Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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»Los pechianos conocen la existencia de la Tierra, situada en los límites ultralejanos —para ellos– del universo. Están deseosos de entrar en contacto con los terrícolas no sólo por una curiosidad natural, sino, según suponen, ante todo como triunfo del fenómeno mismo de la razón, para intercambiar experiencias de civilizaciones, para una nueva era en el desarrollo del pensamiento y del espíritu de los portadores de intelecto del universo.
»En este campo, prevén muchísimo más de lo que podría pensarse. Su interés por los terrícolas viene dictado también por el hecho de considerar que la unión de los esfuerzos comunes de estas dos ramas de la razón universal es el camino fundamental para asegurar la ilimitada continuidad de la vida de la naturaleza, teniendo presente que toda energía se degrada irremisiblemente y que cualquier planeta está condenado con el tiempo a desaparecer... Están preocupados por el problema del "fin del mundo" con miles de millones de años de anticipación, y están elaborando ya actualmente unos proyectos cosmológicos para organizar una nueva base habitable para todo cuanto hay de vivo en el universo...
»Disponiendo de aparatos que vuelan a la velocidad de la luz, podrían visitar actualmente nuestra Tierra. Pero no desean hacerlo sin el consentimiento y la invitación de los propios terrícolas. No quieren irrumpir en la Tierra como huéspedes indeseados. Además, han dado a entender que desde hace tiempo están buscando un pretexto para establecer lazos de amistad. Desde que nuestras estaciones cósmicas se convirtieron en puntos de larga permanencia en órbita, comprendieron que se acercaba el momento del encuentro y que debían tomar la iniciativa. Se prepararon cuidadosamente, esperaron una buena ocasión. Esta ocasión nos correspondió a nosotros, por cuanto nos encontrábamos en el espacio intermedio, en la estación orbital...
»Nuestra estancia en su planeta ha causado, y es muy comprensible, una increíble sensación. Con este motivo se conectó al éter un sistema de telecontacto global que sólo se usa en las grandes celebraciones. En el brillante aire que nos rodea, veíamos como en sueños, a nuestro lado, unas caras y unos objetos que se encontraban a miles y miles de kilómetros, y al propio tiempo podíamos comunicarnos con ellos, sonreírnos, estrecharnos las manos, mirarnos a la cara, hablar alegremente, lanzando tumultuosas exclamaciones y riendo, como si esto tuviera lugar en un contacto directo. Qué hermosos son los pechianos, qué diferentes entre sí, incluso el color azul de sus cabellos varía del azul oscuro hasta el ultramarino, y los ancianos encanecen, por lo que se ve, igual que los nuestros. Los tipos antropológicos también son diferentes, pues constituyen diferentes grupos étnicos.
»De todo esto, y de otras cosas no menos impresionantes, hablaremos al volver a la Pariteto a la Tierra. Ahora vayamos a lo principal. Los pechianos nos ruegan que transmitamos, a través del sistema de enlace de la Paritet, su deseo de visitar nuestro planeta cuando convenga a los terrícolas. Y hasta ese día proponen establecer en colaboración un programa para construir una estación intermedia interastral, que al principio serviría para los primeros encuentros previos y después se convertiría en base fija en el camino de nuestras mutuas exploraciones. Les prometimos poner en conocimiento de nuestros coplanetarios estas propuestas. Sin embargo, a este respecto, hay otra cosa que nos preocupa más.
»¿Estamos preparados, los terrícolas, para este género de encuentros interplanetarios? ¿Somos lo suficiente maduros para ello como seres racionales? ¿Podremos, con nuestra desunión y con las contradicciones existentes, presentarnos unidos como plenipotenciarios de todo el género humano, en nombre de toda la Tierra? Os suplicamos que para evitar un nuevo estallido de rivalidad, una lucha por una ilusoria prioridad, se traslade la resolución de este problema sólo a la ONU. Os rogamos al mismo tiempo que no abuséis del derecho al veto, y, si es posible, que por esta vez, como excepción, se anule este derecho. Para nosotros resulta amargo y duro pensar en tales cosas encontrándonos en los límites de las lejanías cósmicas, pero somos terrícolas y conocemos suficientemente los modos y costumbres de los habitantes de nuestro planeta Tierra.
»Finalmente, hablemos de nosotros, hablemos una vez más de nuestro acto. Reconocemos qué desconcierto y qué medidas extremas habrá provocado nuestra desaparición de la estación orbital. Lamentamos profundamente haber causado tantas molestias. Sin embargo, era un caso único en la historia y no podíamos ni teníamos derecho a rechazar el asunto más grande de toda nuestra vida. Aun siendo hombres sometidos a un riguroso reglamento, nos vimos obligados, para conseguir este objetivo, a proceder contra dicho reglamento.
»Caiga esto sobre nuestra conciencia y recibamos el conveniente castigo. Pero de momento, olvidadlo. ¡Pensadlo! Os hemos enviado una señal desde el universo. Os hemos transmitido una señal desde un sistema astral hasta ahora desconocido, el del astro Poseedor. Los pechianos de azules cabellos son los creadores de una elevadísima civilización moderna. El encuentro con ellos puede representar un cambio total en nuestra vida, en el destino de todo el género humano. ¿Nos atreveremos a ello, salvando ante todo, como es natural, los intereses de la Tierra?
»Los extraterrestres no nos amenazan. Por lo menos, así nos lo parece. Aprovechando su experiencia podríamos dar un cambio completo a nuestra existencia, empezando por el procedimiento para obtener energía del mundo material que nos rodea, hasta la capacidad para vivir sin armas, sin violencia, sin guerras. Esto último os parecerá una extravagancia, incluso os sonará mal, pero os garantizamos solemnemente que así está organizada la vida de los seres racionales en el planeta Pecho Forestal, que han alcanzado esta valiosa perfección como pobladores de una masa geobiológica semejante a la de la Tierra. Portadores de un pensamiento universal altamente civilizado, están dispuestos a establecer contacto con sus hermanos en inteligencia, con los terrícolas, en las formas que respondan a las necesidades y a la dignidad de ambas partes.
»De todos modos, nosotros, interesados e impresionados por el descubrimiento de una civilización extraterrestre, ansiamos volver cuanto antes para comunicar a la gente todo aquello de lo que hemos sido testigos en otra galaxia, en uno de los planetas del sistema del astro Poseedor.
»Dentro de veintiocho horas, es decir, exactamente dentro de un día, después de esta sesión de enlace, tenemos intención de volar de vuelta a nuestra Paritet. Al llegar a ella nos pondremos a la completa disposición del Centrun.
»Y ahora, hasta la vista. Antes de salir para el sistema solar informaremos de la hora de nuestra llegada a la Paritet.
»Cerramos aquí nuestra primera comunicación desde el planeta Pecho Forestal. Hasta pronto. Rogamos encarecidamente lo comuniquen a nuestras familias para que no estén inquietas...
»Paritet-cosmonauta 1-2 »Paritet-cosmonauta 2-1.»
Las sesiones por separado de las comisiones plenipotenciarias a bordo del portaviones Conventsia para investigar el extraordinario suceso ocurrido en la estación orbital Paritet acabó en que ambas comisiones, con todos sus miembros, partieron a efectuar consultas con las autoridades superiores. Uno de los aviones despegó de la pista del portaviones y tomó rumbo a San Francisco; al cabo de unos minutos despegó el otro en dirección opuesta, hacia Vladivostok.
El portaviones Conventsiase encontraba en el mismo lugar, en la zona de su permanente ubicación, en el océano Pacífico, al sur de las Aleutianas... En el portaviones reinaba un orden riguroso. Cada uno se ocupaba de su trabajo, todo el mundo estaba alerta... Y todos guardaban silencio...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente.
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki las tierras Centrales de las estepas amarillas...
Habían recorrido ya una tercera parte del camino hacia AnaBeit. El sol, que al principio había ascendido rápidamente sobre la tierra, ahora parecía haberse quedado fijo en un punto sobre Sary-Ozeki. Es decir, que el día era ya día. Y empezaba a calentar como tal.
Consultando ora el reloj, ora el sol, ora los valles esteparios abiertos que se extendían por delante, Burani Yediguéi supuso que de momento todo iba como era debido. Él continuaba a la cabeza de la expedición, trotando en su camello, le seguía el tractor con el remolque y tras éste la excavadora Bielorús; el perro pardo Zholbarscorría un poco hacia un lado.
«Resulta que la cabeza de un hombre no puede dejar de pensar ni por un segundo. Y de qué forma está organizada esa cosa tonta: quieras o no, un pensamiento aparecerá salido de otro, y así sin fin, seguramente hasta que te mueras.» Yediguéi hizo este gracioso descubrimiento al pillarse a sí mismo pensando continua e incesantemente algo durante el camino. Los pensamientos seguían los unos a los otros como la ola marina sigue a otra ola. En su infancia, había pasado horas observando cómo, en el mar de Aral, en tiempo ventoso, surgían en la lejanía blancas crestas móviles, y cómo se acercaban con sus crines hirvientes engendrando una ola tras otra. En aquel movimiento tenía lugar simultáneamente el nacimiento y la destrucción, y de nuevo el nacimiento y la extinción, de la carne viva del mar. Y él, que era un niño, sentía deseos de convertirse en gaviota para volar sobre las olas, sobre las centelleantes salpicaduras, para ver desde arriba cómo vivía el mar en su grandeza.
El Sary-Ozeki preotoñal, con su penetrante y triste amplitud abierta, y el uniforme rumor del camello al trote, impulsaban a Burani Yediguéi a las meditaciones propias de los viajes, y él se entregaba a ellas sin resistencia pues tenía un largo camino por delante y nada alteraba su avance. Karanar, como siempre que cubría largas distancias, se calentaba con la marcha y empezaba a desprender un fuerte olor a almizcle. Este olor le llegaba a la nariz desde la cerviz y el cuello del animal. «Vaya, vaya —sonrió satisfecho, para sí, Yediguéi—. ¡O sea que ya estás cubierto de espuma! ¡Ah, mi fierecilla, mi potrillo! ¡Malo, más que malo!»
Yediguéi también pensaba en los días pasados, en asuntos y acontecimientos de la época en que Kazangap aún tenía fuerza y salud, y con esta cadena de recuerdos se abatió inoportunamente sobre él una vieja y amarga tristeza. Y las oraciones no le sirvieron. Las musitaba en voz alta una y otra vez, las repetía para alejar, para distraer y esconder el dolor que volvía a él. Pero el alma no se sometía. Burani Yediguéi se puso sombrío. Golpeaba continuamente, sin necesidad, los flancos del camello que trotaba con gran aplicación, se había bajado la visera sobre los ojos y ya no volvía la cabeza hacia los tractores que le seguían. Ya le seguirían, no se retrasarían, qué les importaba a ellos, jóvenes e inmaduros, aquella antigua historia sobre la que no pronunciaba palabra ni con su mujer y sobre la cual había razonado Kazangap, como siempre, sensata y honestamente. Sólo él pudo dar un juicio, y de no ser así haría ya mucho tiempo que Yediguéi habría abandonado el apartadero de Boranly-Buránny...
En aquel año, el cincuenta y uno, ya casi al final, en invierno, llegó una familia al apartadero. Marido, mujer y dos hijos, unos chicuelos. El mayor, Daúl, tenía cinco años; el pequeño, tres; éste se llamaba Ermek. El hombre, Abutalip Kuttybáyev, tendría la misma edad que Yediguéi. Antes de la guerra, siendo un muchacho, había trabajado un año de maestro en la escuela del pueblo, y en el verano del cuarenta y uno le movilizaron en los primeros días y le enviaron al frente. Se casó con Zaripa, pues, al final de la guerra, o inmediatamente después. Antes de su traslado, ella era también maestra de párvulos. Y el destino los obligó y los empujó hacia SaryOzeki, hacia Boranly-Buránny.
En seguida se vio claramente que si se encontraban en aquel lugar perdido de Sary-Ozeki no era porque las cosas les fueran bien. Abutalip y Zaripa habrían podido colocarse en otros lugares. Pero por lo visto las circunstancias se presentaban de una manera que no les quedaba otra salida. Al principio, los de Boranly pensaron que no se quedarían mucho tiempo allí, que no resistirían, y que huirían hacia donde fuera. No eran los únicos que llegaban y se marchaban de Boranly-Buránny. Ésta era también la opinión de Yediguéi y de Kazangap. No obstante, su actitud para con la familia de Abutalip no fue por ello menos respetuosa desde el principio. Eran personas correctas, cultas. Vivían en la pobreza. Trabajaban como todos, tanto el marido como la mujer. Tanto arrastraban traviesas sobre la espalda como se helaban junto a los montones de nieve. En general, hacían cuanto corresponde hacer a los obreros ferroviarios. Y hay que decir que era una familia unida, siempre de acuerdo, una buena familia, aunque muy desgraciada por el hecho de que, al parecer, Abutalip había caído prisionero de los alemanes. En aquella época parecían haber refluido las pasiones de los años de guerra. Ya no se trataba de traidores y de enemigos a los antiguos prisioneros de guerra. Y por lo que respecta a los de Boranly, éstos no se preocuparían por ello. Que ha sido prisionero, pues muy bien, que lo haya sido, la guerra terminó con la victoria, la gente tuvo que tragar no pocas cosas en esta terrible reestructuración mundial. Los hay que en el día de hoy aún vagan como malditos por el mundo. El fantasma de la guerra les va pisando aún los talones... Por ello, los vecinos de Boranly no los molestaban demasiado con preguntas a este respecto, no había por qué envenenar el alma de la gente, de una gente que seguramente ya había sufrido más de la cuenta.
Con el tiempo, sin darse cuenta, se hicieron muy amigos de Abutalip. Era un hombre inteligente. Lo que le atraía a Yediguéi era que Abutalip, en su mala situación, no daba lástima. Se comportaba con dignidad y no murmuraba del destino inútilmente. No podía dejar de tener en cuenta que las cosas van así en este mundo. Evidentemente, el hombre comprendía que era el destino que le correspondía. Seguramente, su esposa, Zaripa, estaba también imbuida de esta conciencia. Después de asumir interiormente que el castigo era inevitable, encontraron el sentido de la vida en una especie de rara sensibilidad, de intimidad entre los dos. Según comprendió luego Yediguéi, eso les daba vida, los protegía, con eso se cubrían uno a otro y a los hijos de los enfurecidos vientos de la época. Especialmente Abutalip. No podía pasar un solo día lejos de su familia. Los niños, los hijos, lo eran todo para él. Abutalip les dedicaba cada minuto libre que tenía. Les enseñaba a leer, componía diversos cuentos, adivinanzas, organizaba juegos inventados. Al principio, cuando su esposa y él iban a trabajar dejaban a los niños en la barraca. Pero Ukubala no podía ver semejante cosa con tranquilidad y se llevaba los niños a casa. Allí había más calor, y su vida, en aquella época, era muchísimo más confortable que la de los recién llegados. Eso fue lo que acercó a ambas familias. En realidad, a Yediguéi también le estaban creciendo los hijos, dos niñas precisamente de la misma edad que los hijos de Abutalip.
Un día, al ir a recoger a sus hijos después del trabajo en el tramo, Abutalip propuso:
—Sabes, Yediguéi, daré clase a tus niñas al mismo tiempo. Ya sabes que no es por matar el tiempo si me ocupo de los niños desde que vine. Se han hecho amigos, juegan juntos. De día que estén en vuestra casa y por la tarde que vengan a la nuestra. ¿Que por qué hablo así? La vida aquí, aislados, es naturalmente pobre, y por lo tanto razón de más para ocuparse de ellos. Viene una época en la que se van a exigir muchos conocimientos desde la infancia. Ahora, un pequeñajo tiene que saber tanto como antes un joven hecho y derecho. De otro modo no puedes conseguir una instrucción.
Y de nuevo, Yediguéi no comprendió el sentido de los esfuerzos de Abutalip hasta más tarde, hasta que sucedió la desgracia. Entonces comprendió que, en la situación de Abutalip, aquello era lo único que, en las condiciones de Boranly, podía hacer por sus hijos. Como supo, se apresuró a darles cuanto pudo, como si quisiera de esta forma grabarse en su memoria, vivir de nuevo en sus hijos. Por las tardes, cuando Abutalip llegaba del trabajo, él y Zaripa montaban algo parecido a una escuela-guardería para sus hijos y los de Yediguéi. Los niños aprendían las letras, las sílabas, jugaban, dibujaban, competían a ver quién lo hacía mejor, escuchaban los libros que les leían sus padres, e incluso aprendían juntos algunas cancioncillas. Resultó una ocupación tan interesante que el propio Yediguéi empezó a dejarse caer por allí para observar lo bien que les salía todo aquello. También pasaba a menudo Ukubala, como quien va por otra cosa, pero en realidad iba para ver a sus niñas. Burani Yediguéi se conmovía. Su alma se enternecía. ¡He aquí lo que es la gente instruida, los maestros! Da gusto ver cómo saben tratar a los niños sin dejar de ser adultos. En aquellas tardes, Yediguéi procuraba no molestar y se sentaba callado en un rincón. Y cuando llegaba, se quitaba la gorra en el umbral:
—¡Buenas tardes! Aquí está el quinto alumno de la guardería.
Los niños se acostumbraron a sus visitas. Sus hijas eran felices. En presencia de su padre se esforzaban muchísimo. Yediguéi y Ukubala les cargaban por turno la estufa, para que los niños estuvieran más calientes y más cómodos por la tarde en la barraca.
Ésta era la familia que se cobijó aquel año en Boranly-Buránny. Pero por raro que parezca, esta clase de gente normalmente no tiene suerte.
La desgracia de Abutalip consistía no sólo en haber sido prisionero de los alemanes; para suerte o desgracia, había participado en una fuga, junto con un grupo de prisioneros de guerra, de un campo de concentración en el sur de Baviera y se había encontrado en el cuarenta y tres en las filas de los guerrilleros yugoslavos. Abutalip luchó en el ejército yugoslavo de liberación hasta el final de la guerra. Allí le hirieron, allí le curaron. Fue condecorado con órdenes militares yugoslavas. Los periódicos yugoslavos hablaron de él, publicaron fotografías. Esto le prestó un gran servicio cuando la comisión de control y filtro estudió su expediente al volver a la patria en i 94 5. Sólo quedaban cuatro supervivientes de los que se fugaron del campo de concentración, y se habían fugado doce. Los cuatro tuvieron suerte también en el sentido de que la comisión soviética de control acudió directamente a la unidad del ejército yugoslavo de liberación y los jefes yugoslavos certificaron por escrito las cualidades morales y militares de los antiguos prisioneros soviéticos, así como su participación en la lucha guerrillera contra el fascismo.
En resumen, despues de un par de meses de innumerables comprobaciones, interrogatorios, careos, esperas, esperanzas y desesperanzas, Abutalip Kuttybáyev volvió a su Kazajstán sin pérdida de sus derechos civiles, pero también sin aquellos privilegios de que disfrutaban los desmovilizados normales. Abutalip Kuttybáyev no se sintió ofendido. Siendo maestro antes de la guerra, volvió a su trabajo. Y allí, en una escuela de la capital del distrito, conoció a Zaripa, joven maestra de párvulos. Existen algunos casos como éste, de felicidad mutua; son raros, pero existen. No carece la vida de ellos.
Mientras, se apagaba en el mundo el eco de los primeros años de la victoria. Tras el triunfo y el entusiasmo centellearon en el aire las primeras nieves de la «guerra fría». Luego, ésta se fue afirmando. Y se apretaron los resortes de la conciencia de la posguerra en diferentes partes del mundo, en diferentes puntos sensibles...
En una de las lecciones de geografía, funcionó uno de estos resortes. Tarde o temprano, de una u otra manera, tal cosa debía suceder. Si no con él, con alguno semejante a él.
Explicando a los alumnos de octavo la parte europea del mundo, Abutalip Kuttybáyev recordó que una vez los habían sacado del campo de concentración, al sur de los Alpes bávaros, para llevarlos a una cantera y que allí consiguieron desarmar a los guardias y unirse a los guerrilleros yugoslavos; les contó también que había atravesado media Europa durante la guerra, había estado en la ribera del Adriático y del Mediterráneo, conocía muy bien aquella naturaleza, la vida de la población del lugar, y les dijo que todo aquello era imposible de describir en un manual. El maestro consideraba que enriquecía la asignatura con las observaciones vivas de un testigo.
Su relato recorría el mapa azul-verde-marrón de la Europa geográfica colgado en la pizarra de la escuela; recorría las montañas, las llanuras, los ríos, refiriéndose una y otra vez a aquellos lugares que aún soñaba entonces por las noches, a aquellos lugares en los que hubo combates día tras día, durante muchos veranos e inviernos, y es posible que el recorrido rozara el punto invisible donde derramó su sangre cuando por el flanco le alcanzó inesperadamente la ráfaga de una metralleta enemiga y él rodó lentamente por un declive enrojeciendo con sangre la hierba y las piedras, una sangre color carmesí que habría podido inundar todo el mapa escolar, e incluso por un instante tuvo la sensación, de que la sangre se derramaba por el mapa, que le daba vueltas la cabeza y se le oscurecía la vista, que todo bailoteaba ante sus ojos cuando al desplomarse se cayeron las montañas y él se echó a gritar llamando en su ayuda a un amigo polaco que se había fugado con él, el pasado verano, de la cantera bávara: «¡Kazimir! ¡Kazimir!». Pero éste no le oyó, pues aunque le pareció que gritaba con todas sus fuerzas en realidad no profirió ni un sonido, y no volvió en sí hasta el hospital de los guerrilleros después de una transfusión de sangre.
Al hablar a los alumnos de la parte europea del mundo, Abutalip Kuttybáyev se admiraba de que, después de cuanto había vivido, pudiera hablar tan impersonalmente y con tanta indiferencia, sólo de aquello que hacía referencia a la geografía escolar elemental.
Y entonces se levantó vivamente una mano en el pupitre de primera fila interrumpiendo su relato:
—¿O sea que estuvo usted prisionero, agai [12]?
Unos ojos duros le miraban con fría claridad. La cara del adolescente estaba ligeramente echada hacia atrás, estaba «firmes», y él recordó toda la vida, sin saber por qué, los dientes del muchacho: tenía invertida la posición de la dentadura, la fila inferior cubría, al cerrar la boca, la superior.
–Sí, ¿por qué?
–¿Y por qué no se pegó un tiro?
–¿Y por qué había de matarme? Ya estaba herido. –Pues porque es inadmisible entregarse prisionero. ¡Hay una orden al respecto!
–¿Qué orden?
–Una orden de la superioridad.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo sé todo. Aquí viene gente de Alma-Atá, incluso vienen de Moscú. ¿O sea que no cumplió la orden de la superioridad?
–¿Estuvo tu padre en la guerra?
–No, trabajaba en la movilización.
–Entonces, será difícil que nos entendamos. Sólo puedo decirte que no tuve otra salida.
–De todos modos, tenía que haber cumplido la orden.
–¿Por qué eres tan quisquilloso? –se levantó otro alumno–. Nuestro maestro luchó con los guerrilleros yugoslavos. ¿Qué más quieres?
–¡De todos modos debía cumplir la orden! –afirmó categóricamente el otro.
Y entonces, toda la clase se puso a zumbar, rompiendo el silencio: «¡Debía!» «¡No debía!» «¡Podía!» «¡No podía!» «¡Bien hecho!» «¡Mal hecho!» El maestro golpeó la mesa con el puño.
–¡Dejad las conversaciones! ¡Estamos en clase de geografía! Cómo haya combatido yo y lo que me haya pasado ya lo saben quienes y donde deben saberlo. ¡Y ahora volvamos a nuestro mapa!
Y de nuevo nadie de la clase vio aquel punto invisible del mapa donde desde el flanco le alcanzaba una ráfaga de ametralladora, y el maestro, que estaba ante la pizarra con el puntero, rodaba por una pendiente manchando con su sangre el mapa azul-verde-marrón de Europa...
Al cabo de unos días le llamaron a la delegación de enseñanza del distrito. Allí, sin palabras superfluas, le propusieron que presentara la dimisión de su trabajo: un ex prisionero no tiene el derecho moral de enseñar a la nueva generación.
Abutalip Kuttybáyev y Zaripa, con su primogénito Daúl, tuvieron que trasladarse a otro distrito, lo más lejos posible de la capital de la región. Se instalaron en la escuela de una aldea. Pareció que echaban raíces, se solucionó el problema de la vivienda, y Zaripa, maestra joven y capacitada, se convirtió en la jefa de estudios. Pero entonces se desencadenaron los sucesos del año cuarenta y dos relacionados con Yugoslavia. A Abutalip Kuttybáyev le vieron ya no sólo como antiguo prisionero de guerra sino también como un personaje sospechoso que había vivido largo tiempo en aquel país. Y aunque él demostraba que sólo había estado en la guerrilla con los camaradas yugoslavos, no se tomaba en consideración. Todos lo comprendían e incluso le compadecían, pero nadie osaba tomar sobre sí ninguna responsabilidad a este respecto. De nuevo le llamó la delegación de enseñanza del distrito y otra vez se repitió la historia de la dimisión.
La familia de Abutalip Kuttybáyev se trasladó muchas veces más de un lugar a otro, y a finales del cincuenta y uno, en pleno invierno, se encontraba en Sary-Ozeki, en el apartadero de Boranly-Buránny...
El verano del cincuenta y dos fue más caluroso de lo normal. La tierra se secó y se recalentó hasta tal grado que ni los reptiles de Sary-Ozeki sabían dónde meterse; sin temer a las personas, acudían corriendo al umbral de las casas, con la garganta palpitando desesperadamente y la boca muy abierta, con tal de esconderse del sol en alguna parte. Y los milanos, buscando frescor, alcanzaban alturas tan insólitas que resultaba difícil distinguirlos a simple vista. Sólo de vez en cuando daban a conocer su presencia con vivos y solitarios chillidos; luego guardaban silencio dentro de aquella ardiente y movediza neblina.
Pero el servicio es el servicio. Los trenes iban de oriente a occidente y viceversa. ¡Cuántos trenes se habían cruzado en Boranly-Buránny! No había calor que pudiera influir en el movimiento del transporte por la gran vía estatal.
Todo seguía su curso. Se debía trabajar en las vías con manoplas, pues con las manos desnudas no se podía tocar una piedra y mucho menos un hierro. El sol estaba sobre la cabeza como un brasero. El agua, como siempre, la llevaban en una cisterna y llegaba al apartadero casi en el punto de ebullición. La ropa se quemaba sobre los hombros en un par de días. Era muy probable que en invierno, en los días de las más fuertes heladas, el hombre se encontrara mejor en Sary-Ozeki que con semejante calor. Aquellos días, Burani Yediguéi procuraba animar a Abutalip.
–No siempre tenemos veranos como éste. Simplemente, que este año es así –se justificaba como si tuviera la culpa–. Unos quince días más, veinte a lo sumo, y cederá, bajará la temperatura. El muy maldito nos está atormentando a todos. Pero aquí, en Sary-Ozeki, suele haber un cambio a finales del verano, el tiempo cambia de pronto. Y entonces hay un gran bienestar todo el otoño hasta la llegada del invierno: hace fresco y el ganado engorda. Hay sus indicios para suponer que este año será así. De manera que, paciencia y seguro que el otoño será bueno.
–¿O sea que me lo garantiza? –sonrió Abutalip con aire comprensivo.
–Casi podría decir que sí.
–Pues muchas gracias. Ahora estoy como en un baño de vapor. Pero no sufra por mí. Zaripa y yo resistiremos. Hemos aguantado cosas peores. Me duele por los niños... No puedo mirarlos...
Los niños de Boranly languidecían con las mejillas hundidas, se consumían, y no había donde esconderlos de aquel bochorno sofocante y agotador. No había ni un arbolillo en los alrededores, ni un arroyuelo, tan necesarios en el mundo infantil. En primavera, cuando Sary-Ozeki renacía y por poco tiempo se ponían verdes los bordes de barrancos y hoyas, aquello era la libertad absoluta de la chiquillería. Jugaban a pelota, al escondite, huían a la estepa y perseguían roedores. Daba gusto oír sus voces, que llegaban hasta muy lejos.
El verano lo destruía todo. Y los bulliciosos niños sufrían un calor inmenso. Se escondían de él a la sombra de las paredes de las casas, desde donde sólo asomaban cuando pasaban los trenes. Era su diversión: calculaban cuántos habían pasado en unsentido y cuántos en otro, cuántos llevaban vagones de pasajeros y cuántos los llevaban de mercancías. Y cuando los trenes de pasajeros disminuían la marcha al pasar por el apartadero, los niños creían que iba a detenerse, aquél sí, y corrían a su alcance, jadeando, cubriéndose del sol con sus manecitas, posiblemente con la ingenua esperanza de escapar de aquel horno. Y era duro ver con qué envidia y tristeza, que nada tenía de infantil, contemplaban los pequeños de Boranly los vagones que se alejaban. Los pasajeros de aquellos vagones expuestos al aire, con las ventanillas y puertas totalmente abiertas, también se volvían locos con el calor, la hediondez y las moscas, pero por lo menos tenían la seguridad de que al cabo de un par de días se encontrarían en lugares en donde había frescos ríos y verdes bosques.
Todos sufrieron por los niños aquel verano, todos los mayores, padres y madres, pero lo que sufrió Abutalip puede que, aparte de Zaripa, sólo lo comprendiera él, Yediguéi. Precisamente, tuvo con Zaripa la primera conversación sobre ello. En ésta se entreabrió algo en el destino de los dos.
Aquel día trabajaban en la línea, renovaban la grava de aquel tramo. Arrojaban la machaca, la metían en las holguras bajo las traviesas y los rieles, y al tiempo reforzaban el terraplén, que se desmoronaba con las vibraciones. Sólo podían hacerlo a ratos, en los intervalos, entre los trenes que pasaban. Con aquel calor, resultaba un trabajo largo y agotador. Cerca del mediodía, Abutalip tomó un bidón vacío y se fue, según dijo, a buscar agua caliente a la cisterna que estaba en vía muerta, y al propio tiempo a echar una mirada a los niños.