, y Sam corrió a él y le habló en voz baja.

—¡No dejes que se escape! —dijo Boromir—. Parece que pronto lo necesitaremos, si antes no nos descubren los lobos. ¡Cómo odio esta laguna siniestra!

Inclinándose, recogió una piedra grande y la arrojó lejos al agua oscura. La piedra desapareció con un suave chapoteo, pero casi al mismo instante se oyó un silbido y un sonido burbujeante. Unos grandes anillos de ondas aparecieron en la superficie más allá del sitio donde había caído la piedra, y se acercaron lentamente a los pies del risco.

—¿Por qué hiciste eso, Boromir? —dijo Frodo—. Yo también odio este lugar, y tengo miedo. No sé de qué: no de los lobos, o de la oscuridad que espera detrás de las puertas; de otra cosa. Tengo miedo de la laguna. ¡No la perturbes!

—¡Ojalá pudiéramos irnos! —dijo Merry.

—¿Por qué Gandalf no hace algo? —dijo Pippin.

Gandalf no les prestaba atención. Sentado, cabizbajo, parecía desesperado, o inquieto. El aullido lúgubre de los lobos se oyó otra vez. Las ondas de agua crecieron y se acercaron; algunas lamían ya la costa.

De pronto, tan de improviso que todos se sobresaltaron, el mago se incorporó vivamente. ¡Se reía!

—¡Lo tengo! —gritó—. ¡Claro, claro! De una absurda simpleza, como todos los acertijos una vez que encontraste la solución.

Recogiendo la vara, y de pie ante la roca, dijo con voz clara: – ¡Mellon!

La estrella brilló brevemente, y se apagó. En seguida, en silencio, se delineó una gran puerta, aunque hasta entonces no habían sido visibles ni grietas ni junturas. Se dividió lentamente en el medio y se abrió hacia afuera pulgada a pulgada hasta que ambas hojas se apoyaron contra la pared. A través de la abertura pudieron ver una escalera sombría y empinada, pero más allá de los primeros escalones la oscuridad era más profunda que la noche. La Compañía miraba con ojos muy abiertos.

—Después de todo, yo estaba equivocado —dijo Gandalf—, y también Gimli. Merry, quién lo hubiese creído, encontró la buena pista. ¡La contraseña estaba inscrita en el arco! La traducción tenía que haber sido: Di amigo y entra. Sólo tuve que pronunciar la palabra amigoen élfico y las puertas se abrieron. Simple, demasiado simple para un docto maestro en estos días sospechosos. Aquéllos sin duda eran tiempos más felices. ¡Bueno, vamos!


Gandalf se adelantó y puso el pie en el primer escalón. Pero en ese momento ocurrieron varias cosas. Frodo sintió que algo lo tomaba por el tobillo y cayó dando un grito. Se oyó un relincho terrible y Bill el poney corrió espantado a lo largo de la orilla perdiéndose en la oscuridad. Sam saltó detrás, y oyendo en seguida el grito de Frodo regresó de prisa, llorando y maldiciendo. Los otros se volvieron y observaron que las aguas hervían, como si un ejército de serpientes viniera nadando desde el extremo sur.

Un largo y sinuoso tentáculo se había arrastrado fuera del agua; era de color verde pálido, fosforescente y húmedo. La extremidad provista de dedos había aferrado a Frodo y estaba llevándolo hacia el agua. Sam, de rodillas, lo atacaba a cuchilladas.

El brazo soltó a Frodo, y Sam arrastró a su amo alejándolo de la orilla y pidiendo auxilio. Aparecieron otros veinte tentáculos extendiéndose como ondas. El agua oscura hirvió, y el hedor era espantoso.

—¡Por la puerta! ¡Subid las escaleras! ¡Rápido! —gritó Gandalf saltando hacia atrás.

Arrancándolos al horror que parecía haberlos encadenado a todos al suelo, excepto a Sam, Gandalf consiguió que corrieran hacia la puerta.

Habían reaccionado justo a tiempo. Sam y Frodo estaban unos pocos escalones arriba y Gandalf comenzaba a subir cuando los tentáculos se retorcieron tanteando la playa angosta y palpando la pared del risco y las puertas. Uno reptó sobre el umbral, reluciendo a la luz de las estrellas. Gandalf se volvió e hizo una pausa. Estaba considerando qué palabra podría cerrar la galería desde dentro cuando unos brazos serpentinos aferraron los lados de las puertas y con una fuerza terrible las hicieron girar. Las puertas batieron resonando, y la luz se desvaneció. Un ruido de crujidos y golpes llegó sordamente a través de la piedra maciza.

Sam, asiéndose del brazo de Frodo, se dejó caer sobre un escalón en la negra oscuridad.

—¡Pobre viejo Bill! —dijo con voz entrecortada—. ¡Lobos y serpientes! Pero las serpientes fueron demasiado para él. Tuve que elegir, señor Frodo. Tuve que venir con usted.

Oyeron que Gandalf bajaba los escalones y arrojaba la vara contra la puerta. Hubo un estremecimiento en la piedra y los escalones temblaron, pero las puertas no se abrieron.


—¡Bueno, bueno! —dijo el mago—. Ahora el pasadizo está bloqueado a nuestras espaldas, y hay una sola salida... del otro lado de la montaña. Temo, por el ruido, que se hayan amontonado peñascos, y los árboles hayan sido arrancados de raíz, apilándolos frente a la puerta. Lo lamento, pues los árboles eran hermosos, y habían resistido muchos años.

—Sentí que había algo horrible cerca desde el momento en que mi pie tocó el agua —dijo Frodo—. ¿Qué era eso, o había muchos?

—No lo sé —respondió Gandalf—, pero todos los brazos tenían un solo propósito. Algo ha venido arrastrándose o ha sido sacado de las aguas oscuras bajo las montañas. Hay criaturas más antiguas y horribles que los orcos en las profundidades del mundo.

No dijo lo que pensaba: cualquiera que fuese la naturaleza de aquello que habitaba en la laguna, había atacado a Frodo antes que a los demás.

Boromir susurró entre dientes, pero la piedra resonante amplificó el sonido convirtiéndolo en un murmullo ronco que todos pudieron oír: —¡En las profundidades del mundo! Y ahí vamos, contra mi voluntad. ¿Quién nos conducirá en esta oscuridad sin remedio?

—Yo —dijo Gandalf—. Y Gimli caminará a mi lado. ¡Seguid mi vara!


Mientras el mago se adelantaba subiendo los grandes escalones, alzó la vara, y de la punta brotó un débil resplandor. La ancha escalinata era segura y se conservaba bien. Doscientos escalones, contaron, anchos y bajos; y en la cima descubrieron un pasadizo abovedado que llevaba a la oscuridad.

—¿Por qué no nos sentamos a descansar y a comer aquí en el pasillo, ya que no encontramos un comedor? —preguntó Frodo.

Estaba empezando a olvidar el horrible tentáculo, y de pronto sentía mucha hambre.

La propuesta tuvo buena acogida; y se sentaron en los últimos escalones, unas figuras oscuras envueltas en tinieblas. Después de comer, Gandalf le dio a cada uno otro sorbo del miruvorde Rivendel.

—No durará mucho más, me temo —dijo—, pero lo creo necesario después de ese horror de la puerta. Y a no ser que tengamos mucha suerte, ¡nos tomaremos el resto antes de llegar al otro lado! ¡Tened cuidado también con el agua! Hay muchas corrientes y manantiales en las Minas, pero no se los puede tocar. Quizá no tengamos oportunidad de llenar las botas y botellas antes de descender al Valle del Arroyo Sombrío.

—¿Cuánto tiempo nos llevará? —preguntó Frodo.

—No puedo decirlo —respondió Gandalf—. Depende de muchas cosas. Pero yendo directamente, sin contratiempos ni extravíos, tardaremos tres o cuatro jornadas, espero. No hay menos de cuarenta millas entre la Puerta del Oeste y el Portal del Este en línea recta, y es posible que el camino dé muchas vueltas.


Después de un breve descanso, se pusieron otra vez en marcha. Todos ellos deseaban terminar esta parte del viaje lo antes posible, y estaban dispuestos, a pesar de sentirse tan cansados, a caminar durante horas. Gandalf iba al frente como antes. Llevaba en la mano izquierda la vara centelleante, que sólo alcanzaba a iluminar el piso ante él; en la mano derecha esgrimía la espada Glamdring. Detrás de Gandalf iba Gimli, los ojos brillantes a la luz débil mientras volvía la cabeza a los lados. Detrás del enano caminaba Frodo, que había desenvainado la espada corta, Dardo. De las hojas de Dardo y Glamdring no venía ningún reflejo, y esto era auspicioso, pues habiendo sido forjadas por Elfos de los Días Antiguos estas espadas brillaban con una luz fría si había algún orco cerca. Detrás de Frodo marchaba Sam, y luego Legolas, y los hobbits jóvenes, y Boromir. En la oscuridad de la retaguardia, grave y silencioso, caminaba Aragorn.

Luego de doblar a un lado y a otro unas pocas veces el pasadizo empezó a descender. Siguió así un largo rato, en un descenso regular y continuo, hasta que corrió otra vez horizontalmente. El aire era ahora cálido y sofocante, aunque no viciado, y de vez en cuando sentían en la cara una corriente de aire fresco que parecía venir de unas aberturas disimuladas en las paredes. Había muchas de estas aberturas. Al débil resplandor de la vara del mago, Frodo alcanzaba a ver escaleras y arcos, y pasadizos y túneles, que subían, o bajaban bruscamente, o se abrían a las tinieblas de ambos lados. Hubiera sido fácil extraviarse, y nadie hubiera podido recordar el camino de vuelta.


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