Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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El 31 de diciembre del año que se iba, los niños de Boranly jugaron alrededor del abeto y en el patio durante todo el día, hasta caer la tarde. También tenían allí su ocupación los mayores, los que se encontraban libres de servicio. Por la mañana, Abutalip contó a Yediguéi que a primera hora los niños se habían acercado a rastras hasta su cama, resoplando y armando jaleo mientras él se fingía profundamente dormido. «–¡Levántate, levántate, pápika! –importunaba Ermek–. Pronto llegará Papá Noel. Iremos a recibirle.
»–Muy bien –les he dicho–. Ahora nos levantaremos, nos lavaremos, nos vestiremos e iremos. Prometió que vendría.
»–¿En qué tren? –Eso lo preguntó el mayor.
»–En cualquiera –les dije–. Para Papá Noel se detiene cualquier tren incluso en nuestro apartadero.
»–¡Entonces, tenemos que levantarnos más de prisa!
»O sea que nos preparamos seria y solemnemente.
»–¿Y mamá? –preguntó Daúl–. Ella también querrá ver a Papá Noel, ¿verdad?
»–Naturalmente –les dije–, cómo no. Llamadla también.
»Nos reunimos todos y salimos juntos de casa. Los niños corrían por delante, hacia la caseta del guarda. Nosotros los seguíamos. Los niños corrieron de acá para allá, pero Papá Noel no estaba.
»–¿Dónde está, pápika?
»Los ojos de Ermek, ya sabes, plop-plop, se abrían y cerraban.
»–En seguida voy –les dije–, no tengáis prisa. Voy a preguntar al que está de guardia.
»Entré en la caseta. Allí, al caer la tarde, había escondido una nota de parte de Papá Noel y un saquito con los regalos. Cuando salí, acudieron.
»–¿Qué hay, pápika?
»–Pues veréis –les dije–, Papá Noel os ha dejado una nota, aquí la tenéis: "¡Queridos niños Daúl y Ermek! He llegado muy temprano a vuestro famoso apartadero de Boranly-Buránny, a las cinco de la mañana. Vosotros todavía dormíais, y hacía mucho frío. Y también yo soy muy frío, mi barba es de lana de hielo. Y el tren sólo se detuvo dos minutos. Pero tuve tiempo de escribir esta nota y dejaros los regalos. En el saquito hay, de mi parte, una manzana y dos nueces para cada niño del apartadero. No os enfadéis conmigo, tengo mucho trabajo que hacer. Voy a ver a otros niños. También me esperan. Pero el próximo Año Nuevo procuraré venir de manera que podamos vernos. De momento, adiós. Vuestro Papá Noel, Ayas-ata". Esperad, esperad, hay una posdata. Está escrita muy de prisa, cuesta de leer. Seguramente, ya partía el tren. Ah, ya lo leo: "Daúl, no pegues a tu perro. Una vez oí que lanzaba fuertes gemidos cuando le pegabas con tus chanclos. Pero luego ya no lo he oído más. Seguramente, ahora lo tratas mejor. Eso es todo. Vuestro, una vez más, Ayas-ata". Esperad, esperad, aquí hay aún otros garabatos. Ah, lo entiendo: "Vuestro monigote de nieve os ha salido muy bonito. Bravo. Lo he saludado estrechándole la mano".
»Y claro, se alegraron mucho. La nota de Papá Noel los convenció al instante. No se sintieron ofendidos. Sólo discutieron sobre quién llevaría el saquito con los regalos. Entonces, la madre razonó así:
»–Primero lo llevará Daúl diez pasos, porque es el mayor. Luego, tú lo llevarás otros diez pasos, Ermek, porque eres el menor...»
Yediguéi se rió con gusto:
–Pues mira que, de encontrarme en su lugar, yo también me lo habría creído.
En cambio, durante el día, tío Yediguéi fue el más popular entre la chiquillería. Organizó un paseo en trineo. Kazangap tenía un trineo muy antiguo. Engancharon el camello de Kazangap, que caminaba muy bien y era muy pacífico con su collera pectoral. A Karanar, naturalmente, era imposible encargarle semejantes menesteres. Lo engancharon y partió toda la pandilla. Aquello era ruido. Yediguéi hacía de cochero. Los niños se le pegaban, todos querían sentarse a su lado. Y no paraban de rogar: «¡Más de prisa, vamos, más de prisa!». Abutalip y Zaripa caminaban o corrían a su lado, pero en las bajadas se sentaban sobre el borde del trineo. Se alejaron unas dos verstas del apartadero, dieron la vuelta sobre un montículo y regresaron cuesta abajo. El camello jadeaba. Había que darle un descanso.
Hacía muy buen día. Sobre el inmenso Sary-Ozeki blanco y nevado, hasta donde alcanzaba la vista y el oído, reinaba un silencio blanco e inmaculado. En derredor, misteriosamente cubierta por la nieve, se extendía la estepa, los surcos, los montículos, los llanos; el cielo, sobre Sary-Ozeki, irradiaba un reflejo opaco y un dulce calorcillo de mediodía. Un vientecillo apenas audible acariciaba el oído. Delante, avanzaba por la vía un largo convoy color rojo ocre con dos locomotoras enganchadas una tras otra que lo arrastraban respirando por las dos chimeneas. El humo de éstas colgaba en el aire unos anillos flotantes que se iban desvaneciendo lentamente. Al llegar al semáforo, la locomotora delantera dio un pitido, un largo y poderoso clarinazo. Lo repitió dos veces, dando cuenta de su presencia. El tren era de paso y retronó por el apartadero sin disminuir su velocidad, pasando junto a los semáforos y la media docena de casas torpemente pegadas casi a la línea del ferrocarril, aunque disponían de tanto espacio a su alrededor. Y de nuevo todo quedó silencioso y quieto. Ningún movimiento. Solamente, sobre los techos de las casas de Boranly ascendían las azuladas espirales del humo de las cocinas. Todos callaban. Incluso los niños, enardecidos por el viaje, se habían apaciguado en aquel momento. Zaripa dijo en voz baja dirigiéndose sólo a su marido:
–¡Qué bienestar y qué miedo!
–Tienes razón –respondió Abutalip también a media voz.
Yediguéi los miró por el rabillo del ojo sin volver la cabeza. Estaban de pie, muy parecidos uno a otro. Las palabras de Zaripa, pronunciadas en voz baja pero con claridad, entristecieron a Yediguéi, aunque no iban destinadas a su persona. De pronto comprendió con qué tristeza y terror contemplaba ella aquellas casitas con sus humos en espiral. Pero Yediguéi no podía ayudarlos con nada ni de ninguna manera, porque aquello que se cobijaba junto a la línea del ferrocarril era el único asilo para todos ellos.
Yediguéi arreó al camello enganchado al trineo. Le soltó un latigazo y el trineo se deslizó camino de vuelta al apartadero.
La víspera de Año Nuevo, por la noche, todos los de Boranly se reunieron en casa de Yediguéi y Ukubala. Así lo habían decidido Yediguéi y Ukubala hacía unos cuantos días.
–Ya que los recién llegados, los Kuttybáyev, han montado un abeto para los niños, ahora nos toca a nosotros –dijo Ukubala–, no nos echaremos para atrás.
Yediguéi se alegró mucho con ello. Cierto que no todos, ni mucho menos, pudieron estar presentes: algunos estaban de guardia en la línea, otros tenían guardia por la noche. Los trenes pasaban sin considerar si era fiesta o día laborable. Kazangap sólo pudo estar presente al comienzo. A las nueve de la noche fue a las agujas, y por lo que respecta a Yediguéi, tenía que estar en la línea a las seis de la mañana del día i de enero. Así es el servicio. Y sin embargo, la velada resultó magnífica. Todos estaban de buen humor, y aunque se veían diez veces cada día, se mudaron para aquella reunión como si fueran forasteros llegados de algún lugar lejano. Ukubala se superó a sí misma: preparó toda clase de manjares. También había bebidas: champaña, vodka. Y para quien lo deseara, se había preparado un shubatde invierno procedente de las camellas lecheras, a las que en invierno ordeñaba la incansable Bukéi de Kazangap.
Pero la celebración se convirtió en verdadera fiesta cuando, después de los entremeses y de las primeras copas, empezaron a cantar. Llegó el momento en que se simplificaron las tareas de los dueños de la casa, desapareció la tensión de los invitados y ya fue posible, sin prisas, sin distraerse en minucias, entregarse a esa rara satisfacción espiritual, y hermanarse y comunicarse con aquellos a quienes veían cada día y conocían bien, encontrando en ellos cierta novedad, pues las fiestas tienen la cualidad de transformar a las personas. A veces también por su lado malo. Pero no allí, entre los de Boranly. Vivir en Sary-Ozeki y ser además insociable y escandaloso... Yediguéi se achispó un poco. Sin embargo, eso le sentaba bien. Ukubala, sin excesiva alarma, recordó a su marido:
–No lo olvides, mañana a las seis de la mañana tienes que estar en el trabajo.
–Está claro, Uku. Entendido –respondió él.
Sentado junto a Ukubala y abrazándola por el cuello, entonó una canción. A veces desafinaba, cierto, pero cantaba con tesón creando un poderoso efecto sonoro. Se encontraba en un magnífico estado de ánimo, en el que la claridad del entendimiento y la exaltación de los sentimientos se combinaban sin detrimento mutuo. Finalizada la canción, miró enternecido el rostro de los invitados ofreciendo a todos una cordial y alegre sonrisa, seguro de que todos lo pasaban tan bien como él. Y era guapo el Burani Yediguéi de entonces, de negros bigotes y cejas, de relucientes ojos castaños y fuerte hilera de blancos y sanos dientes. Y ni la más poderosa imaginación habría podido ofrecer una idea de cómo sería en la vejez. Tenía atenciones para todo el mundo. Dando palmaditas a la espalda de la bondadosa Bukéi, que había engordado, la llamaba la mamá de Boranly, proponía brindis por ella, por su persona en representación de todo el pueblo de Karakalpak, que vivía en alguna parte de las orillas del Amudari, y procuraba que no se disgustara porque Kazangap hubiera tenido que abandonar la mesa por el trabajo.
–¡Pero si para mí era un estorbo! –contestó burlona Bukéi.
Aquella noche, Yediguéi llamaba a su Ukubala sólo por su nombre completo y descifrado: «Uku balasi», hija de lechuza, lechucita. Encontraba una palabra buena para cada uno, una palabra salida del alma, pues en aquel estrecho círculo todos eran para él queridos hermanos y hermanas, incluido el jefe del apartadero, Abílov, fastidiado por su trabajo de pequeño funcionario del ferrocarril en Sary-Ozeki, y su esposa Saken, que pronto debería acudir a la casa de maternidad de la estación de Kumbel. Yediguéi creía de forma sincera que todo era así, que le rodeaban unas personas indestructiblemente adictas, y no podía pensar de otra manera, le bastaba entornar los ojos por un instante en medio de la canción e imaginar el enorme desierto nevado de Sary-Ozeki y el puñado de personas que se habían reunido en su casa como una sola familia. Pero sobre todo se alegraba por Zaripa y Abutalip. Aquella pareja se lo merecía. Zaripa cantaba y tocaba la mandolina sacando rápidamente las tonadas de las canciones, que se sucedían unas a otras. Su voz era sonora, pura; Abutalip cantaba con amortiguada voz; cantaban con emoción, con armonía, especialmente las canciones de estilo tártaro, que cantaban almak-salmak, es decir, respondiéndose uno a otro. Ellos llevaban la canción y los demás la acompañaban. Habían ya sacado muchas canciones de las antiguas y de las nuevas, y no se cansaban, por el contrario, las cantaban cada vez con mayor ardor. O sea, que los invitados lo pasaban muy bien. Sentado frente a Zaripa y Abutalip, Yediguéi los contemplaba sin apartar la mirada y se enternecía: así estarían siempre de no ser por su amargo destino, que no los dejaba ni respirar. Durante el terrible calor del verano, Zaripa aparecía como tostada, como aldehuela quemada por un incendio, con sus pardos cabellos deslucidos hasta la raíz, con los labios negros reventando en sangre. Ahora, en cambio, estaba irreconocible. Ojos negros, mirada brillante, cara abierta, pura, lisa al estilo asiático. Estaba maravillosa. Su estado de ánimo se manifestaba sobre todo a través de sus precisas y móviles cejas, que cantaban con ella, ya levantándose, ya frunciéndose, ya abriéndose en el vuelo de unas canciones aparecidas tiempo ha. Destacando el sentido de cada palabra con especial sentimiento, Abutalip la secundaba balanceándose de un lado a otro:
...cual huella de cincha en el flanco del caballo
los días de un perdido amor no se borran de la memoria...
Y las manos de Zaripa, pulsando las cuerdas de la mandolina, obligaban a la música a vibrar y a gemir en aquel estrecho círculo de nochevieja. Zaripa flotaba en la canción, y a Yediguéi le parecía que estaba muy lejos, que corría, respirando fácil y libremente, por las nieves de Sary-Ozeki, con aquella blusa lila de punto con cuellecito blanco doblado, con la vibrante mandolina, y las tinieblas se abrían a su alrededor, mientras la joven se alejaba y desaparecía en la niebla hasta que sólo se oía la mandolina, aunque al recordar que también en el apartadero de Boranly había gente que lo pasaría mal sin ella, Zaripa volvía y surgía de nuevo cantando tras la mesa...
Luego, Abutalip mostró cómo bailaban los guerrilleros, poniéndose unos a otros las manos sobre los hombros y moviendo los pies siguiendo el ritmo. Secundado por Zaripa, Abutalip cantó una irónica cancioncilla serbia mientras todos bailaban en círculo con las manos de unos sobre los hombros de otros, gritando: “¡Oplia, oplia…!”
Luego, cantaron y bebieron más, brindaron, se felicitaron el Año Nuevo, unos salieron, otros entraron... El jefe del apartadero y su embarazada esposa se marcharon antes del baile. Y así discurrió la noche.
Zaripa salió a respirar, y tras ella Abutalip. Ukubala los obligó a abrigarse, para que no salieran al frío con el cuerpo sudado. Zaripa y Abutalip tardaban en regresar. Yediguéi decidió ir a buscarlos, sin ellos la fiesta no tenía éxito. Ukubala le llamó:
–Abrígate, Yediguéi, ¿adónde vas de esta manera? Te resfriarás.
–Vuelvo en seguida –Yediguéi salió a la fría claridad de medianoche–. Abutalip, Zaripa! –los llamó mirando en derredor.
Nadie respondió. Oyó unas voces tras la casa. Y se detuvo indeciso sin saber qué hacer: si marcharse o si, por el contrario, acercarse a ellos y llevárselos a casa. Algo estaba sucediendo entre ambos.
–No quería que lo vieras –sollozaba Zaripa–. Perdóname. Ha sido muy penoso para mí. Perdóname, por favor.
–Lo comprendo –la tranquilizaba Abutalip. Lo comprendo todo. Pero ya sabes que no se trata de mí, de que yo sea así. Si sólo se refiriera a mí. Dios mío, una vida es más larga, otra menos. Sería posible no agarrarse a ella tan desesperadamente. –Se callaron. Luego, él le decía–: Nuestros hijos se librarán... En eso radica toda mi esperanza...
Sin acabar de comprender de qué se trataba, Yediguéi retrocedió con cuidado moviendo los hombros de frío y regresó a su casa silenciosamente. Cuando entró en su hogar le pareció que todo estaba apagado y que la fiesta se había agotado. Año Nuevo es Año Nuevo, pero había llegado la hora de marcharse.
El 5 de enero de 1953, a las diez de la mañana, un tren de pasajeros hizo parada en Boranly-Buránny aunque tenía las vías abiertas y podía seguir, como siempre, sin retrasos. El tren no paró más de minuto y medio. Por lo visto, fue suficiente. Tres hombres –todos con botas negras de piel de vaca de idéntica manufactura– saltaron del estribo de uno de los vagones y se dirigieron directamente al local de servicio. Caminaban en silencio, con aplomo, sin mirar a los lados, y sólo se detuvieron un segundo junto al monigote de nieve. Contemplaron en silencio el letrero de la placa de madera que les daba la bienvenida, y contemplaron también la absurda gorra de pieles, la vieja y raída gorra de Kazangap, que cubría la cabeza del monigote. Y acto seguido pasaron a la oficina.
Cierto tiempo después salió volando por aquella puerta el jefe del apartadero, Abílov. A punto estuvo de tropezar con el monigote de nieve. Soltó un taco y siguió adelante apresuradamente, casi corriendo, cosa que nunca hacía. Diez minutos más tarde, jadeando, volvía llevando consigo a Abutalip Kuttybáyev, a quien había buscado con urgencia en el trabajo. Abutalip estaba pálido, llevaba la gorra en la mano. Entró en la oficina junto con Abílov. Sin embargo, no tardó en salir de allí en compañía de dos de los forasteros de botas de piel de vaca, y los tres se dirigieron a la barraca donde vivían los Kuttybáyev. Salieron de allí en seguida, siempre acompañando a Abutalip y llevando algunos papeles que habían tomado de su casa.
Luego todo se calmó. Nadie entró ni salió de la oficina.
Yediguéi supo por Ukubala lo sucedido. La mujer corrió por encargo de Abílov al kilómetro cuatro, donde aquel día se llevaban a cabo unos trabajos de reparación. Llamó a Yediguéi aparte:
–Están interrogando a Abutalip.
–¿Quién le está interrogando?
–No lo sé. Unos forasteros. Abílov me encargó decirte que, si no lo preguntan, no digas que por Año Nuevo estuvieron con Abutalip y Zaripa.
–¿Y qué tiene de particular?
–No lo sé. Así me encargó que te lo dijera. Y dice que a las dos estés también allí. Quieren hacerte unas preguntas, averiguar algo sobre Abutalip.
–¿Qué quieren averiguar?
–Cómo quieres que lo sepa. Vino Abílov muy asustado y me dijo que si esto que si aquello. Y yo te lo digo a ti.
A las dos, Yediguéi tenía que ir de todos modos a su casa a comer. Por el camino, y también en casa, intentaba descubrir qué era lo que sucedía. No encontraba respuesta. ¿Sería por el pasado? ¿Por haber estado prisionero? Esto ya lo habían verificado tiempo ha. ¿Qué más había? Sintió inquietud y malestar en el alma. Tragó dos cucharadas de sopa de tallarines y apartó el plato. Consultó el reloj. Las dos menos cinco. Si habían ordenado que fuera a las dos, tenía que ser a las dos. Salió de su casa. Abílov paseaba de arriba abajo frente a la oficina. Lastimoso, deshecho, abatido.
–¿Qué ha sucedido?
–Una desgracia, una desgracia, Yedik –dijo Abílov mirando tímidamente hacia la puerta. Sus labios temblaban ligeramente–. Han encerrado a Kuttybáyev.
–¿Por qué?
–Por unos escritos prohibidos que han encontrado en su casa. Ya sabes, todas las noches escribía. Eso lo saben todos. Y, ya ves, ha terminado de escribir.
–Pero si era para sus hijos.
–No lo sé, no sé para quién era. Yo no sé nada. Anda, ve, te están esperando.
En el cuartucho del jefe del apartadero, que llevaba el nombre de despacho, le esperaba un hombre aproximadamente de su misma edad o un poco más joven, de unos treinta años, robusto, con la cabeza grande y el cabello cortado al cepillo. Su carnosa nariz llena de espinillas sudaba bajo la tensión del pensamiento. El hombre estaba leyendo. Se enjugó la nariz con el pañuelo frunciendo su pesada y ancha frente. Luego, a lo largo de toda la conversación estuvo continuamente enjugándose una y otra vez su sudorosa nariz. Sacó un largo cigarrillo del paquete de Kazbek que había sobre la mesa, le dio unas vueltas y lo encendió. Luego clavó en Yediguéi, de pie junto a la puerta, sus ojos de halcón amarillentos y claros, y dijo brevemente:
–Siéntate.
Yediguéi se sentó en un taburete frente a la mesa.
–Bien, para que no haya ninguna duda –dijo Ojos de Halcón, y sacó del bolsillo delantero de su uniforme civil una especie de tapas marrones que abrió y volvió a cerrar al instante murmurando al mismo tiempo algo así como «Tansykbáyev» o «Tisykbáyev».
Yediguéi no recordó a ciencia cierta su apellido. –¿Entendido? –preguntó Ojos de Halcón.
–Entendido –se vio forzado a responder Yediguéi.
–Bien, en este caso vamos al asunto. ¿Es verdad, según dicen, que eres el mejor amigo y compañero de Kuttybáyev? –Es posible. ¿Qué pasa?
–Es posible que sea así –repitió Ojos de Halcón chupando el cigarrillo Kazbek y como explicando lo que acababa de oír–. Es posible que sea así. Admitámoslo. Está claro. –Y de pronto, con inesperada sonrisa, saboreando anticipada y alegremente la satisfacción que se encendía en sus ojos, puros como un cristal, lanzó–: ¿Y qué estábamos escribiendo, querido amigo?
–¿Qué escribíamos? –se desconcertó Yediguéi.
–Es lo que quiero saber.
–No comprendo de qué me habla.
–¿Es posible? ¡Anda, piensa un poco!
–No comprendo de qué me habla.
–¿Qué está escribiendo Kuttybáyev?
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes? ¿Todo el mundo lo sabe y tú no lo sabes?
–Sé que está escribiendo algo. Pero cómo voy a saber lo que escribe. ¿Qué me importa a mí? Si el hombre tiene ganas de escribir, que escriba. ¿A quién le importa?
–¿Cómo que a quién le importa? –se incorporó sorprendido Ojos de Halcón, clavando en él sus pupilas penetrantes como balas–. ¿O sea, que cada uno haga lo que le venga en gana, incluso que escriba? ¿Eso es lo que te ha inculcado?
–No me ha inculcado nada.
Pero Ojos de Halcón no prestó atención a su respuesta. Estaba indignado:
–¡Ésa, ésa es la propaganda enemiga! ¿Has pensado lo que ocurriría si todos y cada uno se pusieran a escribir? ¿Has pensado lo que pasaría? ¿Y luego todos y cada uno empezarían a manifestar lo que les pasara por la cabeza? ¿No es así? ¿De dónde has sacado esas extrañas ideas? No, amiguito, esto no lo vamos a consentir. ¡Esta contrarrevolución no pasará!
Yediguéi callaba, desalentado y apenado por las palabras que le arrojaban. Y le sorprendía mucho que nada hubiera cambiado a su alrededor. Como si no sucediera nada. Veía por la ventana cómo pasaba rápidamente el tren de Tashkent, y por un segundo pensó que la gente iba en los vagones a sus asuntos y a sus necesidades, bebía té o vodka, entablaba sus conversaciones, y a nadie le importaba que en aquel momento, en el apartadero de Boranly-Buránny, él estuviera sentado frente a un Ojos de Halcóncaído sobre él de no se sabía dónde. Con un dolor en el pecho que llegaba al dolor físico, Yediguéi sentía deseos de salir huyendo de la oficina, de alcanzar aquel tren y partir en él aunque fuera al fin del mundo con tal de no encontrarse allí en aquel momento.
–¿Y bien? ¿Te llega el sentido de la pregunta? –prosiguió Ojos de Halcón.
–Me llega, me llega –respondió Yediguéi–. Sólo quisiera saber una cosa. Lo que hace es escribir sus recuerdos para los niños. Lo que le pasó en el frente, por ejemplo, en cautividad, con los guerrilleros. ¿Qué hay de malo en ello?
–Para los niños –exclamó el otro–. ¡Y quién se lo va a creer! ¡Quién escribe para sus hijos, que tienen cuatro días mal contados! ¡Cuentos! ¡Así actúa el enemigo experto! Se esconde en un lugar perdido, donde no haya nada ni nadie a su alrededor, donde nadie pueda vigilarle, ¡y se pone a escribir sus memorias!
–Bueno, así lo ha querido este hombre –replicó Yediguéi–. Seguramente, le ha venido en gana manifestar su opinión personal, algo de sí mismo, algunos de sus pensamientos, para que ellos, sus hijos, lo leyeran cuando fueran mayores.
–¡Qué es eso de la opinión personal! ¿Pero eso qué es? –movió con reproche la cabeza Ojos de Halcón, suspirando–. ¿Significa algunas ideas propias? ¿Su concepto personal, no es así? ¿Una opinión personal aparte, quizá? No tiene que haber ninguna opinión personal de este género. Todo cuanto está en un papel ya no es una opinión personal. Lo escrito, escrito está. Todo el mundo querrá manifestar su opinión. Sería demasiado. Ahí están, ésos son los llamados Cuadernos guerrilleros, ahí tienes el subtítulo: «Días y noches en Yugoslavia», ¡ahí están! –arrojó sobre la mesa tres gruesos cuadernos encuadernados con tapa de hule–. ¡Un escándalo! Y tú aún intentas proteger a tu amigo. ¡Pero lo hemos desenmascarado!
–¿En qué le habéis desenmascarado?
Ojos de Halcónse removió en la silla y, de nuevo, con una inesperada sonrisita, saboreando anticipadamente su satisfacción, y con malignidad, dijo sin parpadear ni apartar sus ojos transparentes y claros:
–Bueno, permite que seamos nosotros quienes sepamos en qué le hemos descubierto –pronunció remachando cada palabra y embriagándose con el efecto producido–. Es cosa nuestra. No voy a informar a cualquiera.
–Bueno, si es así... –soltó confuso Yediguéi.
–Sus hostiles recuerdos no van a quedar impunes –observó Ojos de Halcón, y se puso a escribir rápidamente mientras decía–: Pensé que serías más inteligente, que eras de los nuestros. Un obrero de vanguardia. Un ex soldado. Que nos ayudarías a desenmascarar al enemigo.
Yediguéi frunció el ceño y dijo en voz baja pero inteligible, y en un tono que no dejaba lugar a dudas:
No voy a firmar nada. Se lo digo por anticipado. Ojos de Halcónle arrojó una mirada aniquiladora.
No necesitamos tu firma para nada. ¿Crees que si no firmas el asunto va a quedar en agua de borrajas? Te equivocas. Tenemos suficientes materiales para cargarle una dura responsabilidad aun sin tu firma.
Yediguéi guardó silencio dominado por una sensación de humillación, de abrasante vacío espiritual. Al propio tiempo crecía, como una ola en el mar de Aral, la indignación, el odio, el desacuerdo con lo que estaba pasando. Sintió súbitos deseos de estrangular a Ojos de Halcóncomo a un perro rabioso, y sabía que podría hacerlo. También era muy nudoso y fuerte el cuello del fascista que tuvo que estrangular con sus propias manos. No tenía otra salida; tropezó inesperadamente con él en una trinchera cuando expulsaban de la posición al enemigo. Entraron por uno de los flancos arrojando granadas a la trinchera y cosiendo los pasillos con ráfagas de metralleta, y cuando ya habían limpiado toda la línea e intentaban avanzar, aquel hombre se enzarzó con él cuerpo a cuerpo. Por lo visto sería el servidor de la ametralladora, que habría disparado hasta el último momento desde la trinchera. Habría sido mejor hacerle prisionero. Este pensamiento centelleó en la mente de Yediguéi. Pero el otro había conseguido sacar un cuchillo por encima de su ca-beza. Yediguéi le clavó el casco en la cara y rodaron por el suelo. Ya no quedaba otra solución que agarrarle por el cuello. El otro se revolvía, roncaba, arañaba la tierra por los lados en un intento de encontrar a tientas el cuchillo, arrancado de su mano. Y Yediguéi esperaba a cada instante que el cuchillo se clavara en su espalda. Por eso, con un esfuerzo implacable, sobrehumano, de fiera, apretaba y clavaba los dedos, rugiendo, en el cuello cartilaginoso de su enemigo, que iba abriendo la boca y tornándose negro. Y cuando el otro se ahogó y se olió un fuerte hedor a orines, Yediguéi abrió los dedos, convulsamente contraídos. Vomitó allí mismo, y cubierto de su propio vómito se arrastró para alejarse cuanto pudo, gimiendo, con los ojos turbios. A nadie había contado esto, ni entonces ni después.
A veces soñaba esta pesadilla y al día siguiente se encontraba muy mal y sin ganas de vivir... Esto fue lo que Yediguéi recordó entonces con estremecimiento y asco. Sin embargo, reconocía que Ojos de Halcón le vencería en astucia por su superior inteligencia. Y esto le hirió en lo vivo. Mientras el otro escribía, Yediguéi procuraba encontrar un punto débil en los argumentos de Ojos de Halcón. De todo lo dicho por éste, había una idea que impresionó a Yediguéi por su falta de lógica, por su diabólica incompatibilidad: ¿cómo se puede acusar a alguien de «recuerdos hostiles»? Como si los recuerdos de un hombre pudieran ser hostiles o amistosos. Los recuerdos son lo que hubo en un tiempo pasado, son lo que ya no existe, lo que hubo en el tiempo que se fue. Por lo tanto, el hombre recuerda las cosas tal como realmente fueron.
–Quisiera saber... –dijo Yediguéi sintiendo que la angustia le secaba la garganta. Pero se obligó a pronunciar estas palabras con mucha tranquilidad–. Tú dices... –adrede le llamaba «tú» para que el otro comprendiera que Yediguéi no tenía por qué adular ni qué temer: más allá de Sary-Ozeki no podían ya mandarle–. Tú dices –repitió– «recuerdos hostiles». ¿Cómo hay que entender eso? ¿Acaso puede haber recuerdos hostiles y otros que no lo sean? A mi juicio, el hombre recuerda lo que pasó, lo que ocurrió en otro tiempo, lo que ahora ya no existe desde hace tiempo. Y así resulta, que si son cosas buenas, hala, a recordarlas, pero si son malas o inconvenientes, entonces no lasrecuerdes, olvídalas, ¿es así? No creo que nunca haya sido así. O también, si alguien sueña, ¿hay que recordar el sueño? ¿Y si es un sueño terrible, inconveniente para alguien?
–¡Vaya por dónde me sales! ¡Hum, el diablo te lleve! –se sorprendió Ojos de Halcón–. Te gusta razonar, quieres discutir. Debes de ser el filósofo local. Muy bien, adelante. –Hizo una pausa. Como si apuntara, se preparó y soltó–: En la vida puede haber cosas de todos los colores en el sentido de los acontecimientos históricos. ¡No ha habido pocas cosas ni pocos modos de hacerlas! Lo importante es recordar y describir el pasado, verbalmente y aún con mayor motivo de forma escrita, de la manera que ahora se requiere, de la que ahora necesitamos. Y no conviene recordar todo aquello que no nos favorece. Y el que no sigue esta línea, significa que realiza un acto hostil.
–No estoy de acuerdo –dijo Yediguéi–. No puede ser así.
–Nadie necesita tu aprobación. Lo digo porque viene a cuento. Tú me preguntas y yo te lo explico por bondad de corazón. Por lo demás, no estoy obligado a entablar contigo semejante conversación. Bien, pasemos de las palabras al asunto. Dime, ¿ese Kuttybáyev, alguna vez, bueno, digamos en alguna franca conversación, supongamos después de haber bebido, no te soltó algún nombre inglés?
–¿A qué viene esto? –se sorprendió muy sinceramente Yediguéi.
–Ya verás a qué. –Ojos de Halcón abrió uno de los Cuadernos guerrillerosde Abutalip y leyó un pasaje subrayado con lápiz rojo–. «El 27 de septiembre llegó, a nuestra base una misión inglesa, un coronel y dos comandantes. Pasamos ante ellos en formación. Nos saludaron. Luego hubo una comida general en la tienda de los jefes. También nos invitaron a nosotros, a los pocos hombres que estábamos como guerrilleros extranjeros entre los yugoslavos. Cuando me presentaron al coronel, éste me estrechó la mano con mucha amabilidad y me estuvo interrogando a través del traductor para saber de dónde procedía y cómo había ido a parar allí. Se lo conté brevemente. Me sirvieron vino y bebí con ellos. Luego también charlamos durante largo rato. Me gustó ver que los ingleses eran una gente sencilla y franca. El coronel dijo que era una gran suerte, o, como se ex-presó él, una providencia, que en Europa nos hubiéramos unido todos contra el fascismo. Sin eso, la lucha contra Hitler habría sido aún más dura, y posiblemente habría terminado trágicamente para algunos pueblos aislados», y así por el estilo. –Terminada la cita, Ojos de Halcóndejó el cuaderno. Encendió otro Kazbek, y tras una pausa, exhalando el humo prosiguió–: Resulta que Kuttybáyev no replicó al general inglés que sin el genio de Stalin habría sido imposible la victoria por mucho que se hubieran esforzado en Europa, con los guerrilleros o por cualquier otro medio. ¡Resulta, pues, que no tenía al camarada Stalin ni en la mente! ¿Te llega el sentido?