Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Los hobbits se estremecieron. Hasta en la misma Comarca se había oído hablar de los Tumularios, que frecuentaban las Quebradas de los Túmulos, más allá del Bosque. Pero no era ésta una historia que complaciese a los hobbits, ni siquiera junto a una lejana chimenea. La alegría de la casa los había distraído, pero ahora los cuatro recordaron de pronto: la casa de Tom Bombadil se apoyaba en el hombro mismo de las temibles Quebradas. Perdieron el hilo del relato y se movieron inquietos, mirándose a hurtadillas.
Cuando volvieron a prestar atención, descubrieron que Tom deambulaba ahora por regiones extrañas, más allá de la memoria y los pensamientos de los hobbits, en días en que el mundo era más ancho, y los mares golpeaban la costa del oeste; y siempre yendo y viniendo Tom cantó la luz de las estrellas antiguas, cuando sólo los ancianos Elfos estaban despiertos. De pronto hizo una pausa, y vieron que cabeceaba como atacado por el sueño. Los hobbits se quedaron sentados, frente a él, como hechizados; y bajo el encantamiento de aquellas palabras les pareció que el viento se había ido, y las nubes se habían secado, y el día se había retirado, y la oscuridad había venido del este y del oeste: en el cielo resplandecía una claridad de estrellas blancas.
Frodo no hubiese podido decir si había pasado la mañana y la noche de un solo día o de muchos días. No se sentía ni hambriento ni cansado, sólo colmado de asombro. Las estrellas brillaban del otro lado de la ventana y el silencio de los cielos parecía rodearlo. Al fin ese mismo asombro y un miedo repentino al silencio que había sobrevenido lo llevaron a preguntar:
—¿Quién sois, Señor?
—¿Eh? ¿Qué? —dijo Tom enderezándose, y los ojos le brillaron en la oscuridad—. ¿Todavía no sabes cómo me llamo? Ésa es la única respuesta. Dime, ¿quién eres tú, solo, tú mismo y sin nombre? Pero tú eres joven, y yo soy viejo. El Antiguo, eso es lo que soy. Prestad atención, amigos míos: Tom estaba aquí antes que el río y los árboles. Tom recuerda la primera gota de lluvia y la primera bellota. Abrió senderos antes que la Gente Grande, y vio llegar a la Gente Pequeña. Estaba aquí antes que los Reyes y los sepulcros y los Tumularios. Cuando los Elfos fueron hacia el oeste, Tom ya estaba aquí, antes que los mares se replegaran. Conoció la oscuridad bajo las estrellas antes que apareciera el miedo, antes que el Señor Oscuro viniera de Afuera.
Pareció que una sombra pasaba por la ventana, y los hobbits echaron una rápida mirada a través de los vidrios. Cuando se volvieron, Baya de Oro estaba en la puerta de atrás, enmarcada en luz. Traía una vela encendida que protegía del aire con la mano; y la luz se filtraba a través de la mano como el sol a través de una concha blanca.
—La lluvia ha cesado —dijo—, y las aguas nuevas corren por la falda de la colina, a la luz de las estrellas. ¡Riamos y alegrémonos!
—¡Y comamos y bebamos! —exclamó Tom—. Las historias largas dan sed. Y escuchar mucho tiempo es una tarea que da hambre, ¡mañana, mediodía y noche!
Diciendo esto se incorporó de un salto, tomó una vela de la repisa de la chimenea, y la encendió en la llama que traía Baya de Oro, y se puso a bailar alrededor de la mesa. De súbito atravesó de un salto la puerta y desapareció.
Regresó pronto, trayendo una gran bandeja cargada. Luego él y Baya de Oro pusieron la mesa; y los hobbits se quedaron sentados, mirándolos, en parte maravillados y en parte riendo: tan hermosa era la gracia de Baya de Oro y tan alegres y estrafalarias las cabriolas de Tom. Sin embargo, de algún modo, los dos parecían tejer una sola danza, no molestándose entre sí, entrando y saliendo, y alrededor de la mesa; y los alimentos, los recipientes y las luces fueron prontamente dispuestos. Las velas blancas y amarillas se reflejaron en los platos. Tom hizo una reverencia a los huéspedes.
—La cena está servida —dijo Baya de Oro, y los hobbits vieron ahora que ella estaba vestida toda de plata y con un cinturón blanco, y que los zapatos eran como escamas de peces. Pero Tom tenía un traje de color azul puro, azul como los nomeolvides lavados por la lluvia, y medias verdes.
La comida fue todavía mejor que la anterior. Quizá bajo el encanto de las palabras de Tom los hobbits hubieran podido saltearse una comida o dos, pero cuando tuvieron el alimento ante ellos pareció que no comían desde hacía una semana. No cantaron ni siquiera hablaron mucho durante un rato, del todo dedicados a la tarea. Pero al cabo de un tiempo el corazón y el espíritu se les animó otra vez, y las voces resonaron, en alegría y risas.
Después de la cena, Baya de Oro cantó muchas canciones para ellos, canciones que comenzaban felizmente en las colinas y recaían dulcemente en el silencio; y en los silencios vieron imágenes de estanques y aguas más vastos que todos los conocidos, y observando esas aguas vieron el cielo abajo, y las estrellas como joyas en los abismos. Luego, una vez más, Baya de Oro les dio a todos las buenas noches y los dejó junto a la chimenea. Pero Tom estaba ahora muy despierto y los acosó a preguntas.
Descubrieron entonces que ya sabía mucho de ellos y de sus familias, y que conocía la historia y costumbres de la Comarca desde tiempos que los hobbits mismos recordaban apenas. Esto no los sorprendió, pero Tom no ocultó que una buena parte de sus conocimientos le venía del granjero Maggot, a quien parecía atribuirle una importancia que los hobbits no habían imaginado.
—Hay tierra bajo los pies del viejo Maggot, y tiene arcilla en las manos, sabiduría en los huesos, y muy abiertos los dos ojos.
Fue también evidente que Tom había tenido tratos con los Elfos, y que de alguna manera se había enterado por Gildor de la huida de Frodo.
En verdad tanto sabía Tom, y sus preguntas eran tan hábiles, que Frodo se encontró hablándole de Bilbo y de sus propias esperanzas y temores como no se había atrevido a hacerlo ni siquiera con Gandalf. Tom asentía con movimientos de cabeza, y los ojos le brillaron cuando oyó nombrar a los Jinetes.
—¡Muéstrame ese precioso Anillo! —dijo de repente en medio de la historia: y Frodo, él mismo asombrado, sacó la cadena y desprendiendo el Anillo se lo alcanzó en seguida a Tom.
Pareció que el Anillo se hacía más grande un momento en la manaza morena de Tom. De pronto Tom alzó el Anillo y lo miró de cerca y se rió. Durante un segundo los hobbits tuvieron una visión a la vez cómica y alarmante: el ojo azul de Tom brillando a través de un círculo de oro. Luego Tom se puso el Anillo en el extremo del dedo meñique y lo acercó a la luz de la vela. Durante un momento los hobbits no advirtieron nada extraño. En seguida se quedaron sin aliento. ¡Tom no había desaparecido!
Tom rió otra vez y echó el Anillo al aire, y el Anillo se desvaneció con un resplandor. Frodo dio un grito, y Tom se inclinó hacia delante y le devolvió el Anillo con una sonrisa.
Frodo miró el Anillo de cerca y con cierta desconfianza (como quien ha prestado un dije a un prestidigitador). Era el mismo Anillo, o tenía el mismo aspecto y pesaba lo mismo; siempre le había parecido a Frodo que el Anillo era curiosamente pesado. Pero no estaba seguro, y tenía que cerciorarse. Quizá estaba un poco molesto con Tom a causa de la ligereza con que había tratado algo que para el mismo Gandalf era de una importancia tan peligrosa. Esperó la oportunidad, ahora que la charla se había reanudado, y Tom contaba una absurda historia de tejones y sus raras costumbres, y se deslizó el Anillo en el dedo.
Merry se volvió hacia él para decirle algo y tuvo un sobresalto, reprimiendo una exclamación. Frodo estaba contento (en cierto modo); era en verdad el mismo Anillo, pues Merry clavaba los ojos en la silla y obviamente no podía verlo. Frodo se puso de pie y se escurrió hacia la puerta exterior, alejándose de la chimenea.
—¡Eh, tú! —gritó Tom volviendo hacia él unos ojos brillantes que parecían verlo perfectamente—. ¡Eh! ¡Ven Frodo, ven aquí! ¿Adónde te ibas? El viejo Tom Bombadil todavía no está tan ciego. ¡Sácate ese anillo dorado! Te queda mejor la mano desnuda. ¡Ven aquí! ¡Deja ese juego y siéntate a mi lado! Tenemos que hablar un poco más, y pensar en la mañana. Tom te enseñará el camino justo, ahorrándote extravíos.
Frodo se rió (tratando de parecer complacido) y sacándose el Anillo se acercó y se sentó de nuevo. Tom les dijo entonces que el sol brillaría al día siguiente, y que sería una hermosa mañana y que la partida se presentaba bajo los mejores auspicios. Pero convendría que salieran temprano, pues el tiempo en aquellas regiones era algo de lo que ni siquiera Tom podía estar seguro, pues a veces cambiaba con más rapidez de lo que él tardaba en cambiarse la chaqueta.
—No soy dueño del clima —les dijo—, como ningún ser que camine en dos patas.
De acuerdo con el consejo de Tom decidieron ir hacia el norte desde la casa, por las laderas orientales y más bajas de las Quebradas. De ese modo era posible que llegaran al Camino del Este en una jornada, evitando los Túmulos. Les dijo que no se asustaran, y que atendieran a sus propios asuntos.
—No dejéis la hierba verde. No os acerquéis a las piedras antiguas ni a los fríos Tumularios, ni espiéis los Túmulos, a menos que seáis gente fuerte y de ánimo firme.
Dijo esto una vez más, y les aconsejó que pasaran los Túmulos por el lado oeste, si se extraviaban y se acercaban demasiado. Luego les enseñó a cantar una canción, para el caso de que tuvieran mala suerte y cayeran al día siguiente en alguna dificultad.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,
por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!
¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!
Los hobbits cantaron juntos la canción después de él, y Tom les palmeó las espaldas a todos, y tomando unas velas los llevó de vuelta al dormitorio.
8
NIEBLA EN LAS QUEBRADAS DE LOS TÚMULOS
Aquella noche no oyeron ruidos. Pero en sueños o fuera de los sueños, no hubiera podido decirlo, Frodo oyó un canto dulce que le rondaba en la mente: una canción que parecía venir como una luz cálida del otro lado de una cortina de lluvia gris, y que creciendo cambiaba el velo en cristal y plata, hasta que al fin el velo se abrió, y un país lejano y verde apareció ante él a la luz de un rápido amanecer.
La visión se fundió en el despertar; y allí estaba Tom silbando como un árbol colmado de pájaros; y el sol ya caía oblicuamente por la colina y a través de la ventana abierta. Fuera todo era verde y oro pálido.
Luego del desayuno, que tomaron de nuevo solos, se prepararon para despedirse, el corazón tan oprimido como era posible en una mañana semejante: fría, brillante, y limpia bajo un lavado cielo otoñal de un ligero azul. El aire llegaba fresco del noroeste. Los pacíficos poneys estaban casi retozones, bufando y moviéndose inquietos. Tom salió de la casa, meneó el sombrero y bailó en el umbral, invitando a los hobbits a ponerse de pie, a partir, y a marchar a buen paso.
Cabalgaron a lo largo de un sendero que subía zigzagueando hacia el extremo norte de la loma en que se apoyaba la casa. Acababan de desmontar para ayudar a los poneys en la última pendiente empinada, cuando de pronto Frodo se detuvo.
—¡Baya de Oro! —gritó—. ¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata! ¡No nos hemos despedido, y no la hemos visto desde anoche!
Se sentía tan desolado que quiso volver atrás, pero en ese momento una llamada cristalina descendió hacia ellos como un rizo de agua. Allá en la cima de la loma, Baya de Oro les hacía señas; los cabellos sueltos le flotaban en el aire, centelleando al sol. Una luz parecida al reflejo del agua en la hierba húmeda de rocío le brillaba bajo los pies, que bailaban.
Subieron de prisa la última pendiente, y se detuvieron sin aliento junto a ella. La saludaron inclinándose, pero con un movimiento de la mano ella los invitó a mirar alrededor; y desde aquella cumbre ellos miraron las tierras a la luz de la mañana. El aire era ahora tan claro y transparente como había sido velado y brumoso cuando llegaron al cerro del Bosque, que ahora se erguía pálido y verde entre los árboles oscuros del oeste. Allí la tierra se elevaba en repliegues boscosos, verdes, amarillos, rosados a la luz del sol, y más allá se escondía el valle del Brandivino. Hacia el sur, sobre la línea del Tornasauce, había un resplandor lejano como un pálido espejo y el río Brandivino se torcía en un lazo sobre las tierras bajas y se alejaba hacia regiones desconocidas para los hobbits. Hacia el norte, más allá de las quebradas decrecientes, la tierra se extendía en llanos y protuberancias de pálidos colores terrosos y grises y verdes, hasta desvanecerse en una lejanía oscura e indistinta. Al este se elevaban las Quebradas de los Túmulos, en crestas sucesivas, perdiéndose de vista hasta no ser más que una conjetura azul y un esplendor remoto y blanco que se confundía con el borde del cielo, pero que evocaba para ellos, en recuerdos y viejas historias, unas montañas altas y distantes.
Aspiraron una profunda bocanada de aire, y tuvieron la impresión de que un brinco y algunas pocas y firmes zancadas los llevarían a donde quisieran. Parecía propio de pusilánimes dar vueltas y vueltas a lo largo de las quebradas hasta llegar así al camino, cuando en cambio podían saltar tan limpiamente como Tom sobre las estribaciones y llegar directamente a las montañas.
Baya de Oro les habló, atrayendo de nuevo las miradas y pensamientos de los hobbits.
—¡Apresuraos ahora, mis buenos huéspedes! —les dijo—. ¡Y manteneos firmes y decididos! ¡Siempre hacia el norte con el viento en el ojo izquierdo y benditos sean vuestros pasos! ¡De prisa, mientras brilla el sol! —Y a Frodo le dijo:– ¡Adiós, amigo de los Elfos, fue un encuentro feliz!
Pero Frodo no supo qué responder. Hizo una profunda reverencia, montó en el poney, y seguido por sus amigos partió trotando a lo largo de la suave pendiente que bajaba detrás de la loma. La casa de Tom Bombadil y el valle y el bosque desaparecieron de la vista de los hobbits. El aire se hizo más cálido entre los muros verdes de las lomas, y el aroma del pasto era fuerte y dulce. Cuando llegaron al fondo de la hondonada verde se volvieron y miraron a Baya de Oro, ahora pequeña y delgada como una flor iluminada por el sol sobre un fondo de cielo; estaba de pie, todavía mirándolos, con las manos tendidas hacia ellos. Mientras la miraban, ella llamó con voz clara, y levantando la mano se volvió y desapareció detrás de la colina.
El camino serpenteaba a lo largo de la hondonada, bordeando el pie verde de una colina escarpada hasta entrar en un valle más profundo y más ancho, y luego pasaba sobre otras cimas, descendiendo por las largas estribaciones, y subiendo otra vez por las faldas lisas hasta otras cumbres, para bajar luego a otros valles. No había árboles ni ninguna agua visible: era un paisaje de hierbas y de pastos cortos y elásticos, donde no se oía otra cosa que el murmullo del aire en las elevaciones del terreno, y los gritos agudos y solitarios de unas aves extrañas. A medida que caminaban, el sol iba subiendo en el cielo, y hacía más calor. Cada vez que llegaban a una cumbre, la brisa parecía haber disminuido. Cuando vislumbraron al fin las regiones orientales, el Bosque lejano parecía humear, como si la lluvia reciente estuviera subiendo en humo desde las hojas, las raíces y el suelo. Una sombra se extendía ahora a lo largo del horizonte, una niebla oscura sobre la que el suelo era como un casquete azul, caliente y pesado.
Alrededor del mediodía llegaron a una loma cuya cumbre era ancha y aplastada, como un plato llano de reborde elevado y verde. Dentro no corría aire, y el cielo parecía al alcance de la mano. Atravesaron este espacio y miraron hacia el norte, y se sintieron animados, pues era evidente que ya estaban más lejos de lo que habían creído. La bruma, por cierto, no permitía apreciar las distancias, pero no había duda de que las Quebradas estaban llegando a su fin. Allá abajo se extendía un largo valle, torciendo hacia el norte hasta alcanzar una abertura entre dos salientes empinados. Más allá, parecía, no había más lomas. En el norte alcanzaba a divisarse una larga línea oscura.
—Eso es una línea de árboles —dijo Merry—, y seguramente señala el camino. Los árboles crecen todo a lo largo, durante muchas leguas al este del Puente. Algunos dicen que los plantaron en los viejos días.
—Espléndido —dijo Frodo—. Si seguimos marchando como hasta ahora, habremos dejado las Quebradas antes que se ponga el sol y buscaremos un buen sitio para acampar.
Pero aun mientras hablaba se volvió para mirar hacia el este y vio que de aquel lado las lomas eran más altas y se alzaban por encima de ellos; y todas esas lomas estaban coronadas de montículos verdes, y en algunas había piedras afiladas que apuntaban hacia arriba, como dientes mellados que asomaban en encías verdes.
De algún modo esta vista era inquietante; se volvieron y descendieron a la depresión circular. En el centro se erguía una única piedra, alta bajo el sol, y a esa hora no echaba ninguna sombra. Era una piedra informe y sin embargo significativa: como un mojón, o un dedo guardián, o más aún una advertencia. Pero ellos tenían hambre, y el sol estaba aún en el mediodía, donde no había nada que temer, de modo que se sentaron recostando las espaldas en el lado este de la piedra. Estaba fresca, como si el sol no hubiera sido capaz de calentarla, pero a esa hora les pareció agradable. Allí comieron y bebieron, y fue aquél un almuerzo al aire libre que hubiese contentado a cualquiera, pues el alimento venía de «bajo la Colina». Tom los había aprovisionado como para toda la jornada. Los poneys desensillados retozaban en el pasto.
La cabalgata por las lomas, la comida abundante, el sol tibio y el aroma de la hierba, un descanso algo prolongado con las piernas estiradas, de cara al cielo: estas cosas quizá bastan para explicar lo que ocurrió. De cualquier manera los hobbits despertaron de pronto, incómodos, de un sueño que no había sido voluntario. La piedra elevada estaba fría, y arrojaba una larga sombra pálida que se extendía sobre ellos hacia el este. El sol, de un amarillo claro y acuoso, brillaba entre las nieblas justo por encima de la pared oeste de la depresión. Al norte, al sur, y al este, más allá de la pared, la niebla era espesa, fría y blanca. El aire era silencioso, pesado y glacial. Los poneys se apretaban unos contra otros, las cabezas bajas.
Los hobbits se incorporaron de un salto, alarmados, y corrieron hacia el reborde oriental. Descubrieron que estaban en una isla, rodeados de niebla. Miraban aún consternados la luz crepuscular, cuando el sol se puso ante ellos hundiéndose en un mar blanco, y una sombra fría y gris subió detrás en el este. La niebla entra por las paredes y se alzó sobre ellos, cubriéndolos como un techo: estaban encerrados en una sala de niebla cuya columna central era la piedra elevada.
Tuvieron la impresión de que una trampa se cerraba sobre ellos, pero no se desanimaron del todo. Recordaban todavía la prometedora visión de la línea del camino, y no habían olvidado la dirección en que se encontraba. De todos modos se sentían ahora tan a disgusto en aquella depresión alrededor de la piedra, que no tenían la menor intención de quedarse. Empaquetaron con toda la rapidez que les fue posible, los dedos entumecidos por el frío.
Pronto estuvieron conduciendo los poneys en fila por sobre el reborde y descendieron por la falda norte de la loma, hacia el mar de nieblas. A medida que bajaban la niebla se hacía más fría y más húmeda, y los cabellos les colgaban chorreando sobre la frente. Cuando llegaron abajo hacía tanto frío que se detuvieron para sacar mantas y capuchones que pronto se cubrieron de gotas grises. Luego, montando los poneys, continuaron marchando lentamente, siguiendo las subidas y bajadas del terreno. Se encaminaban, o así les parecía, hacia la abertura en forma de puerta que habían visto a la mañana en el extremo norte del largo valle. Una vez allí tenían que continuar en línea recta, tanto como les fuera posible, y llegarían así al Camino. No pensaban en lo que vendría luego, aunque esperaban quizá que más allá de las Quebradas no habría niebla.
La marcha era muy lenta. Para evitar separarse y extraviarse en direcciones diferentes iban todos en fila, con Frodo adelante. Sam marchaba detrás, y luego Pippin, y luego Merry. El valle parecía interminable. De pronto Frodo vio una señal de esperanza. A un lado y a otro una sombra comenzó a asomar en la niebla; y se le ocurrió que estaban acercándose al fin a la abertura entre las colinas, la puerta norte de las Quebradas de los Túmulos. Una vez al otro lado estarían libres.
—¡Adelante! ¡Seguidme! —llamó por encima del hombro, y corrió hacia adelante.
Pero la esperanza se convirtió pronto en alarma y confusión. Las manchas oscuras se oscurecieron todavía más, pero encogiéndose; y de pronto, alzándose ominosas ante él y algo inclinadas la una hacia la otra como pilares de una puerta descabezada, Frodo vio dos piedras enormes clavadas en tierra. No recordaba haber visto ningún signo parecido en el valle, cuando había mirado a la mañana desde lo alto de la loma. Ya había pasado casi entre ellas cuando se dio cuenta, y en ese mismo momento la oscuridad pareció caer alrededor. El poney se encabritó relinchando, y Frodo rodó por el suelo. Cuando miró atrás descubrió que estaba solo; los otros no lo habían seguido.
—¡Sam! —llamó—. ¡Pippin! ¡Merry! ¡Venid! ¿Por qué os quedáis atrás?
No hubo respuesta. Frodo sintió miedo y volvió corriendo entre las piedras, dando gritos: —¡Sam! ¡Sam! ¡Merry! ¡Pippin! —El poney desapareció brincando en la niebla. A lo lejos creyó oír una llamada:– ¡Eh, Frodo, eh! —Venía del este, a la izquierda de las grandes piedras, y Frodo clavó los ojos en la oscuridad, tratando de ver. Al fin echó a andar hacia la voz y se encontró subiendo una cuesta empinada.
Mientras se adelantaba trabajosamente, llamó de nuevo, y continuó llamando cada vez más desesperado, pero durante un tiempo no oyó ninguna respuesta, y luego le llegó débil y lejana, de adelante y por encima de él.
—¡Eh, Frodo! —decían las vocecitas que venían de la bruma: y luego un grito que sonaba como socorro, socorro, repetido muchas veces, y terminando con un último socorroque se arrastró en un largo quejido interrumpido de súbito. Se precipitó tambaleándose hacia los gritos, pero ya no había luz y la noche se había cerrado alrededor, de modo que no era posible orientarse. Le parecía que estaba subiendo todo el tiempo, más y más.
Sólo el cambio en el nivel del suelo le indicó que había llegado a la cima de un cerro o de una loma. Estaba cansado, sudoroso, y sin embargo helado. La oscuridad era completa.
—¿Dónde estáis? —gritó como en un lamento.
Nadie respondió. Frodo se detuvo, escuchando. De pronto cayó en la cuenta de que hacía mucho frío, y que allá arriba se levantaba un viento, un viento helado. El tiempo estaba cambiando. La niebla se dispersaba en andrajos y jirones. El aliento le brotaba como un humo, y las tinieblas parecían menos próximas y espesas. Alzó los ojos y vio con sorpresa que unas estrellas débiles aparecían entre hebras presurosas de niebla y nubes. El viento comenzó a sisear sobre la hierba.
Creyó oír entonces un grito ahogado, y fue hacia él, y mientras avanzaba la niebla se replegó apartándose y descubriendo un cielo estrellado. Una mirada le mostró que estaba ahora cara al sur y sobre una colina redonda a la que había subido desde el norte. El viento penetrante soplaba del este. La sombra negra de un túmulo se destacaba a la derecha sobre el fondo de las estrellas orientales.
—¿Dónde estáis? —gritó de nuevo a la vez irritado y temeroso.
—¡Aquí! —dijo una voz, profunda y fría, que parecía salir del suelo—. ¡Estoy esperándote!
—¡No! —dijo Frodo, pero no echó a correr. Se le doblaron las rodillas y cayó por tierra. Nada ocurrió y no hubo ningún sonido. Alzó los ojos, temblando, a tiempo para ver una figura alta y oscura como una sombra que se recortaba contra las estrellas. La sombra se inclinó. Frodo creyó ver dos ojos fríos, aunque iluminados por una luz débil que parecía venir de muy lejos. En seguida sintió el apretón de una garra más fuerte y fría que el acero. El contacto glacial le heló los huesos, y ya no supo más.
Cuando recobró el conocimiento, lo único que podía recordar era un sentimiento de pavor. De pronto entendió que estaba encerrado, preso sin remedio en el interior de un túmulo. Había caído en las garras de un Tumulario, y sin duda ya estaba sometido a los terribles encantamientos de los Tumularios de los que hablaban las leyendas. No se atrevió a moverse y se quedó como estaba, tendido de espaldas en una piedra fría con las manos sobre el pecho.
Aunque su miedo era tan enorme que parecía confundirse con las tinieblas mismas que lo rodeaban, descubrió así tendido que estaba pensando en Bilbo Bolsón y sus historias, en los paseos que habían hecho juntos por los prados de la Comarca, charlando de caminos y de aventuras. Hay una semilla de coraje oculta (a menudo profundamente, es cierto) en el corazón del más gordo y tímido de los hobbits, esperando a que algún peligro desesperado y último la haga germinar. Frodo no era ni muy gordo ni muy tímido; en verdad, aunque él no lo sabía, Bilbo (y Gandalf) habían opinado que era el mejor hobbit de toda la Comarca. Pensaba haber llegado al fin de su aventura, a un fin terrible, pero este pensamiento lo fortaleció. Sintió que se endurecía, como para un salto final; ya no era más una presa flácida y desvalida.
Tendido allí, pensando y recobrándose, advirtió en seguida que las tinieblas cedían lentamente: una clara luz verdosa crecía alrededor. No le mostró al principio en qué clase de sitio se encontraba, pues era como si la luz saliera del cuerpo y viniera del suelo, y no había alcanzado aún el techo y las paredes. Se volvió, y allí acostados junto a él, a la luz fría, vio a Sam, Pippin y Merry. Estaban de espaldas, vestidos de blanco, y las caras tenían una palidez mortal. Alrededor había muchos tesoros, de oro quizá, aunque en aquella luz parecían fríos y poco atractivos. Llevaban diademas en la cabeza, cadenas de oro alrededor de la cintura, y muchos anillos en los dedos. Había espadas junto a ellos, y escudos a sus pies. Pero sobre los tres cuellos se veía una larga espada desnuda.
De pronto comenzó un canto: un murmullo frío, que subía y bajaba. La voz parecía distante e inconmensurablemente triste; a veces era tenue y flotaba en el aire; a veces venía del suelo como un gemido sordo. En la corriente informe de lastimosos pero horribles sonidos, de cuando en cuando tomaban forma algunas ristras de palabras: penosas, duras, frías, crueles, desdichadas palabras. La noche se quejaba de la mañana que le habían quitado, y el frío maldecía el deseado calor. Frodo estaba helado hasta la médula. Al cabo de un rato el canto se hizo más claro, y con espanto en el corazón Frodo advirtió que era ahora un encantamiento:
Que se te enfríen las manos, el corazón y los huesos,
que se te enfríe el sueño bajo la piedra:
que no despiertes nunca en el lecho de piedra,
hasta que el Sol se apague y la Luna muera.
En el oscuro viento morirán las estrellas,
y que en el oro todavía descanses
hasta que el señor oscuro alce la mano
sobre el océano muerto y la tierra reseca.
Frodo oyó detrás de su cabeza un rasguño y un crujido. Incorporándose sobre un brazo se volvió y vio a la luz pálida que estaban en una especie de pasaje, que detrás de ellos se doblaba en un codo. Allí un brazo largo caminaba a tientas apoyándose en los dedos y venía hacia Sam, que estaba más cerca, y hacia la empuñadura de la espada puesta sobre él.
Al principio Frodo tuvo la impresión de que el encantamiento lo había transformado de veras en piedra. En seguida sintió un deseo furioso de escapar. Se preguntó hasta qué punto, si se ponía el Anillo, el Tumulario dejaría de verlo, y si encontraría entonces un modo de escapar. Se vio a sí mismo corriendo por la hierba, lamentándose por Merry y Sam y Pippin, pero libre y con vida. Gandalf mismo admitiría que no había otra cosa que hacer.
Pero el coraje que había despertado en él era ahora demasiado fuerte: no podía abandonar a sus amigos con tanta facilidad. Titubeó, la mano tanteando el bolsillo, y en seguida luchó de nuevo consigo mismo, mientras el brazo continuaba avanzando. De pronto ya no dudó, y echando mano a una espada corta que había junto a él, se arrodilló inclinándose sobre los cuerpos de sus compañeros. Alzó la espada y la descargó con fuerza sobre el brazo, cerca de la muñeca; la mano se desprendió, pero el arma voló en pedazos hasta la empuñadura. Hubo un grito penetrante y la luz se apagó. Un gruñido resonó en la oscuridad.
Frodo cayó hacia delante, sobre Merry, y la cara de Merry estaba fría. Luego recordó; lo había olvidado desde la primera aparición de la niebla, pero ahora recordaba de nuevo: la casa al pie de la colina, y el canto de Tom. Recordó los versos que Tom les había enseñado. Con una vocecita desesperada se puso a cantar: – ¡Oh, Tom Bombadil!—y al pronunciar el nombre la voz se le hizo más fuerte, y se alzó animada y plena, y en el recinto oscuro se oyó como un eco de trompetas y tambores.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,
por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!
¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!
Hubo un repentino y profundo silencio, y Frodo alcanzó a oír los latidos de su propio corazón. Al cabo de un rato largo y lento, le llegó claramente, pero de muy lejos, como a través de la tierra o unas gruesas paredes, una voz que respondía cantando:
El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo,
de chaqueta azul brillante y zapatos amarillos.
Nadie lo ha atrapado nunca, Tom Bombadil es el amo:
sus canciones son más fuertes, y sus pasos son más rápidos.
Se oyó un ruido atronador, como de piedras que caen rodando, y de pronto la luz entró a raudales, luz verdadera, la pura luz del día. Una abertura baja parecida a una puerta apareció en el extremo de la cámara, más allá de los pies de Frodo; y allí estaba la cabeza de Tom (con sombrero, pluma y el resto), recortada en la luz roja del sol que se alzaba detrás. La luz inundó el piso y las caras de los tres hobbits acostados junto a Frodo. No se movían aún, pero habían perdido aquel tinte enfermizo. Ahora sólo parecía que estuvieran sumidos en un sueño profundo.