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Un día más largo que un siglo
  • Текст добавлен: 6 сентября 2016, 23:42

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Автор книги: Чингиз Айтматов



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Se fue rápidamente por las vías, pese a que el sol quemaba. Tenía prisa por llegar adonde estaban los niños, no estaba como para pensar en sí mismo. La descolorida camiseta, de un color sucio indeterminado, colgaba cubriendo sus huesudas espaldas; llevaba en la cabeza un reseco sombrero de paja y sobre su enflaquecido cuerpo unos pantalones que le quedaban anchos; en los pies, unos destrozados zapatones de obrero sin cordones. Caminaba arrastrando las suelas por las traviesas sin prestar atención a nada. Apareció un tren por detrás y ni siquiera volvió la cabeza.

–¡Eh, Abutalip, sal de las vías! ¿Estás sordo? –le gritó Yediguéi.

El otro no le oyó, y sólo bajó por el terraplén cuando la locomotora dio un pitido, aunque ni entonces miró al tren que pasaba por su lado y no vio cómo el maquinista le amenazaba con el puño.

Ni en la guerra ni en la cautividad le habían salido canas; claro que era más joven, pues había ido al frente con diecinueve años, de alférez. Pero aquel verano le aparecieron las primeras; canas de Sary-Ozeki. Además, aquella blancura indeseada aparecía en diversos puntos de su densa y compacta cabellera, y en las sienes empezó a dominar y se le tornaron blancas. En los buenos tiempos habría sido un hombre hermoso, de buen porte. Amplia frente, nariz aguileña, pronunciada nuez de Adán, fuerte boca y ojos alargados, anchos, un hombre agradable de buena estatura. Zaripa bromeaba amargamente: «No has tenido suerte, Abu, deberías representar a Otelo en escena». Abutalip sonreía: «Entonces te estrangularía como el último de los tontos, ¿qué sacarías con ello?».

La reacción retardada de Abutalip con respecto al tren que le alcanzaba por la espalda inquietó considerablemente a Yediguéi.

–Deberías preguntarle por qué se porta así –dijo a Zaripa con cierto reproche–. El maquinista no es responsable, las vías no están para pasear. Pero no se trata de esto. ¿Por qué arriesgarse así?

Zaripa suspiró profundamente y se enjugó con la manga el sudor de su ardiente y ennegrecido rostro.

–Temo por él.

–¿Qué pasa?

–Tengo miedo, Yedik. Para qué ocultártelo. Se castiga a sí mismo por los niños y por mí. Porque cuando yo me casé desobedecí a mi familia. Mi hermano mayor estaba fuera de sí, chillaba: «¡Te arrepentirás eternamente, estúpida! Tú lo que haces no es casarte con él sino con la desgracia, y tus hijos y los hijos de estos hijos que aún no han nacido están ya condenados a la desgracia. Y si tu enamorado tuviera una cabeza sobre los hombros lo que haría no sería crear una familia sino ahorcarse. ¡Ésta sería la mejor solución para él!». Nosotros obramos a nuestra manera. Teníamos una esperanza: si la guerra ya se había terminado, ¿qué cuentas había que pedirles a vivos y muertos? Nos manteníamos alejados de todos, tanto de sus parientes como de los míos. Y finalmente, imagínate, mi propio hermano firmó una declaración en la que me prevenía y protestaba de nuestro matrimonio. Decía que no tenía nada en común conmigo y aún menos con un personaje como Abutalip Kutibáiev que había vivido mucho tiempo en Yugoslavia. Bueno, después de esto, todo empezó de nuevo. Fuéramos donde fuéramos, nos cerraban la puerta en las narices, y ahora estamos aquí, no hay otro sitio más adonde ir.

Zaripa guardó silencio mientras rastrillaba furiosa la machaca echándola bajo las traviesas. De nuevo apareció a lo lejos, por delante, un tren que se acercaba. Salieron de las vías llevándose las palas y las angarillas.

Yediguéi tenía la sensación de que debía prestar alguna ayuda a una gente que se encontraba en aquella posición. Pero no podía cambiar nada, la desgracia estaba mucho más allá de los límites de su Sary-Ozeki.

–Nosotros hace muchos años que vivimos aquí. También vosotros os acostumbraréis y os acomodaréis. Y hay que vivir –subrayó mirándola a la cara.

«Sí, el pan de Sary-Ozeki es muy amargo –pensó Yediguéi–. Cuando llegó aquí el pasado invierno aún tenía la cara blanca y ahora su rostro es como la tierra –observó, lamentando que su belleza palideciera a ojos vista–. Y qué cabellos tenía, y ahora están quemados; el sol le ha chamuscado hasta las pestañas. Los labios están agrietados hasta sangrar. Lo está pasando muy mal. No está acostumbrada a esta clase de vida. Y sin embargo resiste, no cede. Y cómo podría ceder ahora si tiene dos hijos. De todos modos, es muy valiente...»

En aquel momento, arremolinando el aire ardiente estacionado, repiqueteó por las vías, como una tórrida ráfaga de ametralladora, el tren de turno. De nuevo subieron con las herramientas al terraplén, a continuar el trabajo.

–Escucha, Zaripa –dijo Yediguéi intentando fortalecer su espíritu de alguna manera, conciliarlo con la realidad–. Para los niños, estar aquí es muy duro, no lo discuto. Cuando contemplo a mis propios hijos, también me duele el corazón. Pero ten en cuenta que este calor no va a estar siempre ahí plantado como una estaca. Pasará. Además, si lo pensamos bien, no estáis solos aquí, en Sary-Ozeki, tenéis gente alrededor, en todo caso estamos nosotros. Para qué dejarse abatir si la vida es así.

–Esto es lo que le digo a él, Yedik. Ya ves que procuro por todos los medios no dejar escapar una sola palabra innecesaria. Y es porque comprendo cómo lo está pasando.

–Y haces muy bien. Es lo que quería decirte, Zaripa. Esperaba la ocasión. Lo sabes muy bien. Y ahora venía a cuento. Perdona.

–Naturalmente, hay momentos en que no puedes más. Y sientes lástima de ti misma, y de él, y aún más de los niños. Aunque no tiene ninguna culpa, se siente culpable de habernos traído aquí. Y no puede cambiar nada. En nuestra región, en los montes y ríos de Alatau, la vida es completamente diferente y el clima también. Podríamos enviar allí a los niños, por lo menos en verano. Pero ¿a casa de quién? Padres no tenemos, murieron pronto. Hermanos, hermanas, parientes... También resulta difícil culparlos, pero a ellos esto no les importa nada. Antes ya nos evitaban, y ahora nos ignoran por completo. ¿Para qué necesitan a nuestros hijos? Y así sufrimos y tememos quedarnos atascados aquí toda la vida, aunque no lo digamos en voz alta. Pero yo veo lo que él está pasando... Lo que nos espera en el futuro es algo que sólo Dios sabe...

Guardaron un pesado silencio. Y ya no volvieron a reemprender la conversación. Trabajaban, dejaban pasar los trenes por las vías y de nuevo volvían a emprender su tarea. ¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Cómo consolarlos, cómo ayudarlos, en su desgracia? «Naturalmente, no se puede ir así por el mundo –pensó Yediguéi–. Aquí tendrán de qué vivir, trabajan los dos. Parece que nadie los ha encerrado aquí por la fuerza, pero no tienen ninguna salida. Ni mañana ni pasado.»

Y aún se admiraba Yediguéi de sí mismo por la sensación de agravio y amargura que experimentaba a causa de aquella familia, como si la historia le afectara personalmente a él. ¿Qué eran ellos para él? ¿Podía decirse a sí mismo que no era asunto suyo, que qué le importaba a él? Además, ¿quién era él para juzgar y opinar sobre asuntos que no le concernían? Él era un trabajador, un hombre de la estepa como hay tantos, y no era él quien tenía que indignarse, que disgustarse, que inquietar su conciencia con cuestiones sobre la justicia o injusticia de la vida. Con toda seguridad, en el lugar de donde procedía todo aquello sabían mil veces más que él, que Burani Yediguéi. Allí lo tendrían más claro que él aquí, en Sary-Ozeki. ¿Le correspondían, acaso, esas preocupaciones? Y sin embargo, no podía tranquilizarse. Sin saber por qué, su alma sufría más por ella, por Zaripa. Le sorprendía y subyugaba su fidelidad, su aguante, su lucha desesperada contra las adversidades. Parecía como un pájaro que con sus alas quisiera proteger el nido contra la tempestad. Otra habría llorado un poquito, y después se habría sometido respetuosamente a la voluntad de sus parientes. Pero ella pagaba a partes iguales con su marido la cuenta de la pasada guerra. Y era esta circunstancia la que causaba, pese a todo, más intranquilidad a Yediguéi, porque de ninguna manera podía defender ni a sus hijos ni a su marido... Hubo después momentos en los que lamentó amargamente que el destino hubiera decidido instalar aquella familia en Boranly-Buránny. ¿Por qué tenía que sufrir él esas vivencias? No las habría conocido, ni nada semejante y hubiera vivido tranquilo como antes...


CAPÍTULO VI





Al sur de las Aleutianas, en pleno océano Pacífico, las olas empezaron a moverse en la segunda mitad del día. El viento del sudeste, surgido en las llanuras del continente americano, había ido cobrando fuerza gradualmente, y poco a poco había precisado y consolidado su dirección. Y el agua entró en movimiento en aquellos amplios espacios abiertos, balanceándose pesadamente, chapoteando, y formándose en hileras cada vez con más frecuencia, en filas unas tras de otras. Eso hacía prever si no una tempestad por lo menos una marejada de larga duración.

Para el portaviones Conventsiaaquellas olas en mar abierto no representaban ningún peligro. En otra ocasión no se le habría ni ocurrido cambiar de posición. Pero como de un momento a otro se esperaba el aterrizaje de los aviones que volvían a toda prisa con las comisiones plenipotenciarias después de sus consultas con las autoridades superiores, el portaviones prefirió situarse contra el viento para disminuir el balanceo lateral. Todo se realizó normalmente. Primero se posó el avión de San Francisco, luego el de Vladivostok.

Las comisiones volvieron completas, igualmente silenciosas y preocupadas. Quince minutos más tarde se sentaban alrededor de la mesa en una sesión a puerta cerrada. Cinco minutos después de empezar sus trabajos, la comisión enviaba al cosmos, a la estación orbital Paritet, un radiograma cifrado urgente que debía ser transmitido a los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1 a la galaxia Poseedor:

«A los cosmonautas 1-2 y 2-1 de la estación orbital Paritet. Prevenid a los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1 que se encuentran más allá del sistema solar, que no emprendan ninguna acción. Que permanezcan donde están hasta recibir nuevas indicaciones del Centrun.»

Después de esto y sin perder un minuto, las comisiones plenipotenciarias procedieron a exponer sus posiciones y a presentar proposiciones para resolver la crisis cósmica...

El portaviones Conventsiaestaba situado frente al viento en medio de las infinitas olas del océano Pacífico que lo azotaban. Nadie en el mundo sabía que a bordo se estaba decidiendo en aquel momento el destino global del planeta...


En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tietras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...


Aún faltaban dos horas de camino para llegar al cementerio de Ana-Beit. La procesión fúnebre avanzaba por Sary-Ozeki de la misma manera. Delante, indicando el camino, iba Burani Yediguéi sobre su camello. Su Karanarcontinuaba marchando a la cabeza con incansable y largo paso, después seguían por la tierra virgen el tractor y su remolque, en el cual, junto al difunto Kazangap, iba su solitario y paciente yerno, el marido de Aizada, y tras ellos la excavadora Bielorús. Y lateralmente, ora adelantándose ora retrasándose, ora deteniéndose por algún importante motivo, corría tan diligente y convencido como siempre el pardo y bien pechado perro Zholbars.

El sol quemaba mientras ascendía al cenit. Quedaba por detrás gran parte del trayecto, y el extenso Sary-Ozeki ofrecía a la vista, tras cada barrera natural, nuevas y nuevas tierras desérticas que se extendían cada vez hasta la misma línea del horizonte. En verdad era majestuosa aquella planicie esteparia. En otro tiempo habitaban aquellos lugares los zhuanzhuan, de desgraciada memoria, unos invasores que se apoderaron por mucho tiempo de casi toda la región de Sary-Ozeki. También vivían allí otros pueblos nómadas, y había entre ellos continuas guerras por los pastos y los pozos. A veces vencían unos, a veces otros. Pero de todos modos tanto vencedores como vencidos permanecían en la región, los unos estrechándose, los otros ensanchando su territorio. Elizárov decía que, como espacio vital, Sary-Ozeki valía esa lucha. En aquella época caían allí muchas más lluvias, tanto en primavera como en otoño. La hierba bastaba para muchas cabezas de ganado, tanto mayor como menor. Entonces lo atravesaban los mercaderes y se hacían negocios. Pero luego parece ser que el clima cambió bruscamente, dejó de llover, se secaron los pozos, se agotaron los pastos. Los pueblos y tribus que invadieron Sary-Ozeki se dispersaron, y los zhuanzhuan desaparecieron por completo. Se dirigieron a Edilia, que así se llamaba entonces el Volga, y desaparecieron en la ribera en el mundo de lo desconocido. Nadie supo de dónde habían venido, nadie pudo enterarse dónde se habían metido. Decían que los había alcanzado una maldición: cuando atravesaban conjuntamente el Edilia en invierno, se abrió el hielo del río y todos ellos, junto con sus rebaños y manadas desaparecieron bajo el hielo...

Los habitantes indígenas de Sary-Ozeki, los nómadas kazajos, tampoco abandonaron entonces su territorio, resistiendo en aquellos lugares en los que aún se podía conseguir agua en pozos recavados de nuevo. Pero el tiempo de mayor animación en Sary-Ozeki coincidió con los años de la posguerra. Aparecieron los camiones-tanque. Un camión cisterna, si el chófer conocía bien el lugar, podía dar servicio a tres o cuatro campamentos nómadas de conducción de ganado. Los arrendatarios de los pastos de Sary-Ozeki –los koljoces y sovjoses de los distritos adyacentes– estaban ya pensando en la instalación de bases permanentes en el desierto, para los conductores de ganado. Empezaron a hacer cálculos, a tomar medidas para saber cuánto les costaría aquella construcción. Y menos mal que no se apresuraron. Insensiblemente, de forma imperceptible, surgió en los alrededores de Ana-Beit una ciudad sin nombre: el Buzón. Así decían: «Fui al Buzón, estuve en el Buzón, lo compré en el Buzón, lo vi en el Buzón...». El Buzón fue creciendo, construyéndose, y se cerró a los forasteros. Una carretera asfaltada lo unía por un lado con el cosmódromo y por el otro con la estación del ferrocarril. Con ello empezó una nueva colonización de SaryOzeki, la colonización industrial. De todo el pasado sólo había quedado por aquella parte el cementerio de Ana-Beit, situado sobre dos montículos contiguos como las gibas de un camello, Eguis-Tiube, el lugar más honroso para enterrar a alguien en todo el distrito de Sary-Ozeki. En tiempos remotos, a veces llevaban difuntos desde rincones tan alejados que la gente tenía que pernoctar en la estepa. Pero en cambio, los descendientes de los difuntos sepultados en Ana-Beit podían tener el legítimo orgullo de haber rendido a sus antepasados un honor especial. Allí se enterraban las personas más respetadas y conocidas por el pueblo, los que habían vivido mucho, los sabios y los que habían ganado una buena fama con sus palabras y con sus hechos. Elizárov, que lo sabía todo, llamaba a ese lugar el panteón de Sary-Ozeki.

Y a ese lugar se acercaba aquel día un extraño cortejo fúnebre en camello y tractor con el acompañamiento de un perro. Procedía del apartadero ferroviario de Boranly-Buránny...

El cementerio de Ana-Beit tenía su historia. La leyenda decía que los zhuanzhuan, al conquistar Sary-Ozeki en pasados siglos, trataron con excepcional crueldad a los guerreros que capturaban. Si les convenía, los vendían como esclavos en tierras vecinas, y eso se consideraba un final feliz para el prisionero, pues el esclavo vendido tarde o temprano podía escapar hacia su patria. Pero un destino monstruoso esperaba a aquellos que los zhuanzhuan se quedaban como esclavos para sí mismos. Aniquilaban la memoria del esclavo con un suplicio terrible: ponían sobre la cabeza de la víctima un casquete. Habitualmente, este destino era para los jóvenes capturados en combate. Primero les afeitaban la cabeza, arrancándoles cuidadosamente cada pelillo de raíz. Al propio tiempo, terminado el afeitado, unos expertos matarifes sacrificaban cerca de allí un camello adulto. Al despellejar al animal, lo primero que hacían era separar la parte más compacta y pesada, la de la cerviz. Dividida en partes, caliente aún, la aplicaban a las cabezas rapadas de los prisioneros como un emplasto, algo parecido a los actuales gorros de goma para el baño. Eso era lo que significaba poner el casquete. El que sufría esta manipulación, o bien moría al no poder soportar el suplicio, o bien perdía la memoria para toda la vida y se convertía en un mankurt, un esclavo que no recordaba su pasado. La piel de la cerviz de un camello servía para cinco o seis casquetes. Una vez colocado, se sujetaba a cada condenado con un collar de madera de modo que la víctima no pudiera tocar el suelo con la cabeza. De este modo los llevaban a lugares alejados de la gente, para que no llegaran inútilmente sus desgarradores gritos, y los abandonaban allí, a campo abierto, atados de pies y manos, a los efectos del sol, sin agua ni alimento. El suplicio duraba algunos días. Sólo unas patrullas reforzadas vigilaban los accesos a determinados lugares para que los compañeros de tribu de los prisioneros no intentaran liberarlos mientras aún seguían con vida. Pero tales intentos se emprendían muy raramente, pues en la estepa abierta siempre se advierte cualquier movimiento. Y si más tarde llegaba el rumor de que uno de ellos había sido convertido en mankurtpor los zhuanzhuan, ni las personas más allegadas sentían el impulso de liberarle o de redimirle, pues significaba recuperar una sombra del hombre que fue. Y sólo hubo una madre naimana, que figura en la leyenda como Naiman-Ana, que no quiso aceptar la desgracia de su hijo. Esto es lo que cuenta la leyenda de Sary-Ozeki. Y de ahí el nombre del cementerio de Ana-Beit: reposo maternal.

La mayoría de estos hombres, abandonados a un atormentador suplicio en el campo, perecían bajo el sol de Sary-Ozeki. Sólo sobrevivían uno o dos mankurtde cada cinco o seis. No morían de hambre, ni aun de sed, sino de los insoportables e inhumanos tormentos que les infligían la piel de camello sin curtir que se secaba y se contraía sobre su cabeza. Al reducirse implacablemente bajo los rayos del ardiente sol, el casquete presionaba y comprimía la cabeza afeitada del esclavo como un aro de hierro. Al segundo día empezaban a crecer de nuevo los pelos afeitados de la víctima. Duros y rectos, esos pelos asiáticos a veces se clavaban en la piel sin curtir, pero en la mayoría de los casos, al no encontrar una salida, se doblaban y volvían a clavar sus extremos en la piel de la cabeza, infligiendo aún mayores sufrimientos. Esta última prueba iba acompañada de un completo enturbiamiento de la razón. Sólo al cabo de cinco días se acercaban los zhuanzhuan a comprobar si alguno de los prisioneros había sobrevivido. Si encontraban con vida aunque sólo fuera a uno de los condenados, consideraban que su objetivo había sido alcanzado. Le daban agua, y le liberaban de sus ataduras, y con el tiempo le devolvían sus fuerzas y le ponían en pie. Era ya un esclavo mankurt, al que habían privado de la memoria por la fuerza, un esclavo muy valioso que valía por diez prisioneros sanos. Incluso había una ley: en caso de matar a un esclavo mankurten alguna de las discordias intestinas, la indemnización por tal pérdida era tres veces mayor que la que correspondería pagar por la vida de un miembro libre de la tribu.

El mankurtno sabía quién era, de qué tribu procedía, desconocía su nombre, no recordaba su infancia, ni a su padre ni a su madre; en una palabra, no se tenía a sí mismo por ser humano. Privado de la comprensión de su propio «yo», el mankurttenía una serie de ventajas desde el punto de vista económico. Equivalía a una criatura muda, y por ello absolutamente sumisa y segura. Nunca pensaba en la fuga. Para cualquier amo, lo más terrible es el motín. Cada esclavo es un rebelde en potencia. El mankurt era una excepción única a este respecto: le eran radicalmente ajenos los impulsos a la rebeldía, la insumisión. No conocía estas pasiones. Por ello no había necesidad de vigilarle, de tener una guardia ni por tanto de sospechar en él malas intenciones. El mankurt, como los perros, sólo conocía a su dueño. No entraba en contacto con otras personas. Todos sus pensamientos se reducían a llenar la panza. No conocía otras preocupaciones. En cambio, ejecutaba los encargos ciegamente, con tesón, sin distracciones. Normalmente se les obligaba a realizar los trabajos más sucios y pesados, o bien les encargaban las tareas más penosas y molestas, aquellas que exigían una gran paciencia. Sólo un mankurtpodía soportar en soledad el SaryOzeki lejano y desierto cuando se encontraba día y noche en los pastos con la manada de camellos. En aquellas lejanías, un mankurtsustituía a una multitud de trabajadores. Todo lo que se debía hacer era proveerle de alimentos, y él permanecía trabajando sin relevo inviernos y veranos, sin tornarse salvaje ni quejarse de las privaciones. Para el mankurtla voluntad del amo estaba por encima de todo. Nada exigía para sí, fuera de la comida y unos harapos para no congelarse en la estepa...

Habría sido más fácil arrancarle la cabeza al prisionero o causarle cualquier otro daño para acobardar su alma, antes que quitarle a un hombre su memoria, destruir su razón, arrancar las raíces de todo aquello que permanece en el ser humano hasta su último suspiro, todo aquello que constituye su única conquista, la que desaparece con él y está fuera del alcance de los demás. Pero los nómadas zhuanzhuan, que presentan en su remota historia el tipo más cruel de barbarie, también atentaron contra esta sagrada esencia del hombre. Encontraron el medio para arrancar a los esclavos su memoria viva, infligiendo con ello a la naturaleza humana la más dura de las maldades imaginables. Así, pues, no era casual que al llorar a su hijo convertido en mankurt, Naiman-Ana dijera con frenético dolor y desesperación:

«Cuando te arrancaron la memoria, cuando comprimieron tu cabeza, hijo mío, como la nuez con las tenazas, apretándote el cráneo con la lenta acción de una piel de camello secándose, cuando te colocaron un aro invisible en la cabeza de forma que tus ojos querían salirse de sus órbitas inyectadas con el más horrible terror, cuando en la hoguera sin humo de Sary-Ozeki te atormentó la sed que precede a la muerte y no hubo gota que cayera del cielo sobre tus labios, ¿fue para ti el sol, que da la vida a todos, un astro odioso y cegador, el más negro de todos los astros del mundo?

»Cuando, desgarrado por el dolor, tu grito se levantaba frenético en medio del desierto, cuando chillabas y te revolvías implorando a Dios día y noche, cuando esperabas ayuda de un cielo inútil, cuando ahogándote en vómitos provocados por los tormentos de la carne, y retorciéndote sobre la vil suciedad que manaba del cuerpo, retorcido en convulsiones, cuando te apagaste en esa fetidez, perdiendo el juicio, devorado por un enjambre de moscas, ¿maldeciste con tus últimas fuerzas a Dios, que nos ha creado en un mundo que Él ha abandonado?

»Cuando las tinieblas de la ofuscación cubrieron para siempre tu razón mutilada por los suplicios, cuando tu memoria, desarmada por la fuerza, perdió irreversiblemente toda concatenación con el pasado, cuando en tus fieros impulsos olvidaste la mirada de tu madre, el rumor del arroyo al pie de la montaña donde jugaste en tus días infantiles, cuando perdiste tu nombre y el nombre de tu padre al derrumbarse tu conciencia, cuando la faz de las personas entre las que habías crecido se apagó, y también se apagó el nombre de la muchacha que te sonreía con timidez, ¿acaso no maldeciste, al caer en el abismo de la inconsciencia, a tu madre con horribles imprecaciones por haber osado engendrarte en sus entrañas y darte a luz, para llegar a un día así?»

Esta historia correspondía a la época en que, expulsados de los límites meridionales del Asia nómada, los zhuanzhuan afluyeron al norte y se apoderaron por largo tiempo de SaryOzeki sosteniendo incesantes guerras con el objeto de extender sus posesiones y capturar esclavos. En los primeros tiempos, aprovechando la sorpresa de la invasión, capturaron muchos prisioneros en las tierras adyacentes a Sary-Ozeki, incluyendo mujeres y niños. Los convirtieron a todos en esclavos. Pero la resistencia contra la invasión extranjera fue creciendo. Empezaron los choques encarnizados. Los zhuanzhuan no tenían intención de abandonar Sary-Ozeki, por el contrario, procuraban consolidarse fuertemente en esos vastos terrenos, aptos para la ganadería de la estepa. Las tribus indígenas no se conformaron con esa pérdida y consideraban su derecho y su deber expulsar tarde o temprano a los conquistadores. Sea como sea, continuaban los pequeños y grandes combates con suerte alterna. Pero también estas agotadoras guerras tenían sus momentos de paz.

En uno de ellos, unos mercaderes que llegaron con sus caravanas de mercancías a la tierra de los naimanos contaron, mientras tomaban el té, que habían atravesado las estepas de Sary-Ozeki sin tropezar con grandes dificultades en los pozos por parte de los zhuanzhuan, y mencionaron su encuentro, en Sary-Ozeki, con un joven pastor junto a una gran manada de camellos. Los mercaderes habían intentado conversar con él, pero había resultado ser un mankurt. Tenía el aspecto muy sano y nadie pensaría nunca lo que habían hecho con él. En otro tiempo, seguramente no habría sido peor que otros, habría sido hablador y comprensivo. Era muy joven aún, apenas le brotaba el bigote, y no era feo, pero en cuanto se le dirigía la palabra parecía haber nacido el día anterior, el pobre no recordaba nada, no conocía su nombre, ni a su padre ni a su madre, ni lo que le habían hecho los zhuanzhuan, ni tampoco sabía dónde había nacido. Callaba ante cualquier pregunta, sólo respondía «sí», «no», y tenía siempre la mano sobre una gorra fuertemente encasquetada en su cabeza. Por fea que sea la costumbre, la gente se burla de los mutilados. Al decir estas palabras, se burlaban de que hubiera unos mankurtque llevaran una piel de camello enraizada en su cabeza. Para un mankurt, el peor castigo es que se le asuste diciendo: «Venga, vamos a despegarte la cabeza». Se revolverá como un caballo salvaje, pero no dejará que le toquen la cabeza. No se quitan esas gorras ni de día ni de noche, duermen con ellas puestas... Y sin embargo, continuaron los visitantes, sería tan tonto como se quiera, pero el mankurtcumplió su cometido, vigiló muy despierto hasta que los de la caravana se alejaron del lugar donde vagaba su rebaño de camellos. Y un arriero decidió burlarse de él como despedida:

–Tenemos un largo camino por delante. ¿A quién quieres que transmitamos tu saludo, a qué beldad, en qué país? Dínoslo, no lo ocultes. ¿Me oyes? ¿No quieres que le entreguemos un pañuelo de tu parte?

El mankurtestuvo largo rato silencioso mirando al arriero, y luego dijo:

–Cada día miro la Luna y ella me mira a mí. Pero no nos oímos uno a otro... Allí habrá alguien...

En la tienda, la mujer que servía el té a los mercaderes, estaba oyendo la conversación. Era Naiman-Ana. Con este nombre figura en la leyenda de Sary-Ozeki.

Naiman-Ana no dio nada a entender ante los forasteros. Nadie observó cuán raramente la impresionaba esta noticia, cómo cambiaba su cara. Quería interrogar de forma más detallada a los mercaderes sobre el joven mankurt, pero eso la asustaba: saber más de lo que habían dicho. Y supo callarse, ahogar en su seno la inquietud naciente como un chillón pájaro herido... Entretanto, la conversación giraba ya sobre otro tema, a nadie le importaba el desgraciado mankurt, había muchos casos como ése en la vida, pero Naiman-Ana procuró dominar el terror que sentía, eliminar el temblor de sus manos como si efectivamente ahogara al pájaro chillón y se limitó a bajarse más sobre el rostro el negro pañuelo fúnebre que desde hacía tiempo era habitual en su encanecida cabeza.

La caravana de mercaderes no tardó en seguir su camino. Aquella noche de insomnio, Naiman-Ana comprendió que no tendría reposo hasta que no encontrara en Sary-Ozeki al pastor mankurty no se convenciera de que no era su hijo. Este doloroso y terrible pensamiento animó de nuevo su corazón maternal, calmado desde hacía tiempo con el vago presentimiento de que su hijo había caído en el campo de batalla... Y habría sido mejor, naturalmente, enterrarle por segunda vez antes que sufrir, que experimentar un inextinguible terror, un inextinguible dolor, una inextinguible duda.

Su hijo había caído en alguno de los combates contra los zhuanzhuan por la parte de Sary-Ozeki. Su marido había perecido un año antes. Fue un hombre conocido y célebre entre los naimanos. Luego, el hijo marchó a su primera campaña, a vengar a su padre. No era costumbre dejar a los muertos en el campo de batalla. Los parientes tenían la obligación de traer el cuerpo. Pero esa vez resultó imposible. En aquella gran batalla, al entrar en contacto directo con el enemigo, muchos habían visto que el joven, su hijo, caía sobre la crin del caballo, y que éste, ardiente y asustado por el rumor del combate, se lo llevaba lejos. El joven cayó de la silla, y con un pie enganchado en el estribo colgó muerto del caballo, mientras el animal, aún más enloquecido, arrastraba al galope por la estepa su cuerpo sin vida. Como hecho adrede, el caballo dirigió su carrera hacia el campo del enemigo. A pesar del encarnizado y sangriento combate, en el que todos tenían que estar en su puesto, dos compañeros de tribu se lanzaron tras él para detener a tiempo al desmandado caballo y recuperar el cuerpo del difunto. Sin embargo, había una patrulla de zhuanzhuan parapetada en un barranco, y de ella salieron algunos jinetes de curvo látigo que se lanzaron gritando a cortarles el camino. Uno de los naimanos resultó muerto; el otro, gravemente herido, volvió grupas y a duras penas consiguió llegar al galope hasta los suyos, donde se derrumbó en el suelo. Este caso ayudó a los naimanos a descubrir a tiempo a la patrulla de zhuanzhuan que se disponía a descargar en el momento decisivo un golpe en su flanco.


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