355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » C. J. Cherryh » Cyteen 1 - La Traicion » Текст книги (страница 2)
Cyteen 1 - La Traicion
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 21:27

Текст книги "Cyteen 1 - La Traicion "


Автор книги: C. J. Cherryh



сообщить о нарушении

Текущая страница: 2 (всего у книги 31 страниц)

Ahora estaba sentada en un asiento de piel con una copa junto al codo en un avión muy cálido en el interior, inmaculado, con un grupo de ayudantes que hablaban del trabajo y revisaban sus notas, un rumor apenas audible por encima del de los motores.

Ya no podía viajar sin un grupo de ayudantes y guardaespaldas. Catlin y Florian estaban allí atrás, tranquilos como les habían enseñado a ser, vigilando la espalda de Ariane, incluso aquí, a 10.000 metros y entre personal de Reseune que llevaba maletines con material secreto.

Muy, muy distinto de los viejos días.

Mamá, ¿puedo sentarme al lado de la ventanilla?

Ella era un caso extraño, hija de dos padres, Olga Emory y James Carnath. Los dos habían fundado los laboratorios en Reseune, habían empezado el proceso que dio forma a la Unión. Habían enviado colonos, soldados. Habían concedido sus genes a cientos de ellos. Sus casi parientes estaban esparcidos en un espacio que se media en años luz. Durante la vida de Ariane, incluso este pensamiento humano había cambiado: el parentesco biológico era una relación trivial. La familia importaba, claro, pero la más grande, la más extendida. La más segura y la más próspera.

Reseune era la herencia de Ariane. Y por lo tanto, este avión, que no era un avión de línea comercial. Ni alquilado, ni militar. Una mujer de su posición podía conseguir cualquiera de esas cosas, pero prefería la mecánica que era parte de la Casa, un piloto de cuyos esquemas psicológicos estuviera segura, guardaespaldas que eran lo más selecto de los diseños de Reseune.

La idea de una ciudad, los subterráneos, la vida entre los empleados, los técnicos, los cocineros y los trabajadores que tropezaban unos con otros y trataban de acelerar sus trabajos para conseguir mejores puestos, resultaba tan terrorífica para ella como el espacio sin aire. Ella dirigía el curso de mundos y colonias. La idea de tratar de comer en un restaurante o de luchar contra las multitudes para subir a un subterráneo, o la de quedarse de pie en una calle importante en la que el tránsito rugiera y la gente se moviera por todas partes la llenaba de pánico irracional.

No sabía vivir fuera de Reseune. Sabía arreglar un avión, comprobar los planes de vuelo, pedir el equipaje, los ayudantes, el personal de seguridad, cada detalle, y un aeropuerto público le resultaba terrible. Un grave defecto, sin duda. Pero todos podemos tener una o dos manías y esas cosas estaban muy lejos del centro de sus pensamientos. No era probable que Ariane Emory tuviera que subir a un subterráneo en Novgorod o que enfrentarse a la pista abierta de una estación.

Pasó un largo rato hasta que divisó el río y la primera plantación. Un estrecho camino, finalmente las cúpulas y las torres de Novgorod, una metrópolis inesperada, sorprendente. Bajo las alas del avión, las plantaciones se ensancharon, las torres de pantallas electrónicas de los precipicios ensombrecieron los campos y el tránsito se arrastró por los caminos a la velocidad de los que circulan por tierra.

Barcazas encadenadas descendían por el Volga hacia el mar, barcazas e impulsores alineados junto al embarcadero más allá de las plantaciones. Novgorod todavía tenía mucho de primitivo e industrial, a pesar del brillo de lo nuevo. Ese lado de la ciudad no había cambiado en cien años, excepto por la extensión y porque las barcazas y el tránsito se habían convertido en una imagen común y no en un hecho maravilloso y extraño.

Mira, mamá, un camión.

El azul de los arbustos desapareció bajo las alas. El pavimento y el final de la pista se deslizaron a toda velocidad.

Las ruedas tocaron con suavidad el suelo, y el avión se detuvo lentamente y se dirigió hacia la izquierda, hacia la terminal.

En ese momento Ariane Emory sintió una leve punzada de pánico, aunque sabía que nunca llegaría a los salones abarrotados de gente. Había coches esperando. Su propia tripulación se encargaría del equipaje, aseguraría el avión, se ocuparía de todo. Era sólo el extrarradio; las ventanillas del coche le permitirían observar la calle, pero nadie la vería a ella.

Todos esos desconocidos. Todo ese movimiento caótico, sin sentido. Desde lejos, lo amaba. Era su creación. Sabía la forma en que se movía la masa, aunque no conocía a los individuos. Desde lejos, en conjunto, confiaba en todo eso.

De cerca, sentía que se le humedecían las palmas de las manos.

Coches que se detenían y una agitación de guardias apresurados en la entrada de seguridad del Salón del Estado indicaban que ésa no era la llegada de un simple senador. Mikhail Corain, sobre el balcón de la Cámara del Concejo, flanqueado por sus propios guardaespaldas y ayudantes, se detuvo un momento y miró hacia abajo, a la piedra llena de ecos del piso inferior, con la fuente, los rieles de bronce sobre la gran escalera, el emblema de estrellas doradas sobre la pared de piedra gris.

Esplendor imperial para ambiciones imperiales. Y la gran artífice de estas ambiciones hizo su entrada. La canciller de Reseune, acompañada por el secretario de Ciencias. Ariane Carnath-Emory con su comitiva, tarde, obviamente tarde, porque la canciller confiaba plenamente en obtener la mayoría y sólo se dignaba a visitar el Salón porque tenía que votar en persona.

Mikhail Corain la observó con rabia y sintió esa aceleración del corazón que los doctores le habían aconsejado que evitara. Calma, le dirían. Hay cosas que no están en sus manos.

La canciller de Reseune era una de ellas.

Cyteen, sin duda el núcleo más populoso de la Unión, se las había arreglado para conseguir permanentemente dos sillones en el ejecutivo, en el Concejo de los Nueve. Era lógico que uno de esos dos puestos fuera el Departamento de Ciudadanos, es decir, trabajo, granjas y pequeñas empresas. No era lógico que los electores de Ciencias, en toda la extensión de la Unión, con una docena de candidatos potenciales muy bien calificados, siguieran votando a Ariane Emory para el gobierno.

Más que eso. Para el puesto que había ostentado durante cincuenta años, cincuenta años, mierda,durante los cuales había sobornado y acumulado intereses en Cyteen y en cada una de las estaciones de la Unión y, según se rumoreaba sin que se hubieran encontrado pruebas, hasta en la Alianza y en Sol. ¿Desea usted algo en especial? Consiga que alguien convenza a la canciller de Ciencias para que lo arregle. ¿Cuánto está dispuesto a pagar? ¿Qué puede ofrecer a cambio?

Y el maldito electorado de Ciencias, formado por supuestos intelectuales, seguía votándola, y no importaban los escándalos relacionados con su nombre, ni que fuera dueña virtual de los laboratorios de Reseune, lo cual equivalía legalmente a un planeta en el gobierno de la Unión, y ni que entre las paredes de Reseune se hicieran tratos que incontables investigadores habían tratado de probar (y en vano, claro, para eso había trampas técnico-legales).

El dinero no era la respuesta. Mikhail Corain tenía dinero. Era Ariane Emory misma. Era el hecho de que la mayor parte de la población de Cyteen, la mayor parte de la población de la Unión, provenía de un modo u otro de Reseune; y los que no eran de allí, usaban cintas diseñadas en Reseune.

Diseñadas por esa mujer.

Dudar de la integridad de las cintas era paranoia. Ah, había quienes se negaban a usarlas y estudiaban altas matemáticas y ciencias empresariales sin ellas, nunca tomaban la píldora y nunca se acostaban a soñar lo que soñaban todos en la Unión, el conocimiento volcado durante esos sueños en el interior de la mente tanto como ésta pudiera absorber en unas pocas sesiones. Drama experimentado tanto como visto en una intensidad muy cuidadosamente planificada. Habilidades adquiridas en los huesos y en los nervios. Había que usar las cintas porque la competencia las usaba y era necesario ser competente para sobrevivir, porque era la única forma de aprender cosas con rapidez, profundidad, y amplitud mientras el mundo cambiaba sin cesar en el tiempo que duraba la vida de un hombre.

El Departamento de Información controlaba esas cintas. Los expertos las revisaban. No había forma de que se les escaparan mensajes subliminales. Mikhail Corain no era uno de esos pocos lunáticos que sospechaban que el gobierno adulteraba las cintas o que la Alianza las envenenaba, o que alguien introducía en ellas mensajes subliminales que esclavizaban ¡as mentes. Ese tipo de purista era capazde negarse a la rejuv, morir de viejo a los sesenta y cinco años y vivir sin un cargo público porque era un autodidacta ignorante.

Pero maldición, maldición,seguían eligiendo a esa mujer. Y él no podía entenderlo.

Ahí estaba, un poco encorvada de hombros, con el cabello negro algo encanecido, cuando cualquiera que supiera contar sabía que era más vieja que la Unión, que vivía de la rejuv, que tenía el cabello blanco debajo de los tintes. Los ayudantes se movían en enjambre a su alrededor. Las cámaras la enfocaban como si no hubiera otro centro en el universo. Maldita perra flaca.

¿Quiere un ser humano diseñado como un cerdo de concurso? Solicítelo a Reseune. ¿Quiere soldados, quiere obreros, quiere espaldas fuertes y mentes débiles, o un genio perfecto, garantizado? Solicítelo a Reseune.

Y los senadores y los cancilleres iban a inclinarse y a humillarse y a halagarla. Dios mío, alguien le había traído flores.

Mikhail Corain dio media vuelta, asqueado y se abrió paso entre sus ayudantes.

Hacía veinte años que lideraba el partido minoritario en los Nueve, veinte años de nadar contra corriente, avanzando un trecho de vez en cuando, perdiendo todas las batallas importantes como habían perdido la última. Stanislaw Vogel, del electorado de Comercio, había muerto y con la Alianza, violando el tratado en cuanto podía armar sus naves mercantes, los centristas tendrían que haber podido quedarse con ese puesto. Pero no. El electorado de Comercio eligió a Ludmilla de Franco, la sobrina de Vogel. De tendencia moderada, De Franco sólo estaba siguiendo un curso de acción muy cuidadoso. No era menos expansionista que su tío. Algo había cambiado de manos. Alguien había sido comprado, alguien había inclinado a la Compañía Andrus hacia De Franco, y los centristas habían perdido la oportunidad de instalar un quinto miembro en los Nueve y obtener la mayoría del ejecutivo por primera vez en la historia.

Había sido una desilusión terrible.

Y allí, allí en el Salón, abajo, entre los aduladores y los jóvenes legisladores brillantes, estaba la que había movido los hilos que el dinero no podía manejar.

Favor político, entonces. Esa corrupción imposible de probar, imposible de rastrear.

Y alrededor de eso giraba el destino de la Unión.

Corain fantaseó con horror y no por primera vez, e imaginó que alguien en la escalinata, algún lunático, tenía un revólver o un cuchillo y resolvía el problema de un solo golpe. Se sintió profundamente perturbado por este pensamiento. Pero eso daría otra forma a la Unión. Le daría una oportunidad a la humanidad, antes de que fuera demasiado tarde.

Una vida significaba muy poco a esa escala.

Respiró hondo. Se dirigió hacia las cámaras del Concejo y conversó amablemente con los pocos que vinieron a dar el pésame a los perdedores. Apretó los dientes y pasó a felicitar amablemente a Bogdanovitch, que, con el sillón del Departamento de Estado, presidía el Concejo.

Bogdanovitch mantenía el rostro impávido, los ojos amables bajo las cejas blancas, la imagen del abuelo ideal, lleno de bondad y justicia. Ni un rasgo de triunfo. Si hubiera sido tan bueno cuando se negociaron las colonias de la Alianza, la Unión debería reconocer los códigos a Pell. Bogdanovitch siempre había sido mejor en la política inferior. Y era otro que seguía allí. Su electorado era el de los profesionales, los cónsules, los delegados, inmigración, los administradores de estación, un número insignificante de personas que elegían a un hombre para un puesto que al principio era mucho menos importante que en la actualidad. Dios, ¿cómo habían podido los creadores de la Constitución ponerse a jugar a la creatividad con el sistema político? El «nuevo modelo», como lo habían llamado: «Un gobierno formado por el electorado informado.» Y habían arrojado por la borda diez mil años de experiencia humana, ese grupo maldito de teóricos sociales, incluyendo, ah, sí, incluyendo a Olga Emory y James Carnath, allá en los días en que Cyteen tenía cinco sillones de los Nueve y la mayor parte del Concejo de los Mundos.

–Difícil, Mikhail —dijo Bogdanovitch, apretándole la mano y palmeándola.

–Bueno, es la voluntad del electorado —suspiró Corain—. No se puede discutir con eso. —Sonrió: estaba totalmente bajo control—. Y de todos modos hemos obtenido el porcentaje más alto hasta el momento.

Algún día, viejo pirata, algún día tendré la mayoría.

Y vivirás para verlo.

–La voluntad de los electores —repitió Bogdanovitch, que todavía sonreía y Corain sonrió hasta que le dolieron las mejillas, luego se volvió hacia Jannet Harogo, otro miembro de ese grupo, que tenía el poderoso sillón de Asuntos Internos, y hacia Catherine Lao, del Departamento de Información, que revisaba todas las cintas. Claro.

Emory llegó navegando, y todos dejaron a Corain con la palabra en la boca para ir a unirse a su cortejo. El intercambió una mirada herida con Industria, Nguyen Tien de Viking, y Finanzas, Mahmud Chávez de la estación Voyager, los dos centristas. El cuarto sillón, el almirante Leonid Gorodin, estaba en medio de la confluencia seria de sus propios ayudantes uniformados. Defensa era, irónicamente, la menos segura, la más dispuesta a cambiar su posición y pasarse al campo de los expansionistas si veía razones a corto plazo. Así era Gorodin, centrista sólo porque quería que los nuevos transportes militares Excelsior se situaran en el espacio cercano donde pudiera usarlos y no, como decía él mismo, «a nuestra espalda mientras la Alianza nos pone otro maldito embargo. Si queremos que nuestro electorado empiece a golpear las puertas para que les llevemos suministros, si queremos otra guerra caliente, ciudadanos, sólo tenemos que mandar esos transportes de carga al lejano Beyond y dejarnos a merced de los comerciantes de la Alianza».

Y claro está, no se decía que el tratado de Pell (según el cual se establecía que la Alianza de los Comerciantes transportaría cargas y no construiría naves de guerra; y que la Unión, que había construido gran parte de los transportes de carga, mantendría la flota pero no fabricaría naves que compitieran con las de los comerciantes) era sólo un truco diplomático, una forma de reestablecer el flujo de suministros. Bogdanovitch había traído eso de vuelta a casa y hasta Emory había votado en contra.

Las estaciones lo aceptaron. Todo el Concejo General tuvo que votar y la ley se aprobó por un pelo. La Unión estaba cansada de la guerra, eso era todo, cansada del comercio interrumpido, de la escasez de suministros.

Ahora Emory quería lanzar otra onda de exploración colonizadora al profundo Beyond.

Todos sabían que habría problemas. Lo que había encontrado Sol al otro lado del espacio lo probaba. Eso había hecho que Sol volviera corriendo a la Alianza y rogara que le permitieran reestablecer el comercio, que le permitieran entrar en los mercados. Sol tenía vecinos y la forma en que había enviado misiones de exploración podía causar problemas en la puerta trasera de la Alianza y hasta en el espacio de la Unión. Gorodin insistía en eso constantemente. Y pedía más presupuesto para Defensa.

La posición de Gorodin era la más débil. Era vulnerable a un voto de confianza. Podían perderlo si no lograba situar las naves que quería la Flota en los lugares estratégicos.

Y las noticias del electorado de Comercio representaban un golpe, un duro golpe. Los centristas habían estado seguros de ganar esta vez. Realmente habían creído que tenían la oportunidad de detener a Emory, y ahora sólo podían forzar al Concejo a no plantear la votación sobre el proyecto Hope hasta que De Franco llegara desde la estación Esperanza y asumiera su puesto, ya que eso implicaba apropiaciones de naves y una decisión importante en la prioridad presupuestaria.

O podían romper el quorumy relegar el asunto a una votación en el Concejo de los Mundos. La intriga de Emory se resentiría con eso. Los representantes eran mucho más independientes, especialmente el gran bloque de Cyteen, que era sobre todo centrista. Si ponían los dientes en una ley de esta complejidad sin que los Nueve la hubiera preparado antes, el proceso les llevaría meses, haciendo cambios que los Nueve vetarían y repitiendo el proceso una vez tras otra.

Que Gorodin tratara de persuadir de nuevo a los expansionistas de suspender el voto. Gorodin era el que se mantenía neutral, el que tenía medallas, el héroe de guerra. Que él se enfrentara al problema a ver si podía con ellos. Si no, los centristas se retirarían, los cuatro. Provocar la falta de quorum ycerrar las deliberaciones tenía un precio político, un alto precio.

Pero lo que necesitaban era tiempo, tiempo para entenderse con los cabildos, tiempo para ver si podían mover hilos y ver si De Franco, cuando llegara, podía ser la moderada que ella afirmaba ser, al menos inclinarse un poco hacia la posición centrista en una ley tan crítica para los electores. Tal vez, tal vez votara por una postergación de la ley.

Los cancilleres se alejaron hacia sus asientos. El grupo de Emory llegó en último lugar. Obvio.

Bogdanovitch golpeó con el viejo martillo.

–El Concejo está en sesión —declaró y pasó al asunto de la elección y a la confirmación oficial de Ludmilla de Franco como canciller del Departamento de Comercio.

Moción y apoyo a la moción, Catherine Lao y Jenner Harogo. Emory estaba sentada, con el rostro inexpresivo. Nunca presentaba mociones rutinarias. La expresión aburrida de la cara, los giros lentos del lápiz en sus dedos de uñas largas proclamaban una estudiada paciencia con las formalidades.

Ninguna discusión. Una ronda amable, y rutinaria de síes, grabados oficialmente.

–Próximo punto en el orden del día —dijo Bogdanovitch—, aceptación de Denzill Lal como representante de sera De Franco hasta su llegada.

La misma rutina. Otra ronda aburrida de síes, una broma entre Harogo y Lao, risas. De Gorodin, Chávez, Tien, ninguna reacción. Emory lo notó: Corain la vio reír un segundo y guardar silencio con una mirada admonitora. El lápiz detuvo su movimiento. La mirada de Emory estaba preocupada ahora, aguda, al observar a Corain y luego sonreírle, lenta, levemente, el tipo de sonrisa que puede mitigar un encuentro accidental de las miradas.

Pero los ojos no sonreían. ¿Qué vas a hacer?, se preguntaban. ¿Qué estás planeando, Corain?

No había muchas posibilidades y una mente del calibre de la de Emory necesitaría muy poco tiempo para deducirlas. La mirada se detuvo, comprendió la situación, amenazó como el filo de un cuchillo. Él la odiaba. Odiaba todo lo que ella representaba. Pero, Dios, tratar con ella era como una experiencia telepática; la contempló de nuevo, devolviéndole la amenaza,levantó la ceja que indicaba: Puedes empujarme hasta el límite. Yo caeré y tú conmigo. Sí, voy a hacerlo. Desarticularé el Concejo. Paralizaré el gobierno.

Los párpados que casi se cerraron, la amplitud de la sonrisa de ella replicaron: Buen golpe, Corain. ¿Estás seguro de que quieres esta guerra? Tal vez no estés listo para ella.

La intensidad de la mirada de Corain respondió: Sí. Ése es el juego, Emory. Tú no quieres una crisis justo cuando dos de tus preciosos proyectos van a salir al ruedo, y la vas a tener.

Ella parpadeó, dirigió una mirada a la mesa y luego volvió a observarlo, la sonrisa tensa, los ojos fijos. Guerra, entonces. Una sonrisa todavía más amplia. O negociación. Fíjate bien en mis movimientos, Corain, cometerás un gran error si conviertes esto en una guerra abierta.

Yo voy a ganar, Corain. Puedes poner trabas a la ley. Puedes hacer que haya elecciones primero, maldición. Y eso hará perder mucho más tiempo que esperar a De Franco.

–El asunto de la apropiación de la estación Hope —anunció Bogdanovitch—. El primer orador, sera Lao...

Una señal pasó de Emory a Lao. Corain no veía la cara de Lao, sólo la parte de atrás de su cabello rubio, la coronilla de trenzas. Sin duda, la expresión de Lao debía de ser de perplejidad. Emory hizo un gesto a un ayudante, le habló al oído y éste adoptó una expresión tensa, la boca apenas una línea fina, los ojos casi desmayados.

El ayudante fue hasta uno de los acompañantes de Lao y éste le murmuró algo en el oído. El movimiento de los hombros de la representante, el profundo suspiro se manifestaron en su severo perfil de ceño fruncido.

–Ser presidente —dijo Catherine Lao—. Presento la moción de posponer el debate sobre la estación Hope hasta que sera De Franco pueda ocupar su sillón en persona. Comercio puede verse muy afectado por esta medida. Con el respeto debido al distinguido caballero de Fargone, este asunto debe aguardar.

–Secundo la moción —intervino Corain rápidamente.

Un murmullo de sorpresa recorrió los pasillos, las cabezas se unieron unas con otras; hasta el canciller Bogdanovitch se quedó con la boca abierta. Tardó un momento en reaccionar y golpear con el martillo para que se hiciera el silencio.

–Presentada y secundada la moción para que se posponga el debate sobre la estación Hope hasta que sera De Franco ocupe su puesto en persona. ¿Alguna objeción?

Fue rutinario: Emory aceptó la decisión, el caballero de Fargone estuvo de acuerdo con Lao.

Corain pidió que todos apoyaran a Lao. Tal vez hubiera podido hacer alguna bromita. A veces los expansionistas bromeaban con los centristas, con ironía claro, cuando un asunto quedaba zanjado.

Sin embargo éste no estaba zanjado, claro. Emory, maldita sea, le había robado el juego, le había dado lo que él quería y ahora lo miraba fijamente mientras él pronunciaba las tediosas palabras que había que decir a Denzill Lal y tomaba asiento.

Vigílame de cerca, decía la mirada. Esto te va a costar caro.

La votación dio la vuelta, unánime. Denzill Lal actuó como representante en la votación que le quitaba la ley de apropiación de Hope de sus propias manos.

–Con esto finaliza el orden del día —dijo Bogdanovitch—. Habíamos calculado tres días de debate. La próxima ley en la agenda es suya, sera Emory, número 2.405, también por apropiaciones de presupuesto para el Departamento de Ciencias, ¿Quiere volver a confeccionar el orden del día?

–Ser presidente, estoy lista para continuar, pero no querría apresurar una medida sin ofrecer a mis colegas el tiempo necesario para preparar el debate. Me gustaría posponer el tratamiento de la 2.405 para mañana, si mis colegas están de acuerdo.

Murmullos amables. Ninguna objeción. Corain murmuró su aceptación.

–Sera Emory, ¿le gustaría presentar su propuesta en forma de moción?

Secundada y aceptada.

Moción para levantar la sesión.

Secundada y aceptada.

La habitación estalló en un desorden mayor de lo habitual. Corain permaneció sentado y quieto, sintió el peso de una mano en el hombro y levantó la vista. Vio la cara de Mahmud Chávez. El canciller parecía aliviado y preocupado al mismo tiempo.

¿Qué ha pasado?, decía esa mirada. Pero dijo en voz alta:

–Ha sido una sorpresa.

–Mi oficina —dijo Corain—. Dentro de media hora.

El almuerzo consistió en té y bocadillos traídos por ayudantes. La reunión se había desparramado más allá de la oficina y llenaba la sala. En un ataque de paranoia, los ayudantes militares habían registrado la habitación para encontrar micrófonos y habían pedido la ayuda de otros científicos para buscar grabadores, mientras el almirante Gorodin permanecía en silencio durante todo el proceso, los brazos cruzados. Gorodin había estado de acuerdo con la idea de romper el quorum.Ahora la situación había cambiado y el almirante estaba ansioso, silencioso, pensativo, porque según las apariencias habían acorralado a Emory en el presupuesto de Hope y tal vez tenían un ultimátum en sus manos.

–Necesitamos información —dijo Corain y tomó un vaso de agua mineral.

Frente a él, frente a todos ellos y la mayoría de los ayudantes, había ochocientas páginas de exposición y cifras que constituían el presupuesto de Ciencias, en borrador, con determinados puntos subrayados: había centristas dentro del Departamento de Ciencias y circulaban fuertes rumores de sorpresas y trampas en la ley. Era lo de siempre, claro. Y cada año, no pocos rumores se referían a Reseune.

–Ese maldito lugar no pide presupuesto, lo único que tenemos para dominarlos es la devolución en impuestos. ¿Por qué mierda quiere Reseune que demos rango de Persona Especial a un químico de veinte años en Fargone? ¿Quién diablos es Benjamin P. Rubin?

Chávez buscó en los documentos sobre su escritorio, tomó uno que un ayudante le deslizó en la mano y se lo puso en el regazo mientras seguía el dedo de su ayudante por el papel.

–Un estudiante —dijo—. No hay datos especiales.

–¿Puede estar relacionado con el proyecto Hope?

–Es en Fargone. Está en el camino.

–Podríamos preguntárselo a Emory —comentó Chávez con amargura.

–Tal vez tengamos que hacerlo en la asamblea y aceptar la documentación que nos dé, mierda.

Hubo miradas severas a su alrededor.

–Ya no hay tiempo para bromas —recriminó Gorodin.

Lu, secretario de Defensa, se aclaró la garganta.

–Hay un contacto en el que tal vez podamos confiar, al menos una cadena de contactos. Nuestro candidato reciente para Ciencias.

–Es un xenólogo —objetó Tien.

–Y un amigo personal del doctor Jordan Warrick, de Reseune. El doctor Warrick está aquí. Llegó como parte del personal de avanzada de la canciller Emory. A través de Byrd, solicitó una entrevista con, digamos, ciertos miembros de Ciencias.

Cuando Lu hablaba con tanta propiedad, en general estaba comunicando más de lo que podía decir oficialmente en tantas palabras. Corain lo miró fijamente y Gorodin le prestó toda la atención. El almirante había venido de operaciones militares, volvería a operaciones militares y dejaría los detalles administrativos del Departamento de Defensa en manos del secretario y del personal. Era axiomático: los cancilleres eran expertos en sus respectivos campos, pero los secretarios mantenían el aparato en funcionamiento, y los jefes de departamento sabían quién se acostaba con quién.

–¿Byrd está con ellos?

–Seguramente —respondió Lu brevemente sin añadir más.

Anota ésa, pensó Corain.

–¿Es una amistad de hace años? —preguntó Tien en voz baja.

–Unos veinte.

–¿Y es seguro esto para Warrick? —puntualizó Gorodin—. ¿Qué estamos arriesgando?

–Muy poco —respondió Lu—. Desde luego, no la amistad de Warrick con Emory. Warrick tiene sus propias oficinas, rara vez va a las de ella, y viceversa. En realidad el ambiente es bastante hostil allí. El ha pedido autonomía dentro de Reseune. La tiene. No hay centristas en Reseune. Pero Warrick no es... digamos que no es partidario de Emory. En realidad ha venido para consultar con el Departamento, quiere que lo trasladen.

–Es uno de los Especiales —explicó Corain para los que no eran de Cyteen y tal vez no sabían bien quién era Warrick. Un genio certificado. Un tesoro nacional por ley—. Unos cuarenta años, contrario a Emory. Ha tenido una docena de oportunidades de marcharse y buscar un lugar propio donde trabajar, y ella lo bloquea en el Departamento, se lo impide cada vez que lo intenta. —Había hecho un estudio personal de Reseune y de Emory. Era razonable. Pero algunas de las informaciones no eran tan fáciles de conseguir como otras, y la forma en que Lu rastreaba las relaciones era una de ellas—. ¿Byrd puede hablarle?

–Los tiempos han cambiado —respondió Lu con suavidad, con aquel modo académico de hablar—. Claro que hay que volver a arreglarlo todo en el orden del día. Estoy seguro de que puedo hacer algo. ¿Quieres que lo copie?

–Sí. Hagámoslo. Que el personal se encargue de eso.

–Eso significa que tendremos que encontrarnos mañana por la mañana —dijo Tien.

–Mi personal estará aquí —intervino Corain– hasta bien entrada la noche. Si aparece algo que tengamos que... —Se encogió de hombros—. Si aparece algo, algo, ya me entiendes, algo que debamos saber... – Romper el quorumno eran palabras que pudieran pronunciarse abiertamente y no todo el personal presente sabía que eso estaba en el aire, sobre todo los empleados—. Mi personal te buscará directamente.

Y luego agregó mientras alcanzaba a Gorodin y a Lu, y el resto de ellos partía hacia las oficinas y reuniones de personal en sus propios departamentos:

–¿Puedes conseguir a Warrick? —¿Lu? —preguntó Gorodin y Lu encogió sus hombros de burócrata. —Supongo que sí.

II

El hombre que apareció en la sala de reuniones del Salón del Estado era muy normal, llevaba un traje castaño normal, con un maletín que parecía haber pasado demasiadas veces por los controles de equipaje. Corain no lo habría distinguido entre una multitud: de cabello castaño, atractivo, atlético, aparentaba menos de sus cuarenta y seis años. Pero ese hombre tenía guardaespaldas para atenderlo y cuidarlo hasta que la policía militar lo tomara bajo su custodia y seguramente disponía de empleados que le hacían todo menos vestirlo y ayudantes que le resolvían los asuntos rutinarios. Jordan Warrick no podía haber llegado en un avión de carga comercial y ningún control de equipaje tenía permiso para meter las narices en aquel maletín.

Emory era una Especial. Había tres en Reseune, el mayor número en cualquier institución de la Unión. Uno era ese hombre, que diseñaba y eliminaba los errores de las estructuras en las cintas de alteración psicológica y, según se decía, lo hacía con su cabeza. En general, los ordenadores se encargaban de este trabajo. Cuando había que construir o corregir un programa importante de cinta, lo pasaban al personal de Jordan Warrick, y si el problema sobrepasaba sus posibilidades, quedaba en manos de Warrick en persona. Al menos eso suponía Corain. El hombre era un genio reconocido y un Protegido del Estado. Como Emory. Como la otra docena de Personas Especiales.

Y seguramente, sí Emory quería otorgarle este rango a un químico de veinte años en Fargone y, según los rumores, abrir una oficina allí para ponerla bajo el control de Reseune, y daba la suficiente prioridad a ese proyecto como para equipararlo a su adorada oleada de exploración y nuevas colonias, debía de tener una excelente razón.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю