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La Comunidad del Anillo
  • Текст добавлен: 5 октября 2016, 02:20

Текст книги "La Comunidad del Anillo"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Al fin fueron más de tres horas de atraso. Bob volvió informando que no había ningún caballo o poney disponible en la vecindad, ni por dinero ni como regalo: excepto uno que Bill Helechal estaría quizá dispuesto a vender.

—Una criatura vieja y famélica —dijo Bob—, pero no quiere separarse de ella por menos de tres veces su valor, teniendo en cuenta la situación de ustedes, lo que no me sorprende en Bill Helechal.

—¿Bill Helechal? —dijo Frodo—. ¿No habrá algún engaño? ¿No volverá el animal a él con todas nuestras cosas, o no ayudará a que nos persigan, o algo?

—Quizá —dijo Trancos—. Pero me cuesta imaginar que un animal vuelva a él, una vez que se ha ido. Pienso que es sólo una ocurrencia de último momento del amable señor Helechal, un modo de sacar más beneficio de este asunto. El peligro principal es que la pobre bestia esté a las puertas de la muerte. Pero no parece haber alternativa. ¿Qué nos pide?

El precio de Bill Helechal era de doce centavos de plata, y esto representaba en verdad tres veces el valor de un poney en aquella región. El poney de Helechal resultó ser una bestia huesuda, mal alimentada y floja; pero no parecía que fuera a morirse en seguida. El señor Mantecona lo pagó de su propio bolsillo y ofreció a Merry otras dieciocho monedas como compensación por los animales perdidos. Era un hombre honesto, y de buena posición según se decía en Bree, pero treinta centavos de plata fueron para él un golpe duro, y haber sido víctima de Bill Helechal aumentaba todavía más el dolor.

En verdad no salió tan mal parado a fin de cuentas. Como descubrió más tarde, sólo tendría que lamentar el robo de un caballo. Los otros habían sido ahuyentados, o habían huido, dominados por el miedo, y los encontraron vagando en diferentes lugares de las Tierras de Bree. Los poneys de Merry habían escapado juntos, y en definitiva (pues eran animales sensatos) tomaron el camino de las Quebradas en busca de Gordo Terronillo. De modo que pasaron un tiempo al cuidado de Tom Bombadil, y estuvieron bien. Pero cuando le llegaron las noticias de lo que había ocurrido en Bree, Tom se los envió en seguida de vuelta al señor Mantecona, que de este modo obtuvo cinco poneys excelentes a muy buen precio. Tuvieron que trabajar mucho más en Bree, pero Bob los trató bien, de modo que en general fueron afortunados: escaparon a un viaje sombrío y peligroso. Pero no llegaron nunca a Rivendel.

Mientras, sin embargo, el señor Mantecona dio el dinero por perdido, para bien o para mal. Y ahora tenía nuevas dificultades. Pues cuando los otros despertaron y se enteraron del asalto a la posada, hubo una gran conmoción. Los viajeros sureños habían perdido varios caballos y culparon al posadero a gritos, hasta que se supo que uno de ellos había desaparecido también en la noche, nada menos que el compañero bizco de Bill Helechal. Las sospechas cayeron sobre él en seguida.

—Si andan en compañía de un ladrón de caballos, y lo traen a mi casa —dijo Mantecona, furioso—, son ustedes los que tendrían que pagar todos los daños y no venir a gritarme. ¡Vayan y pregúntenle a Helechal dónde está ese guapo amigo de ustedes!

Pero parecía que el hombre no era amigo de nadie, y ninguno podía recordar cuándo se había unido a ellos.


Después del desayuno los hobbits tuvieron que empacar otra vez y hacer acopio de nuevas provisiones para el viaje más largo que los esperaba ahora. Eran ya cerca de las diez cuando al fin partieron. Por ese entonces ya todo Bree bullía de excitación. El truco de la desaparición de Frodo; la aparición de los Jinetes Negros; el robo en los establos; y no menos la noticia de que Trancos el Montaraz se había unido a los misteriosos hobbits: había bastante para alimentar unos cuantos años poco movidos. La mayor parte de los habitantes de Bree y Entibo y también muchos de Combe y de Archet se habían apretujado a lo largo del camino para ver partir a los viajeros. Los otros huéspedes de la posada estaban en las puertas o se asomaban a las ventanas.

Trancos había cambiado de idea, y decidió dejar Bree por el camino principal. Todo intento de salir directamente al campo sólo empeoraría las cosas: la mitad de los habitantes los seguiría para saber a dónde iban e impedir que cruzaran por terrenos privados.

Los hobbits se despidieron de Bob y Nob, y agradecieron cordialmente al señor Mantecona.

—Espero que nos encontremos de nuevo un día, cuando haya otra vez felicidad —dijo Frodo—. Nada me gustaría más que pasar un tiempo en paz en la casa de usted.

Partieron a pie, inquietos y deprimidos, bajo las miradas de la multitud. No todas las caras eran amistosas, ni todas las palabras que les gritaban. Pero la mayoría de los habitantes de Bree parecían temer a Trancos, y aquellos a quienes él miraba a los ojos cerraban la boca y se alejaban. Trancos marchaba a la cabeza con Frodo; luego venían Merry y Pippin, y al fin Sam, que llevaba el poney, cargado con todo el equipaje que se había animado a ponerle encima; pero el animal parecía ya menos abatido, como si aprobara este cambio de suerte. Sam masticaba una manzana con aire ensimismado. Tenía un bolsillo lleno, regalo de despedida de Bob y Nob. «Manzanas para caminar, y una pipa para descansar —se dijo—. Pero tengo la impresión de que me faltarán las dos cosas dentro de poco.»

Los hobbits no prestaron atención a las cabezas inquisitivas que miraban desde el hueco de las puertas, o que asomaban por encima de cercas y muros, mientras pasaban. Pero cuando se aproximaban a la puerta de trancas, Frodo vio una casa sombría y mal cuidada escondida detrás de un seto espeso: la última casa de la villa. En una de las ventanas alcanzó a ver una cara cetrina de ojos oblicuos y taimados, que en seguida desapareció.

—¡De modo que es aquí donde se esconde ese sureño! —dijo—. Se parece bastante a un trasgo.

Por encima del seto, otro hombre los observaba con descaro. Tenía espesas cejas negras y ojos oscuros y despreciativos, y boca grande, torcida en una mueca de desdén. Fumaba una corta pipa negra. Cuando ellos se acercaron, se la sacó de la boca y escupió.

—¡Buen día, Patas Largas! —dijo—. ¿Partida matinal? ¿Al fin encontraste unos amigos?

Trancos asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada.

—¡Buen día, mis pequeños amigos! —dijo el hombre a los otros—. Supongo que ya saben con quién se han juntado. ¡Don Trancos-sin-escrúpulos, ése es! Aunque he oído otros apodos no tan bonitos. ¡Tengan cuidado, esta noche! ¡Y tú, Sammy, no maltrates a mi pobre y viejo poney! ¡Puf!

El hombre escupió de nuevo. Sam se volvió.

—Y tú, Helechal —dijo—, quita esa horrible facha de mi vista, si no quieres que te la aplaste.

Con un movimiento repentino, rápido como un relámpago, una manzana salió de la mano de Sam y golpeó a Bill en plena nariz. Bill se echó a un lado demasiado tarde y detrás de la cerca se oyeron unos juramentos.

—Lástima de manzana —se lamentó Sam, y siguió caminando a grandes pasos.


Por último dejaron atrás la aldea. La escolta de niños y vagabundos que venía siguiéndolos se cansó y dio media vuelta en la Puerta del Sur. Ellos continuaron por la calzada durante algunas millas. El Camino torcía ahora a la izquierda, volviéndose hacia el este mientras rodeaba la Colina de Bree, y descendiendo luego rápidamente hacia una zona boscosa. Alcanzaban a ver a la izquierda algunos agujeros de hobbits y casas de la villa de Entibo en las faldas más suaves del sudeste de la loma. Allá abajo, en lo profundo de un valle, al norte del Camino, se elevaban unas cintas de humo; era la aldea de Combe. Archet se ocultaba entre los árboles, más lejos.

Camino abajo, luego de haber dejado atrás la Colina de Bree, alta y parda, llegaron a un sendero estrecho que llevaba al norte.

—Aquí es donde dejaremos el camino abierto y tomaremos el camino encubierto —dijo Trancos.

—Que no sea un atajo —dijo Pippin—. Nuestro último atajo por los bosques casi termina en un desastre.

—Ah, pero todavía no me teníais con vosotros —dijo Trancos riendo—. Mis atajos, largos o cortos, nunca terminan mal.

Echó una mirada al Camino, de uno a otro extremo. No había nadie a la vista, y los guió rápidamente hacia el valle boscoso.

El plan de Trancos, en la medida en que ellos podían entenderlo sin conocer la región, era encaminarse al principio hacia Archet, pero tomar en seguida a la derecha y dejar atrás la aldea por el este, y luego marchar en línea recta todo lo posible por las tierras salvajes hacia la Cima de los Vientos. De este modo, si todo iba bien, podrían ahorrarse una gran vuelta del Camino, que más adelante doblaba hacia el sur para evitar los Pantanos de Moscagua. Pero por supuesto, tendrían que cruzarlos al fin, y la descripción que hacía Trancos no era alentadora.

Mientras, sin embargo, no les desagradaba caminar. En verdad, sí no hubiese sido por los acontecimientos perturbadores de la noche anterior, habrían disfrutado de esta parte del viaje más que de ninguna otra hasta entonces. El sol brillaba en un cielo despejado, pero no hacía demasiado calor. Los árboles del valle estaban todavía cubiertos de hojas de colores vivos, y parecían pacíficos y saludables. Trancos guiaba sin titubear entre los muchos senderos entrecruzados; era evidente que abandonados a ellos mismos los hobbits se hubieran extraviado en seguida. El complicado itinerario tenía muchas vueltas y revueltas, para evitar cualquier persecución.

—Bill Helechal estaba espiándonos sin duda alguna cuando dejamos la calzada —dijo Trancos—, pero no creo que nos haya seguido. Conoce bastante bien la región, pero sabe que no podría rivalizar conmigo en un bosque. Me importa más lo que Helechal podría decir a otros. Se me ocurre que no están muy lejos de aquí. Tanto mejor si piensan que nos encaminamos a Archet.


Ya fuese por la habilidad de Trancos o por alguna otra razón, ese día no vieron señales ni oyeron sonidos de cualquier otra criatura viviente; ni bípedos, excepto pájaros; ni cuadrúpedos, excepto un zorro y unas pocas ardillas. Al día siguiente marcharon en línea recta hacia el oeste, y todo estuvo tranquilo y en paz. Al tercer día salieron del Bosque de Chet. El terreno había estado descendiendo poco a poco desde que dejaran el Camino, y ahora entraban en un llano amplio, mucho más difícil de recorrer. La frontera de las Tierras de Bree había quedado muy atrás, y estaban en un desierto donde no había ningún sendero, ya cerca de los Pantanos de Moscagua.

El suelo era cada vez más húmedo, barroso en algunos lugares, y de cuando en cuando tropezaban con charcos, y anchas cañadas y juncos donde gorjeaban unos pajaritos escondidos. Tenían que cuidar dónde ponían los pies, para no mojarse y no salirse del curso adecuado. Al principio avanzaron rápidamente, pero luego la marcha se hizo más lenta y peligrosa. Los pantanos los confundían, y eran traicioneros, y ni siquiera los Montaraces habían podido descubrir una senda permanente que cruzara los tembladerales. Las moscas empezaron a atormentarlos, y en el aire flotaban nubes de mosquitos minúsculos que se les metían por las mangas y pantalones y en el cabello.

—¡Me comen vivo! —gritó Pippin—. ¡Moscagua! ¡Hay más moscas que agua!

—¿De qué viven cuando no tienen un hobbit cerca? —preguntó Sam rascándose el cuello.

Pasaron un día desdichado en aquella región solitaria y desagradable. El sitio donde acamparon era húmedo, frío e incómodo, y los insectos no los dejaron dormir. Había también unas criaturas abominables que merodeaban entre las cañas y las hierbas, y que por el ruido que hacían parecían parientes endemoniados del grillo. Había miles de ellos, chillando todos alrededor, nic-bric, bric-nic, incesantemente, toda la noche, hasta poner frenéticos a los hobbits.

El día siguiente, el cuarto, fue poco mejor, y la noche casi tan incómoda. Aunque los nique-brique (como Sam los llamaba) habían quedado atrás, los mosquitos todavía los perseguían.

Frodo estaba tendido, cansado pero incapaz de cerrar los ojos, cuando creyó ver que en el cielo oriental, muy lejos, aparecía una luz; brillaba y se apagaba, una y otra vez. No era el alba, para la que faltaban todavía algunas horas.

—¿Qué es esa luz? —le preguntó a Trancos, que se había puesto de pie y ahora escrutaba la noche.

—No sé —respondió Trancos—. Está demasiado lejos. Parecerían relámpagos que estallan en las cimas de las colinas.

Frodo se acostó de nuevo, pero durante largo rato continuó viendo las luces blancas, y recortándose contra ellas la figura alta y oscura de Trancos, erguida, silenciosa y vigilante. Al fin cayó en un sueño intranquilo.


No habían andado mucho en el quinto día cuando dejaron atrás los últimos charcos y las cañadas de los pantanos. El suelo comenzó a subir otra vez ante ellos. Al este, a lo lejos, podían ver ahora una cadena de colinas. La más alta estaba a la derecha de la cadena y un poco separada de las otras. La cima era cónica, un poco aplastada.

—Aquélla es la Cima de los Vientos —dijo Trancos—. El Viejo Camino que dejamos atrás a la derecha pasa no muy lejos por el lado sur. Llegaremos allí mañana al mediodía, si continuamos en línea recta. Supongo que es lo mejor que podemos hacer.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Frodo.

—Quiero decir que no sabemos a ciencia cierta qué encontraremos allí. Está cerca del Camino.

—Pero ¿al menos tenemos la esperanza de encontrar a Gandalf?

—Sí, pero la esperanza es débil. Si viene por este camino, quizá no pase por Bree, y no sabría qué ha sido de nosotros. Y de cualquier modo, a menos que por alguna fortuna no lleguemos casi al mismo tiempo, no coincidiremos; sería peligroso para él y para nosotros detenernos mucho. Si los Jinetes no nos encuentran en las tierras salvajes, es probable que ellos también vayan a la Cima de los Vientos. Desde allí se dominan los alrededores. En verdad hay muchos pájaros y bestias de esta región que podrían vernos aquí desde esa cima. No todos los pájaros son de fiar, y hay otros espías todavía más malévolos.

Los hobbits miraron con inquietud las colinas distantes. Sam alzó los ojos al cielo blanquecino, temiendo ver allá arriba halcones o águilas de ojos brillantes y hostiles.

—¡No me inquiete usted, señor Trancos! —dijo.

—¿Qué nos aconsejas? —preguntó Frodo.

—Pienso —respondió Trancos lentamente, como si no estuviera del todo seguro—, pienso que lo mejor sería ir hacia el este en línea recta, todo lo posible, y llegar así a las colinas evitando la Cima de los Vientos. Allí encontraremos un sendero que conozco y que corre al pie de la Cima y que nos acercará desde el norte de un modo más encubierto. Veremos entonces lo que podamos ver.


Marcharon toda la jornada hasta que cayó la noche, fría y temprana. La tierra se hizo más seca y más árida, pero detrás de ellos flotaban nieblas y vapores sobre los pantanos. Unos pocos pájaros melancólicos piaron y se lamentaron hasta que el redondo sol rojo se hundió lentamente en las sombras occidentales; luego siguió un silencio vacío. Los hobbits recordaron la luz dulce del sol poniente que entraba por las alegres ventanas de Bolsón Cerrado allá lejos.

Terminaba el día cuando llegaron a un arroyo que descendía serpeando desde las lomas y se perdía en las aguas estancadas, y lo siguieron aguas arriba mientras hubo luz. Ya era de noche cuando al fin se detuvieron acampando bajo unos alisos achaparrados a orillas del arroyo. Las márgenes desnudas de las colinas se alzaban ahora contra el cielo oscuro. Aquella noche montaron guardia, y Trancos, al parecer, no cerró los ojos. Había luna creciente, y en las primeras horas de la noche una claridad fría y grisácea se extendió sobre el campo.

A la mañana siguiente se pusieron en marcha poco antes de la salida del sol. Había una escarcha en el aire, y el cielo era de un pálido color azul. Los hobbits se sentían renovados, como si hubieran dormido toda la noche. Estaban ya acostumbrándose a caminar mucho con la ayuda de raciones escasas, más escasas al menos de las que allá en la Comarca hubiesen considerado apenas suficientes para mantener a un hobbit en pie. Pippin declaró que Frodo parecía dos veces más grande que antes.

—Muy raro —dijo Frodo, apretándose el cinturón—, teniendo en cuenta que hay bastante menos de mí. Espero que el proceso de adelgazamiento no continúe de modo indefinido, o llegaré a convertirme en un espectro.

—¡No hables de esas cosas! —dijo Trancos rápidamente y con una seriedad que sorprendió a todos.


Las colinas estaban más cerca. Eran una cadena ondulante, que se elevaba a menudo a más de trescientos metros, cayendo aquí y allá en gargantas o pasos bajos que llevaban a las tierras del este. A lo largo de la cresta de la cadena los hobbits alcanzaron a ver los restos de unos muros y calzadas cubiertas de pastos, y en las gargantas se alzaban aún las ruinas de unos edificios de piedra. A la noche habían alcanzado el pie de las pendientes del oeste, y acamparon allí. Era la noche del cinco de octubre, y estaban a seis días de Bree.

A la mañana siguiente, y por vez primera desde que habían dejado el Bosque de Chet, descubrieron un sendero claramente trazado. Doblaron a la derecha y lo siguieron hacia el sur. El sendero corría de tal modo que parecía ocultarse a las miradas de cualquiera que se encontrara en las cimas vecinas o en las llanuras del oeste. Se hundía en los valles y bordeaba las estribaciones escarpadas, y cuando cruzaba terrenos más llanos y descubiertos tenía a los lados hileras de peñascos y piedras cortadas que ocultaban a los viajeros casi como una cerca.

—Me pregunto quién habrá hecho esta senda, y para qué —dijo Merry, mientras marchaban por una de estas avenidas, bordeada de piedras de tamaño insólito, apretadas unas contra otras—. No estoy seguro de que me guste. Me recuerda demasiado la región de los túmulos. ¿Hay túmulos en la Cima de los Vientos?

—No. No hay túmulos en la Cima de los Vientos, ni en ninguna de estas alturas —dijo Trancos—. Los Hombres del Oeste no vivían aquí, aunque en sus últimos días defendieron un tiempo estas colinas contra el mal que venía de Angmar. Este camino abastecía los fuertes a lo largo de los muros. Pero mucho antes, en los primeros tiempos del Reino del Norte, edificaron una torre de observación en lo más alto de la Cima de los Vientos, y la llamaron Amon Sûl. Fue incendiada y demolida, y nada queda de ella excepto un círculo de piedras desparramadas, como una tosca corona en la cabeza de la vieja colina. Sin embargo, en un tiempo fue alta y hermosa. Se dice que Elendil subió allí a observar la llegada de Gil-galad que venía del Oeste, en los días de la Última Alianza.

Los hobbits observaron a Trancos. Parecía muy versado en tradiciones antiguas, tanto como en los modos de vida del desierto.

—¿Quién era Gil-galad? —preguntó Merry, pero Trancos no respondió, como perdido en sus propios pensamientos.

De pronto una voz baja murmuró:


Gil-galad era un rey de los Elfos;

los trovadores lamentaban la suerte

del último reino libre y hermoso

entre las montañas y el océano.


La espada del rey era larga, y afilada la lanza,

y el casco brillante se veía de lejos;

y en el escudo de plata se reflejaban

los astros innumerables de los campos del cielo.


Pero hace mucho tiempo se alejó a caballo,

y nadie sabe dónde habita ahora;

la estrella de Gil-galad cayó en las tinieblas

de Mordor, el país de las sombras.


Los otros se volvieron, estupefactos, pues la voz era la de Sam.

—¡No te detengas! —dijo Merry.

—Es todo lo que sé —balbuceó Sam, enrojeciendo—. La aprendí del señor Bilbo, cuando era muchacho. Acostumbraba contarme historias como ésa, sabiendo cómo me gustaba oír cosas de los Elfos. Fue el señor Bilbo quien me enseñó a leer y escribir. Era muy sabio, el querido viejo señor Bilbo. Y escribía poesía. Escribió lo que acabo de decir.

—No fue él —dijo Trancos—. Es parte de una balada, La caída de Gil-galad. Bilbo tiene que haberla traducido. Yo no estaba enterado.

—Hay algo más —dijo Sam—, todo acerca de Mordor. No aprendí esa parte, me da escalofríos. ¡Nunca supuse que yo también tomaría ese camino!

—¡Ir a Mordor! —gritó Pippin—. ¡Confío en que no lleguemos a eso!

—¡No pronuncies ese nombre en voz alta! —dijo Trancos.


Era ya mediodía cuando se acercaron al extremo sur del camino, y vieron ante ellos, a la luz clara y pálida del sol de octubre, un barranco verde-gris que llegaba como un puente a la falda norte de la colina. Decidieron trepar hasta la cima en seguida, mientras había luz. La ocultación ya no era posible, y sólo podían esperar que ningún enemigo o espía estuviera observándolos. Nada se movía allá en lo alto. Si Gandalf andaba cerca, no se veía ninguna señal.

En el flanco occidental de la Cima de los Vientos encontraron un hueco abrigado, y en el fondo una concavidad con laderas tapizadas de hierba. Dejaron allí a Pippin y Sam con el poney, los bultos y el equipaje. Los otros tres continuaron la marcha. Al cabo de media hora de trabajosa ascensión, Trancos alcanzó la cima; Frodo y Merry llegaron detrás agotados y sin aliento. La última pendiente había sido escarpada y rocosa.

Encontraron arriba, como había dicho Trancos, un amplio círculo de piedras trabajadas, desmoronadas ahora o cubiertas por un pasto secular. Pero en el centro había una pila de piedras rotas, ennegrecidas como por el fuego. Alrededor el pasto había sido quemado hasta las raíces, y en todo el interior del anillo las hierbas estaban chamuscadas y resecas, como si las llamas hubieran barrido la cima de la colina; pero no había señal de criaturas vivientes.

Mirando de pie desde el borde del círculo de ruinas se alcanzaba a ver abajo y en torno un amplio panorama, en su mayor parte de tierras áridas y sin ninguna característica, excepto unas manchas de bosques en las lejanías del sur, y detrás de los bosques, aquí y allá, el brillo de un agua distante. Abajo, del lado sur, corría como una cinta el Viejo Camino, viniendo del oeste y serpenteando en subidas y bajadas, hasta desaparecer en el este detrás de una estribación oscura. Nada se movía allí. Siguiéndolo con la mirada, vieron las Montañas: las elevaciones más cercanas eran de un color castaño y sombrío; detrás se alzaban formas grises y más altas, y luego unos picos elevados y blancos que centelleaban entre nubes.

—¡Bueno, aquí estamos! —dijo Merry—. Qué triste y poco hospitalario parece todo. No hay agua ni reparo. Y ninguna señal de Gandalf. Pero no lo acuso de no habernos esperado, si es que vino por aquí.

—No estoy seguro —dijo Trancos, mirando pensativo alrededor—. Aunque hubiera llegado a Bree un día o dos después de nosotros, ya podría haber estado aquí. Puede cabalgar muy rápidamente cuando es necesario. —Calló de pronto y se inclinó a mirar la piedra que coronaba la pila; era más chata que las otras y más blanca, como si hubiera escapado al fuego. La recogió y la examinó mirándola por un lado y por otro—. Esta piedra ha sido manipulada hace poco —dijo—. ¿Qué piensas de estas marcas?

En la base chata Frodo vio unos rasguños:

—Parece ser un trazo, un punto, y tres trazos —dijo.

—El trazo de la izquierda podría ser una G runa ramificada —dijo Trancos—. Quizá sea una señal que nos dejó Gandalf, aunque no podemos estar seguros. Los trazos son finos, y sin duda recientes. Pero estas marcas podrían tener un significado completamente distinto, y sin ninguna relación con nosotros. Los Montaraces usan runas también, y a veces vienen aquí.

—¿Qué podrían significar, aun en el caso de que las hubiera hecho Gandalf?

—Diría —respondió Trancos– que representan G3, e indican que Gandalf estuvo aquí el 3 de octubre, esto es hace tres días. Pueden indicar también que tenía prisa y que el peligro no estaba lejos, de modo que no pudo escribir algo más largo o más claro, o no se atrevió. Si es así, hay que estar alerta.

—Quisiera tener la certeza de que fue él quien dejó estas marcas, aunque no sepamos su significado —dijo Frodo—. Sería un alivio saber que está en camino, delante o detrás de nosotros.

—Quizá —dijo Trancos—. Para mí, estuvo aquí y en peligro. Ha habido un fuego que quemó las hierbas, y me viene ahora a la memoria la luz que vimos hace tres días en el cielo del este. Sospecho que atacaron a Gandalf en esta misma cima, pero no podría decir con qué resultado. Ya no está aquí, y ahora tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y encaminarnos a Rivendel del mejor modo posible.

—¿A qué distancia está Rivendel? —preguntó Merry, mirando alrededor desanimadamente; el mundo parecía vasto y salvaje visto desde lo alto de la Cima de los Vientos.

—No sé si el Camino ha sido alguna vez medido en millas más allá de La Posada Abandonada, a una jornada de marcha al este de Bree —respondió Trancos—. Algunos dicen que está a tal distancia, y otros a tal otra. Es una ruta extraña, y las gentes se alegran de llegar a destino, tarde o temprano. Pero sé cuánto me llevaría a mí, a pie, con tiempo bueno y sin contratiempos: doce días desde aquí al Vado de Bruinen, donde el Camino cruza el Sonorona que nace en Rivendel. Nos esperan por lo menos dos semanas de marcha, pues no creo que nos convenga tomar el Camino.

—¡Dos semanas! —dijo Frodo—. Pueden ocurrir muchas cosas en ese tiempo.

—Así es —dijo Trancos.

Permanecieron un momento en silencio, junto al borde sur de la cima. En aquel sitio solitario Frodo tuvo conciencia por primera vez del desamparo en que se encontraba y de los peligros a que estaba expuesto. Deseó amargamente que la fortuna lo hubiese dejado en la tranquila y amada Comarca. Observó desde lo alto el odioso Camino, que llevaba de vuelta al oeste, hacia el hogar. De pronto advirtió que dos puntos negros se movían allí lentamente, en el oeste, y mirando de nuevo vio que otros tres avanzaban en sentido contrario. Dio un grito y apretó el brazo de Trancos.

—Mira —dijo, apuntando hacia abajo.

Trancos se arrojó inmediatamente al suelo detrás del círculo de ruinas, tirando de Frodo. Merry se echó junto a ellos.

—¿Qué es eso? —preguntó en voz baja.

—No sé —dijo Trancos—, pero temo lo peor.

Se arrastraron de nuevo lentamente hasta el borde del anillo, y miraron por un intersticio entre dos piedras dentadas. La luz ya no era brillante, pues la claridad de la mañana se había desvanecido, y unas nubes que venían del este cubrían ahora el sol, que comenzaba a declinar. Todos veían los puntos negros, pero Frodo y Merry no distinguían ninguna forma; aunque algo les decía sin embargo que allí abajo, muy lejos, los Jinetes Negros estaban reuniéndose en el Camino, más allá de las estribaciones de la colina.

—Sí —dijo Trancos, que tenía ojos penetrantes y para quien no había ninguna duda—. ¡El enemigo está aquí!

Arrastrándose por el flanco sur de la colina, descendieron rápidamente a reunirse con los otros.

Sam y Peregrin no habían perdido el tiempo, y habían explorado la cañada y las pendientes vecinas. No muy lejos, en el flanco mismo de la colina, encontraron un manantial de agua clara, y al lado unas huellas de pisadas que no tenían más de un día o dos. En la cañada misma había señales de un fuego reciente, y otros signos que indicaban un campamento apresurado. Había algunas piedras caídas al borde de la cadena, en el flanco de la colina. Detrás de esas piedras Sam tropezó con una ordenada pila de leña.

—Me pregunto si el viejo Gandalf estuvo aquí —le dijo a Pippin—. Quien haya amontonado esta madera parece que tenía intención de volver.

Trancos se interesó mucho en estos descubrimientos.

—Ojalá me hubiese quedado aquí un rato a explorar yo mismo el terreno —dijo yendo de prisa hacia el manantial a examinar las pisadas.

—Tal como lo temía —dijo al volver—. Sam y Pippin han pisoteado el suelo blando, arruinando o confundiendo las huellas. Unos Montaraces han estado aquí últimamente. Son ellos quienes dejaron la leña para el fuego. Pero hay también muchas huellas nuevas que no pertenecen a Montaraces. Marcas de botas pesadas de hace un día o dos. Un día por lo menos. No estoy seguro, pero creo que ha habido muchos pies calzados con botas.

Trancos calló, sumido en inquietos pensamientos.

Cada uno de los hobbits tuvo una imagen mental de los Jinetes, calzados con botas, envueltos en capas. Si ya habían descubierto la cañada, cuanto antes Trancos los guiara lejos de allí, mejor que mejor. Sam contempló la concavidad con mucho desagrado, sabiendo ahora que los enemigos estaban en el Camino, a unas pocas millas de allí.

—¿No sería mejor que nos alejáramos en seguida, señor Trancos? —preguntó con impaciencia—. Se está haciendo tarde, y no me gusta este agujero. Me encoge el corazón, de algún modo.

—Sí, es de veras necesario que nos decidamos en seguida —respondió Trancos alzando los ojos para observar la hora y el estado del tiempo—. Bueno, Sam —dijo al fin—, a mí tampoco me gusta este sitio, pero no conozco ninguno mejor al que podamos llegar antes de la caída de la noche. Al menos aquí estamos al resguardo de todas las miradas, y si nos movemos sería muy posible que los espías nos descubrieran en seguida. Todo lo que podemos hacer es retroceder hacia el norte por este lado de los cerros, donde el terreno es bastante parecido al de aquí. El Camino está vigilado, pero tendremos que atravesarlo para ocultarnos así en las espesuras del sur. Del lado norte del Camino, más allá de las colinas, la tierra es desnuda y llana en una extensión de muchas millas.

—¿Los Jinetes pueden ver? —preguntó Merry—. Quiero decir, parece que se sirven comúnmente más de la nariz que de los ojos, y que nos olfatean desde lejos, si olfatear es la palabra exacta, al menos durante el día. Pero tú hiciste que nos echáramos al suelo, cuando los vimos allá abajo, y ahora dices que podrían vernos si nos movemos de aquí.

—No tomé bastantes precauciones en la cima —respondió Trancos—. Estaba ansioso por encontrar alguna señal de Gandalf pero fue un error que subiéramos los tres, y que estuviéramos de pie allí arriba tanto tiempo. Pues los caballos negros ven, y los Jinetes pueden utilizar hombres y otros seres como espías, como comprobamos en Bree. Ellos mismos no ven el mundo de la luz como nosotros: nuestras formas proyectan sombras en las mentes de los Jinetes, sombras que sólo el sol del mediodía puede destruir, y perciben en la oscuridad signos y formas que se nos escapan, y es entonces cuando son más temibles. Y olfatean en cualquier momento la sangre de las criaturas vivientes, deseándola y odiándola; y hay otros sentidos, además de la vista y el olfato. Nosotros mismos podemos sentir la presencia de estos seres; ha perturbado nuestros corazones desde que llegamos aquí, y aun antes de verlos; y ellos nos sienten a nosotros más vivamente todavía. Además —añadió, bajando la voz hasta que fue un murmullo– el Anillo los atrae.


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