Текст книги "La Comunidad del Anillo"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Frodo miraba hacia delante, y de pronto vio dos rocas que se acercaban desde lejos: parecían dos grandes pináculos o pilares de piedra. Altas, verticales, amenazadoras, se erguían a ambos lados del Río. Una estrecha abertura apareció entre ellas, y el Río arrastró hacia allí las barcas.
—¡Mirad los Argonath, los Pilares de los Reyes! —gritó Aragorn—. Los cruzaremos pronto. ¡Mantened las barcas en fila, y tan apartadas como sea posible! ¡Siempre por el medio de la corriente!
Frodo, arrastrado por las aguas, sintió que las dos torres se adelantaban a recibirlo. Eran unas formas gigantescas, vastas figuras grises, mudas pero peligrosas. En seguida vio que los pilares eran en verdad unas tallas enormes, que el arte y los antiguos poderes habían trabajado en ellos, y que a pesar de los soles y las lluvias de años olvidados todavía seguían siendo unas poderosas imágenes. Sobre unos grandes pedestales apoyados en el fondo de las aguas se levantaban dos grandes reyes de piedra: los ojos velados bajo unas cejas hendidas aún miraban ceñudamente al norte. Los dos adelantaban la mano izquierda, mostrando la palma en un ademán de advertencia; en la mano derecha tenían un hacha, y sobre la cabeza llevaban un casco y una corona desmoronados. Aún daban impresión de poder y majestad, guardianes silenciosos de un reino desaparecido hacía tiempo. Frodo se sintió invadido por un temor reverente, y se encogió cerrando los ojos, sin atreverse a mirar mientras la barca se acercaba. Hasta Boromir inclinó la cabeza cuando las embarcaciones pasaron en un torbellino, como hojitas frágiles y voladizas, a la sombra permanente de los centinelas de Númenor. Así cruzaron la abertura oscura de las Puertas.
Los terribles acantilados se alzaban ahora a cada lado a alturas inescrutables. El cielo pálido parecía estar muy lejos. Las aguas negras rugían y resonaban, y un viento chillaba sobre ellas. Frodo, la cabeza entre las rodillas, oyó a Sam gruñir y murmurar delante.
—¡Qué sitio! ¡Qué sitio horrible! ¡Que pueda yo salir de este bote y nunca volveré a mojarme los pies en un charco, y menos en un río!
—¡No temas! —dijo una voz extraña, detrás de él.
Frodo se volvió y vio a Trancos, y sin embargo no era Trancos, pues el curtido Montaraz ya no estaba allí. En la popa venía sentado Aragorn hijo de Arathorn, orgulloso y erguido, guiando la barca con hábiles golpes de pala; se había echado atrás la capucha, los cabellos negros le flotaban al viento, y tenía una luz en los ojos: un rey que vuelve del exilio.
—¡No temas! —repitió—. Durante muchos años anhelé contemplar las imágenes de Isildur y Anárion, mis señores de otro tiempo. A la sombra de estos señores, Elessar, Piedra de Elfo, hijo de Arathorn de la Casa de Valandil hijo de Isildur, heredero de Elendil, ¡no tiene nada que temer!
En seguida la luz se le apagó en los ojos y Aragorn dijo como hablándose a sí mismo: —¡Ah, si ahora Gandalf estuviera aquí! ¡Qué nostalgia tengo de Minas Anor y las murallas de mi ciudad! ¿A dónde iré ahora?
El paso era largo y oscuro, y había allí un ruido de viento, de aguas torrentosas y de ecos que resonaban en las paredes de piedra. Describía una curva hacia el oeste, de modo que al principio todo era oscuro adelante, pero Frodo vio luego una alta brecha luminosa, que crecía con rapidez. De pronto las barcas salieron precipitadas a una luz vasta y clara.
El sol, que ya había dejado muy atrás el mediodía, brillaba en un cielo ventoso. Las aguas se extendían ahora en un largo lago oval, el pálido Nen Hithoel, rodeado de colinas grises y abruptas; las faldas estaban cubiertas de árboles, pero las cimas desnudas brillaban fríamente a la luz del sol. En el extremo sur había tres picos. El del medio se inclinaba un poco hacia delante, apartándose de los otros: una isla en medio del agua, entre los brazos pálidos y centelleantes del Río. De lejos venía un rugido profundo, como un trueno distante.
—¡Mirad el Tol Brandir! —dijo Aragorn señalando el pico alto del sur—. A la izquierda se alza el Amon Lhaw y a la derecha el Amon Hen, las colinas del Oído y de la Vista. En los días de los grandes reyes había sitiales ahí arriba, y una guardia permanente. Pero se dice que ningún pie de hombre o de bestia ha hollado alguna vez el Tol Brandir. Antes que caigan las sombras de la noche ya estaremos allí. Escucho la voz eterna del Rauros, que nos llama.
La Compañía descansó un rato, dejando que la corriente los llevara hacia el sur por el medio del lago. Comieron algo, y luego tomaron las palas para ir más de prisa. La sombra cayó en las laderas del oeste, y el sol descendió redondo y rojo. Aquí y allá asomó una estrella neblinosa. Los tres picos se erguían ante ellos, cada vez más oscuros. El vozarrón del Rauros rugía no muy lejos. Cuando los viajeros llegaron por último a la sombra de las colinas, la noche se extendía ya sobre las aguas.
El décimo día de viaje había terminado. Las Tierras Ásperas quedaban atrás. No podían continuar sin decidir entre el camino del este y el camino del oeste. La última etapa de la Misión estaba ante ellos.
10
LA DISOLUCIÓN DE LA COMUNIDAD
Aragorn los llevó hacia el brazo derecho del Río. Allí, en la ladera del oeste, a la sombra del Tol Brandir, había un prado verde que descendía hacia el agua desde los pies del Amon Hen. Detrás se elevaban las primeras estribaciones de la colina, sembradas de árboles, y otros árboles se alejaban hacia el oeste siguiendo la orilla curva del lago. Un pequeño manantial subía y caía alimentando la hierba.
—Descansaremos aquí esta noche—dijo Aragorn—. Éstos son los prados de Parth Galen: un hermoso sitio en los días de verano de otro tiempo. Esperemos que ningún mal haya llegado aún aquí.
Llevaron las embarcaciones al barranco y acamparon. Pusieron una guardia, pero no oyeron ningún ruido ni vieron ninguna señal de los enemigos. Si Gollum los seguía aún, había encontrado el modo de que no lo vieran ni lo oyeran. Sin embargo, a medida que pasaba la noche, Aragorn iba sintiéndose más y más intranquilo, agitándose en sueños y despertando a menudo. En las primeras horas del alba, se incorporó y se acercó a Frodo, a quien le tocaba montar guardia.
—¿Por qué estás despierto? —le preguntó Frodo—. No es tu turno.
—No sé —respondió Aragorn—, pero una sombra y una amenaza han estado creciendo en mis sueños. Sería bueno que sacaras la espada.
—¿Por qué? —dijo Frodo—. ¿Hay enemigos cerca?
—Veamos qué nos muestra Dardo —dijo Aragorn.
Frodo desenfundó la hoja élfica. Aterrorizado, vio que los filos brillaban débilmente en la noche.
—¡Orcos! —dijo—. No muy cerca, y sin embargo demasiado cerca, me parece.
—Tal como me lo temía —dijo Aragorn—. Pero no creo que estén de este lado del río. La luz de Dardo es débil, y quizá sólo apunta a los espías de Mordor en las laderas del Amon Lhaw. Nunca oí hablar de orcos que hubieran llegado hasta el Amon Hen. Sin embargo quién sabe qué puede ocurrir en estos días nefastos, ahora que Minas Tirith ya no guarda los pasajes del Anduin. Tendremos que avanzar con mucho cuidado mañana.
El día llegó como fuego y humo. Abajo en el este había barras negras de nubes, como la humareda de un gran incendio. El sol naciente las iluminó desde abajo con oscuras llamas rojas, pero pronto subió al cielo claro. La cima del Tol Brandir estaba guarnecida de oro. Frodo miró hacia el este donde se levantaba la isla. Los flancos salían abruptamente del agua, y dominando los altos acantilados había pendientes escarpadas a las que se aferraban los árboles, de copas superpuestas, y más arriba de nuevo unas paredes grises e inaccesibles, coronadas por una aguja de piedra. Muchos pájaros volaban alrededor, pero no había otros signos de vida.
Después del desayuno, Aragorn reunió a toda la Compañía.
—El día ha llegado al fin —dijo—, el día de la elección tanto tiempo demorada. ¿Qué será ahora de nuestra Compañía, que ha viajado tan lejos en comunidad? ¿Iremos hacia el oeste con Boromir, a las guerras de Gondor, o iremos al este, hacia el Miedo y la Sombra, o disolveremos la comunidad y cada uno tomará el camino que prefiera? Lo que se decida, hay que hacerlo en seguida. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo. El enemigo está en la costa oriental, ya sabemos; pero temo que los orcos puedan encontrarse de este lado del agua.
Hubo un largo silencio, en el que nadie habló ni se movió.
—Bueno, Frodo —dijo Aragorn al fin—. Temo que la responsabilidad pese ahora sobre tus hombros. Eres el Portador elegido por el Concilio. Se trata de tu propio camino, y sólo tú decides. En este asunto no puedo aconsejarte. No soy Gandalf, y aunque he tratado de desempeñarme como él, no sé qué designios o esperanzas tenía para esta hora, si tenía algo. Lo más probable es que si estuviera aquí con nosotros la elección dependería todavía de ti. Tal es tu destino.
Frodo no respondió en seguida. Luego dijo lentamente: —Sé que el tiempo apremia, pero no puedo elegir. La responsabilidad es muy pesada. Dame una hora más, y hablaré. Dejadme solo.
Aragorn lo miró con una piedad conmiserativa.
—Muy bien, Frodo hijo de Drogo —le dijo—. Tendrás una hora, y estarás solo. Nos quedaremos aquí un rato. Pero no te alejes tanto que no podamos oírte.
Frodo se quedó algún tiempo sentado, cabizbajo. Sam, que había estado observando a su amo muy preocupado, inclinó la cabeza y murmuró: —Es claro como el agua, pero no vale la pena que Sam Gamyi meta la pata justo ahora.
Al fin Frodo se incorporó y se alejó, y Sam vio que mientras los otros se dominaban y evitaban mirarlo, los ojos de Boromir seguían atentamente a Frodo, hasta que se perdió entre los árboles al pie del Amon Hen.
Yendo al principio sin rumbo por el bosque, Frodo descubrió que los pies estaban llevándolo hacia las faldas de la montaña. Llegó a un sendero, las tortuosas ruinas de un camino de otra época. En los lugares abruptos habían tallado unos escalones, pero ahora estaban agrietados y gastados, y las raíces de los árboles habían partido la piedra. Trepó algún tiempo sin preocuparse por dónde iba, hasta que llegó a un sitio con pastos. Había fresnos alrededor, y en medio una gran piedra chata. El pequeño prado de la colina se abría al este, y ahora estaba iluminado por el sol matinal. Frodo se detuvo y miro por encima del río, que corría muy abajo, los picos del Tol Brandir y los pájaros que revoloteaban en el gran espacio aéreo que se extendía entre él y la isla virgen. La voz del Rauros era un poderoso rugido acompañado por un bramido retumbante.
Frodo se sentó en la piedra, apoyando el mentón en las manos, los ojos clavados en el este, pero no viendo mucho. Todo lo que había ocurrido desde que Bilbo dejara la Comarca le desfiló entonces por la mente, y recordó lo que pudo de las palabras de Gandalf. El tiempo pasó, y aún no podía decidirse.
De pronto despertó de estos pensamientos: tenía la rara impresión de que algo estaba detrás de él, que unos ojos inamistosos lo observaban. Se incorporó de un salto y se volvió: le sorprendió no ver sino a Boromir, de cara sonriente y bondadosa.
—Temía por ti, Frodo —dijo Boromir adelantándose—. Si Aragorn tiene razón y los orcos están cerca, no conviene que nos paseemos solos, y menos tú: tantas cosas dependen de ti. Y mi corazón también lleva una carga. ¿Puedo quedarme y hablarte un rato ya que te he encontrado? Me confortará. Cuando hay tantos, toda palabra se convierte en una discusión interminable. Pero dos quizá encuentren juntos el camino de la sabiduría.
—Eres amable —dijo Frodo—. Aunque no creo que un discurso pueda ayudarme. Pues sé muy bien lo que he de hacer, pero tengo miedo de hacerlo, Boromir, miedo.
Boromir no le contestó. El Rauros continuaba rugiendo. El viento murmuraba en las ramas de los árboles. Frodo se estremeció.
De pronto Boromir se acercó y se sentó junto a él.
—¿Estás seguro de que no sufres sin necesidad? —dijo—. Deseo ayudarte. Necesitas alguien que te guíe en esa difícil elección. ¿No aceptarías mi consejo?
—Creo que ya sé qué consejo me darías, Boromir —dijo Frodo—. Y me parecería un buen consejo si el corazón no me dijese que he de estar prevenido.
—¿Prevenido? ¿Prevenido contra quién? —dijo Boromir con tono brusco.
—Contra todo retraso. Contra lo que parece más fácil. Contra la tentación de rechazar la carga que me ha sido impuesta. Contra..., bueno, hay que decirlo: contra la confianza en la fuerza y la verdad de los Hombres.
—Sin embargo esa fuerza te protegió mucho tiempo allá en tu pequeño país, aunque tú no lo supieras.
—No pongo en duda el valor de tu pueblo. Pero el mundo está cambiando. Las murallas de Minas Tirith pueden ser fuertes, pero quizá no bastante fuertes. Si ceden, ¿qué pasará?
—Moriremos como valientes en el combate. Sin embargo, hay esperanzas de que no cedan.
—Ninguna esperanza mientras exista el Anillo.
—¡Ah! ¡El Anillo! —dijo Boromir, y se le encendieron los ojos—. ¡El Anillo! ¿No es un extraño destino tener que sobrellevar tantos miedos y recelos por una cosa tan pequeña? ¡Una cosa tan pequeña! Y yo sólo la vi un instante en la casa de Elrond. ¿No podría echarle otra mirada?
Frodo alzó la cabeza. El corazón se le había helado de pronto. Había alcanzado a ver el extraño resplandor en los ojos de Boromir, aunque la expresión de la cara era aún amable y amistosa.
—Es mejor que permanezca oculto —respondió.
—Como quieras. No me importa —dijo Boromir—. Pero ¿no puedo hablarte de ese Anillo? Parece que sólo pensaras en el poder que podría alcanzar en manos del Enemigo; en los malos usos del Anillo, y no en los buenos. El mundo cambia, dices. Minas Tirith caerá si el Anillo no desaparece. ¿Pero por qué? Así será si lo tiene el Enemigo, pero no si lo tenemos nosotros.
—¿No estuviste en el Concilio? —replicó Frodo—. No podemos utilizarlo, y lo que consigues con él se desbarata en mal.
Boromir se incorporó y se puso a caminar de un lado a otro con impaciencia.
—Sí, ya conozco la cantinela —exclamó—. Gandalf, Elrond, todos te dijeron lo mismo y tú lo repites. Quizás esté bien para ellos. Esos Elfos, Medio Elfos y Magos: es posible que alguna desgracia les cayera encima. Sin embargo me pregunto a menudo si serán sabios de veras, y no meramente tímidos. Pero a cada uno según su especie. Los Hombres de corazón leal no serán corrompidos. Nosotros los de Minas Tirith nos hemos mostrado fuertes a través de largos años de prueba. No buscamos el poder de los señores magos, sólo fuerza para defendernos, fuerza para una causa justa. ¡Y mira! En nuestro aprieto la casualidad trae a la luz el Anillo de Poder. Es un regalo digo yo, un regalo para los enemigos de Mordor. Seríamos insensatos si no lo aprovecháramos, si no utilizáramos contra el Enemigo ese mismo poder. El temerario, el audaz, sólo ellos alcanzarán la victoria. ¿Qué no podría hacer un guerrero en esta hora, un gran jefe? ¿Qué no podría hacer Aragorn? Y si Aragorn rehúsa, ¿por qué no Boromir? El Anillo me daría poder de mando. ¡Ah, cómo perseguiría yo a las huestes de Mordor, y cómo todos los hombres servirían a mi bandera!
Boromir iba y venía hablando cada vez más alto, casi como si hubiera olvidado a Frodo, mientras peroraba sobre murallas y armas y la convocatoria a los hombres, y planeaba grandes alianzas y gloriosas victorias futuras; y sometía a Mordor, y él se convertía en un rey poderoso, benevolente y sabio. De pronto se detuvo y sacudió los brazos.
—¡Y nos dicen que lo tiremos por ahí! —gritó—. Yo no digo como ellos destruidlo. Esto sería lo mejor, si hubiese alguna posibilidad razonable. No la hay. El único plan que nos propusieron es que un Mediano entrara a ciegas en Mordor y ofreciera al Enemigo la posibilidad de recuperar el Anillo. ¡Qué locura!
”Seguro que tú también lo entiendes así, ¿no es cierto, amigo? —dijo de pronto volviéndose de nuevo hacia Frodo—. Dices que tienes miedo. Si es así, el más audaz te lo perdonaría. ¿Pero ese miedo no será tu buen sentido que se rebela?
—No, tengo miedo —dijo Frodo—. No hay otra cosa. Y me alegra haberte oído hablar tan francamente. Mi mente está más clara ahora.
—¿Entonces vendrás a Minas Tirith? —exclamó Boromir.
Tenía los ojos brillantes y el rostro encendido.
—Me has entendido mal —dijo Frodo.
—Pero ¿vendrás, al menos por un tiempo? —insistió Boromir—. Mi ciudad no está lejos ahora, y no hay más distancia de allí a Mordor que desde aquí. Hemos estado mucho tiempo en el desierto y necesitas saber qué hace ahora el Enemigo antes de dar un paso. Ven conmigo, Frodo —dijo—. Necesitas descansar antes de aventurarte mas allá, si es necesario que vayas.
Se apoyó en el hombro de Frodo, en actitud amistosa, pero Frodo sintió que la mano de Boromir temblaba con una excitación contenida. Dio rápidamente un paso atrás, y miró con inquietud al Hombre alto, casi dos veces más grande que él, y muchísimo más fuerte.
—¿Por qué eres tan poco amable? —dijo Boromir—. Soy un hombre leal, no un ladrón, ni un bandolero. Necesito tu Anillo, ahora lo sabes, pero te doy mi palabra de que no quiero quedarme con él. ¿No me permitirás al menos que probemos mi plan? ¡Préstame el Anillo!
—¡No! ¡No! —gritó Frodo—. El Concilio decidió que era yo quien tenía que llevarlo.
—¡Tu locura nos llevará a la derrota! —gritó Boromir—. ¡Me pones fuera de mí! ¡Insensato! ¡Cabeza dura! Corres voluntariamente a la muerte y arruinas nuestra causa. Si algún mortal tiene derecho al Anillo, ha de ser un Hombre de Númenor, y no un Mediano. Sólo por una desgraciada casualidad es tuyo. Tenía que haber sido mío. Tiene que ser mío. ¡Dámelo!
Frodo no respondió y fue alejándose hasta que la gran piedra chata se extendió entre ellos.
—¡Vamos, vamos, mi querido amigo! —dijo Boromir con una voz más endulzada—. ¿Por qué no librarte de él? ¿Por qué no librarte de tus dudas y miedos? Puedes echarme la culpa, si quieres. Puedes decir que yo era demasiado fuerte y te lo quité. ¡Pues soy demasiado fuerte para ti, Mediano!
Boromir dio un salto y se precipitó por encima de la piedra hacia Frodo. Tenía otra cara ahora, fea y desagradable, y un fuego de furia le ardía en los ojos.
Frodo lo esquivó y de nuevo puso la piedra entre ellos. Había una sola solución: temblando sacó el anillo sujeto a la cadena y se lo deslizó rápidamente en el dedo, en el momento en que Boromir saltaba otra vez hacia él. El Hombre ahogó un grito, miró un momento, asombrado, y luego echó a correr de un lado a otro, buscando aquí y allí entre las rocas y árboles.
—¡Miserable tramposo! —gritó—. ¡Espera a que te ponga las manos encima! Ahora entiendo tus intenciones. Le llevarás el Anillo a Sauron y nos venderás a todos. Querías abandonarnos y sólo esperabas que se te presentara la ocasión. ¡Malditos tú y todos los Medianos, que se los lleven la muerte y las tinieblas!
En ese momento el pie se le enganchó en una piedra, cayó hacia adelante con los brazos y piernas extendidos, y se quedó allí tendido de bruces. Durante un rato estuvo muy quieto, y pareció que lo hubiera alcanzado su propia maldición; luego, de pronto, se echó a llorar.
Se incorporó y se pasó la mano por los ojos, enjugándose las lágrimas.
—Pero ¿qué he dicho? —gritó—. ¿Qué he hecho? ¡Frodo! ¡Frodo! —llamó—. ¡Vuelve! Tuve un ataque de locura, pero ya se me pasó. ¡Vuelve!
No hubo respuesta. Frodo ni siquiera oyó los gritos. Estaba ya muy lejos, saltando a ciegas por el sendero que llevaba a la cima, estremeciéndose de terror y de pena mientras recordaba la cara enloquecida y los ojos ardientes de Boromir.
Pronto se encontró solo en la cima del Amon Hen, y se detuvo, sin aliento. Vio a través de la niebla un círculo amplio y chato, cubierto de losas grandes, y rodeado por un parapeto en ruinas; y en medio, sobre cuatro pilares labrados, en lo alto de una escalera de muchos peldaños, había un asiento. Frodo subió y se sentó en la antigua silla, sintiéndose casi como un niño extraviado que ha trepado al trono de los reyes de la montaña.
Al principio poco pudo ver. Parecía como si estuviese en un mundo de nieblas, donde sólo había sombras; tenía puesto el Anillo. Luego, aquí y allá, la niebla fue levantándose, y vio muchas escenas, visiones pequeñas y claras como si las tuviera ante los ojos sobre una mesa, y sin embargo remotas. No había sonidos, sólo imágenes brillantes y vívidas. El mundo parecía encogido, enmudecido. Estaba sentado en el Sitial de la Vista, sobre el Amon Hen, la Colina del Ojo de los Hombres de Númenor. Miró al este y vio tierras que no aparecían en los mapas, llanuras sin nombre, y bosques inexplorados. Miró al norte y vio allá abajo el Río Grande como una cinta, y las Montañas Nubladas parecían pequeñas y de contornos irregulares, como dientes rotos. Miró al oeste y vio las vastas praderas de Rohan; Orthanc, el pico de Isengard, como una espiga negra. Miró al sur y vio el Río Grande que rodaba como una ola y caía por los saltos del Rauros a un abismo de espumas; un arco iris centelleaba sobre los vapores. Y vio el Ethir Anduin, el poderoso delta del Río, y miríadas de pájaros marinos que revoloteaban al sol como un polvo blanco, y debajo un mar plateado y verde, ondeando en líneas interminables.
Pero adonde mirara, veía siempre signos de guerra. Las Montañas Nubladas hervían como hormigueros: los orcos salían de innumerables madrigueras. Bajo las ramas del Bosque Negro había una lucha enconada de Elfos, Hombres y bestias feroces. La tierra de los Beórnidas estaba en llamas; una nube cubría Moria; unas columnas de humo se elevaban en las fronteras de Lórien.
Unos jinetes galopaban sobre la hierba de Rohan; desde Isengard los lobos llegaban en manadas. En los puertos de Harad, las naves de guerra se hacían a la mar, y del este venían muchos Hombres: de espada, lanceros, arqueros a caballo, carros de comandantes, y vagones de suministros. Todo el poder del Señor Oscuro estaba en movimiento. Volviéndose de nuevo hacia el sur Frodo contempló Minas Tirith. Parecía estar muy lejos, y era hermosa: de muros blancos, flanqueada por numerosas torres, orgullosa y espléndida, encaramada en la montaña; el acero refulgía en las almenas, y en las torrecillas brillaban estandartes de muchos colores. En el corazón de Frodo se encendió una esperanza. Pero contra Minas Tirith se alzaba otra fortaleza, más grande y más poderosa. No quería mirar pero se volvió hacia el este y vio los puentes arruinados de Osgiliath, y las puertas abiertas como en una mueca de Minas Morgul, y las Montañas encantadas, y se descubrió mirando Gorgoroth, el valle del terror en el País de Mordor. Las tinieblas se extendían allí bajo el sol. El fuego brillaba entre el humo. El Monte del Destino estaba ardiendo, y una densa humareda subía en el aire. Al fin los ojos se le detuvieron y entonces la vio: muro sobre muro, almena sobre almena, negra, inmensamente poderosa, montaña de hierro, puerta de acero, torre de diamante: Barad-dûr, la Fortaleza de Sauron. Frodo perdió toda esperanza.
Y entonces sintió el Ojo. Había un ojo en la Torre Oscura, un ojo que no dormía; y ese ojo no ignoraba que él estaba mirándolo. Había allí una voluntad feroz y decidida, y de pronto saltó hacia él. Frodo la sintió casi como un dedo que lo buscaba, y que en seguida lo encontraría, aplastándolo. El dedo tocó el Amon Lhaw. Echó una mirada al Tol Brandir. Frodo saltó a los pies de la silla, y se acurrucó cubriéndose la cabeza con la capucha gris.
Se oyó a sí mismo gritando: ¡Nunca! ¡Nunca!¿O quizá decía: Me acerco en verdad, me acerco a ti? No podía asegurarlo. Luego como un relámpago venido de algún otro extremo de poder se le presentó un nuevo pensamiento: ¡Sácatelo! ¡Sácatelo! ¡Insensato, sácatelo! ¡Sácate el Anillo!
Los dos poderes lucharon en él. Durante un momento, en perfecto equilibrio entre dos puntas afiladas, Frodo se retorció atormentado. De súbito tuvo de nuevo conciencia de sí mismo: Frodo, ni la Voz ni el Ojo, libre de elegir, y disponiendo apenas de un instante. Se sacó el Anillo del dedo. Estaba arrodillado a la clara luz del sol delante del elevado sitial. Una sombra negra pareció pasar sobre él, como un brazo; no acertó a dar con el Amon Hen, buscó un poco en el este, y se desvaneció. El cielo era otra vez limpio y azul, y los pájaros cantaban en todos los árboles.
Frodo se puso de pie. Se sentía muy fatigado, pero estaba decidido ahora, y se había quitado un peso del corazón. Se habló en voz alta.
—Bien, tengo que hacerlo —dijo—. Esto al menos es claro: la malignidad del Anillo ya está operando, aun en la Compañía, y antes que haga más daño hay que llevarlo lejos. Iré solo. En algunos no puedo confiar, y aquellos en quienes puedo confiar me son demasiado queridos: el pobre viejo Sam, y Merry y Pippin. Trancos también: desea tanto volver a Minas Tirith, y quizá lo necesiten allí, ahora que Boromir ha sucumbido al mal. Iré solo. En seguida.
Descendió rápidamente por el sendero y llegó de vuelta al prado donde lo había encontrado Boromir. Allí se detuvo, y escuchó. Creyó oír gritos y llamadas que venían de los bosques cercanos a la costa.
—Estarán buscándome —se dijo—. Me pregunto cuánto tiempo he estado ausente. Horas quizá. ¿Qué puedo hacer? —murmuró titubeando—. Tengo que irme ahora, o no me iré nunca. No tendré otra oportunidad. Odio abandonarlos, y más de este modo, sin ninguna explicación. Pero creo que ellos entenderán. Sam entenderá. ¿Y qué otra cosa puedo hacer?
Lentamente extrajo el Anillo y se lo puso una vez más. Desapareció y descendió por la colina, leve como el roce del viento.
Los otros permanecieron un tiempo junto al río. Habían estado callados un rato, yendo de un lado a otro, inquietos, pero ahora estaban sentados en círculo, y hablaban. De cuando en cuando trataban de hablar de alguna cosa, del largo camino y de las numerosas aventuras que habían encontrado; interrogaron a Aragorn acerca del reino de Gondor en los tiempos antiguos, y los restos de las grandes obras que podían verse aún en estas extrañas regiones fronterizas de Emyn Muil: los reyes de piedra y los sitiales de Lhaw y Hen, y la gran escalera junto a los saltos del Rauros. Pero los pensamientos y las palabras de todos volvían una y otra vez a Frodo y el Anillo. ¿Qué decidiría Frodo? ¿Por qué dudaba?
—Trata de averiguar qué camino es el más desesperado, me parece —dijo Aragorn—. No me sorprende. Hay menos esperanzas que nunca para la Compañía si vamos hacia el este. Gollum nos ha seguido el rastro, y es posible que nuestro viaje ya no sea un secreto. Pero Minas Tirith no está más cerca del Fuego y la destrucción de la Carga.
”Podemos quedarnos aquí un tiempo y defendernos como bravos, pero el Señor Denethor y todos sus hombres no podrían conseguir lo que no está al alcance de los poderes de Elrond, según dijo él mismo: o mantener en secreto la Carga, o mantener a distancia a las fuerzas del Enemigo cuando venga tras ella. ¿Qué camino elegiríamos nosotros en el lugar de Frodo? No lo sé. Nunca hemos necesitado más a Gandalf.
—Cruel ha sido nuestra pérdida —dijo Legolas—, pero tendremos que encontrar alguna solución sin la ayuda de Gandalf. ¿Por qué no lo decidimos entre todos y ayudamos así a Frodo? ¡Llamémoslo de vuelta y votemos! Yo votaré por Minas Tirith.
—Y yo también —dijo Gimli—. Nosotros, por supuesto, sólo vinimos a ayudar al Portador a lo largo del camino, y no tenemos por qué ir más allá; ninguno de nosotros ha hecho un juramento ni ha recibido la orden de buscar el Monte del Destino. Dejar Lothlórien fue duro para mí. Pero he venido aquí, tan lejos... y digo ahora: ha llegado el momento de la última decisión, y para mí es evidente que no dejaré a Frodo. Yo elegiría Minas Tirith, pero si él piensa otra cosa, lo seguiré.
—Yo también iré con Frodo —dijo Legolas—. Sería desleal despedirme de él ahora.
—Sería de veras una traición, si ahora todos lo abandonáramos —dijo Aragorn—. Pero si va hacia el este, no es necesario que lo acompañemos todos, ni creo que convenga. Es un riesgo desesperado, tanto para ocho como para dos o tres, o uno solo. Si se me permitiera elegir, yo designaría tres compañeros: Sam, que no podría soportar que fuera de otro modo; Gimli, y yo mismo. Boromir volverá a Minas Tirith donde su padre y la gente lo necesitan, y junto con él irían los demás, o al menos Meriadoc y Peregrin, si Legolas no está dispuesto a dejarnos.
—¡Imposible! —exclamó Merry—. ¡No podemos dejar a Frodo! Pippin y yo decidimos desde un principio acompañarlo a todas partes, y aún es así para nosotros. Aunque antes no entendimos lo que eso significaba. Parecía distinto allá lejos, en la Comarca o en Rivendel. Sería una locura y una crueldad permitir que Frodo vaya a Mordor. ¿Por qué no podemos impedírselo?
—Tenemos que impedírselo —dijo Pippin—. Y por eso está preocupado, no me cabe ninguna duda. Sabe que no estaremos de acuerdo si quiere ir al este. Y no le gusta pedirle a alguien que lo acompañe, pobre viejo. Y no podría ser de otra manera. ¡Ir a Mordor solo! —Pippin se estremeció—. Pero el viejo, tonto y querido hobbit debiera saber que no tiene nada que pedir. Debiera saber que si no podemos detenerlo, no lo dejaremos solo.
—Perdón —dijo Sam—, pero no creo que ustedes entiendan del todo a mi amo. Las dudas que él tiene no se refieren al camino que ha de tomar. ¡Claro que no! ¿De qué serviría Minas Tirith de todos modos? A él quiero decir, si usted me perdona, señor Boromir —añadió, volviéndose.
Fue entonces cuando descubrieron que Boromir, quien al principio había esperado en silencio fuera del círculo, ya no estaba con ellos.
—¿Qué ha ido a hacer ahora? —preguntó Sam, preocupado—. Ha estado raro desde hace un tiempo, me parece. De cualquier modo no es un problema de él. Se ha ido a su casa, como siempre ha dicho, y no lo culpo. Pero el señor Frodo sabe que necesita encontrar las Grietas del Destino, si es posible. Pero tiene miedo. Ahora que ha llegado el momento de decidirse, está simplemente aterrorizado. Éste es su problema. Por supuesto ha ganado un poco de experiencia, por así decir, como todos nosotros, desde que salimos de casa, o estaría tan asustado que tiraría el Anillo al Río y se escaparía. Pero tiene todavía demasiado miedo para ponerse en camino. Y tampoco está preocupado por nosotros: si vamos a ir con él o no. Sabe que no lo dejaríamos solo. ¡Recuerden lo que digo! Vamos a tener dificultades cuando venga. Y estará de veras decidido, tan cierto como que se llama Bolsón.