Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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Y él estaba con los vestidos desgarrados, atado a un abedul con las manos estrechamente sujetas tras la espalda.
Y cantaba una canción, la canción que se hizo famosa después:
Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas desátame las manos, hermano Abdilján.
Cuando lleguen los nómadas de las azules montañas déjame en libertad, hermano Abdilján.
No pensé ni adiviné que sería tuyo
atado de pies y manos.
Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas cuando lleguen los nómadas de las azules montañas desátame las manos, hermano Abdilján,
que al cielo me iré de buen grado...
Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, no estaré en la feria, Beguimái.
Cuando vengan los nómadas de las montañas azules, no me esperes en la feria, Beguimái.
No cantaremos tú y yo en la feria,
no llegará a tiempo mi caballo, tampoco lo haré yo. Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái,
pues de buen grado me iré a los cielos...
He aquí, pues, cómo era esa historia...
En aquellos momentos, camino de Ana-Beit acompañando a Kazangap en su último viaje, Yediguéi pensaba en ello con insistencia.
CAPÍTULO XII
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente. Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas...
En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...
Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Una vez dejaron atrás el largo trayecto a lo largo del despeñadero de arena roja, el Malakumdychap, por donde en otro tiempo rondara Naiman-Ana en busca de su hijo mankurt, se encontraron ya en los accesos a Ana-Beit. Consultando continuamente ora el reloj ora el sol que brillaba sobre Sary-Ozeki, Burani Yediguéi consideraba que de momento todo iba como era debido. Tras el entierro podían llegar a tiempo a casa para honrar, todos juntos, a Kazangap. Naturalmente, sería ya al caer la tarde, pero lo principal era que coincidiera con el mismo día. ¡Ah, la vida, la vida! Kazangap descansaría en Ana-Beit, y ellos al regresar a casa le recordarían una vez más con buenas palabras...
Continuaban en el mismo orden: delante, Yediguéi sobre Karanarengalanado con la manta de las borlas, tras ellos el tractor con el remolque, y tras el tractor la excavadora Bielorús. Salieron de Malakumdychap y entraron en la llanura de Ana-Beit acompañados del perro pardo Zholbars, que corría un poco hacia un lado con aire de independencia y la lengua descuidadamente colgante. Y allí, al salir de Malakumdychap, se presentó la primera dificultad. De pronto tropezaron con un obstáculo: una cerca de alambre de espino.
Yediguéi fue el primero en detenerse: ¡atiza! Se incorporó sobre los estribos y desde la altura de Karanarmiró hacia la derecha y hacia la izquierda: hasta donde abarcaba la vista zigzagueaba para arriba y para abajo, por la estepa, una infranqueable alambrada espinosa tendida sobre varias filas de estacas de cemento armado de cuatro caras clavadas en tierra a intervalos regulares, cada cinco metros. La cerca era sólida y firme. Imposible saber dónde empezaba y dónde terminaba. Puede que no terminara en ninguna parte. No había paso. ¿Qué hacer, entonces, cómo seguir el camino?
Mientras, detrás se habían detenido los tractores. El primero en saltar de la cabina fue Sabitzhán, seguido de Dlínny Edilbái.
—¿Qué pasa? —sacudió la mano Sabitzhán en dirección a la cerca. ¿Hemos ido a parar a otro sitio? —preguntó a Yediguéi.
—¿Cómo que a otro sitio? Éste es el sitio, sólo que no sé de dónde ha salido esta cerca. ¡El diablo la lleve!
—¿Y antes no estaba?
—No, no estaba.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo seguimos adelante? Yediguéi guardó silencio. Ni él mismo sabía qué hacer.
—¡Eh, tú! ¡Para ya el tractor! ¡Basta de repiqueteo! —soltó irritado Sabitzhán a Kalibek, que se asomaba desde la cabina.
Éste paró el motor. Tras él enmudeció también la excavadora. Reinó el silencio. Un gran silencio. Burani Yediguéi estaba sombrío sobre su camello, Sabitzhán y Dlínny Edilbái permanecían de pie a su lado mientras los tractoristas —Kalibek y Zhumagali– se habían quedado en las cabinas y el difunto Kazangap, envuelto en blanco fieltro, yacía en el remolque acompañado de su alcohólico yerno, el marido de Aizada. Aprovechando el momento, el pardo perro Zholbarsse colocó junto a la rueda del tractor y levantó en el aire una de sus patas.
La gran estepa de Sary-Ozeki se extendía bajo el cielo de punta a punta de la tierra, pero no había paso hacia el cementerio de Ana-Beit. Y todos se habían detenido desconcertados ante aquel muro de púas.
El primero en romper el silencio fue Dlínny Edilbái:
–¿Qué pasa, Yedik, antes no estaba?
–¡Nunca había estado! La veo por primera vez.
–O sea, que han cercado la zona. ¿Para el cosmódromo, seguramente? –supuso Dlínny Edilbái.
–Sí, así parece. De otro modo, para qué tomarse tanto trabajo: construir en la desnuda estepa semejante cerca. Le habrá pasado por la cabeza a alguien. Y lo que se les ocurre, lo hacen, ¡el diablo los lleve! –renegó Yediguéi.
–¿Para qué maldecir ahora? Había que saberlo previamente, antes de ir a enterrarlo a un sitio tan lejano –levantó sombríamente la voz Sabitzhán.
Hubo una angustiosa pausa. Desde las alturas de Karanar, Burani Yediguéi miró desdeñosamente, de arriba abajo, a Sabitzhán, de pie a su lado.
–Sabes qué, querido, tómalo con calma, no te inquietes –dijo con la mayor tranquilidad posible–. Antes no había aquí alambre de espino, cómo había de saberlo.
–De eso se trata –rezongó Sabitzhán, y le volvió la espalda. De nuevo guardaron silencio. Dlínny Edilbái tuvo una idea. –Pero ¿qué vamos a hacer ahora, Yedik? ¿Qué hacer? ¿Hay algún otro camino que lleve al cementerio?
–Tiene que haberlo. ¿Por qué no? Hay un camino a unas cinco verstas a la derecha –respondió Yediguéi echando una mirada a su alrededor–. Vámonos para allá. No puede ser que no haya un paso, ni por aquí ni por allí.
–¿Es cierto que allí hay un camino? –preguntó provocativo Sabitzhán–. ¡Porque puede resultar que no lo haya ni aquí ni allí!
–Lo hay, lo hay –confirmó Yediguéi–. Subid y vámonos. No perdamos tiempo.
De nuevo se pusieron en marcha, y otra vez repiqueteó el tractor a sus espaldas. Avanzaron a lo largo de la cerca.
Yediguéi sufría. Estaba muy descorazonado con lo sucedido. Cómo era posible, se indignaba en su interior, que hubieran cercado el lugar sin indicar el camino al cementerio. Pero lo habían hecho, ¡así era la vida! Y sin embargo, tenía una esperanza: debía haber alguna comunicación en esa parte, en la zona sur. Y así fue. Llegaron directamente a la barrera.
Al aproximarse a ella, Yediguéi prestó atención a la solidez y consistencia del punto de paso: fuertes monolitos de cemento a los lados y una casita de ladrillo al borde del camino, en el mismo paso, con un amplio cristal de una pieza para la observación, y arriba, sobre el techo plano, dos proyectores colocados evidentemente para iluminar el paso durante la noche. Una carretera asfaltada partía hacia el interior desde la misma barrera. Yediguéi se alarmó al ver aquella estructura.
Al llegar allí, salió del puesto de guardia un soldado jovencito, un chico rubio muy joven aún, con una metralleta sobre el hombro con el cañón para abajo. Tirándose de la guerrera por el camino y arreglándose la gorra sobre la cabeza para darse más importancia, el soldado se detuvo con aire inaccesible en el centro de la barrera a franjas.
Y sin embargo, saludó cuando Yediguéi llegó al travesaño que cerraba el paso.
–Buenos días –se tocó la visera el centinela mirando a Yediguéi con sus infantiles ojos azul claro–. ¿Quiénes sois? ¿Adónde vais?
–Somos de esta tierra, soldado –dijo Yediguéi sonriendo ante la juvenil severidad del centinela–. Traemos a un hombre, a uno de nuestros ancianos, para enterrarlo en el cementerio.
–No está permitido sin un pase –movió negativamente la cabeza el joven soldado, y no sin temor se apartó de las dentadas fauces de Karanar, que masticaban la rumia–. Aquí guardamos la zona –explicó.
–Lo comprendo, pero nosotros vamos al cementerio. No está muy lejos. ¿Qué tiene de particular? Lo enterramos y nos volvemos. No habrá retrasos.
–No puedo. No tengo autorización –dijo el centinela.
–Escucha, amigo mío –Yediguéi se inclinó desde la silla de manera que quedaran más visibles sus medallas y condecoraciones militares–. No somos forasteros. Somos del apartadero de Boranly-Buránny. Seguramente habrás oído hablar de él. Somos amigos. Y de todos modos hay que enterrarle. Sólo vamos al cementerio y nos volvemos.
–Pero si ya lo comprendo –iba a empezar el centinela encogiéndose inocentemente de hombros, pero entonces se acercó muy inoportunamente Sabitzhán con la fingida prisa de un hombre importante y activo.
–¿Qué pasa, de qué se trata? Soy del Consejo Sindical de la región –declaró–. ¿Por qué esta demora?
–Porque no está permitido.
–Ya le digo, camarada centinela, que soy del Consejo Sindical de la región.
–A mí tanto me da de dónde sea usted.
–¿Cómo es posible? –Sabitzhán se quedó de una pieza.
–Pues eso. Es una zona vigilada.
–Entonces, ¿para qué entablar conversaciones? –se sintió agraviado Sabitzhán.
–¿Y quién las entabla? Yo doy explicaciones por respeto al hombre del camello, no a usted. Para que él lo comprenda. Pero en general, no tengo derecho a entablar conversación con los forasteros. Estoy de guardia.
–¿O sea, que no hay paso hacia el cementerio?
–No. Y no sólo al cementerio. Aquí no hay ningún paso.
–En este caso, qué –se irritó Sabitzhán–. ¡Ya lo sabía! –gritó a Yediguéi–. ¡Ya sabía que sería un disparate! ¡Pero no! ¡Cómo no! ¡Ana-Beit! ¡Ana-Beit! –con estas palabras se apartó muy ofendido y escupió iracundo y nervioso.
Yediguéi se sintió violento delante del joven centinela.
–Perdona, hijito –le dijo paternalmente–. Está claro que estás de servicio. Pero ¿dónde metemos ahora al difunto? No es una viga que podamos echar por la borda y partir.
–Pero si yo lo comprendo. Pero ¿qué puedo hacer? Debo obedecer lo que me mandan. Aquí no soy el jefe.
Sí-í, vaya asunto-o –alargó confuso Yediguéi–. ¿De dónde eres originario?
–De Vologda, padrecito –dijo pronunciando con fuerza las «o» el joven, infantilmente contento, sonriendo sin disimulos por la satisfacción que le producía responder a tal pregunta.
–¿Y también es así en vuestra tierra? ¿También ponen centinelas en los cementerios?
–Pero qué dices, padrecito, ¡para qué! En mi tierra puedes ir al cementerio cuando y las veces que quieras. ¿Pero es éste el caso? Aquí se trata de una zona cerrada. Y tú, padrecito, también has hecho el servicio militar y has combatido, ya lo veo, y seguramente sabrás que el servicio es el servicio.
–Así es –aceptó Yediguéi–, sólo que, ¿adónde vamos con el muerto?
Hicieron una pausa. Después de pensarlo muy bien, el soldadito meneó compasivamente su cabeza de ojos claros y cejas rubias.
–¡No, padrecito, no puedo! ¡No tengo derecho!
–Muy bien –pronunció Yediguéi completamente desconcertado. Le costaba mucho volverse a sus acompañantes, pues Sabitzhán, cada vez más acalorado, se había acercado a Dlínny Edilbái.
Sus furiosas arremetidas sonaban junto a la excavadora:
–¡Ya os lo dije! ¡No debíamos ir a un lugar tan remoto! ¡Eso son prejuicios! Os complicáis la vida y la complicáis a los demás. –¿Qué diferencia hay en arrojar un cadáver aquí o allá? Pero no: reviéntate los riñones y llévalo a Ana-Beit. –Y también me sales con ésa: ¡vete, ya lo enterraremos sin ti! ¡Pues anda, entiérralo ahora!
Dlínny Edilbái se apartó de él en silencio.
–Escucha, amigo –dijo al centinela, acercándose a la barrera–. Yo también hice el servicio militar y sé algo de las ordenanzas. ¿Tienes teléfono?
–Sí, naturalmente.
–Entonces, llama a tu cabo de guardia. –Infórmale que los habitantes del lugar piden que se les permita pasar al cementerio de Ana-Beit.
–¿Cómo? ¿Ana-Beit? –repitió la pregunta el centinela.
–Sí, Ana-Beit. Así se llama nuestro cementerio. Llama, amigo, no hay otra salida. Que obtenga un permiso personal para nosotros. A nosotros, puedes estar seguro, no nos interesa otra cosa que el cementerio.
El centinela reflexionó, balanceándose sobre uno y otro pie, con el ceño fruncido.
–No tengas dudas –dijo Dlínny Edilbái–. –Es conforme al reglamento. Han llegado al puesto unos forasteros. Y tú informas al jefe de la guardia. Es toda la mecánica del caso. ¡Pero, hombre, vamos a ver! Tienes la obligación de informar.
–Está bien –asintió el centinela con la cabeza–. Voy a llamar en seguida. Sólo que el jefe de guardia recorre continuamente el territorio, de puesto en puesto. ¡Y ya veis qué terri torio!
–¿No me permitirías estar a tu lado cuando telefonees? –pi dió Dlínny Edilbái–. En caso necesario podría sugerirte algo –Adelante –aceptó el centinela.
Se metieron en la caseta del puesto. La puerta estaba abierta y Yediguéi lo oía todo. El centinela llamó preguntando por e jefe de guardia, pero éste no aparecía.
–Que no, ¡que necesito hablar con el jefe! –explicaba–. Per sonalmente con él... Que no. Que es un asunto importante
Yediguéi se estaba poniendo nervioso. ¿Dónde se habría me. tido aquel jefe de guardia? ¡Cuando no hay suerte es que no la hay. Finalmente lo encontraron.
–¡Camarada teniente! ¡Camarada teniente! –dijo el centinela con voz fuerte, sonora y emocionada.
Y le informó de que unos habitantes de la región habían idc a enterrar a un hombre en un antiguo cementerio. ¿Qué debía hacer? Yediguéi se puso tenso. Si el teniente decía «déjalos pasar», ¡todo arreglado! ¡Bravo por Dlínny Edilbái! Era un joven con ideas. Sin embargo, la conversación del centinela comenzaba a alargarse demasiado. Ahora no cesaba de responder a preguntas:
–Sí... ¿Cuántos? Seis personas. Y con el difunto, siete. Un viejo que ha muerto. El jefe va en camello. Luego un tractor con remolque. Tras el tractor, también una excavadora... Sí, dicen que, claro, tienen que cavar la fosa... ¿Cómo? ¿Qué les digo? ¿O sea que no es posible? ¿Que no se permite? ¡A la orden!
Entonces sonó la voz de Dlínny Edilbái. Por lo visto le había arrebatado el micrófono.
–¡Camarada teniente! Póngase en nuestra situación. Camarada teniente, venimos del apartadero de Boranly-Buránny. ¿Adónde hemos de ir ahora? Póngase en nuestro lugar, camarada teniente. Somos habitantes de estas tierras, no vamos a hacer nada malo. Sólo enterramos a este hombre y nos volvemos inmediatamente... ¿Eh? ¿Qué? ¡Pero cómo es posible! ¡Bueno, venga, venga y se convencerá! Viene con nosotros uno de nuestros ancianos, uno que luchó en el frente. Explíqueselo a él.
Dlínny Edilbái salió algo alterado de la caseta pero dijo que iría el teniente y decidiría allí mismo. Tras él salió el centinela y dijo lo mismo. El centinela se sentía ahora aliviado por cuanto era el jefe de la guardia quien debía resolver el problema. Ahora paseaba tranquilamente de arriba abajo tras la barrera a franjas.
Burani Yediguéi estaba meditabundo. ¿Quién podía esperar que las cosas tomaran aquel cariz? Había que esperar la llegada del teniente. Mientras, Yediguéi se apeó, llevó el camello a la excavadora y lo ató al cangilón. Luego regresó a la barrera. Los tractoristas Kalibek y Zhumagali hablaban entre sí a media voz. Fumaban. Sabitzhán se paseaba nervioso de arriba abajo, separado de todos. Y el yerno de Kazangap, el marido de Aizada, continuaba sentado en el remolque junto al cuerpo del difunto.
–¿Qué, Yedik, nos van a dejar pasar? –preguntó a Yediguéi.
–Deben dejarnos pasar. Ahora vendrá el jefe en persona, el teniente. ¿Por qué no habrían de dejarnos pasar? ¿Acaso somos espías? Pero tú deberías bajar del remolque. Camina un poco, desentumécete.
Eran ya las tres de la tarde. Y aún no habían llegado a AnaBeit, aunque ya no quedaba tan lejos.
Yediguéi regresó junto al centinela.
–¿Habrá que esperar mucho tiempo a tu jefe, hijo? –le preguntó.
–No. Vendrá volando en seguida. Va en coche. Habrá de diez a quince minutos de camino.
–De acuerdo, esperaremos. ¿Y hace tiempo que pusieron este alambre espino?
–Sí, bastante. Nosotros lo colocamos. Hace un año que estoy en el servicio. Por lo tanto hará medio año que clavamos esto.
–Claro, claro. Yo no sabía que existiera esta barrera. Ésa ha sido la causa de todo. Y ahora soy algo así como el culpable pues fue idea mía venirle a enterrar aquí. Aquí tenemos un an tiguo cementerio, el de Ana-Beit. Y el difunto Kazangap muy buena persona. Hemos trabajado treinta años juntos en e apartadero ferroviario. Quería hacerlo lo mejor posible.
El soldado, por lo visto, compadecía a Burani Yediguéi.
–Sabes, padrecito –dijo con aire pragmático–. Cuando llegue el jefe de guardia, el teniente Tansykbáyev, cuénteselo todo tal como es. ¿Ya que, acaso no es un ser humano? Que informe a sus superiores. A lo mejor concede el permiso.
–Gracias por tus buenas palabras. De otro modo, ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo has dicho, Tansykbáyev? ¿El apellido del teniente es Tansykbáyev?
–Sí, Tansykbáyev. Hace poco que está aquí. ¿Por qué? ¿Le conoce? Es de vuestro pueblo. –¿No será un pariente, por ventura?
–No, hombre, qué dices –sonrió Yediguéi–. Los Tansykbáyev son en nuestra tierra como los Ivánov en la vuestra. Sólo que he recordado a un hombre que llevaba este apellido.
Sonó el teléfono en el puesto de guardia y el centinela acudió corriendo. Yediguéi se quedó solo. Otra vez sus cejas se encaramaban para arriba. Y mientras miraba enfurruñado a su alrededor para ver si aparecía el coche en la carretera por detrás de la barrera, Burani Yediguéi movía la cabeza. «¿Y si fuera el hijo de aquél, de Ojos de Halcón? –pensaba, y se denostaba a sí mismo mentalmente–. ¡Sólo faltaría! ¡Cuando una idea se te mete en la cabeza! No hay pocos apellidos como ése. No debe ser, no puede ser. Con aquel Tansykbáyev ya saldaron cuentas después por completo... ¡De todos modos hay una verdad sobre la tierra! ¡La hay! Sea como sea, siempre habrá una verdad...»
Se hizo a un lado, sacó el pañuelo y se limpió con cuidado las medallas, las condecoraciones y las insignias de obrero vanguardista que llevaba en el pecho, para que brillaran y para que el teniente Tansykbáyev las viera en seguida.
CAPÍTULO XIII
Con aquel Tansykbáyev de ojos de halcón, las cosas habían ido de la siguiente manera.
En 1956, a finales de primavera, hubo un gran mitin en el depósito de Kumbel; los convocaron a todos, y los ferroviarios acudieron de todas las estaciones y apartaderos. Sólo quedaron en sus puestos los que aquel día estaban de servicio en la línea. Muchas eran las reuniones de todo género que habían pasado fugazmente por la vida de Burani Yediguéi, pero aquel mitin no lo olvidaría jamás.
Se reunieron en el taller de reparación de locomotoras. Estaba atiborrado y muchos treparon hasta el techo y se sentaron en los tirantes de las vigas. Pero lo más importante: ¡qué discursos! Se puso en claro hasta el último detalle todo lo de Beria. Censuraron al maldito verdugo sin compasión ninguna. Fueron discursos duros que se prolongaron hasta la misma noche, y nadie se marchó, todos estaban como clavados en su sitio. Y sólo un rumor de voces, como en el bosque, sonaba bajo las arcadas del edificio. Es de recordar que alguien de la multitud dijo refiriéndose a ese rumor netamente ruso: «Es como el mar antes de la tempestad». Y así era. El corazón latía en el pecho, como latía en el frente antes del ataque, y se sentía mucha sed. La boca estaba seca. Pero de dónde sacar el agua con aquella muchedumbre. No estaban para aguas, era preciso tener paciencia. En un descanso, Yediguéi se abrió paso hasta Chernov, jefe del Partido en el depósito y antiguo jefe de la estación. Estaba en la mesa.
–Oye, Andréi Petróvich, ¿podría hablar yo?
–Adelante, si éste es tu deseo.
–Es mi deseo, y además muy grande. Sólo que, antes, pongámonos de acuerdo. Recordarás que en nuestro apartadero trabajaba Kuttybáyev. Abutalip Kuttybáyev. Sí, y que un inspector le denunció, diciendo que estaba escribiendo sus memorias de Yugoslavia. Abutalip había luchado con los guerrilleros. Y este inspector le atribuyó todo género de otras cosas. Y vinieron esos hombres de Beria y se lo llevaron. A causa de todo ello, ese hombre murió, ¡se perdió sin motivo!
–Sí, lo recuerdo. Su esposa vino a buscar un papel.
–¡Exacto! Y luego la familia se marchó. Y yo, ahora, al escuchar los discursos pensaba: tenemos amistad con Yugoslavia, ¡no hay ningún género de desacuerdo! ¿Y por qué han sufrido esas personas inocentes? Los hijos de Abutalip han crecido, ya deben de estar en la escuela. Así, pues, es preciso clarificarlo todo. De otro modo, todo el mundo los señalaría con el dedo. Los niños ya han sufrido lo suyo, se quedaron sin padre.
–Espera, Yediguéi. ¿Y quieres hablar de esto?
–Claro que sí.
–¿Cuál era el apellido del inspector?
–Se puede averiguar. La verdad, no volví a verle más.
–¿Y dónde te enterarás ahora? Además, ¿tienes pruebas documentales de lo que escribió?
–¿Y qué más?
–Aquí se necesitan pruebas, querido Burani. ¿Y si resulta que no es así? No son cosas de broma. Sabes qué, Yediguéi, escucha mi consejo. Escribe una carta a Alma-Atá sobre todo eso. Escribe todo lo que pasó, toda la historia, y envíala al Comité Central de la República. Allí lo averiguarán. El Partido acomete con decisión estos asuntos. Ya lo verás.
En aquel mitin, Burani Yediguéi gritó como los demás: «¡Gloria al Partido! ¡Aprobamos la línea del Partido!». Y luego, al final del acto, alguien de las últimas filas empezó a cantar la Internacional. Le siguieron algunas voces, y un momento después toda la muchedumbre cantaba como un solo hombre, bajo las bóvedas del depósito, el gran himno de todos los tiempos, el himno de todos los que han sido perpetuamente explotados. Yediguéi nunca había tenido ocasión de cantar junto a una multitud tan grande. Como sobre las olas, se sintió levantado yarrastrado por la conciencia triunfal, orgullosa y al mismo tiempo amarga, de su comunión con aquellos que son la sal y el sudor de la tierra. Y el himno de los comunistas fue creciendo, elevándose, haciendo arder en los corazones el valor y la decisión de resistir, de afirmar el derecho de muchos a la felicidad de muchos. Y como solía sucederle a menudo en los momentos de fuerte agitación, de nuevo le pareció que se encontraba en el mar de Aral. Allí habitaba su espíritu como una libre gaviota sobre las olas de blanca cresta, las alabashi.
Regresó a casa en ese estado de entusiasmo. Después del té, contó detalladamente a Ukubala, con vivos colores, todo lo que había pasado en el mitin. Contó también que había querido hablar y dijo lo que le había respondido el actual jefe del Partido, Chernov. Ukubala escuchó a su marido mientras le servía té del samovar, taza tras taza, y él iba bebiendo.
–¡Pero qué te pasa, has vaciado todo el samovar! –se asombró ella, riéndose.
–Sabes, en el mitin tenía muchas ganas de beber algo. Estaba muy trastornado. Pero no podía hacerlo, había mucha gente, no podía ni moverme. Y luego, cuando pude salir, quería saciar mi sed, pero vi un convoy que venía en nuestra dirección. Corrí al maquinista. Resultó ser un joven amigo. Zhandos, de TorekTam. Bueno, durante el camino bebí de su agua. ¡Pero de qué sirve eso!
–Sí, sí, ya lo veo –murmuró Ukubala sirviéndole té de nuevo. Y dijo después–: ¿Sabes qué, Yediguéi? Está bien que hayas pensado en ellos, en los hijos de Abutalip. Estando así las cosas, puesto que llegan tiempos nuevos y ya es posible que esos huérfanos no estén oprimidos, sé valiente. Una carta no es mala cosa, pero mientras se escribe, mientras se lee, mientras se piensa en ella... harías mejor tomando el tren para Alma-Atá. Vas allí y les cuentas lo que pasó.
–¿Así tú crees que debería ir a Alma-Atá? –¿Directamente a los jefes gordos?
–¿Qué tiene de particular? Hay motivo. Tu amigo Elizárov no hace más que invitarnos y nunca consigue su propósito. Cada vez deja su dirección. Bueno, aunque no vaya yo, ve tú por lo menos. Con el trabajo que tengo en casa, adónde quieres que vaya, ¿a quién dejo los niños? Pero tú no lo aplaces. Toma unas vacaciones. ¿Cuántas vacaciones has tenido en estos años, en cien años? Tómalas por lo menos una vez, y cuando estés allí cuéntaselo todo a los peces gordos.
Yediguéi se admiró de la sensatez de su esposa.
–Sabes, esposa mía, parece que estás diciendo algo práctico. Pensémoslo.
–No lo pienses demasiado. No es el caso: cuanto antes, mejor. Afanasi Ivánovich te ayudará. Él sabe adónde ir, a quién visitar.
–También es cierto.
–Es lo que te digo. No vale la pena aplazarlo. Y al mismo tiempo te darás una vuelta y comprarás algunas cosas para la casa. Nuestras niñas han crecido. Saule irá a la escuela en otoño. ¿Has pensado en ello? ¿La mandaremos al internado o qué haremos? ¿Has pensado en eso?
–Lo he pensado, lo he pensado, cómo no —cayó en la cuenta Burani Yediguéi, intentando disimular la impresión que le causaba que hubiera crecido tan rápidamente su hija mayor y que ya fuera tiempo de mandarla a la escuela.
—Pues si lo has pensado —prosiguió Ukubala—, ve y explica a la gente lo que hemos sufrido estos años. Que ayuden a los huérfanos aunque sólo sea a rehabilitar a su padre. Y luego cuando tengas tiempo, ve y mira qué cosas no les irían mal a las hijas y a la esposa. Yo tampoco soy ya muy joven —dijo con un contenido suspiro.
Yediguéi miró a su esposa. Resulta raro que se pueda ver continuamente a una persona y no advertir lo que luego salta a la vista de pronto. Naturalmente, ya no era joven, pero también estaba lejos de la vejez. Y sin embargo se advertía en ella algo nuevo, desconocido. Y lo comprendió: era la sensatez que descubría en la mirada de su esposa, a la vez que su primera cana. Tenía en las sienes unas tres o cuatro, unos hilos blanquecinos, no más, y sin embargo ya hablaban del pasado, de lo sufrido...
Dos días después, Yediguéi estaba en la estación de Kumbel en calidad de pasajero. Sí, había tenido que ir en dirección contraria desde Boranly-Buránny para subir al tren de Alma-Atá. No le supo mal a Yediguéi. De todos modos, primero debíaenviar un telegrama a Elizárov anunciándole su llegada. Y eso sólo se podía hacer desde la estación.
Luego llegó el tren Moscú – Alma-Atá, y Yediguéi viajó en él pasando por su propio apartadero de Boranly-Buránny. Tenía plaza en la litera superior de un vagón de compartimentos. Después de colocar sus cosas, Yediguéi salió rápidamente al pasillo y se colocó junto a la ventanilla para no perderse el paso por el apartadero, para verlo desde el tren, como un pasajero; luego subiría a la litera, a dormir, pues tenía por delante dos días enteros de camino. Así pensaba él, aunque al día siguiente ya no sabía qué hacer ante aquel ocio forzado. Y se sorprendía de ciertos dormilones del tren que no hacían más que tragar y dormir.
Sin embargo, el primer día, especialmente las primeras horas, su alma estaba de fiesta e incluso algo inquieta, pues no tenía costumbre de dejar a su familia tanto tiempo. Estaba de pie junto a la ventanilla, emocionado, serio, con un sombrero nuevo comprado para el caso en la tienda de la estación, una camisa limpia y una guerrera semidesabrochada, la guerrera de los tiempos de guerra que Kazangap guardaba con esmero. Kazangap había puesto en sus manos aquella guerrera, pues, según dijo, quedaría mejor con las medallas y condecoraciones sobre el pecho, y también con los pantalones de montar y las botas de oficial, de buena piel. Aquellas botas le gustaban mucho a Burani Yediguéi, aunque raras veces tenía ocasión de llevarlas. Yediguéi consideraba que para conseguir la mejor imagen de una persona, debe haber primero unas buenas botas y un sombrero nuevo. Y él llevaba ahora una cosa y otra.
Así estaba junto a la ventanilla. Los que pasaban por el vagón se cruzaban respetuosamente con él y luego volvían la cabeza. Burani Yediguéi destacaba seguramente por su aspecto, por su expresión de dignidad y de emoción en el rostro.
Y el tren corría, volaba a todo vapor por los abiertos espacios del Sary-Ozeki primaveral, como si tuviera prisa por alcanzar el ribete transparente del horizonte que huía para adelante. No había en el mundo más que dos elementos: el cielo y la estepa abierta. Y éstos coincidían luminosamente en la lejanía, hacia donde avanzaba con ímpetu el rápido tren.
Y ya venían al encuentro las tierras de Boranly. Allí conocía cada arruga de la tierra, cada piedra. Al acercarse a Boranly-Buránny, Yediguéi se agitó animadamente ante la ventanilla y sonrió por debajo de los bigotes como si hubiera pasado años sin haber estado allí. Ya llegaba el apartadero. Pasaron fugazmente el semáforo, las casitas, los cobertizos, las pilas de raíles y de traviesas junto al almacén, y todo aquello parecía, al pasar a la carrera, como pegado al ferrocarril en medio del enorme y desierto espacio que había alrededor. Yediguéi consiguió incluso distinguir a sus hijitas. Seguramente, aquel día salían a ver todos los trenes de pasajeros que iban de occidente a oriente. Agitaban las manos y daban saltitos para atraer la atención. Saule y Sharapat lanzaban alegres sonrisas a las ventanillas de los vagones que pasaban ante ellas. Sus trencitas se agitaban graciosamente al mismo tiempo, y sus ojos brillaban. Yediguéi se pegó instintivamente a la ventanilla y las saludó con la mano murmurando palabras cariñosas, pero ellas, o no le vieron o no le reconocieron. Y de todos modos, era agradable que sus hijas esperaran su paso. Ninguno de los pasajeros sospechaba que acababa de dejar atrás a sus hijas, su casa, su apartadero. Y mucho menos podía suponer nadie que entre la manada de camellos de la estepa, detrás del apartadero, paseaba su famoso Karanar. Yediguéi lo reconoció en seguida desde lejos y sus ojos se conmovieron.
Luego, cuando ya se había alejado de casa hasta pasar varias estaciones, Yediguéi se durmió. Durmió larga y dulcemente, al son del uniforme repiqueteo de las ruedas y de la discreta conversación de sus compañeros de viaje.