Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 30 (всего у книги 31 страниц)
Yediguéi levantó su barbuda cabeza y vio al milano que se cernía sobre ellos. «Un cola blanca de gran tamaño –pensó–. Ah, si pudiera ser milano, nadie me detendría. Volaría y me posaría en las kumbez [35]de Ana-Beit.»
En aquel momento se oyó un coche que se acercaba por la carretera. «¡Ya viene! –se alegró Burani Yediguéi–. ¡Quiera Dios que todo se arregle!» Un Gazik [36]se acercó a toda velocidad hasta la barrera y se detuvo bruscamente junto a la puerta de la caseta de guardia. El centinela permanecía a la espera del coche. Se puso firmes y saludó a su jefe de guardia, el teniente Tansykbáyev, cuando éste bajó del coche. Empezó a decir:
–Camarada teniente, le informo que...
Pero el jefe de guardia le detuvo con un gesto, y cuando el centinela bajó la mano de la visera a media palabra, se volvió hacia los que estaban al otro lado de la barrera.
–¿Quiénes son los forasteros? ¿Sois vosotros? –preguntó dirigiéndose a Burani Yediguéi.
– Biz, bizgoi, karaguim, Ana-Beinitke zhetpei turip kaldik. Kalai da bolsa, zhardamdesh karaguin [37]–dijo Yediguéi, procurando que las condecoraciones de su pecho estuvieran a la vista del joven oficial.
Eso no produjo ninguna impresión en el teniente Tansykbáyev, quien se limitó a toser secamente, y cuando el anciano Yediguéi intentó de nuevo hablar, le previno fríamente:
–Camarada forastero, diríjase a mí en idioma ruso. Estoy de servicio –aclaró frunciendo sus negras cejas sobre los sesgados ojos.
Burani Yediguéi se turbó muchísimo:
–Eh, eh, perdone, perdone. Perdone si lo hice mal. Y se calló confuso, perdido ya el don de la palabra y olvidado el pensamiento que se disponía a manifestar.
–Camarada teniente, permítame exponer nuestra petición –se adelantó Dlínny Edilbái para sacar de apuros al anciano.
–Expóngala, pero sea breve –le previno el jefe de guardia.
–Un momento. Que esté presente también el hijo del difunto. –Dlínny Edilbái se volvió hacia Sabitzhán–. ¡Sabitzhán! ¡Eh, Sabitzhán! ¡Ven aquí!
Pero éste, que se paseaba un poco apartado, se limitó a decir con un gesto de disgusto:
–Pedidlo vosotros mismos.
Dlínny Edilbái se sofocó.
–Perdone, camarada teniente, está ofendido de que las cosas se presenten así. Es el hijo del difunto, de nuestro Kazangap. Allí también está su yerno, ve, aquel del remolque.
El yerno pensó, al parecer, que requerían su presencia y empezó a descender del remolque.
Estos detalles no me interesan. Expongan el asunto –pidió el jefe de guardia.
–Muy bien.
–Brevemente y por orden.
–Muy bien. Brevemente y por orden.
Dlínny Edilbái empezó a informar punto por punto: quiénes eran, de dónde venían, con qué objeto y para qué se habían presentado allí. Y mientras hablaba, Yediguéi observó el rostro del teniente y comprendió que nada bueno podían esperar de él. Estaba al otro lado de la barrera sólo para escuchar formalmente una queja de unos forasteros. Yediguéi lo comprendió y su alma se sintió abatida. Y todo lo relacionado con la muerte de Kazangap, todos sus preparativos para la partida, todo cuanto había hecho para convencer a los jóvenes de que se enterrara al difunto en Ana-Beit, todos sus pensamientos, todo aquello en lo que había visto el hilo de unión entre él y Sary-Ozeki, todo se había esfumado, todo resultaba inútil e insignificante ante el rostro de Tansykbáyev. Yediguéi se sentía agraviado en sus mejores sentimientos. Agravio y ridículo al máximo era para él el medroso Sabitzhán que el día anterior, sin ir más lejos, tomaba vodka y shubat charlando sobre los dioses y los hombres controlados por radio, y procuraba impresionar a los de Boranly con sus conocimientos, ¡pero ahora no deseaba ni abrir la boca! Agravio y ridículo era para Burani Karanar, absurdamente engalanado con el caparazón de las borlas, ¡para qué o para quia servía ahora todo eso! Aquel tenientillo Tansykbáyev, que no deseaba hablar en su lengua materna, o que temía hacerlo, ¿cómo podía valorar los adornos de Karanar? Agravio y ridículo era para Yediguéi el desgraciado yerno alcohólico de Kazangap, que no había tomado ni una gota de alcohol, que había viajado en el traqueteante remolque para estar al lado del cuerpo del difunto, y que ahora se acercaba y se ponía a su lado esperando aún, por lo que se veía, que los dejarían pasar al cementerio. Incluso su perro, el pardo Zholbars, era para Burani Yediguéi agravio y ridículo, ¿por qué los había seguido y por qué esperaba pacientemente a que prosiguieran su camino? ¿Para qué hacía el perro todo aquello? O quizá precisamente presentía que su amo lo iba a pasar mal y por eso se había pegado a él, para estar a su lado en aquel momento. En las cabinas estaban los jóvenes tractoristas Kalibek y Zhumagali. ¿Qué decirles ahora? ¿Qué pensarían después de todo lo ocurrido?
No obstante, humillado y confuso, Yediguéi advertía claramente que una ola de indignación se levantaba en él, que la sangre circulaba ardiente y furiosamente por su corazón, y, conociéndose a sí mismo y sabiendo lo peligroso que sería para él ceder a la llamada de la ira, procuraba ahogarla con un gran esfuerzo de voluntad. No, no tenía derecho a perder el control mientras el cadáver estuviera aún en el remolque, por enterrar. No es propio de un anciano indignarse y levantar la voz. Así lo pensaba apretando los dientes y tensando los músculos de la boca para no delatar, ni con una palabra ni con un gesto, lo que estaba pasando en aquel momento.
Como Yediguéi esperaba, la conversación entre Dlínny Edilbái y el jefe de guardia giró inmediatamente del lado de la desesperanza.
–No puedo ayudarlos de ninguna manera. La entrada en el terreno de la zona está rigurosamente prohibida a toda persona ajena a ella –dijo el teniente después de escuchar a Dlínny Edilbái.
–No lo sabíamos, camarada teniente. De otro modo no habríamos venido. ¿Para qué, digo yo? Pero ahora, puesto que ya nos encontramos aquí, pídale a su jefe que nos permita enterrar a un hombre. No podemos llevárnoslo de vuelta.
–Ya he informado por conducto oficial. Y he recibido la orden de no permitir el paso a nadie bajo ningún pretexto.
–Pero ¿qué pretexto es ése, camarada teniente? –se asombró Dlínny Edilbái–. Como si nosotros hubiéramos buscado un pretexto. ¿Para qué? ¿Qué no habremos visto ya de vuestra zona? De no ser por el entierro, ¿para qué habríamos hecho todo este camino?
–Le digo una vez más, camarada forastero, que aquí no se permite la entrada a nadie.
–¿Qué significa «forastero»? –levantó de pronto la voz el yerno alcohólico, hasta entonces callado–. ¿Quién es el forastero? ¿Somos nosotros los forasteros? –dijo, al tiempo que su rostro fláccido y picado de viruela se ponía de color púrpura, y sus ojos se tornaban azulados.
–Precisamente: ¿desde cuándo somos forasteros? –le apoyó Dlínny Edilbái.
Procurando no traspasar los vagos límites de lo permitido, el yerno alcohólico no levantó la voz, comprendiendo que hablaba mal el ruso, se limitó a decir, reteniendo y corrigiendo las palabras:
–Es nuestro cementerio de Sary-Ozeki. Y nosotros, nosotros, el pueblo de Sary-Ozeki, tenemos derecho a enterrar aquí a nuestras gentes. Cuando en tiempos remotos enterraron aquí a Naiman-Ana, nadie sabía que habría una zona cerrada.
–No tengo intención de discutir con vosotros –declaró como respuesta el teniente Tansykbáyev–. Como jefe del servicio de guardia en este turno, os digo una vez más: no hay ni habrá permiso de entrada en el territorio de la zona vigilada bajo ningún motivo.
Siguió un silencio. «¡Tengo que contenerme, que no insultarle!» Forzándose a sí mismo de esta manera, Burani Yediguéi miró fugazmente al cielo y volvió a ver al milano que revoloteaba suavemente en la lejanía. Y envidió de nuevo a aquella ave fuerte y calmosa. Y decidió que no había por qué continuar probando fortuna, que tenían que marcharse, pues no iban a entrar por la fuerza. Y mirando una vez más al milano, Yediguéi dijo:
–Camarada teniente, nos vamos. Pero transmítale a quien mande aquí, al general o más arriba, ¡que esto está mal! Como viejo soldado se lo digo: es una injusticia.
–No sé lo que es justo ni lo que no lo es: no tengo derecho a juzgar las órdenes. Y para que en adelante estéis enterados, tengo orden de deciros que este cementerio va a ser liquidado.
–¿Ana-Beit? –se impresionó Dlínny Edilbái.
–Sí. Si es que se llama así.
–¿Y por qué? ¿A quién estorba este cementerio? –se indignó Dlínny Edilbái.
Habrá allí una microzona.
¡Sorprendente! –Dlínny Edilbái abrió los brazos–. ¿No tenéis otro sitio, no hay bastante tierra?
–Así está previsto en el plano.
–Oye, ¿quién es tu padre? –preguntó cara a cara Burani Yediguéi al teniente Tansykbáyev.
Éste se sorprendió mucho.
–¿Y eso a qué viene ahora? ¿A usted qué le importa?
–Me importan muchas cosas que no debes decirnos tú a nosotros; que deben decírnoslas los que han tenido la idea de destruir nuestro cementerio. ¿Acaso no han muerto tus padres o no vas a morir tú?
–Esto no tiene ninguna relación con el asunto.
–Muy bien, tratemos del asunto. Entonces, camarada teniente, que me escuche el jefe más alto que tengáis aquí, exijo que se me permita presentar mi queja a vuestro jefe más alto. ¡Dile que un viejo soldado del frente, el habitante de Sary-0zeki Yediguéi Zhangueldín, quiere decirle un par de palabras!
–No puedo hacerlo. Tengo ya órdenes de cómo proceder.
–¿Y qué puedes hacer? –volvió a intervenir el yerno alcohólico. Y añadió con desesperación–: ¡Hasta un guardia urbano sería mejor!
–¡Cesad ese desorden! –se enderezó muy pálido el jefe de guardia–. ¡Basta! ¡Llevaos a éste de la barrera y dejad la carretera libre de tractores!
Yediguéi y Dlínny Edilbái agarraron al yerno alcohólico y lo arrastraron lejos de allí, hacia los tractores, pero él continuaba gritando con la cabeza vuelta para atrás:
/Sagan zhol da zhetpeidi, sagan zher da zhetpeidi! ¡Urdim sendeidin ausin! [38] .
Sabitzhán, que hasta entonces se había mantenido en silencio, paseándose sombríamente, algo apartado, decidió dar la medida de su persona saliéndoles al encuentro:
–¡Bien, y qué! ¡Con un palmo de narices! ¡Así había de ser! ¡Se acabó Ana-Beit! ¡Faltaría más! ¡Y ahora volvéis como perros apaleados!
–¿Quién es un perro apaleado? –se arrojó sobre él el yerno alcohólico muy enfurecido–. ¡Si hay un perro entre nosotros lo serás tú, canalla! ¿Qué diferencia hay entre aquel que está allí y tú? Y aún te vanaglorias: «¡Soy un hombre de Estado!». ¡Tú no eres un hombre de nada!
–¡Y tú, borrachín, contén la lengua! –le amenazó con voz chillona Sabitzhán para que le oyeran en el puesto de guardia–. ¡Yo, en su lugar, castigaba tus palabras mandándote al fin del mundo, para que ni tu olor anduviera cerca de aquí! ¿Qué beneficio das a la sociedad? ¡A los hombres como tú habría que liquidarlos!
Con estas palabras, Sabitzhán se volvió de espaldas como diciendo: «Me importáis un comino tanto tú como los que van contigo». Y mostrando de pronto mucha actividad, como si fuera el amo, empezó a tomar disposiciones en voz alta y conminatoria, ordenando a los tractoristas:
–¿Qué hacéis ahí con la boca abierta? ¡Adelante, poned en marcha los tractores! ¡Nos iremos como vinimos! ¡A la madre que nos parió! ¡Venga, media vuelta! ¡Basta! ¡He sido un tonto! He escuchado a los demás.
Kalibek puso en marcha su tractor e hizo girar con cuidado el remolque al tiempo que el yerno alcohólico ocupaba de nuevo su sitio junto al cadáver. Pero Zhumagali esperaba a que Yediguéi desatara a su Karanardel cangilón de la excavadora. Al verlo, Sabitzhán no se contuvo sino que por el contrario le metió prisa:
–¿Por qué no pones en marcha el motor? ¡Adelante! ¡No importa! ¡Da marcha atrás! ¡Pues vaya un entierro! ¡Estuve en contra desde el primer momento! ¡Y ahora, basta! ¡A casa!
Mientras Burani Yediguéi montaba en el camello –primero tenía que obligarle a echarse, luego encaramarse a la silla, y después levantarle– los tractores tomaban ya el camino en la dirección inversa. Ahora rodaban sobre sus propias huellas. Y ni tan sólo le esperaban. Era por Sabitzhán que, sentado en el primer tractor, les metía prisa...
Y por el cielo revoloteaba el mismo milano. Observaba desde arriba al perro pardo, que por algún motivo le irritaba con su conducta despreocupada, y le iba siguiendo. Era incomprensible que el perro no echara a correr al ponerse en marcha los tractores y se quedara junto al hombre del camello esperando a que éste montara. Luego fue trotando tras él.
Los hombres de los tractores, seguidos por el jinete del camello, y tras éste el perro pardo que corría al galope, avanzaron de nuevo por Sary-Ozeki en dirección al despeñadero de Malakumdychap, donde en un saliente, dentro de uno de los disimulados reguerones del terreno, tenía su nido el milano. En otra época del año, el milano habría estado inquieto, habría lanzado chillidos de alarma, y aunque se habría mantenido alejado, no habría perdido de vista a los intrusos; luego, acelerando su vuelo, habría llamado a su compañera, que cazaba por la vecindad en sus legítimas tierras, para que se uniera a él por lo que pudiera pasar, por si era preciso defender el nido, pero esta vez el milano de blanca cola no se intranquilizó en absoluto: los polluelos hacía tiempo que tenían plumas y que habían abandonado el nido. Reforzando día a día sus alas, los pequeños milanos de ambarinos ojos y curvo pico llevaban ya una vida independiente, tenían sus posesiones en el distrito de Sary-Ozeki y no acogían ahora demasiado amistosamente al viejo milano cuando éste echaba un vistazo a sus tierras...
El milano vigilaba a los hombres que ahora seguían el camino opuesto, pero lo hacía por su costumbre de ver todo lo que sucedía dentro de los límites de su cazadero. Y despertaba en él especial curiosidad el velludo perro pardo, que se encontraba inseparablemente junto a las personas. ¿Qué le relacionaba con ellas? ¿Por qué no cazaba por su cuenta en lugar de correr moviendo la cola tras de aquellos que se ocupaban de sus asuntos? También atraían la atención del milano unos objetos brillantes que había en el pecho del hombre que cabalgaba sobre el camello. Precisamente por esto, advirtió en seguida que el hombre del camello, que iba detrás de los tractores, torcía bruscamente hacia un lado, atravesaba en diagonal un prado seco y adelantaba, cortándoles el camino, a los tractores que rodeaban el prado. Arreaba al camello, cada vez más de prisa, blandía el látigo, los objetos brillantes de su pecho bailoteaban y tintineaban, el camello corría vivamente con amplios y largos pasos, y el perro pardo había pasado al galope...
Eso duró un cierto tiempo hasta que el hombre del camello adelantó a los tractores por uno de los lados y se detuvo en mitad del camino a la entrada del cañón de Malakumdychap. Los tractores frenaron ante él:
–¿Qué? ¿Qué ocurre ahora? –se asomó Sabitzhán desde la cabina.
–Nada. Parad los motores –ordenó Burani Yediguéi–. Tenemos que hablar.
–¿Qué más hemos de hablar? No nos retrases, ¡estamos hartos de viajar!
–Ahora eres tú el que nos retrasa. Porque lo vamos a enterrar aquí.
–¡Basta de burla! –se encendió Sabitzhán aflojándose aún más la corbata, que pendía como un trapo–. ¡Yo mismo lo enterraré en el apartadero y no se hable más! ¡Basta!
–Escucha, Sabitzhán. Es tu padre, nadie lo discute. Pero tienes que reconocer que no estás solo en el mundo. Escúchame de todos modos. Lo que ha ocurrido en el puesto de guardia, tú mismo lo has visto y oído. Ninguno de nosotros es culpable. Pero piensa en otra cosa. ¿Dónde se ha visto que un muerto vuelva a casa después del entierro? No pasa nunca. Es una deshonra sobre nuestra cabeza. Nunca en la vida ha ocurrido cosa semejante.
–A mí eso no me importa –replicó Sabitzhán.
–No te importa ahora. Lo dices en tu enfado. Pero mañana te avergonzarás. Piénsalo. La deshonra no se lava con nada. El muerto llevado a enterrar no debe regresar nunca.
Mientras, salió de la cabina Dlínny Edilbái y bajó del remolque el yerno alcohólico; Zhumagali, el de la excavadora, también se acercó para averiguar de qué se trataba. Burani Yediguéi, montado en Karanar, les cerraba el paso.
–Escuchadme, bravos mozos –dijo, no os pongáis en contra de las costumbres humanas, ¡no vayáis contra la naturaleza! Nunca ha sucedido que un difunto fuera devuelto del cementerio. El que es llevado a enterrar debe ser enterrado. No es posible otra cosa. Aquí está el despeñadero de Malakumdychap, ¡también es nuestra tierra de Sary-Ozeki! Aquí, en Malakumdychap, Naiman-Ana se deshizo en un gran llanto. Escuchadme, escuchad al anciano Yediguéi. Que esté aquí la tumba de Kazan‑gap. Y que también mi tumba esté aquí. Vosotros me enterraréis, si Dios quiere. Y os ruego que lo hagáis. Y ahora todavía no es tarde, aún queda tiempo. ¡Allí, en la misma escarpadura, entregaremos al difunto a la tierra!
Dlínny Edilbái miró el sitio que señalaba Yediguéi. –¿Qué, Zhumagali, pasará tu excavadora? –preguntó. –Claro que sí, por qué no había de pasar. Por aquel borde...
–¡Espera, tú y tu borde! ¡En adelante, pregúntame a mí! –intervino Sabitzhán.
–Ya lo preguntamos –respondió Zhumagali–. ¿No has oído lo que ha dicho éste? ¿Qué más quieres?
–¡Digo que basta de burlas! ¡Esto es mofarse! Vamos al apartadero.
–Bueno, si piensas así, la mofa será precisamente cuando traigas a casa al muerto desde el cementerio –le dijo Zhumagali–. De manera que piénsatelo bien.
Todos se callaron.
–Sabéis qué, haced lo que queráis –soltó Zhumagali–, pero yo me voy a cavar la tumba. Mi misión es abrir una zanja lo más profunda posible. De momento, aún tenemos tiempo. En la oscuridad nadie va a ocuparse de eso. Vosotros haced lo que queráis.
Y Zhumagali se dirigió a su excavadora Bielorús. La puso en marcha sin perder tiempo, rodó hacia el margen, pasó por su lado hacia la colina y de ésta a la parte superior del despeñadero de Malakumdychap. Tras él caminaba Dlínny Edilbái, y tras éste Burani Yediguéi arreó a su Karanar.
El yerno alcohólico le dijo al tractorista Kalibek:
–Si no vas para allá –e indicó el despeñadero–, me tenderé bajo el tractor. No me va a costar nada.
Y con estas palabras se plantó ante el tractorista.
–Bueno, ¿qué hay? ¿Adónde debo ir? –preguntó Kalibek a Sabitzhán.
–¡Aquí no hay más que canallas! ¡Aquí no hay más que perros! –renegó en voz alta Sabitzhán–. ¡Qué haces ahí sentado, anda, síguelos!
En el cielo, el milano observaba ahora el trabajo de los hombres en el despeñadero. Una de las máquinas sufría convulsas contracciones arrancando tierra y depositándola en un montón a su lado, como hace el roedor junto a su madriguera. Al mismo tiempo, se arrastraba por detrás el tractor con el remolque. En él continuaba sentado un hombre solitario delante de un raro objeto inmóvil envuelto en algo blanco y colocado en el centro del remolque. El velludo perro pardo vagaba alrededor de los hombres, pero se mantenía más cerca del camello, se tendía a sus pies.
El milano comprendió que los intrusos permanecerían largo rato en el despeñadero cavando la tierra. Torció suavemente hacia un lado, y después de describir unos amplios círculos sobre la estepa voló hacia la zona cerrada disponiéndose a cazar por el camino y a observar al mismo tiempo qué sucedía en el cosmódromo.
Hacía ya dos días que en sus pistas reinaba gran tensión, se trabajaba incesantemente de día y de noche. Todo el cosmódromo, con sus zonas y servicios especiales complementarios, estaba vivamente iluminado de noche por cientos de potentes reflectores. La tierra estaba más iluminada que de día. Decenas de máquinas especiales, ligeras y pesadas, gran cantidad de ingenieros y científicos, estaban ocupados en preparar la puesta en marcha de la Operación Anillo.
Los antisatélites, preparados para aniquilar a los aparatos voladores del cosmos, apuntaban desde hacía tiempo al cielo en una pista especial del cosmódromo. Pero según el pacto OS V-7, su uso estaba congelado hasta que hubiera un acuerdo especial, lo mismo que ocurría Con medios semejantes por parte norteamericana. Ahora encontraban una nueva aplicación debido al programa de emergencia para llevar a cabo la operación espacial Anillo. En el cosmódromo estadounidense de Nevada, unos cohetes-robot semejantes estaban preparados para el lanzamiento sincronizado de la Operación Anillo.
El tiempo del lanzamiento en los espacios de Sary-Ozeki correspondía a las ocho de la tarde. A las ocho en punto los cohetes debían emprender el vuelo. Sucesivamente, y en intervalos de minuto y medio, debían partir para ese lejano cosmos nueve cohetes antisatélites, procedentes de Sary-Ozeki, destinados a formar en el plano Este-Oeste un anillo continuamente activo alrededor del globo terráqueo contra la penetración de aparatos voladores extraterrestres. Los cohetes-robot de Nevada debían establecer el anillo Norte-Sur.
A las quince horas en punto se conectó en el cosmódromo Sary-Ozeki-i el sistema de control de prelanzamiento «Cinco-minutos». Cada cinco minutos, en todas las pantallas y paneles de todos los servicios y canales se encendían lucecitas recordatorias acompañadas de un doblaje sonoro: «Cuatro horas cincuenta y cinco minutos para el lanzamiento... Cuatro horas cincuenta minutos para el lanzamiento...». Tres horas antes del lanzamiento se conectaría el sistema «Minuto».
En aquellos momentos, la estación orbital Paritethabía cambiado ya los parámetros de su ubicación en el cosmos y al mismo tiempo se habían recodificado los canales de enlace por radio de los sistemas de a bordo de la estación, para excluir cualquier posibilidad de contacto con los paritet-cosmonautas -2 y 2– I .
¡Y con todo, esto era completamente inútil; como la voz que clama en el desierto llegaban incesantes radioseñales de los paritet-cosmonautas 1 -2 y 2-I! Pedían desesperadamente que no se interrumpiera el contacto con ellos. No discutían las decisiones del Centrun, proponían que se estudiaran más a fondo los problemas de los posibles contactos con la civilización pechiana, partiendo como es natural de los intereses de los terrícolas, no insistían en su inmediata rehabilitación, aceptaban esperar y hacer todo cuanto fuera preciso para que su estancia en el planeta Pecho Forestal fuera de general utilidad en las relaciones intergalácticas, pero protestaban por la Operación Anillo que habían emprendido, contra aquel autoaislamiento global que conducía, según ellos, a la ruina histórica y tecnológica de la sociedad humana y que no se superaría en millares de años... Pero ya era tarde... Nadie en el mundo podía escucharlos, nadie podía suponer que en el espacio del universo unas voces llamaban silenciosamente...
Mientras, en el cosmódromo Sary-Ozeki– i se había conectado ya el sistema «Minuto» que contaba irreversiblemente la proximidad del lanzamiento a tenor de la Operación Anillo... Y el milano, después del vuelo de turno, apareció de nuevo sobre el despeñadero de Malakumdychap. Los hombres estaban ocupados en su empresa: trabajaban con las palas. La excavadora había extraído ya un gran montón de tierra. Ahora metía el cangilón profundamente en la zanja y arrancaba las últimas porciones de terreno. Pronto dejó sus convulsiones y se hizo a un lado mientras los hombres terminaban de excavar en el fondo de la zanja. El camello estaba presente, pero el perro pardo no era visible. ¿Dónde había podido meterse? El milano sobrevoló el lugar a más baja altura y describió un suave círculo sobre el despeñadero girando la cabeza a derecha e izquierda. Finalmente, vio que el perro pardo yacía bajo el remolque, estirado junto a las mismas ruedas. El perro yacía a su gusto, descansando o quizá dormitando, y no sentía el menor interés por el milano. Con las veces que había volado aquel día encima de él, el animal ni una sola vez había mirado al cielo. Incluso un roedor, de pie sobre las patas traseras, había echado al principio una ojeada a su alrededor y había mirado para arriba, no fuera que existiera algún peligro. Pero el perro se había adaptado a vivir junto a las personas y nada temía, nada le preocupaba. ¡Y cómo se había tendido! El milano se quedó por un momento inmóvil en el aire, se puso tenso y expelió por debajo de la cola un chorro verde-blanco, brusco como un disparo, en dirección al perro. «¡Anda, para ti!», pareció decir.
Algo cayó chapoteando desde arriba sobre la manga de Burani Yediguéi. Eran los excrementos del pájaro. ¿De dónde venían? Yediguéi se sacudió la porquería de la manga y miró hacia arriba. «Otra vez el mismo colablanca. Ha pasado sobre nuestras cabezas no sé cuántas veces. ¿Por qué lo hará? Y qué bien se lo pasa. Vuela y se balancea en el aire.» La voz de Dlínny Edilbái, desde el fondo de la zanja, interrumpió su pensamiento:
—¡Bueno, Yedik, ven a ver! ¿Es bastante o hay que cavar un poco más?
Yediguéi se inclinó con aire preocupado sobre el borde de la tumba.
—Apártate hacia el rincón —pidió a Dlínny Edilbái—, y tú, Kalibek, de momento podrías salir. Gracias. Bien, parece que la profundidad es suficiente. De todos modos, Edilbái, habría que ensanchar un poquito la cripta, para que sea más espaciosa.
Después de dar estas indicaciones, Burani Yediguéi tomó un pequeño bidón de agua, se apartó hasta la excavadora y llevó a cabo las abluciones como correspondía antes del rezo. Y entonces su alma comulgó más o menos con el lugar: ya que no habían conseguido enterrar a Kazangap en Ana-Beit, de todos modos habían evitado un gran deshonor: devolver a casa a un difunto sin enterrar. De no haber mostrado su insistencia, así habría sucedido. Ahora tendrían que aprovechar el tiempo para estar de regreso a Boranly-Buránny antes del oscurecer. En casa, naturalmente, los estaban esperando y estarían intranquilos por su retraso. En realidad, había prometido regresar antes de las seis y el convite funerario no se prepararía hasta esa hora. Pero eran ya las cuatro y media. Tenían todavía por delante el entierro y el camino por Sary-Ozeki. Aun viajando con rapidez, eso les llevaría un par de horas. No obstante, tampoco era conveniente apresurarse y acortar el entierro. En todo caso, el convite se haría al anochecer. No había otro remedio...
Después de las abluciones, Yediguéi se sintió investido para llevar a cabo el último ritual. Atornilló el tapón de la lata y se presentó por detrás de la excavadora con expresión grave, acariciándose majestuosamente la barba y los bigotes.
—Hijo del difunto siervo de Dios Kazangap, Sabitzhán, ponte a mi izquierda, y vosotros cuatro traed el cuerpo al borde de la tumba, depositad al difunto con la cabeza hacia la puesta del sol —dijo con voz algo solemne. Y cuando todo estuvo hecho, pronunció—: Y ahora volvámonos todos de cara a la sagrada Caaba. Abrid las palmas de las manos ante vosotros y pensad en Dios para que nuestras palabras y pensamientos sean escuchados por Él en este momento.
Por extraño que parezca, Yediguéi no captó ninguna risita ni ningún murmullo a su espalda. Y se sintió satisfecho, porque en realidad habrían podido decirle: «Deja ya de venirnos con cuentos, anciano, qué diablos de mulhaeres tú; será mejor que enterremos al muerto y nos volvamos cuanto antes a casa». Es más, Yediguéi tenía la osadía de ofrecer la oración del entierro de pie y no sentado, pues había oído de personas conocedoras que en los países árabes, de donde llegó la religión, en los cementerios se reza de pie, de cuerpo entero. Fuera así o no, el caso es que Yediguéi deseaba tener la cabeza lo más cerca posible del cielo.
Pero antes de empezar la ceremonia, en la introducción, al inclinarse a derecha e izquierda del mundo, y al inclinar la cabeza por igual ante el cielo y la tierra saludando con ello al Creador por la inmutable estructura del mundo, en el que el hombre surge por casualidad y desaparece con la misma invariabilidad con que aparecen el día y la noche, Burani Yediguéi vio de nuevo al milano colablanca. Planeaba moviendo apenas las alas, describiendo mesuradamente un círculo tras otro en las alturas del cielo. Pero el milano no turbó en absoluto su temple interior, sino que por el contrario le ayudó a concentrarse en un círculo de elevados pensamientos.
Ante él, en el borde de la zanja, yacía sobre unas angarillas el difunto Kazangap envuelto en blanco fieltro. Al pronunciar a media voz unas fúnebres palabras, previamente destinadas a todos y cada uno, a todos en todos los tiempos hasta el fin de los siglos, palabras que desde su origen hablan de la predestinación inevitable e igual para todos, para cualquier persona, sea quien sea y cual sea la época en que viva, y también inevitable en igual grado para los que están destinados a nacer, al pronunciar estas universales fórmulas de la existencia, comprendidas y legadas por los profetas, Burani Yediguéi intentaba al mismo tiempo completarlas con sus propios pensamientos, que salían de su alma y de su experiencia personal. Porque no en vano vive el hombre sobre la tierra.
—Si en verdad oyes, oh Dios, mi oración, la oración de mis antepasados, aprendida en los libros, entonces escúchame. Pienso que una cosa no perjudicará a la otra.
»Estamos aquí, en el despeñadero de Malakumdychap, frente a la tumba de Kazangap, en un lugar desierto y salvaje, porque no hemos conseguido enterrarle en el cementerio ancestral. Y un milano del cielo nos contempla y ve cómo nos despedimos de Kazangap con las palmas de las manos abiertas. Tú, Majestad, si existes, perdónanos y acepta el entierro de tu siervo Kazangap con misericordia y, si lo merece, dale a su alma el descanso eterno. Hemos procurado hacer todo cuanto dependía de nosotros. ¡Lo demás te toca a Ti!
»Y ahora, puesto que me dirijo a Ti en este momento, escúchame en tanto viva y pueda pensar. Está claro que la gente sólo sabe pedir para sí: ¡compadéceme, ayúdame, prémiame! Esperan demasiado de Ti en cada caso, en el justo y en el injusto. Incluso el asesino en el fondo de su corazón desea que Tú estés de su parte. Y Tú permaneces siempre callado. Nosotros, la gente, creemos, especialmente cuando lo pasamos mal, que Tú sólo existes para eso en los cielos. Comprendo que ha de ser duro para Ti, pues nuestras plegarias no tienen fin. Y Tú estás solo. Pero yo no te pido nada. Sólo quiero decir en este momento lo que estoy pensando.