Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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Apresuradamente, los naimanos retrocedieron para reagruparse y lanzarse de nuevo al combate. Y naturalmente, a nadie le importó ya qué había sido de su joven guerrero, del hijo de Naiman-Ana... El naimano herido, el que consiguió galopar hasta los suyos, contó después que, cuando se precipitaron en su persecución, el caballo que arrastraba al hijo de Naiman-Ana había desaparecido rápidamente de su vista en dirección desconocida...
Durante unos cuantos días, los naimanos salieron en busca del cuerpo. Pero no pudieron encontrar ni al muerto, ni a su caballo, ni las armas, ni rastro alguno. A nadie le quedaba ninguna duda de que había muerto. Incluso de haber estado herido, habría muerto de sed o desangrado. Pasaron su pena, lloraron al difunto diciendo que su joven pariente había quedado insepulto en los desiertos de Sary-Ozeki. Era una vergüenza para todos. Las mujeres, que lloraban a voz en grito dentro de la tienda de Naiman-Ana, se lo echaban en cara a sus maridos y hermanos en su cantinela:
—Le han picoteado las aves carroñeras, le han arrastrado los chacales. Después de esto, ¡cómo os atrevéis a llevar gorras de hombre sobre la cabeza!
Y para Naiman-Ana siguieron unos días vacíos en una tierra vacía. Comprendía que en la guerra muere gente, pero la idea de que su hijo había sido abandonado en el campo de batalla, que su cuerpo no había sido entregado .a la tierra, no le daba paz ni descanso. Sufría la madre con estos amargos e inagotables pensamientos. Y no tenía a quién contárselo para mitigar su pena, no tenía a quién dirigirse, como no fuera al propio Dios...
Para prohibirse a sí misma estos pensamientos, tenía que convencerse por sus propios ojos de que su hijo había muerto. ¿Quién podría discutir en este caso la voluntad del destino? Lo que más la turbaba era que el caballo de su hijo hubiera desaparecido sin dejar rastro. El caballo no estaba herido, había huido asustado. Como todo caballo de manada, tarde o temprano tenía que regresar al lugar de origen arrastrando del estribo el cadáver del jinete. Y entonces, por horrible que hubiera sido, habría chillado, llorado y aullado hasta la saciedad sobre aquellos despojos, arañándose la cara con las uñas, y hubiera dicho todo cuanto a ella le sucedía para que Dios se sintiera mal en el cielo, si es que sabía comprender las alegorías. Pero, en cambio, no habría quedado en su alma ninguna duda y se hubiese preparado para la muerte con la mente fría, esperándola en cualquier momento, sin agarrarse a la vida, sin procurar, ni aun mentalmente, prolongarla. Pero el cuerpo de su hijo no había sido encontrado y el caballo no había regresado. Las dudas atormentaban a la madre, pero sus compañeros de tribu empezaron gradualmente a olvidarse de ello, ya que todas las pérdidas se calman con el tiempo y pasan al olvido... Y sólo ella, la madre, no podía tranquilizarse y olvidar. Sus pensamientos revoloteaban siempre alrededor de un mismo círculo. Qué le había pasado al caballo, dónde habían quedado los arreos, las armas; por todo eso, aunque de manera indirecta, se podría saber qué había sido de su hijo. Porque también hubiese podido suceder que al caballo lo hubieran capturado los zhuanzhuan en algún lugar de Sary-Ozeki cuando el animal una vez agotadas sus fuerzas se hubiera dejado coger. Un caballo más, con unos buenos arreos, también es un botín. ¿Cómo habrían procedido entonces con su hijo? ¿Le habrían enterrado o arrojado a las fieras de la estepa? ¿Y si hubiese estado con vida, si por algún milagro aún vivía? ¿Le habrían rematado, acabando con ello sus sufrimientos, o le habrían dejado perecer a campo abierto, o bien...? ¿Y si...?
Las dudas no tenían fin. Y cuando los mercaderes hablaron durante el té del joven mankurtque habían encontrado en SaryOzeki, no sospecharon que con ello arrojaban una chispa en el alma doliente de Naiman-Ana. Su corazón sintió el frío de un inquieto presentimiento. Y el pensamiento de que se podía tratar de su hijo perdido, cada vez dominaba más, con mayor insistencia y con mayor fuerza, su mente y su corazón. La madre comprendió que no se tranquilizaría hasta encontrar y ver a aquel mankurty convencerse de que no era su hijo.
Por aquellas semiesteparias estribaciones, por aquellos campamentos estivales de los naimanos, discurrían pequeños arroyuelos pedregosos. Toda la noche prestó oído Naiman-Ana al murmullo de la corriente de agua. ¿De qué le hablaba el agua, tan poco en armonía con la turbación de su alma? Deseaba tranquilidad. Cansarse de oír, saciarse con los sonidos de la corriente líquida, antes de lanzarse al sordo silencio de SaryOzeki. La madre sabía lo peligroso que era dirigirse sola a Sary-Ozeki, pero no deseaba confiar a nadie su proyecto. Nadie lo hubiera comprendido. Incluso los más allegados no habrían aprobado sus intenciones. ¿Cómo podía lanzarse a la búsqueda de un hijo que había muerto hacía largo tiempo? Y si por azar estuviera vivo, lo habrían convertido en mankurt, por lo que aún era más absurdo buscarle, romperse el corazón inútilmente, pues el mankurt, a excepción de su envoltura externa, no es más que un muñeco disecado del hombre que fue...
La noche anterior a la partida, Naiman-Ana salió varias veces de la tienda. Estuvo largo rato mirando, escuchando, procurando concentrarse, ordenar sus pensamientos. La luna de medianoche estaba muy alta sobre su cabeza, en un cielo sin nubes, derramando sobre la tierra una luz uniforme, lechosa y pálida. La multitud de tiendas blancas, desparramadas por distintos lugares de las estribaciones montañosas, parecían una bandada de grandes pájaros que pernoctaran allí, a orillas de los ruidosos riachuelos. Junto al pueblo, donde se ubicaban los cercados para las ovejas, y más allá, en los barrancos donde pastaban las manadas de caballos, se oía el ladrido de los perros y las vagas voces de las personas. Pero lo que más emocionó a Naiman-Ana fue la llamada de las muchachas, que cantaban junto a un cercado en el extremo más próximo del pueblo. En otro tiempo ella también había cantado aquellas canciones nocturnas... Se habían detenido en aquellos lugares cada verano, desde su recuerdo, desde que la llevaran allí casadera. Toda su vida había discurrido en aquellos lugares: tanto cuando la familia era numerosa, cuando levantaban cuatro tiendas a la vez –una, la cocina; otra la sala; dos los dormitorios– como más tarde, después de la invasión de los zhuanzhuan, cuando se quedó sola...
Ahora, también ella abandonaba su solitaria tienda... Por la tarde ya se había preparado para el camino. Se había provisto de comida y de agua. Agua, había tomado mucha. La llevaba en dos pellejos para el caso de que no consiguiera encontrar en seguida los pozos en el terreno de Sary-Ozeki... Ya desde la tarde esperaba, atada a una estaca cerca de la tienda, la camella Akmai. Era su esperanza y su compañera de viaje. ¿Habría osado adentrarse en las profundidades de Sary-Ozeki sin disponer de la fuerza y la rapidez de Akmai? Aquel año, la camella era estéril, descansaba después de dos partos y se encontraba en perfecta forma como cabalgadura. Flaca, con fuertes y largas patas, con flexibles plantas aún no aplastadas por excesivos pesos ni por la vejez, con un sólido par de gibas y una hermosa y seca cabeza bellamente colocada sobre el musculoso cuello, con sus suaves ollares, móviles como alas de mariposa, que agarraban con afán el aire durante la marcha, la blanca camella Akmaitenía un precio muy alto, el de todo un rebaño. Por aquel rápido animal en la flor de la edad daban diez cabezas de ganado joven, para obtener descendencia. Era el último tesoro, una hembra de oro en manos de Naiman-Ana, el último recuerdo de su anterior riqueza. Lo demás se había perdido como el polvo que coge la mano. Las deudas, las celebraciones –los cuarenta días y el aniversario–, los funerales por los difuntos... Por su hijo, cuya búsqueda preparaba movida por un presentimiento, por su insoportable tristeza y dolor, también se habían organizado hacía poco los últimos oficios por el descanso de su alma, con gran afluencia de gente, todos los naimanos de los distritos próximos.
Al amanecer, Naiman-Ana salió de la tienda dispuesta a emprender el camino. Una vez fuera, se detuvo, atravesó el umbral, se apoyó contra la puerta, inmersa en meditaciones, y abarcó con la mirada al pueblo dormido antes de abandonarlo. De figura armoniosa que aún conservaba su pasada belleza, Naiman-Ana iba ceñida como correspondía a un largo camino. Llevaba botas, pantalones bombachos, blusa sin mangas encima del vestido y una capa que colgaba libremente de sus hombros. Su cabeza estaba cubierta por un pañuelo blanco cuyos extremos había atado sobre la nuca. Así lo había decidido en sus reflexiones nocturnas: si esperaba ver vivo a su hijo, para qué llevar luto. Y si su esperanza no se realizaba, ya tendría tiempo de envolver su cabeza con el eterno pañuelo negro. La mañana crepuscular disimulaba en aquella hora su cabello encanecido y el sello de profunda amargura sobre el rostro de la madre, las arrugas que surcaban profundamente su triste faz. En aquel momento, sus ojos estaban húmedos, y Naiman-Ana suspiró pesadamente. Pensaba, intentaba adivinar lo que tendría que soportar. Pero luego cobró ánimo. « Ashbadan la il-la jill Allah» («No hay otro Dios más que Dios»), murmuró la primera frase de la oración y luego se dirigió con decisión a la camella e hizo que se sentara sobre las patas dobladas. Rebelde como de costumbre por guardar las formas, Akmaichilló suavemente y se agachó pausadamente hasta tocar el suelo con el pecho. Después de arrojar rápidamente las alforjas en la silla, Naiman-Ana montó sobre ella, la incitó y ésta se puso de pie estirando las patas y elevando de pronto a su dueña por encima de la tierra. Ahora, Akmaicomprendía que tenía un camino que recorrer...
Nadie en el pueblo conocía la partida de Naiman-Ana y, con la excepción de su sirvienta-cuñada, que bostezaba continuamente con la boca muy abierta, nadie salió a despedirla a aquella hora. La tarde anterior había dicho que iría a visitar a sus parientes torkis [13], parte de su familia de soltera, y que de allí, si encontraba otros peregrinos, iría con ellos a tierras de Kipchak, a inclinarse ante el templo del sagrado Yasab...
Salió muy de mañana para que nadie la molestara con preguntas. Al alejarse del pueblo, Naiman-Ana dobló en dirección a Sary-Ozeki, cuyas turbias lejanías apenas se adivinaban en el inmóvil vacío que tenía por delante...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Saly-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.
En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...
Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Del portaviones Conventsiasalió otro radiograma cifrado dirigido a los cosmonautas que se encontraban en la estación orbital Paritet. Con el mismo tono de categórica advertencia, el radiograma indicaba que no debían tener ningún enlace por radio con los paritet-cosmonautas 1-2 y 2.-1, situados fuera del sistema solar, que permitiera estudiar el tiempo y las posibilidades para que éstos volvieran a la estación orbital, y que en adelante esperaran las indicaciones del Centrun.
Sobre el océano se abatía una tempestad de considerable fuerza. El portaviones se balanceaba sobre las olas. El agua del océano Pacífico ponía en juego su oleaje a lo largo de la popa del gigantesco navío. Pero el sol continuaba brillando sobre los espacios marinos dominados por el incesante movimiento de las olas hirvientes de blanca espuma. El viento soplaba como una respiración uniforme.
Todos los servicios del portaviones Conventsia, incluyendo el ala de aviación y a los grupos de seguridad, estaban alerta, completamente preparados...
Ya hacía más de un día que, aullando suavemente durante la marcha y rozando el suelo de un modo apenas audible, trotaba la blanca camella Akmai por los barrancos y llanos de la gran estepa de Sary-Ozeki; su dueña no hacía sino arrearla y estimularla por aquellas ardientes tierras desiertas. Sólo por la noche se detenían junto a uno de los raros pozos existentes. Por la mañana se levantaban de nuevo y salían a la búsqueda de la gran manada de camellos perdida entre los innumerables pliegues de Sary-Ozeki. Allí, precisamente en aquella parte de las tierras medias, no lejos de la escarpadura de arena roja del Malakumdychap, que se extiende durante muchas verstas, los mercaderes habían encontrado hacía poco al pastor mankurt que ahora buscaba Naiman-Ana. Hacía ya dos días que daba vueltas alrededor del Malakumdychap temiendo tropezar con los zhuanzhuan, pero por mucho que miraba y explorara, en todas partes no había más que estepa y falsos espejismos. Una vez, cediendo a esta visión, había recorrido un largo camino zigzagueante hacia una ciudad aérea, con sus mezquitas y murallas. ¿No estaría allí su hijo, en el mercado de esclavos? Entonces habría podido subirle a Akmai, detrás de ella, y a ver quién intentaba alcanzarlos... El desierto producía una impresión penosa, y de ahí procedían las alucinaciones.
Naturalmente, era difícil encontrar a una persona en Sary Ozeki, un hombre era allí como un granito de arena, pero si con él había una gran manada, que ocuparía un gran espacio para pastar, tarde o temprano podría observar primero un animal, luego otros, y al pastor junto a la manada. Con eso contaba Naiman-Ana.
Sin embargo, de momento no había descubierto nada en ninguna parte. Empezaba ya a temer que hubieran trasladado la manada a otro lugar o, lo que es peor, que los zhuanzhuan hubiesen llevado todo aquel rebaño de camellos a Jivá o a Bujará para venderlos. En ese caso, ¿volvería el pastor desde tan lejanos lugares? Cuando la madre salió del pueblo sufriendo su tristeza y sus dudas, sólo tenía un sueño: ver con vida a su hijo, aunque fuera mankurt, aunque no recordara nada ni reflexionara, pero que fuera su hijo vivo, simplemente vivo... ¡No era poco! Pero al internarse en Sary-Ozeki, al acercarse al lugar donde podría encontrarse el pastor que habían visto hacía poco los mercaderes de la caravana, cada vez tenía más miedo de ver a su hijo con su cerebro mutilado, y el horror la angustiaba y oprimía. Entonces rezaba a Dios para que no fuera él, no fuera su hijo, sino otro desgraciado, y estaba dispuesta a aceptar irremisiblemente que su hijo no estaba ni podía estar entre los vivos. Iba solamente para echar una mirada al mankurty convencerse de que sus dudas no tenían razón de ser, y una vez convencida, volver y dejar de torturarse, esperando acabar su vida como el destino dispusiera... Pero luego cedía de nuevo a la tristeza y al deseo de encontrar en Sary-Ozeki no a un hombre cualquiera sino precisamente a su hijo, significara esto lo que significase...
En medio de estos sentimientos contradictorios, al pasar al otro lado de una achatada elevación, vio una numerosa manada de camellos, un centenar de cabezas, que pastaba libremente por un anchuroso valle. Los pardos camellos en libertad vagaban entre las pequeñas matas y los matorrales de espino mordisqueando la punta de las hierbas. Naiman-Ana golpeó a su Akmaiy echó a correr con todas sus fuerzas. Al principio, se ahogaba de alegría por haber encontrado al fin la manada, pero luego se asustó y sintió un escalofrío ante el horror que le producía pensar que vería inmediatamente a su hijo convertido en mankurt. Después se alegró de nuevo sin comprender ya a ciencia cierta qué le pasaba.
La manada estaba pastando, pero ¿dónde se encontraba el pastor? Tenía que estar por allí, en alguna parte. Y vio a un hombre en el otro extremo del valle. Desde lejos, no podía distinguir quién era. El pastor estaba de pie con un largo bastón en la mano y llevaba de la brida, tras de sí, a un camello de montar cargado de fardos al tiempo que miraba tranquilamente, por debajo de su encasquetada gorra, cómo ella se aproximaba.
Y cuando estuvieron cerca, cuando reconoció a su hijo, no pudo recordar Naiman-Ana cómo había resbalado por la espalda del camello. Le pareció que había caído, pero ¡qué le importaba eso!
—¡Hijo mío! ¡Querido! ¡Te buscaba por todas partes! —y se precipitó hacia él—. ¡Soy tu madre!
Y al instante lo comprendió todo y se echó a llorar dando patadas en el suelo, torciendo de amargura y horror sus labios, que temblaban convulsivamente, intentando contenerse pero sin fuerzas para dominarse. Para sostenerse sobre sus piernas, se agarró fuertemente del hombro de su indiferente hijo y no cesó de llorar, ensordecida por la pena que había colgado mucho tiempo sobre ella y que ahora se había desplomado estrujándola y arrastrándola. Y llorando, mirando a través de las lágrimas, entre las pegajosas hebras de sus canosos cabellos húmedos, entre sus temblorosos dedos, con los que se embadurnaba la cara con polvo del camino, los conocidos rasgos de su hijo, intentando continuamente captar su mirada, esperando aún, manteniendo la esperanza de que la reconocería, pues en realidad era muy fácil: ¡reconocer a su propia madre!
Pero su aparición no produjo en él ningún efecto, como si ella estuviera allí siempre y cada día le visitara en la estepa. Ni siquiera le preguntó quién era y por qué lloraba. En un determinado momento, el pastor se quitó del hombro la mano de su madre y siguió adelante, arrastrando a su inseparable camello, con los fardos, al otro extremo de la manada para cerciorarse de que los jóvenes animales no se alejaban demasiado en sus juegos.
Naiman-Ana se quedó allí, se puso en cuclillas sollozando, apretándose la cara con las manos, y estuvo así sin levantar la cabeza. Luego, hizo acopio de valor, se acercó a su hijo procurando conservar la tranquilidad. El hijo mankurt, como si nada ocurriera, la miraba indiferente y distraído por debajo de su bien encasquetada gorra. Algo parecido a una débil sonrisa se deslizó por su enflaquecida cara, curtida por el viento hasta la negrura, áspera. Pero sus ojos expresaban una soñolienta falta de interés por cualquier cosa de este mundo y continuaban indiferentes como antes.
–Siéntate y hablaremos –dijo Naiman-Ana con un profundo suspiro.
Se sentaron en el suelo.
–¿Me conoces? –preguntó la madre.
El mankurtmovió negativamente la cabeza.
–¿Cómo te llamas?
Mankurt–respondió él.
Ahora te llaman así. ¿Y no recuerdas tu nombre anterior? Anda, recuerda tu verdadero nombre.
El mankurtguardó silencio. La madre vio que intentaba recordar, que grandes gotas de sudor aparecían sobre el puente de la nariz a causa de la tensión y que sus ojos se envolvían en temblorosa niebla. Pero ante él debió, levantarse un muro infranqueable que no podía superar.
–¿Cómo se llamaba tu padre? ¿Quién eres? ¿Dónde naciste? ¿Sabes por lo menos en qué lugar naciste?
No, no recordaba nada, no sabía nada.
–¡Lo que hicieron contigo! –murmuró la madre, y de nuevo sus labios comenzaron a bailotear contra su voluntad.
Ahogándose de ira, dolor y agravio, Naiman-Ana se puso de nuevo a sollozar intentando vanamente calmarse. El dolor de una madre no emocionó en absoluto al mankurt.
–Se puede arrebatar la tierra, se puede arrebatar la riqueza, se puede quitar la vida –dijo en voz alta–, pero ¿de quién es la idea de atentar contra la memoria de un hombre? ¡Oh, Señor!, si existes, ¿cómo infundiste tal idea a los hombres? ¿No hay ya, sin eso, bastante maldad sobre la tierra?
Y entonces, mirando al hijo mankurt, pronunció su célebre retahíla aflictiva sobre el sol, Dios y ella misma, que recita aún hoy día la gente que conoce la historia cuando se habla de SaryOzeki...
Y entonces empezó su llanto, que aún hoy día recuerda la gente:
Men botasi olguen boz maia, Tulibin kelip iskeguen... [14]
Y se le escaparon del alma sus llantos, largos y desconsolados gemidos en medio de los desiertos silenciosos e ilimitados de Sary-Ozeki...
Pero nada conmovía a su hijo el mankurt.
Y entonces, Naiman-Ana decidió darle a conocer quién era, pero no con preguntas sino inculcándoselo.
–Tu nombre es Zholamán. ¿Me oyes? Tú eres Zholamán. Tu padre se llamaba Donenbái. ¿No te acuerdas de tu padre? Ya sabes, te enseñó desde niño a disparar con el arco. Y yo soy tu madre. Tú eres mi hijo. Eres de la tribu de los naimanos, ¿entiendes? Eres un naimano...
Él escuchaba cuanto ella le decía con una total falta de interés, como si no se hablara de nada. De la misma manera que habría escuchado el canto del grillo en la hierba.
Y entonces, Naiman-Ana preguntó a su hijo mankurt:
¿Y qué había antes de que llegaras aquí?
No había nada –dijo él.
¿Existía la noche o existía el día?
–No había nada –dijo él.
¿Con quién te gustaría charlar?
–Con la Luna. Pero no nos oímos uno a otro. Allí hay alguien.
–¿Y qué más te gustaría?
–Llevar una trenza en la cabeza, como mi amo.
–Deja que vea lo que hicieron con tu cabeza –alargó la mano Naiman-Ana.
El mankurtse apartó bruscamente, retrocedió, se llevó las manos a la gorra y ya no volvió a mirar a la madre. Ella comprendió que no convenía recordarle nunca su cabeza.
En aquel momento apareció en la lejanía un hombre montado en un camello. Se dirigía hacia ellos.
–¿Quién es? –preguntó Naiman-Ana.
Me trae la comida –respondió su hijo.
Naiman-Ana se alarmó. Tenía que esconderse cuanto antes para que el zhuanzhuan, que tan súbitamente había aparecido, no la viera. Hizo sentar a su camello en el suelo y se encaramó a la silla.
–No digas nada. Volveré pronto –dijo Naiman-Ana. El hijo no respondió. Le daba lo mismo.
Naiman-Ana comprendió que había cometido un error al alejarse sobre el camello entre la manada que pastaba. Pero ya era tarde. El zhuanzhuan, que cabalgaba hacia la manada, podía verla cabalgando sobre el camello blanco. Tenía que haberse ido a pie, escondida entre los animales que pastaban.
Una vez a considerable distancia del pastizal, Naiman-Ana penetró en un profundo barranco con los bordes poblados de ajenjo. Allí desmontó y colocó a Akmaien el fondo de la depresión. Y desde aquel lugar empezó a observar. Sí, así había sido. La había visto. Poco después arreando su camello al trote, apareció el zhuanzhuan. Iba armado de lanza y flechas. El zhuanzhuan estaba intrigado, claramente indeciso, echaba miradas a su alrededor: ¿dónde se habría metido el jinete del camello blanco que había divisado desde lejos? No sabía a ciencia cierta en qué dirección había partido. Corrió hacia un lado, luego hacia otro. Y la última vez pasó muy cerca del barranco. Menos mal que Naiman-Ana había tenido la precaución de atar el morro de Akmai con un pañuelo. No fuera que la camella levantara la voz. Oculta tras el ajenjo del borde del barranco, Naiman-Ana contempló muy claramente al zhuanzhuan. Montaba un velludo camello y miraba por todos lados; su cara era abotargada, tensa; sobre la cabeza llevaba un sombrero negro, como una barca con los extremos doblados para arriba, mientras por detrás se bamboleaba y relucía una negra y seca trenza tejida en doble punta. El zhuanzhuan se levantaba sobre los estribos con la lanza preparada, miraba a su alrededor, volvía la cabeza de acá para allá y sus ojos relucían. Era uno de los enemigos que habían conquistado Sary-Ozeki enviando a no poca gente a la esclavitud y causando tantas desgracias a su familia. Pero ¿qué podía hacer ella, una mujer desarmada, contra un furioso guerrero zhuanzhuan? Y pensó qué clase de vida, qué acontecimientos habrían conducido a aquellos hombres a semejante crueldad y salvajismo: extirpar la memoria de un esclavo...
Después de correr de un lado para otro, el zhuanzhuan no tardó en alejarse en dirección a la manada.
Caía la tarde. El sol estaba bajo, pero el crepúsculo se mantenía aún por largo tiempo sobre la estepa. Luego, oscureció de pronto. Y empezó una noche cerrada.
Naiman-Ana pasó aquella noche en completa soledad, en la estepa, no lejos de su desdichado mankurt. Tenía miedo de volver junto a él. El zhuanzhuan podía haberse quedado a pasar la noche con la manada.
Y tomó la resolución de no dejar a su hijo en la esclavitud, de intentar llevárselo consigo. Aunque fuera mankurt, aunque no comprendiera nada, pero estaría mucho mejor en casa entre los suyos que haciendo de pastor para los zhuanzhuan en el desierto Sary-Ozeki. Así se lo decía su alma maternal. No podía aceptar lo que otras habían hecho. No podía dejar a su propia sangre en la esclavitud. A lo mejor, en su tierra natal recobraba el entendimiento, recordaba de pronto su infancia...
Por la mañana, Naiman-Ana volvió a montar sobre Akmai. Dando un rodeo por alejados caminos, estuvo largo rato caminando hasta alcanzar la manada, que durante la noche se había trasladado bastante lejos. Al descubrirla, estuvo contemplándola mucho tiempo para ver si había algún zhuanzhuan. Convencida de que no había nadie, llamó a su hijo por su nombre:
–¡Zholamán! ¡Zholamán! ¡Buenos días!
El hijo volvió la cabeza y la madre lanzó una exclamación de alegría, pero comprendió al instante que había respondido sólo al sonido de la voz.
De nuevo intentó Naiman-Ana despertar en su hijo la memoria perdida.
–¡Recuerda cómo te llamas, recuerda tu nombre! –le suplicaba procurando convencerle–. Tu padre es Donenbái. ¿Es posible que no lo sepas? Y tu nombre no es Mankurtsino Zholamán [15]. Te dimos este nombre porque naciste de camino durante uno de los grandes trayectos nómadas de los naimanos. Y cuando naciste, hicimos una parada de tres días. Hubo un festín que duró tres días.
Y aunque todo esto no producía en el hijo mankurt ninguna impresión, la madre continuaba su relato, esperando vanamente que algo despertara de pronto en su apagada conciencia. Pero estaba llamando a una puerta cerrada y atrancada. Y sin embargo, continuó repitiendo sus palabras:
–Recuerda, ¿cuál es tu nombre? ¡Tu padre fue Donenbái! Luego, le dio de comer, le dio agua de su propia provisión y empezó a cantarle canciones de cuna.
Las canciones le gustaban mucho. Le agradaba escucharlas, y algo vivo, una especie de ternura, aparecía en su cara petrificada, curtida hasta la negrura. Y entonces la madre trató de persuadirle para que abandonara aquel lugar, para que abandonara a los zhuanzhuan y se fuera con ella a su tierra natal. El mankurt no imaginaba cómo era posible levantarse y partir para alguna parte: ¿y qué pasaría con el ganado? No, el amo le había ordenado que estuviera continuamente junto a la manada. Así lo había dicho el amo. Y él nunca se separaría de la manada...
Y de nuevo por enésima vez intentó Naiman-Ana abrirse paso a través de la puerta atrancada de aquella memoria destruida, y no hacía más que repetir:
–Recuerda, ¿quién eres? ¿Cuál es tu nombre? ¡Tu padre fue Donenbái!
En su vano esfuerzo, no advirtió la madre que el tiempo pasaba, sólo cayó en la cuenta cuando en un extremo de la manada apareció de nuevo el zhuanzhuan montado en su camello. Esta vez estaba mucho más cerca y caminaba de prisa, cada vez a mayor velocidad. Naiman-Ana montó en Akmai sin perder un minuto. Y se alejó. Por el otro extremo apareció otro zhuanzhuan montado en un camello cortándole el paso. Entonces, Naiman-Ana apresuró a Akmai y pasó entre los dos. La blanca Akmai de rápidas patas se la llevó a tiempo y los zhuanzhuan la persiguieron chillando y blandiendo sus lanzas. No estaban a la altura de Akmai. Cada vez quedaban más atrás, trotando en sus velludos camellos, mientras que Akmai, tomando aliento, corría por Sary-Ozeki a una velocidad inalcanzable llevándose a Naiman-Ana de una persecución mortal.
Ella no sabía que al volver a la manada los zhuanzhuan habían apaleado al mankurt. Éste no comprendía por qué lo hacían, sólo respondía:
–Decía que era mi madre.
–¡Ella no es tu madre ni nada! ¡Tú no tienes madre! ¿Sabes para qué ha venido? ¿Lo sabes? ¡Quiere arrancarte el casquete y despegar tu cabeza! –asustaron al desdichado mankurt.
Ante estas palabras, el mankurtpalideció, y su negra cara se tornó gris, muy gris. Metió el cuello entre los hombros, se llevó las manos a la gorra y empezó a mirar a su alrededor como una fiera.
–¡No temas! ¡Anda, toma! –el mayor de los zhuanzhuan puso en sus manos un arco y unas flechas.
¡Anda, dispara! –el zhuanzhuan más joven echó su propio sombrero al aire. La flecha atravesó el sombrero–. ¡Fíjate! –se asombró–. ¡La mano todavía recuerda!
Cual pájaro asustado del nido, Naiman-Ana rondaba por los alrededores de Sary-Ozeki. No sabía qué hacer ni qué esperar. Los zhuanzhuan ahora se llevarían todo el rebaño a otra parte, y con él a su hijo mankurt, a un lugar inaccesible, cerca de su gran horda, o bien estarían al acecho para cazarla. Perdiéndose en suposiciones, avanzaba dando rodeos por lugares a cubierto, y al mirar se alegró mucho de ver que los dos zhuanzhuan abandonaban la manada. Partían los dos juntos, sin volver la cabeza. Naiman-Ana estuvo largo rato siguiéndolos con la vista, y cuando se perdieron en la lejanía decidió volver con su hijo.
Ahora quería llevárselo con ella costara lo que costase. Fuera ahora como fuese no era culpa suya que el destino hubiera tomado aquel giro, que sus enemigos se hubiesen mofado de él, pero la madre no le dejaría en la esclavitud. Y que los naimanos, al ver cómo los invasores mutilaban a los prisioneros, cómo los humillaban y los privaban de la razón, los odiaran más y tomaran las armas. No era cuestión de tierras, habría habido para todos. Sin embargo, la maldad de los zhuanzhuan era intolerable incluso como vecindad...
Con estos pensamientos volvía Naiman-Ana a su hijo y no dejaba de pensar en cómo convencerle, cómo persuadirle para que huyera aquella misma noche.
Caía ya el crepúsculo. Sobre el grandioso Sary-Ozeki se abatía, metiéndose invisible por barrancas y valles, un crepúsculo rojizo, una noche más de la infinita sucesión de noches pasadas y futuras. La blanca camella Akmaitrasladaba fácil y libremente a su dueña hacia la gran manada. Los rayos del sol poniente iluminaban claramente su figura entre las gibas del camello. Alarmada y preocupada, Naiman-Ana estaba pálida y seria. Las canas, las arrugas, los pensamientos reflejados en su frente y en sus ojos, eran, como el crepúsculo de Sary-Ozeki, un dolor difícil de alejar... Y llegó a la manada, pasó cabalgando entre los animales que pastaban, miró a su alrededor, pero su hijo no estaba. Su camello de montar, cargado, pastaba libremente arrastrando las riendas por el suelo... Pero él no estaba. ¿Qué le habría ocurrido?