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La Comunidad del Anillo
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Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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—¿No hay entonces modo de escapar? —le dijo Frodo mirando atentamente a su alrededor—. Si me muevo, ¡me verán y perseguirán! Si me quedo, ¡los atraeré inexorablemente!

Trancos le puso una mano en el hombro.

—Hay todavía esperanzas —dijo—. No estás solo. Hagamos que esta leña arda como una señal. No hay aquí ni reparo ni defensa, pero el fuego nos servirá como protección. Sauron puede utilizar el fuego para malos designios, como cualquier otra cosa, pero a los Jinetes no les agrada, y temen a quienes lo manejan. En las tierras salvajes el fuego es nuestro amigo.

—Quizá —murmuró Sam—. Valdrá tanto como decir «aquí estamos» llamando a gritos.


En lo más profundo de la cañada y en el rincón más abrigado, encendieron un fuego y prepararon una comida. Las sombras de la noche empezaban a caer y el frío aumentaba. Advirtieron de pronto que tenían mucha hambre, pues no habían comido nada desde el desayuno, pero no se atrevieron a preparar otra cosa que una cena frugal. En la región que se extendía ante ellos no había más que pájaros y bestias salvajes; lugares inhóspitos abandonados por todas las razas del mundo. Los Montaraces se aventuraban a veces más allá de las colinas, pero eran poco numerosos, y no se demoraban allí mucho tiempo. Había otras pocas gentes errantes, de índole maligna: trolls que descendían a veces de los valles septentrionales de las Montañas Nubladas. Los viajeros iban todos por el Camino, enanos casi siempre, que pasaban de prisa ocupados en sus propios asuntos, y que no se detenían a hablar o ayudar a gente extraña.

—No sé cómo haremos para no agotar las provisiones —dijo Frodo—. Nos hemos cuidado bastante en los últimos días, y esta comida no es por cierto un festín, pero si todavía nos quedan dos semanas, y quizá más, hemos consumido demasiado.

—No falta comida en el desierto —dijo Trancos—: bayas, raíces, hierbas, y tengo algunas habilidades como cazador en apuros. No hay por qué temer que nos muramos de hambre antes que llegue el invierno. Pero buscar y recoger comida es un trabajo largo y fatigoso, y tenemos prisa. De modo que apretaos los cinturones, ¡y pensad con esperanza en las mesas de la casa de Elrond!

El frío aumentaba junto con la oscuridad. Espiando desde los bordes de la cañada no veían otra cosa que una tierra gris, que ahora se borraba rápidamente hundiéndose en las sombras. El cielo había aclarado de nuevo, puntuado por estrellas centelleantes, más numerosas cada vez. Frodo y los demás se apretaban alrededor del fuego, envueltos en todas las ropas y mantas disponibles, pero Trancos se contentaba con una capa y estaba sentado un poco aparte, aspirando pensativo el humo de la pipa.

Cuando caía la noche y el fuego comenzó a arder con llamas brillantes, Trancos se puso a contarles historias a los hobbits, para distraerlos y que olvidaran el miedo. Conocía muchas historias y leyendas de otras épocas, de Elfos y Hombres, y de los acontecimientos fastos y nefastos de los Días Antiguos. Los hobbits se preguntaban cuántos años tendría, y dónde habría aprendido todo esto.

—Cuéntanos de Gil-galad —dijo Merry de pronto, cuando Trancos concluyó una historia acerca del Reino de los Elfos e hizo una pausa—. ¿Sabes algo más de esa vieja balada de que hablaste?

—Sí, por cierto —respondió Trancos—. Y también Frodo, pues el asunto nos concierne de veras.

Merry y Pippin miraron a Frodo que clavaba los ojos en el fuego.

—Sólo sé lo poco que me contó Gandalf —dijo Frodo lentamente—. Gil-galad fue el último de los grandes Reyes Elfos de la Tierra Media. Gil-galad significa Luz de las Estrellasen la lengua de los Elfos. Junto con Elendil, el amigo de los Elfos, se encaminó al país de...

—¡No! —dijo Trancos interrumpiendo—. No creo que la historia haya de ser contada ahora, con los sirvientes del Enemigo a mano. Si alcanzamos a llegar a la casa de Elrond, podréis oírla allí, desde el principio hasta el fin.

—Entonces cuéntanos alguna otra historia de los viejos días —suplicó Sam—, una historia de los Elfos antes de la declinación. Me gustaría tanto oír más de los Elfos; parece que la oscuridad se cerrara sobre nosotros desde todos lados.

—Os contaré la historia de Tinúviel —dijo Trancos—. Resumida, pues es un cuento largo del que no se conoce el fin; y no hay nadie en estos días excepto Elrond que lo recuerde tal como lo contaban antaño. Es una historia hermosa, aunque triste, como todas las historias de la Tierra Media, y sin embargo quizá alivie vuestros corazones.

Trancos calló un tiempo, y al fin no habló, pero entonó dulcemente:


Las hojas eran largas, la hierba era verde

las umbelas de los abetos altas y hermosas,

y en el claro se vio una luz

de estrellas en la sombra centelleante.

Tinúviel bailaba allí,

a la música de una flauta invisible,

con una luz de estrellas en los cabellos,

y en las vestiduras brillantes.


Allí llegó Beren desde los montes fríos,

y anduvo extraviado entre las hojas,

y donde rodaba el Río de los Elfos,

iba afligido a solas.

Espió entre las hojas del abeto

y vio maravillado unas flores de oro

sobre el manto y las mangas de la joven,

y el cabello la seguía como una sombra.


El encantamiento le reanimó los pies

condenados a errar por las colinas,

y se precipitó, vigoroso y rápido,

a alcanzar los rayos de la luna.

Entre los bosques del hogar de los Elfos

ella huyó levemente con pies que bailaban,

y lo dejó a solas errando todavía

escuchando en la floresta callada.


Allí escuchó a menudo el sonido volante

de los pies tan ligeros como hojas de tilo

o la música que fluye bajo tierra

y gorjea en huecos ocultos.

Ahora yacen marchitas las hojas del abeto,

y una por una suspirando

caen las hojas de las hayas

oscilando en el bosque de invierno.


La siguió siempre, caminando muy lejos

las hojas de los años eran una alfombra espesa,

a la luz de la luna y a los rayos de las estrellas

que temblaban en los cielos helados.

El manto de la joven brillaba a la luz de la luna

mientras allá muy lejos en la cima

ella bailaba, llevando alrededor de los pies

una bruma de plata estremecida.


Cuando el invierno hubo pasado, ella volvió,

y como una alondra que sube y una lluvia que cae

y un agua que se funde en burbujas

su canto liberó la repentina primavera.

Él vio brotar las flores de los Elfos

a los pies de la joven, y curado otra vez

esperó que ella bailara y cantara

sobre los prados de hierbas.


De nuevo ella huyó, pero él vino rápidamente,

¡Tinúviel! ¡Tinúviel!

La llamó por su nombre élfico

y ella se detuvo entonces, escuchando.

Se quedó allí un instante,

y la voz de él fue como un encantamiento,

y el destino cayó sobre Tinúviel

y centelleando se abandonó a sus brazos.


Mientras Beren la miraba a los ojos

entre las sombras de los cabellos

vio brillar allí en un espejo

la luz temblorosa de las estrellas.

Tinúviel la belleza élfica,

doncella inmortal de sabiduría élfica

lo envolvió con una sombría cabellera

y brazos de plata resplandeciente.


Larga fue la ruta que les trazó el destino

sobre montañas pedregosas, grises y frías,

por habitaciones de hierro y puertas de sombra

y florestas nocturnas sin mañana.

Los mares que separan se extendieron entre ellos,

y sin embargo al fin de nuevo se encontraron

y en el bosque cantando sin tristeza

desaparecieron hace ya muchos años.



Trancos suspiró e hizo una pausa antes de hablar otra vez.

—Ésta es una canción —dijo– en el estilo que los Elfos llaman ann-thennath, mas es difícil de traducir a la Lengua Común, y lo que he cantado es apenas un eco muy tosco. La canción habla del encuentro de Beren, hijo de Barahir, y Lúthien Tinúviel. Beren era un hombre mortal, pero Lúthien era hija de Thingol, un rey de los Elfos en la Tierra Media, cuando el mundo era joven; y ella era la doncella más hermosa que hubiese existido alguna vez entre todas las niñas de este mundo. Como las estrellas sobre las nieblas de las tierras del norte, así era la belleza de Lúthien, de rostro de luz. En aquellos días, el Gran Enemigo, de quien Sauron de Mordor no era más que un siervo, residía en Angband en el Norte, y los Elfos del Oeste que venían de la Tierra Media le hicieron la guerra para recobrar los Silmarils que él había robado, y los padres de los Hombres ayudaron a los Elfos. Pero el Enemigo obtuvo la victoria y Barahir murió, y Beren, escapando de grave peligro, franqueó las Montañas del Terror y pasó al reino oculto de Thingol en la floresta de Neldoreth. Allí descubrió a Lúthien, que cantaba y bailaba en un claro junto al Esgalduin, el río encantado; y la llamó Tinúviel, es decir, Ruiseñor en lengua antigua. Muchas penas cayeron sobre ellos desde entonces, y estuvieron mucho tiempo separados. Tinúviel libró a Beren de los calabozos de Sauron, y juntos pasaron por grandes riesgos, y hasta arrebataron el trono al Gran Enemigo, y le sacaron de la corona de hierro uno de los tres Silmarils, la más brillante de todas las joyas, y que fue regalo de bodas para Lúthien, de su padre Thingol. Al fin el Lobo, que vino de las puertas de Angband, mató a Beren que murió en brazos de Tinúviel. Pero ella eligió la mortalidad, y morir para el mundo, para así poder seguirlo, y aún se canta que se encontraron más allá de los Mares Revueltos, y que luego de haber marchado un tiempo vivos otra vez por los bosques verdes, se alejaron juntos, hace muchos años, más allá de los confines de este mundo. Así es que Lúthien murió realmente y dejó el mundo, sólo ella de toda la raza élfica, y así perdieron lo que más amaban. Pero por ella la línea de los antiguos señores Elfos descendió entre los Hombres. Viven todavía, aquellos de quienes Lúthien fue la antecesora, y se dice que esta raza no se extinguirá nunca. Elrond de Rivendel pertenece a esa especie. Pues de Beren y Lúthien nació el heredero de Thingol, Dior; y de él, Elwing la Blanca, que se casó con Eärendil, quien navegó más allá de las nieblas del mundo internándose en los mares del cielo, llevando el Silmaril en la frente. Y de Eärendil descendieron los Reyes de Númenor, es decir Oesternesse.

Mientras Trancos hablaba, los hobbits le observaban la cara extraña y vehemente, apenas iluminada por el rojo resplandor de la hoguera. Le brillaban los ojos, y la voz era cálida y profunda. Por encima de él se extendía un cielo negro y estrellado. De pronto una luz pálida apareció sobre la Cima de los Vientos, detrás de Trancos. La luna creciente subía poco a poco, y la colina echaba sombra, y las estrellas se desvanecieron en lo alto.

El cuento había concluido. Los hobbits se movieron y estiraron.

—Mirad —dijo Merry—. La luna sube. Está haciéndose tarde.

Los otros alzaron los ojos. En ese momento vieron una silueta pequeña y sombría, que se recortaba a la luz de la luna, sobre la cima del monte. Quizá no era más que una piedra grande o un saliente de roca visible a la luz pálida.

Sam y Merry se pusieron de pie y se alejaron de la hoguera. Frodo y Pippin se quedaron sentados y en silencio. Trancos observaba atentamente la luz de la luna sobre la colina. Todo parecía tranquilo y silencioso, pero Frodo sintió que un miedo frío le invadía el corazón, ahora que Trancos ya no hablaba. Se acurrucó acercándose al fuego. En ese momento Sam volvió corriendo desde el borde de la cañada.

—No sé qué es —dijo—, pero de pronto sentí miedo. No saldría de este agujero por todo el oro del mundo. Sentí que algo trepaba arrastrándose por la pendiente.

—¿No viste nada? —preguntó Frodo incorporándose de un salto.

—No, señor Frodo. No vi nada, pero no me detuve a mirar.

—Yo vi algo —dijo Merry—, o así me pareció. Lejos hacia el oeste donde la luz de la luna caía en los llanos, más allá de las sombras de los picos, creí ver dos o tres sombras negras. Parecían moverse hacia aquí.

—¡Acercaos todos al fuego, con las caras hacia fuera! —gritó Trancos—. ¡Tened listos los palos más largos!

Durante un tiempo en que apenas se atrevían a respirar estuvieron allí, alertas y en silencio, de espaldas a la hoguera, mirando las sombras que los rodeaban. Nada ocurrió. No había ningún ruido ni ningún movimiento en la noche. Frodo cambió de posición; tenía que romper el silencio, y gritar.

—¡Calla! —murmuró Trancos.

—¿Qué es eso? —jadeó Pippin al mismo tiempo.

Sobre el borde de la pequeña cañada, del lado opuesto a la colina, sintieron, más que vieron, que se alzaba una sombra, una sombra o más. Miraron con atención y les pareció que las sombras crecían. Pronto no hubo ninguna duda: tres o cuatro figuras altas estaban allí, de pie en la pendiente, mirándolos. Tan negras eran que parecían agujeros negros en la sombra oscura que los circundaba. Frodo creyó oír un débil siseo, como un aliento venenoso, y sintió que se le helaban los huesos. En seguida las sombras avanzaron lentamente.

El terror dominó a Pippin y a Merry que se arrojaron de cara al suelo. Sam se encogió junto a Frodo. Frodo estaba apenas menos aterrorizado que los demás; temblaba de pies a cabeza, como atacado por un frío intenso, pero la repentina tentación de ponerse en seguida el Anillo se sobrepuso a todo, y ya no pudo pensar en otra cosa. No había olvidado las Quebradas, ni el aviso de Gandalf pero algo parecía impulsarlo a desoír todas las advertencias, y dejarse llevar. No con la esperanza de huir, o de obtener algo, malo o bueno. Sentía simplemente que tenía que sacar el Anillo y ponérselo en el dedo. No podía hablar. Sabía que Sam lo miraba, como dándose cuenta de que su amo pasaba en ese momento por una prueba muy dura, pero no era capaz de volverse hacia él. Cerró los ojos y luchó un rato y al fin la resistencia se hizo insoportable, y tiró lentamente de la cadena y se deslizó el Anillo en el índice de la mano izquierda.

Inmediatamente, aunque todo lo demás continuó como antes, indistinto y sombrío, las sombras se hicieron terriblemente nítidas. Podía verlas ahora bajo las negras envolturas. Eran cinco figuras altas: dos de pie al borde de la concavidad, tres avanzando. En las caras blancas ardían unos ojos penetrantes y despiadados; bajo los mantos llevaban unas vestiduras largas y grises; yelmos de plata cubrían las cabelleras canosas, y las manos macilentas sostenían espadas de acero. Los ojos cayeron sobre Frodo y lo traspasaron, las figuras se precipitaron hacia él. Desesperado, Frodo sacó la espada, y le pareció que emitía una luz roja y vacilante, como un tizón encendido. Dos de las figuras se detuvieron. La tercera era más alta que las otras; tenía una cabellera brillante y larga, y sobre el yelmo llevaba una corona. En una mano sostenía una espada, y en la otra un cuchillo, y tanto el cuchillo como la mano resplandecían con una pálida luz. La forma acometió, echándose sobre Frodo.

En ese momento Frodo se arrojó al suelo y se oyó gritar en voz alta: ¡O Elbereth! ¡Gilthoniel!Al mismo tiempo lanzó un golpe contra los pies del enemigo. Un grito agudo se elevó en la noche; y Frodo sintió un dolor, como si un dardo de hielo envenenado le hubiese traspasado el hombro izquierdo. En el mismo instante en que perdía el conocimiento, y como a través de un torbellino de niebla, alcanzó a ver a Trancos que salía saltando de la oscuridad, esgrimiendo un tizón ardiente en cada mano. Haciendo un último esfuerzo, Frodo se sacó el Anillo del dedo y lo apretó en la mano derecha.


12



HUYENDO HACIA EL VADO



Cuando Frodo volvió en sí, aún aferraba desesperadamente el Anillo. Estaba tendido junto al fuego, que había sido alimentado y ardía ahora con una luz brillante. Los tres hobbits se inclinaban sobre él.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está el rey pálido? —preguntó Frodo, aturdido.

Los otros estaban tan contentos de oírlo hablar que no le contestaron en seguida, y no entendieron qué les preguntaba. Al fin Frodo supo por Sam que no habían visto otra cosa que unas formas confusas y sombrías que venían hacia ellos. De pronto, horrorizado, Sam advirtió que su amo había desaparecido, y en ese momento una sombra negra pasó precipitadamente, muy cerca, y él cayó al suelo. Oía la voz de Frodo, pero parecía venir de muy lejos, o de las profundidades de la tierra, gritando palabras extrañas. No habían visto más, hasta que tropezaron con el cuerpo de Frodo, que yacía como muerto, la cara apretada contra la hierba. Trancos les ordenó que lo levantaran y lo acostaran junto al fuego, y poco después desapareció. Desde entonces había pasado un buen rato.

Sam, evidentemente, comenzaba a tener nuevas dudas a propósito de Trancos, pero mientras hablaba el Montaraz reapareció de pronto, saliendo de las sombras. Los hobbits se sobresaltaron, y Sam desenvainó la espada y cubrió a Frodo, pero Trancos se agachó rápidamente junto a él.

—No soy un Jinete Negro, Sam —le dijo gentilmente—, ni estoy ligado a ellos. He estado tratando de descubrir dónde se han metido, pero sin resultado alguno. No alcanzo a entender por qué se han ido y no han vuelto a atacarnos. Pero no hay señales de que anden cerca.

Cuando oyó lo que Frodo tenía que decirle, se mostró de veras preocupado, y meneó la cabeza y suspiró. Luego les ordenó a Pippin y Merry que calentaran la mayor cantidad de agua que fuera posible en las pequeñas marmitas y que le lavaran la herida.

—¡Mantened el fuego encendido y cuidad de que Frodo no se enfríe! —dijo. Luego se incorporó y se alejó, llamando a Sam—. Creo que ahora entiendo mejor —dijo en voz baja—. Parece que los enemigos eran sólo cinco. Por qué no estaban todos aquí, no lo sé, pero no creo que esperaran encontrar resistencia. Por el momento se han retirado, aunque temo que no muy lejos. Regresarán otra noche, si no logramos huir. Ahora se contentan con esperar, pues piensan que ya casi han conseguido lo que desean, y que el Anillo no podrá escapárseles. Me temo Sam, que imaginan que tu amo ha recibido una herida mortal, que lo someterá a lo que ellos decidan. ¡Ya veremos!

Sam sintió que el llanto lo sofocaba.

—¡No desesperes! —dijo Trancos—. Confía en mí ahora. Tu Frodo es de una pasta más firme de lo que yo pensaba, aunque Gandalf ya me lo había insinuado. No está muerto, y creo que resistirá el poder maligno de la herida mucho más de lo que sus enemigos suponen. Haré todo lo que esté a mi alcance para ayudarlo y curarlo. ¡Cuídalo bien en mi ausencia!

Se volvió rápidamente desapareciendo de nuevo entre las sombras.


Frodo dormitaba, aunque el dolor que le causaba la herida no dejaba de aumentar, y un frío mortal se le extendía desde el hombro hasta el brazo y el costado. Los tres hobbits lo cuidaban, calentándolo y lavándole la herida. La noche pasó lenta y tediosa. El alba crecía en el cielo y una luz gris invadía la cañada, cuando Trancos volvió al fin.

—¡Mirad! —gritó, e inclinándose levantó del suelo una túnica negra que había quedado allí oculta en la oscuridad. Había un desgarrón en la tela, un poco por encima del borde inferior—. La marca de la espada de Frodo —dijo—. El único daño que le causó al enemigo, temo, pues es invulnerable, y las espadas que traspasan a ese rey terrible caen destruidas. Más mortal para él fue el nombre de Elbereth. ¡Y más mortal para Frodo fue esto!

Se agachó de nuevo y tomó un cuchillo largo y delgado. La hoja tenía un brillo frío. Cuando Trancos lo levantó vieron que el borde del extremo estaba mellado, y la punta rota. Pero mientras aún lo sostenía a la luz creciente, observaron asombrados que la hoja parecía fundirse y que se desvanecía en el aire como una humareda, no dejando más que la empuñadura en la mano de Trancos. —¡Ay! —gritó—. Fue este maldito puñal el que ha infligido la herida. Pocos tienen ahora el poder de curar el daño causado por armas tan maléficas. Pero haré todo lo que esté a mi alcance.

Se sentó en el suelo, y tomando la empuñadura del arma se la puso en las rodillas y le cantó una lenta canción en una lengua extraña. En seguida, poniéndola a un lado, se volvió a Frodo y pronunció en voz baja unas palabras que los otros no llegaron a entender. Del saco pequeño que llevaba a la cintura extrajo las hojas largas de una planta.

—Estas hojas —dijo—, caminé mucho para encontrarlas, pues la planta no crece en las lomas desnudas, sino entre los matorrales de allá lejos al sur del Camino; las encontré en la oscuridad por el olor. —Estrujó entre los dedos una hoja, que difundió una fragancia dulce y fuerte—. Fue una suerte que la haya encontrado, pues es una planta medicinal que los Hombres del Oeste trajeron a la Tierra Media. Athelasla llamaron, y ahora sólo crece en los sitios donde ellos acamparon o vivieron hace tiempo; y no se la conoce en el norte excepto por aquellos que frecuentan las tierras salvajes. Tiene grandes virtudes curativas, pero en una herida semejante quizá sean insuficientes.

Trancos echó las hojas en el agua hirviente y le lavó el hombro a Frodo. El aroma del vapor era refrescante, y los otros tres hobbits sintieron que les calmaba y aclaraba las mentes. La hierba actuaba además sobre la herida, pues Frodo notó que le disminuía el dolor, y también aquella sensación de frío que tenía en el costado; pero el brazo continuaba como sin vida, y no podía alzar la mano o mover los dedos. Lamentaba amargamente su propia necedad, y se reprochaba no haberse mostrado más firme pues comprendía ahora que al ponerse el Anillo no había obedecido a sus propios deseos sino a las órdenes imperiosas de los enemigos. Se preguntaba si no quedaría lisiado para siempre, y cómo se las arreglarían para proseguir el viaje. Se sentía tan débil que ni siquiera podía ponerse de pie.

Los otros discutían este mismo problema. Decidieron rápidamente dejar la Cima de los Vientos tan pronto como fuera posible.

—Pienso ahora —dijo Trancos– que el enemigo ha estado vigilando este sitio desde hace varios días. Si Gandalf llega a venir por aquí, tiene que haberse visto obligado a escapar, y no volverá. De todos modos, y luego del ataque de anoche, correríamos grave peligro aquí si nos quedamos después de que oscurezca, y la situación no podría ser peor para nosotros en cualquier otro lugar.

Tan pronto como se hizo de día se prepararon una comida frugal y empacaron. Como Frodo no podía caminar, dividieron la mayor parte del equipaje entre los cuatro y montaron a Frodo en el poney. En los últimos pocos días la pobre bestia había mejorado de modo notable; ya parecía más gorda y fuerte, y había comenzado a mostrar afecto a sus nuevos dueños, sobre todo a Sam. El trato que había recibido de Bill Helechal tenía que haber sido muy duro para que un viaje por tierras salvajes le pareciera mucho mejor que la vida anterior.

Partieron en dirección sur. Esto significaba cruzar el Camino, pero era el modo más rápido de llegar a regiones más arboladas. Y necesitaban combustible, pues Trancos decía que Frodo tenía que estar abrigado, especialmente por la noche, y además el fuego serviría para protegerlos a todos. Planeaba también abreviar el trayecto cortando a través de otra gran vuelta del Camino; al este, más allá de la Cima de los Vientos, la ruta cambiaba de curso describiendo una amplia curva hacia el norte.


Marcharon lenta y precavidamente bordeando las faldas del sudoeste de la colina, y no tardaron en llegar al borde del Camino. No había señales de los Jinetes. Pero en el mismo momento en que cruzaban de prisa alcanzaron a oír dos gritos lejanos: una voz fría que llamaba y una voz fría que respondía. Temblando se precipitaron hacia los matorrales que crecían al otro lado. El terreno descendía allí en pendiente hacia el sur, salvaje y sin ninguna senda; unos arbustos y árboles raquíticos crecían en grupos apretados en medio de amplios espacios desnudos. La hierba era escasa, dura y gris; y los matorrales perdían las hojas secas. Era una tierra desolada, y el viaje se hacía lento y triste. Marchaban penosamente y hablaban poco. Frodo observaba acongojado cómo caminaban junto a él, cabizbajos, inclinados bajo el peso de los bultos. Hasta el mismo Trancos parecía cansado y abatido.

Antes que terminara la primera jornada el dolor de Frodo se acrecentó de nuevo, pero él tardó en quejarse. Pasaron cuatro días y ni el terreno ni el escenario cambiaron mucho, aunque detrás de ellos la Cima de los Vientos bajaba lentamente, y delante de ellos subían las montañas lejanas. Pero luego de aquellos gritos distantes no habían visto ni oído nada que indicara que el enemigo anduviese cerca, o estuviera siguiéndolos. Temían las horas de oscuridad, y montaban guardia en parejas, esperando ver en cualquier momento unas sombras negras que se adelantaban en la noche gris, débilmente iluminada por la luna velada de nubes; pero no veían nada, y no oían otro sonido que el de las hojas secas y la hierba. Ni una sola vez tuvieron aquella impresión de peligro inminente que los había asaltado en la cañada antes del ataque. No se atrevían a suponer que los Jinetes les hubiesen perdido de nuevo el rastro. ¿Esperarían quizá tenderles una emboscada en algún sitio estrecho?

Al fin del quinto día el terreno comenzó una vez más a elevarse lentamente, saliendo del valle bajo y amplio al que habían descendido. Trancos los guió hacia el nordeste, y en el sexto día llegaron a lo alto de una loma y vieron a la distancia un grupo de colinas boscosas. Allá abajo el Camino bordeaba el pie de las colinas, y a la derecha un rió gris brillaba pálidamente a la débil luz del sol. A lo lejos corría otro río por un valle pedregoso, entre jirones de bruma.

—Temo que ahora tengamos que volver un rato al Camino —dijo Trancos—. Hemos llegado al Río Fontegrís, que los Elfos llaman Mitheithel. Desciende de los Páramos de Etten, la tierra de los trolls al norte de Rivendel, y en el sur allá lejos se une al Sonorona. De ahí en adelante algunos lo llaman Aguada Gris. Es una gran extensión de agua antes de llegar al Mar. No hay otro modo de cruzarlo desde que nace en los Páramos de Etten que el Puente Último sobre el Camino.

—¿Cuál es aquel otro río allá a lo lejos? —preguntó Merry.

—El Sonorona, el Bruinen de Rivendel —respondió Trancos—. El Camino bordea las colinas durante varias leguas, desde el Puente hasta el Vado del Bruinen. Aún no he pensado cómo lo cruzaremos. ¡Un río por vez! Tendremos bastante suerte en verdad si no encontramos algún obstáculo en el Puente Último.


Al otro día, temprano de mañana, descendieron de nuevo al Camino. Sam y Trancos fueron adelante, pero no encontraron señales de viajeros o jinetes. Aquí, a la sombra de las colinas, había llovido bastante. Trancos opinó que el agua había caído dos días atrás, borrando todas las huellas. Desde entonces no había pasado ningún jinete, o así parecía al menos.

Avanzaron rápidamente y luego de una milla o dos vieron ante ellos el Puente Último, al pie de una cuesta empinada y breve. Bajaron temiendo que unas sombras negras los esperasen allí, pero no vieron nada. Trancos hizo que se ocultaran detrás de unas matas a la vera del Camino y se adelantó a explorar.

No mucho después volvió apresuradamente.

—Ningún enemigo a la vista —dijo—, y no entiendo por qué. Pero descubrí algo muy extraño.

Tendió la mano y mostró una piedra de color verde pálido. —La encontré en el barro, en medio del Puente —dijo—. Es un berilo, una piedra élfica. No podría decir si la pusieron allí, o si alguien la perdió, pero me da cierta esperanza. Diría que es un signo de que podemos cruzar el Puente, pero no me atrevería a seguir por el Camino sin otra indicación más clara.

Partieron de nuevo en seguida. Atravesaron el Puente sanos y salvos, sin oír otro sonido que el de las aguas arremolinadas bajo los tres grandes arcos. Una milla más allá llegaron a una hondonada estrecha que llevaba al norte cruzando las tierras escarpadas a la izquierda del Camino. Aquí Trancos dobló a un lado y casi en seguida se encontraron en una región sombría de árboles oscuros que serpeaban al pie de unas lomas adustas.

Los hobbits se alegraron de dejar atrás las tierras desoladas y los peligros del Camino, pero esta nueva región parecía amenazadora e inamistosa. Las colinas iban creciendo ante ellos. Aquí y allá, sobre alturas y crestas, vislumbraban unos antiguos muros de piedra y ruinas de torres de ominoso aspecto. Frodo, que no caminaba, tenía tiempo de mirar adelante y pensar. Recordaba los relatos de Bilbo y las torres amenazadoras que se alzaban en los montes al norte del Camino, en las proximidades del Bosque de los Trolls donde se le había presentado el primer incidente serio del viaje. Frodo adivinó que se encontraban ahora en la misma región, y se preguntó si no pasarían casualmente por el mismo sitio.

—¿Quién vive en estas tierras? —preguntó—. ¿Y quién edificó esas torres? ¿Es éste el País de los Trolls?

—No —dijo Trancos—. Los trolls no construyen. Nadie vive aquí. En otro tiempo moraron Hombres, pero hoy no queda ninguno. Fueron gente mala, así dice la leyenda, pues cayeron bajo la sombra de Angmar. Pero todos murieron en la guerra que acabó con el Reino del Norte. Hace ya tanto tiempo que las colinas han olvidado, aunque una sombra se extiende aún sobre el país.

—¿Dónde aprendiste esas historias si toda la región está desierta y olvidada? —preguntó Peregrin—. Los pájaros y las bestias no cuentan historias de esa especie.

—Los herederos de Elendil no olvidaron el pasado —dijo Trancos—, y sé de otros muchos asuntos que aún se recuerdan en Rivendel.

—¿Has estado con frecuencia en Rivendel? —le dijo Frodo.

—Sí —respondió Trancos—, viví allí un tiempo, y vuelvo siempre que puedo. Mi corazón está allí, pero mi destino no es vivir en paz, ni siquiera en la hermosa casa de Elrond.


Las colinas comenzaron a cercarlos. Del otro lado, el Camino seguía bordeando el Río Bruinen, pero ambos estaban ocultos ahora. Al fin entraron en un valle largo, estrecho, profundo, sombrío y silencioso. Unos árboles de viejas y retorcidas raíces colgaban de los riscos y se amontonaban detrás en laderas de pinos.

Los hobbits estaban muy cansados y avanzaban lentamente, abriéndose paso entre rocas y árboles caídos. Trataban de evitar todo lo posible los terrenos escarpados, en beneficio de Frodo, y era en verdad difícil encontrar un camino que los ayudara a escalar las paredes de los valles. Llevaban dos días caminando por esta región cuando empezó a llover. El viento sopló del oeste vertiendo el agua de los mares lejanos sobre las cabezas oscuras de las lomas en una penetrante llovizna. Cuando llegó la noche estaban calados hasta los huesos, y no les sirvió de mucho acampar, pues no pudieron encender ningún fuego. Al día siguiente los montes se hicieron todavía más altos y escarpados, y se vieron obligados a desviarse de la ruta doblando hacia el norte. Trancos parecía cada vez más inquieto; habían pasado diez días desde que dejaran atrás la Cima de los Vientos y las provisiones comenzaban a escasear. La lluvia no amainaba.


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