Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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–Quizá le habló de eso –Yediguéi intentó defender a Abutalip–, pero se olvidó de escribirlo.
–¿Y en dónde se dice esto? ¡No me lo demostrarás! Además, lo hemos comprobado en las declaraciones de Kuttybáyev del año cuarenta y cinco, cuando pasó por la comisión de control al volver de la unidad de guerrilleros de Yugoslavia. Allí no se cita el caso de la misión inglesa. O sea, que en eso hay algo sucio. ¡Quién puede afirmar que no estuvo relacionado con los servicios ingleses de inteligencia!
De nuevo Yediguéi sintió opresión y dolor. No comprendía adónde quería ir a parar Ojos de Halcón.
–¿No te dijo nada Kuttybáyev, piénsalo, no te mencionó nombres ingleses? Nos importaría mucho saber quiénes formaban la misión inglesa.
–¿Qué nombres suelen tener?
–Bueno, por ejemplo, John, Clark, Smith, Jack...
–No los he oído jamás.
–Ojos de Halcónquedó meditabundo, sombrío; seguramente, en su encuentro con Yediguéi, no todo era de su gusto. Luego, dijo de un modo disimulado:
–Así, pues, aquí abrió una especie de escuela, enseñaba a los niños, ¿verdad?
–¡Pero qué escuela ni qué nada! –Yediguéi se echó a reír involuntariamente–. Tiene dos hijos. Yo tengo dos hijas. Ésa es toda la escuela. Los mayores tienen cinco años, los pequeños, tres. Los niños no tienen donde meterse, el desierto los rodea. Ellos entretenían a los niños, los educaban, quiero decir. De todos modos, habían sido maestros tanto él como su esposa. Bueno, pues leían, dibujaban, aprendían a escribir, a contar. Ésa era toda la escuela.
–¿Y qué cancioncillas cantaban?
–De todas clases. Infantiles. Ya no las recuerdo. –¿Y qué les enseñaba? ¿Qué escribían?
–Letras. Palabras, de las corrientes.
–¿Qué palabras, por ejemplo?
–¿Cómo que cuáles? No las recuerdo.
–¡Pues ésas! – Ojos de Halcónencontró entre los papeles unas hojas de los cuadernos de estudio con unos garabatos infantiles–. Éstas son las primeras palabras. –En la hojita, una mano infantil había escrito: «Nuestra casa»–. Ya lo ves, las primeras palabras que escribe un niño son «nuestra casa». ¿Y por qué no «nuestra victoria»? Porque la primera palabra que tiene que estar ahora en nuestros labios, ¿cuál es, piénsalo, cuál es? Tiene que ser «nuestra victoria». ¿No es así? ¿Y por qué no le pasó eso a él por la cabeza? La victoria y Stalin son inseparables.
Yediguéi se quedó cortado. Se sentía tan humillado por todo aquello y sentía tanta lástima de Abutalip y de Zaripa, que tantas fuerzas y tiempo habían consagrado a su tarea con los inocentes niños, y fue tanta su rabia que osó decir:
–Si es así, el primer deber es escribir «nuestro Lenin». Pues Lenin, de todos modos, ocupa el primer puesto.
Ojos de Halcóncontuvo la respiración, cogido por sorpresa, y después estuvo largo rato exhalando el humo de sus pulmones. Se levantó. Evidentemente, necesitaba pasear, pero no era posible en aquella pequeña habitación.
–¡Cuando decimos Stalin sobreentendemos Lenin! –pronunció de forma impetuosa y machacona. Luego, respiró aliviado como después de una carrera y añadió conciliador–: Bien, vamos a considerar que esta conversación no ha existido.
Se sentó, y de nuevo destacaron con precisión, en su rostro impenetrable, sus imperturbables y claros ojos de halcón con matices amarillentos.
–Tenemos noticia de que Kuttybáyev se manifestó en contra de la enseñanza de los niños en internados. ¿Qué me dices? Según creo, eso sucedió en tu presencia, ¿verdad?
–¿De dónde han salido estas noticias? ¿Quién las ha comunicado? –se impresionó Yediguéi, y en seguida apuntó en su mente la idea: Abílov, el jefe del apartadero, tenía toda la culpa, él lo había denunciado, pues la conversación había tenido lugar en su presencia.
La pregunta de Yediguéi enfureció sobremanera a Ojos de Halcón.
–Oye, ya te lo he dado a entender: los informes y su procedencia, es cosa nuestra. No tenemos que dar cuentas a nadie. Recuérdalo. Anda, declara, ¿qué dijo?
–¿Que qué dijo? Hay que hacer memoria. Verás, el obrero más antiguo del apartadero, Kazangap, tiene un hijo que estudia en el internado de la estación de Kumbel. Bueno, el chico, está claro, es un poco gamberro, suele contarnos mentiras. Pues bien, el primero de septiembre enviaron de nuevo a Sabitzhán a estudiar. Su padre le llevó en el camello. Y la madre, es decir, la esposa de Kazangap, Bukéi, se puso a llorar y a lamentarse: «Qué desgracia», decía, «todo ha sido ir a estudiar al internado, y parece que se ha vuelto malo. No se siente unido con el corazón y el alma, ni a su casa, ni a su padre ni a su madre como antes», dijo. Claro, es una mujer de poca cultura. Naturalmente, para educar al hijo tienen que vivir continuamente alejados de él...
–Muy bien –le interrumpió Ojos de Halcón¿Y qué dijo Kuttybáyev acerca de eso?
–Él también estaba entre nosotros. Dijo que la madre intuía con el corazón algo malo. Que la enseñanza en un internado no es una mejora. El internado en cierta manera arrebata, bueno, no arrebata, aleja al niño de la familia, del padre y de la madre. Y que, en general, ésa es una cuestión delicada. Es un problema difícil para todos, tanto para él como para los demás. No hay nada que hacer, dado que no existen otras alternativas. Yo le comprendo. También tengo hijos de esa edad. Y ya me duele el alma pensar qué pasará, qué va a salir de todo ello. Algo malo, seguramente...
–Eso, luego –le detuvo Ojos de Halcón–. ¿O sea que dijo que el internado soviético es cosa mala?
–Él no dijo «soviético». Dijo simplemente internado. En Kumbel está nuestro internado. Lo de «malo» lo he dicho yo.
–Bueno, eso no tiene importancia. Kumbel está en la Unión Soviética.
–¡Cómo que no tiene importancia! –Yediguéi perdió los estribos sintiendo que el otro le estaba enmarañando–. ¿Por qué atribuirle a un hombre lo que no ha dicho? Yo también pienso así. De vivir en otra parte, de no vivir en el apartadero, por nada del mundo enviaría a mis hijos a ningún internado. Así es, y yo pienso de esta manera. ¿O sea que...?
–¡Piénsalo! ¡Piénsalo! –dijo Ojos de Halcóncortando la conversación. Y después de una pausa, continuó–: Bien, bien, por lo tanto sacaremos conclusiones. O sea, que está en contra de la enseñanza colectiva, ¿no es así?
–¡No está en contra de nada! –Yediguéi perdió la paciencia–. ¿Por qué levantar falsas acusaciones? ¿Cómo es posible?
–Basta, basta, déjalo –lo marginó con un gesto Ojos de Halcón, que no consideró necesario entrar en explicaciones–. Y ahora dime, ¿qué cuaderno es ése que lleva por título El pájaro Donenbái? Kuttybáyev asegura que lo escribió recogiendo la historia de labios de Kazangap y, en parte, de los tuyos. ¿Es así?
–Exactamente –se animó Yediguéi–. Aquí, en Sary-Ozeki, se cuenta esta historia, esta leyenda, claro. No lejos de aquí hay un cementerio que fue naimano en otro tiempo y que ahora se llama de Ana-Beit; allí fue enterrada Naiman-Ana, muerta por su propio hijo mankurt...
–Bueno, es suficiente, ya lo leeremos, veremos qué se esconde tras ese pájaro –dijo Ojos de Halcón, y se puso a hojear el cuaderno razonando de nuevo en voz alta y expresando de este modo su actitud–: El pájaro Donenbái, hum, no podía pensarse nada mejor. Un pájaro que lleva un nombre humano. Buen escritor me ha salido. Apareció un nuevo Mujtar Auézov. Fijaos, un escritor de la vieja antigüedad feudal. El pájaro Donenbái, hum. Cree que no lo descifraremos... Y él va y escribe a hurtadillas, para sus hijos, ya veis. ¿Y esto qué? ¿También era para sus hijitos? – Ojos de Halcónpuso ante la cara de Yediguéi otro cuaderno de tapas charoladas.
–¿Qué es esto? –no comprendió Yediguéi.
–¿Qué es? Deberías saberlo. Mira el título: Alocución de Kaimaly-agá a su hermano Abdilján.
–Cierto, es también una leyenda –empezó Yediguéi–. Un suceso real. Los ancianos conocen esta historia...
–No pases cuidado, también la sé –le interrumpió Ojos de Halcón–. La oí de pasada. Un anciano, un viejo chocho, se enamora de una joven de diecinueve años. ¿Qué hay de bueno en eso? Por lo que se ve este Kuttybáyev no sólo es un tipo hostil sino además un hombre moralmente pervertido. Y hay que ver con qué detalle ha descrito todo este marasmo.
Yediguéi enrojeció. Pero no de vergüenza. Su alma estaba llena de ira porque ya no podía cometerse mayor injusticia con Abutalip. Y dijo, conteniéndose a duras penas:
–Sabes una cosa, yo no sé qué categoría tienes tú allí como jefe, pero eso tú a él no se lo cargues. Quiera Dios que todo el mundo fuera un padre y un marido como él, y cualquiera te dirá aquí qué clase de hombre es. Los que vivimos aquí nos podemos contar con los dedos de la mano, todos nos conocemos unos a otros.
–De acuerdo, de acuerdo, tranquilízate –respondió Ojos de Halcón–. Ése os ha enturbiado el cerebro. Los enemigos siempre disimulan. Y nosotros los desenmascaramos. Es todo, puedes retirarte.
Yediguéi se levantó. Estaba como indeciso mientras se ponía la gorra.
–Así, pues, ¿qué le va a pasar? ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Van a meter en la cárcel a un hombre sólo por esos escritos? Ojos de Halcón se levantó bruscamente de la mesa.
–Escucha, te lo repetiré otra vez: ¡no es cosa tuya! ¡Sabemos muy bien cuándo hay que perseguir al enemigo, cómo tratarle y qué castigo imponerle! No te rompas la cabeza. Conoces cuál es tu camino. ¡Vete!
Aquel mismo día, avanzada la noche, se detuvo de nuevo un tren de pasajeros en el apartadero de Boranly-Buránny. Sólo que entonces el tren iba en dirección contraria. Y también se detuvo muy poco rato. Unos tres minutos.
Esperando en la oscuridad, en la vía principal, estaban los tres hombres de las botas de piel de vaca. Se llevaban consigo a Abutalip Kuttybáyev. Algo separados, alejados por las impenetrables espaldas de aquellos hombres, estaban los de Boranly: Zaripa con los niños, Yediguéi y Ukubala, y además el jefe del apartadero, Abílov, que paseaba de arriba abajo mezquinamente preocupado porque el tren se retrasaba media hora sobre el horario previsto. Pero ¿qué hacía él allí? Habría podido quedarse tranquilamente en casa. Kazangap, que también había sido interrogado con motivo de las malhadadas leyendas descubiertas en casa de Abutalip, se encontraba en aquel momento en las agujas. Él, con su propia mano, dirigiría el tren hacia las vías que debían llevarse a Abutalip lejos de Sary-Ozeki. Bukéi se había quedado en casa con las hijas de Yediguéi. Los tres de las botas, con los cuellos levantados para resguardarse del viento, separaban a Abutalip con sus espaldas y mantenían un silencio tenso. Los de Boranly, en grupo aparte, también callaban.
El viento era blanco. Levantaba la nieve con susurros y silbidos apenas perceptibles. Seguramente habría ventisca. La fría bruma se hinchaba, se ponía tensa en los opacos cielos de SaryOzeki. La luna traslucía apenas, rara, abatida, como una mancha solitaria y pálida. El frío quemaba las mejillas.
Zaripa lloraba en silencio, sosteniendo el hatillo con la comida y la ropa que se disponía a entregar a su marido. Las bocanadas de vapor que salían por la boca de Ukubala delataban sus profundos suspiros. Escondía a Daúl bajo los faldones de su pelliza. Daúl, por lo visto, presentía algo, callaba inquieto estrechándose contra tía Ukubala. Pero quien lo pasó peor fue Ermek. El pequeñín nada sospechaba.
–¡ Pápika, pápika! –llamaba a su padre–. Ven aquí con nosotros. ¡Nosotros también viajaremos contigo!
Abutalip se estremecía al oír su voz, intentaba involuntariamente darse la vuelta y responder al niño, pero no le permitían volver la cabeza. Uno de los tres hombres no pudo contenerse:
–¡No os quedéis aquí! ¿Me oís? Marchaos, ya os acercaréis después.
Hubo que retroceder un poco.
Y entonces a lo lejos aparecieron las luces de la locomotora y todos se pusieron en movimiento y se dirigieron a su sitio. Zaripa no pudo contenerse y empezó a sollozar con más fuerza. Junto con ella rompió a llorar Ukubala. El tren les traía la separación. Perforando con su luz frontal la gruesa capa de bruma helada que volaba por el aire, avanzaba amenazador, creciendo entre bocanadas de niebla como una masa oscura y tonante. Al acercarse, cada vez se elevaban más sobre la tierra los ardientes faros de la locomotora, y en la franja de luz, entre las vías, cada vez se distinguían mejor los revoloteos del viento raso, cada vez era más audible e inquietante el fatigado ruido de las manivelas y pistones. Empezaba a distinguirse ya el perfil del tren.
– Pápika, pápika! ¡Mira, ya viene el tren! –gritó Ermek, y se calló sorprendido de que su padre no le respondiera. Y de nuevo intentó llamar su atención–: ¡ Pápika, pápika!
El jefe del apartadero, Abílov, que rondaba diligente por allí, se acercó a los tres hombres:
El coche-correo va a la cabeza del tren. Les ruego que vayan, por favor, hacia delante. Allí.
Todos avanzaron hacia la parte que se les indicaba con paso bastante rápido, el tren ya los alcanzaba. Delante, sin volver la cabeza, iba Ojos de Halcóncon una cartera, tras él, acompañando a Abutalip, seguían sus dos robustos ayudantes, y a cierta distancia se apresuraba Zaripa seguida de Ukubala que llevaba de la mano a Daúl. Yediguéi avanzaba con ellos, ligeramente retrasado, llevando a Ermek en brazos. No podía permitirse romper a llorar delante de las mujeres y los niños. Y mientras caminaban, luchaba consigo mismo, intentaba controlar una bola dura que se le había atascado en la garganta.
–Eres un niño inteligente, Ermek. Eres inteligente, ¿verdad? Eres inteligente y no vas a llorar, ¿de acuerdo? –murmuraba incoherentemente, estrechando al pequeñuelo contra su pecho.
Mientras, el tren aminoraba la marcha y avanzaba hacia la parada. El niño se estremeció asustado en los brazos de Yediguéi cuando el tren, al llegar a su altura y sobrepasarla un poco expelió el vapor con vivo ruido al tiempo que sonaba el penetrante pitido del conductor.
–No temas, no temas –dijo Yediguéi–. No temas nada mientras esté contigo. Y siempre lo estaré.
El tren se detuvo tras un pesado chirrido. Los vagones, cubiertos de escarcha y de polvo de nieve, cegatos por la costra de hielo de los cristales, quedaron petrificados en su sitio. Y se hizo el silencio. Pero la locomotora en seguida volvió a soltar vapor con un siseo preparándose para ponerse de nuevo en camino. El coche-correo iba tras el vagón de equipajes que seguía a la locomotora. Las ventanas del coche-correo tenían rejas, y la puerta, de dos hojas, estaba en el centro del vagón. La puerta se abrió desde dentro. Asomaron un hombre y una mujer con la gorra de Correos, pantalones acolchados y blusas forradas. La mujer, que llevaba un farol, era por lo visto el jefe. Era pesada, de ancho pecho.
–¿Sois vosotros? –preguntó manteniendo el farol a la altura de la cabeza para alumbrarlos a todos–. Os esperábamos. El sitio está preparado.
Primero subió Ojos de Halcóncon su enorme cartera. –¡Venga, adelante, adelante, no os entretengáis! –dio prisa en seguida a los otros dos.
–¡Volveré pronto! ¡Es un malentendido! –dijo apresuradamente Abutalip–. ¡Volveré pronto, esperadme!
Ukubala no pudo aguantarse. Rompió a llorar ruidosamente cuando Abutalip comenzó a despedirse de los niños. Los estrechaba con todas sus fuerzas, los besaba y les decía unas palabras que ellos, asustados, no comprendían. Y la locomotora estaba ya a punto de partir. Todo sucedía a la luz de una lamparilla de mano. Y entonces sonó de nuevo un penetrante pitido que recorrió todo el tren como una corriente eléctrica produciendo escozor en el alma.
–¡Ya está, venga, venga, suba! –los dos hombres arrastraron a Abutalip hacia el estribo del vagón.
Yediguéi y Abutalip tuvieron ocasión de abrazarse fuertemente en el último instante y permanecieron así durante un segundo, comprendiéndolo todo con la mente y con el corazón, con todo su ser, estrechando una contra otra sus húmedas y punzantes mejillas.
–¡Cuéntales cosas del mar! –musitó Abutalip.
Fueron sus últimas palabras. Yediguéi lo comprendió. El padre le pedía que hablara a sus hijos del mar de Aral.
–Bueno, basta, venga, pero venga, ¡ande, súbase! –le empujaron.
–Empujándole por detrás y por los hombros, los dos hombres metieron a Abutalip en el vagón. Y sólo entonces llegó hasta los niños la terrible idea de la separación. Rompieron a llorar al unísono, gritando a la vez:
-¡yápika! ¡Papá! ¡yápika! ¡Papá!
Y Yediguéi corrió hacia el vagón con Ermek en brazos.
–¿Adónde vas? ¿Adónde vas? ¡Pero qué haces! –le rechazó furiosamente por el pecho la mujer del farol, que cubría con sus pesadas espaldas el paso de la puerta.
En aquel momento nadie comprendió que Yediguéi estaba dispuesto, si llegaba el caso, a partir en lugar de Abutalip para estrangular por el camino a Ojos de Halcóncon sus propias manos. Tan insoportable fue su dolor cuando empezaron a gritar los niños.
–¡No se quede aquí! ¡Váyase de aquí, váyase! –vociferó la mujer del farol.
Y el vapor de su boca, fuertemente ahumada por el tabaco, dio con su hedor a cebolla en el rostro de Yediguéi.
Zaripa recordó que el hatillo continuaba en sus manos.
–¡Tomad, dádselo, es comida! –arrojó el hatillo en el vagón.
La puerta del coche-correo se cerró de golpe. Todo quedó en silencio. La locomotora dio la señal y se puso en marcha. Avanzó, chirriante, dando vueltas a las ruedas, adquiriendo lentamente velocidad en medio de la helada.
Los de Boranly siguieron involuntariamente al tren en movimiento y caminaron al lado del vagón cerrado. La primera en volver a la realidad fue Ukubala. Cogió a Zaripa, la estrechó contra su pecho y no la soltó.
–¡Daúl, no te vayas! ¡Para, quédate aquí! ¡Coge a mamá de la mano! –ordenó en voz alta superando el repiqueteo de las ruedas que iba acelerándose al pasar por su lado.
Yediguéi con Ermek en brazos corría aún en el sentido de la marcha del tren, y sólo se detuvo cuando pasó, visto y no visto, el último vagón. El tren se había ido llevándose consigo el ruido que se iba apaciguando, y las ardientes luces que se apagaban... Se oyó un último y prolongado pitido...
Yediguéi volvió sobre sus pasos. Durante mucho rato no pudo calmar al niño en su llanto...
Ya en casa, sentado frente a la estufa, como atontado, se acordó de Abílov en mitad de la noche. Yediguéi se levantó suavemente y empezó a ponerse el abrigo. Ukubala lo adivinó en seguida.
–¿Adónde vas? –agarró a su marido–. ¡No le toques, no te atrevas a ponerle ni un dedo encima! Tiene la esposa embarazada. Y además, no tienes ningún derecho. ¿Cómo lo demostrarás?
–No pases cuidado –le respondió tranquilamente Yediguéi–. No le tocaré, pero Abílov debe saber que es mejor que se traslade a otro lugar. Te prometo que no caerá un solo pelo de su cabeza. ¡Créeme! –y liberó el brazo de una sacudida y salió de casa.
Las ventanas de los Abílov estaban aún iluminadas.
Haciendo crujir con dureza la nieve del sendero, Yediguéi se acercó a la fría puerta y llamó con fuerza. Abílov abrió la puerta.
–Ah, Yedik, entra, entra –dijo asustado, y se echó para atrás, muy pálido.
Yediguéi entró en silencio envuelto en nubes de helado vapor. Se detuvo en el umbral cubriendo la puerta con su persona.
–¿Por qué has dejado huérfanos a esos desgraciados? –preguntó, procurando en lo posible mostrarse comedido.
Abílov cayó de rodillas y se arrastró literalmente hasta agarrar los faldones de la pelliza de Yediguéi.
–¡Por Dios, que no fui yo, Yedik! Que mi mujer no pueda parir –lanzó el terrible juramento volviéndose a su esposa embarazada, petrificada de espanto, y dijo con premura, saltando de una cosa a otra–: Por Dios que no fui yo, Yedik. ¡Cómo podría! ¡Fue aquel inspector! Recuérdalo. No hacía más que inquirir e interrogar preguntando qué escribía y para qué escribía. Fue él, el inspector. ¡Cómo podría yo! ¡Que ella no pueda parir! Hace un momento, allí, en el tren, no sabía dónde meterme, ¡estaba dispuesto a hundirme en la tierra para no verlo! Aquel inspector no hacía más que metérseme en el alma con su conversación, no hacía más que preguntar sobre todo, y cómo podía yo saber... De haberlo sabido...
Bien, de acuerdo –le interrumpió Yediguéi–. Levántate, hablemos como las personas. Aquí, delante de tu mujer. Que todo acabe felizmente. Ahora no se trata de eso. Incluso aunque no seas culpable. Pero, la verdad, a ti tanto te da dónde vivir. Y nosotros hemos de quedarnos aquí, quizá, hasta la muerte. Así que piénsalo. Seguramente valdría la pena que a su debido tiempo te trasladaras a otro trabajo. Es mi consejo. Y eso es todo. No volveremos a tocar más este tema. Sólo quería decirte
eso y nada más...
Dicho esto, Yediguéi salió cerrando la puerta tras de sí.
CAPÍTULO IX
La nube blanca de Chinguizhán
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
En las ventiscosas noches de febrero, cuando los trenes se abrían paso entre las blancas y volantes tinieblas que los vientos levantaban continuamente en las frías llanuras de Sary-Ozeki, los maquinistas debían aplicar no poco esfuerzo para distinguir en la estepa, entre montañas de nieve, el apartadero de Boranly-Buránny. Envueltos en apelmazados torbellinos, los trenes nocturnos iban y venían en la oscuridad como en un intranquilo e inquietante sueño.
En noches así parecía como si el mundo naciera de nuevo del primitivo caos: envueltas en el crudo frío de su propio aliento, las estepas de Sary-Ozeki parecían un vaporoso océano surgido de la tremenda lucha entre las tinieblas y la luz...
Y en este gran espacio desierto, cada noche brillaba una luz en una ventana del apartadero, y no se apagaba hasta la mañana, como si tras aquella ventana hubiera un alma sufriendo amargamente, como si hubiera allí alguien gravemente enfermo, alguien muy intranquilo o que padeciera un fuerte insomnio. La ventana pertenecía a la barraca de la estación donde vivía la familia de Abutalip Kuttybáyev. Su esposa y sus hijos lo esperaban cada día, sin apagar la luz por la noche, y durante la misma, Zaripa recortaba varias veces la consumida mecha de la lámpara. E involuntariamente, a la luz de nuevo renacida, cada vez detenía la mirada en los niños dormidos: los dos chiquillos de cabeza morena dormían como un par de cachorros. La mujer sentía un escalofrío bajo la camiseta, y cruzaba los brazos sobre el pecho, se encogía hecha un ovillo, y se asustaba al mirarlos pensando que los niños soñarían con su padre, correrían en sueños hacia él con todas sus fuerzas, abriendo los brazos, llorando y riendo, adelantándose uno a otro sin llegar nunca al final de su carrera... Cuando estaban despiertos, también esperaban a su padre cada vez que un tren se detenía en su apartadero, aunque sólo fuera medio minuto. Así que el convoy se detenía con gran chirrido de frenos, los chiquillos estiraban el cuello hacia las ventanillas dispuestos a correr al encuentro de su padre. Pero el padre no aparecía, los días iban pasando y no llegaba ninguna noticia de él, como si le hubiera atrapado un alud súbitamente desplomado de la montaña, y nadie supiera dónde y cuándo le había sucedido.
Y había también otra ventana, ésta enrejada con negro hierro forjado, en el semisótano de incomunicados del tribunal de Alma-Atá, cuya luz tampoco se apagaba hasta la mañana a lo largo de todas aquellas noches. Hacía un mes entero que Abutalip Kuttybáyev languidecía las veinticuatro horas del día bajo la deslumbrante luz de una lámpara de mucha potencia colocada en el techo. Era su maldición. No sabía dónde meterse, ni cómo proteger de aquella luz eléctrica, perforadora, cortante como un cuchillo, sus debilitados ojos, su desdichada cabeza, ni cómo aletargarse aunque sólo fuera un segundo, para dejar de pensar por qué estaba allí y qué querían de él. Por la noche, apenas se volvía hacia la pared cubriéndose la cabeza con la camisa, irrumpía en la celda el celador, que le observaba por la mirilla, lo arrojaba del catre y le propinaba unos puntapiés: «¡No te vuelvas hacia la pared, canalla! ¡No te cubras la cabeza, malvado! vlasovista [18]». Por más que él gritara que no era ningún vlasovista, que nada tenía que ver con este asunto.
Y de nuevo yacía de cara a la implacable luz eléctrica, frunciendo las cejas, cubriéndose los doloridos y abotagados ojos, con el ansia dolorosa de encontrarse en la oscuridad, en las tinieblas, aunque fueran las de la tumba, donde los ojos y el cerebro pudieran acabar su existencia, y donde ya ningún cela‑
dor ni ningún juez tuvieran poder para atormentarle con aquel suplicio insoportable: la luz, la privación del sueño, las palizas.
Los celadores cambiaban con el turno, pero todos, como un solo hombre, eran implacables: ninguno de ellos se mostraba misericordioso, ninguno se permitía no advertir que el prisionero se había vuelto de cara a la pared, al contrario, sólo esperaban que lo hiciera, y todos descargaban sus golpes con furia y palabrotas. Aunque Abutalip Kuttybáyev comprendía la misión y las obligaciones de los celadores, no por ello a veces dejaba de preguntarse con desesperación: «¿Por qué son así? Tienen aspecto humano. ¿Cómo pueden albergar tanto rencor? En realidad, a ninguno de ellos hice mal alguno. No me conocían, no les conocía, pero me golpean y se burlan de mí como si de una venganza de sangre se tratara. ¿Por qué? ¿De dónde salen estos hombres? ¿Cómo se han convertido en lo que son? ¿Por qué me martirizan? ¿Cómo resistir, cómo no volverme loco, cómo no romperme la cabeza contra la pared? Porque otra salida no hay».
Un día, pese a todo, no se pudo contener. Fue como la llamarada de un blanco relámpago. Ni él mismo comprendía después cómo pudo ser que se agarrara al celador que le daba de puntapiés. Y rodaron por el suelo en furioso cuerpo a cuerpo. «¡En el frente te habría pegado un tiro como a un perro rabioso!», gritó con voz ronca Abutalip desgarrando con un crujido el uniforme del celador y apretando su cuello con dedos petrificados. No se sabe cómo habría terminado la cosa de no acercarse apresuradamente otros dos guardias que estaban en el pasillo.
Abutalip no volvió en sí hasta el día siguiente. Lo primero que vio a través de la bruma y el dolor fue la misma bombilla inapagable, la del techo. Luego, al enfermero que cuidaba de él.
—Descansa, ahora ya no te vas al otro mundo —le dijo en voz baja el enfermero aplicándole una compresa a la herida de la frente—. Y no vuelvas a ser el último de los estúpidos. Esta vez podían haber acababo contigo por atacar a la guardia, habrían podido pegarte como a un perro, y además impunemente. Da las gracias a Tansykbáyev, no necesita tu cadáver, te necesita a ti, vivo. ¿Comprendes?
Abutalip callaba con aire estúpido. Le daba lo mismo lo que pudiera sucederle, el giro que tomara su destino. Su espíritu no recuperó en seguida la capacidad para el sufrimiento.
En aquellos días tuvo momentos de obnubilación. La pérdida de la noción de la realidad, y el estado de duermevela, fueron una protección salvadora. En aquellos momentos, Abutalip no deseaba esconderse ni evitar la hiriente luz, al contrario, ansiaba ir al encuentro de aquella implacable y dolorosa radiación que le volvía loco, y le parecía que flotaba en el aire acercándose a la fuente de dolor y de irritación, venciéndose a sí mismo en la lucha por superar la fuerza de aquella luz incesante y cegadora, por disolverse y desaparecer en la inexistencia.
Sin embargo, incluso entonces conservaba en su martirizada conciencia un hilo que le relacionaba con el pasado: una deprimente e incesante añoranza, un incesante temor por su familia y por sus hijos.
Mientras sufría insoportablemente por ellos, por los que había dejado en Sary-Ozeki, Abutalip hacía esfuerzos por juzgarse a sí mismo, por entender su culpa, y procuraba responderse, también a sí mismo, por qué, realmente, era preciso que le castigaran. Y no encontraba respuesta. Como no fuera por haber caído prisionero, por haber estado cautivo de los alemanes como tantos otros, miles, que habían sido cercados. ¿Pero hasta qué punto se podía castigar por esto? La guerra ya quedaba lejos. Todo se había pagado hacía mucho tiempo, con sangre y con campos de concentración, y ya no estaba tan lejos el día en que se dispersaran, cada uno a su tumba, cuantos habían participado en la guerra. Pero el dueño del poder ilimitado continuaba vengándose, no se calmaba. ¿Cómo entender, si no, lo que estaba sucediendo? Al no encontrar respuesta, Abutalip acariciaba un sueño: de un día para otro se descubriría que se había producido un fastidioso malentendido, y entonces él, Abutalip Kuttybáyev, estaría dispuesto a olvidar todas las ofensas con tal que lo liberaran lo más rápidamente posible y lo enviaran cuanto antes a casa, y él correría, no, volaría como si tuviera alas, volaría hacia allí, hacia los niños, hacia su familia, hacia Sary-Ozeki, hacia el apartadero de Boranly-Buránny, donde le esperaban con impaciencia los niños Ermek y Daúl, y la esposa Zaripa, que cuidaba a sus retoños en aquella nevada estepa como el ave cuida a los suyos bajo el ala, junto al corazón palpitante, y que con lágrimas e interminables súplicas intentaba conmover, convencer, dulcificar el destino, suplicar misericordia para que el marido se salvara...
Para no llorar a lágrima viva, para no llorar de dolor ni caer en la locura, Abutalip empezó a acariciar sueños, buscando en ello un engañoso lenitivo, imaginando visualmente que él, justificado por ausencia de culpa, se presentaba en casa. Se veía saltando del estribo del mercancías que oportunamente le llevaba al hogar, se veía corriendo hacia la casa, y ellos —los niños y Zaripa– a su encuentro... Pero pasaban los minutos de ilusión, y volvía a la realidad como en una resaca, caía en el abatimiento, y algunas veces pensaba que «El castigo de SaryOzeki», la leyenda que había escrito —los sufrimientos de unos padres castigados, su adiós al hijito– era algo eterno que ahora tenía también relación con él. Él también había sido castigado con la separación... Y en realidad, sólo la muerte tiene derecho a separar a los padres de los hijos, pero nada más ni nadie más...
En estos momentos, Abutalip lloraba calladamente, avergonzado de sí mismo, sin saber cómo calmar las lágrimas que humedecían sus fuertes mejillas como la llovizna las piedras. Ni en la guerra había padecido tanto, pues entonces, aunque desdichado, estaba solo. Ahora había comprobado que un fenómeno al parecer normal —los hijos– encerraba el más alto sentido de la vida, y en cada caso concreto, en cada persona, era la felicidad; la felicidad si los tenía a su lado, y una tragedia si se había quedado sin ellos... Ahora había comprobado también lo mucho que significaba la propia vida en el momento de perderla, en la última hora, cuando bajo los destellos de la última luz, la luz cruel que precede a la inevitable marcha hacia la oscuridad, llega el momento de pasar cuentas. Y la cuenta principal de la vida son los hijos. Seguramente, porque así lo dispone la naturaleza: la vida de los padres se gasta en cuidar del crecimiento de sus continuadores. Y separar a los padres de los hijos significa privarles de la posibilidad de cumplir su misión de padres, es decir, condenar su vida a un final vacío. En estos momentos de clara visión era difícil no caer en la desesperación; conmovido, casi imaginando visualmente la escena de la entrevista, Abutalip concebía lo quimérico de la esperanza y era víctima de un callejón sin salida. Cada día la tristeza se apoderaba más profundamente de su alma, debilitando y doblegando su voluntad. La desesperación se acumulaba sobre él como la nieve húmeda en la pronunciada pendiente de la montaña, donde de un momento a otro se produce un inesperado alud...