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Un día más largo que un siglo
  • Текст добавлен: 6 сентября 2016, 23:42

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Автор книги: Чингиз Айтматов



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Y la Tierra giraba siguiendo sus círculos, bañada por los vientos superiores. Giraba alrededor del Sol, y cuando al girar sobre sí misma presentó finalmente el costado necesario para que llegara la mañana a Sary-Ozeki, Burani Karanarvio de pronto que aparecían en la cercanía dos hombres cabalgando sobre una camella. Eran Yediguéi y Kospán. Éste llevaba su escopeta.

Burani Karanarse enfureció, se puso a temblar, a bramar, a hervir de ira. ¿Cómo se atrevía la gente a penetrar en su territorio? ¿Cómo podían acercarse a su rebaño? ¿Qué derecho tenían a romper su época de celo? Karanarberreó con voz penetrante y furiosa, y levantando su cabeza de largo cuello hizo chasquear sus dientes, como un dragón, abriendo sus terribles y bien dentadas fauces. Su ardiente boca exhalaba vapor, como humo, que se depositaba inmediatamente sobre sus negras guedejas en forma de una blanca capa de escarcha. Presa de excitación, el camello se puso a orinar, se levantó con las patas separadas y lanzó el chorro contra el viento, con lo que el aire olió vivamente a orines pulverizados mientras unas gotas heladas caían sobre Yediguéi.

Éste saltó al suelo y arrojó la pelliza sobre la nieve. Una vez aligerado de ropa –con chaqueta y pantalones acolchados– desenroscó el látigo del mango que tenía en la mano.

–Ten cuidado, Yedik, si llega el caso lo mato –dijo Kospán apuntando con la escopeta.

–No, en ningún caso. No te preocupes por mí. Si te ataca a ti, entonces es otra cosa.

–Muy bien –aceptó Kospán, que continuaba encaramado en la camella.

Y Yediguéi se dirigió al encuentro de su Karanarhaciendo restallar el látigo con chasquidos secos como disparos. Por su parte, Karanar, al ver que se acercaba, enloqueció aún más y avanzó a pequeños pasos, al encuentro de Yediguéi, chillando y echando salpicaduras de saliva. Al mismo tiempo, las hembras se levantaron de donde yacían y también empezaron a dar intranquilas vueltas por allí.

Haciendo restallar el látigo con el que habitualmente arreaba a los camellos del trineo de arrastre que le servía para quitar los obstáculos de nieve, Yediguéi avanzaba llamando desde lejos, con voz fuerte, a Karanar, con la esperanza de que éste reconociera su voz:

–¡Eh, eh, Karanar! ¡No hagas el tonto! ¡Que no lo hagas, te digo! ¡Soy yo! ¿Estás ciego o qué? ¡Te digo que soy yo!

Pero Karanarno reaccionó a su voz, y Yediguéi se horrorizó al ver la mirada iracunda del camello, y cómo corría hacia él con toda su enorme y negra masa y con las temblequeantes gibas sobre su espalda. Y entonces, encasquetándose más firmemente la gorra de piel, Yediguéi agitó su látigo. Éste era largo, de unos siete metros, trenzado con cuero duro embreado. El camello chillaba y se echaba sobre Yediguéi con la intención de agarrarle con los dientes o de derribarle y pisotearle, pero Yediguéi no le permitía acercarse, le soltaba latigazos con toda su fuerza, se escurría, retrocedía y avanzaba, sin dejar de gritarle que volviera a la realidad y le reconociera. Y así estuvieron luchando cada uno a su manera, y cada uno tenía razón desde su punto de vista. Yediguéi estaba impresionado por el indomable e irresponsable impulso del semental hacia la felicidad, y comprendía que le privaba de ella, aunque no tenía otro remedio. Una sola cosa temía Yediguéi: saltarle un ojo a Karanar. Lo demás se le pasaría. La tenacidad de Yediguéi domeñó finalmente la voluntad del animal. Fustigando, gritando y atacando al camello, consiguió acercarse y abalanzarse sobre él cara agarrarle por el labio superior. Y estuvo a punto de arrancarle el labio, de la gran fuerza con que se agarró a él. Acto seguido se las apañó para colocarle un torniquete que llevaba preparado de antemano. Karanarmugió y gimió bajo el insoportable dolor que éste le producía, y en sus dilatados ojos, sin parpadeos, mudos de terror, Yediguéi vio con precisión su propia imagen como en un espejo, y estuvo a punto de dar un salto atrás, temeroso de su propio aspecto. Tan infrahumana era la expresión de su alterado, sudoroso y enardecido rostro, y tan pateada estaba la nieve a su alrededor –todo eso lo vio fugazmente en las enloquecidas pupilas de Karanar– que le vinieron ganas de mandarlo todo al diablo y huir de allí para no atormentar más a una criatura que no tenía ninguna culpa, pero inmediatamente cambió de parecer: le esperaban en Boranly-Buránny y no podía volver sin Karanar, pues a éste lo fusilarían los vecinos de Ak-Moinak. Y se venció a sí mismo. Lanzó un grito de triunfo y empezó a amenazar al camello para obligarlo a tenderse en el suelo. Había que ensillarlo. Burani Karanarcontinuaba resistiéndose, aullaba y rugía, exhalaba sobre su amo el húmedo aliento de su ardiente y rugiente boca, pero el dueño se mantenía irreductible. Obligó al camello a someterse.

–¡Arrójame acá la silla, Kospán, y aleja a estas camellas tras el montículo, que él no las vea! –gritó Yediguéi.

Éste sacó inmediatamente la silla de la camella de montar y corrió a apartar al rebaño de Karanar. En ese momento ya había terminado todo: Yediguéi colocó rápidamente la silla sobre Karanar, y cuando acudió Kospán corriendo y dio a Yediguéi la pelliza que éste había arrojado, Yediguéi se abrigó a toda prisa y se encaramó sin perder un segundo sobre el ensillado y embridado Karanar.

El enfurecido camello aún intentaba volver junto a las alejadas hembras, incluso quería alcanzar a su amo con los dientes echando la cabeza hacia un lado. Pero Yediguéi conocía su trabajo. Y a pesar de los rugidos y de los iracundos resoplidos, de los incesantes e irritados aullidos de Karanar, lo arreó tenazmente por la nevada estepa intentando continuamente hacerlo entrar en razón.

–¡Déjalo ya! ¡Basta! –le decía–. Cállate. De todos modos no vas a volver para atrás. ¡Mala cabeza! ¿Crees que te deseo algún mal? Pues de no ser por mí te habrían matado como a una fiera loca y nociva. ¿Y qué podrías decir? Te has vuelto loco, eso es verdad, ¡y qué verdad! Te has vuelto loco, ¡te conduces como el peor de los botarates! Y si no, ¿a qué viniste aquí? ¿No te bastaba con tus hembras? ¡Pues sabe que cuando lleguemos a casa se han acabado tus vagabundeos por las manadas ajenas! ¡Te encadenaré y no vas a tener un paso de libertad, ya que te pones así!

Burani Yediguéi lo amenazaba más que nada para justificarse ante sus propios ojos. Había arrancado a Karanar, a la fuerza, de sus camellas de Ak-Moinak. Y eso era en general injusto. ¡De haber sido un animal pacífico, no habría habido problema! En efecto, Yediguéi no había tenido reparos en abandonar a su camella en casa de Kospán y éste había prometido llevársela a Boranly-Buránny a la primera ocasión, sin problemas, por las buenas y a satisfacción. Pero con aquel maldito no había más que dificultades.

Al cabo de un rato, Karanarasumió de nuevo tanto el llevar la silla como el estar otra vez bajo el mando de su amo. Chillaba menos, su paso era más uniforme y rápido y pronto recuperó su óptima andadura: corría al trote acortando con las patas las distancias de Sary-Ozeki, como una máquina. Yediguéi se tranquilizó, se arrellanó entre las dos flexibles gibas, se abrochó la pelliza para resguardarse del viento, se ató con más firmeza la gorra de pieles y se puso a esperar con impaciencia la proximidad de las tierras de Boranly-Buránny.

Pero estaba aún bastante lejos de su casa. El día era soportable. Algo ventoso y nublado. No eran de temer ventiscas en las próximas horas, aunque sí podían levantarse por la noche. Burani Yediguéi regresaba contento por haber conseguido cazar y embridar a Karanar, y en especial estaba de buen humor por la velada de la noche anterior en casa de Kospán, por la dombray el canto de Erlepés.

Y Yediguéi volvió involuntariamente, con el pensamiento, a su desdichada vida. ¡Qué desgracia! No sabía cómo hacerlo para que nadie sufriera, para no ocultar más su dolor y decir francamente: «Así son las cosas, Zaripa, te quiero». Y si los hijos de Abutalip no tenían las puertas abiertas con el apellido de su padre, pues entonces que Zaripa lo gestionara y por su parte no había inconveniente en registrar aquellos niños con su apellido, con el de Yediguéi. Le haría muy feliz que su apellido fuera útil a Daúl y a Ermek. Para que no tuvieran ningún obstáculo en la vida. Y que consiguieran éxitos con sus fuerzas y facultades. ¿Había de saberle mal dar el apellido con este fin? Sí, también estas ideas rondaron a Burani Yediguéi por el camino.

El día tocaba a su fin. Por mucho que se hubiera resistido, por mucho que se hubiera enfurecido, el incansable Karanarse había comportado honestamente bajo la silla. Y ya ante ellos se abrían los barrancos de Boranly, las torrenteras con sus montones de nieve, la gran elevación del terreno, y ante la curva del ferrocarril se agrupaba el apartadero de Boranly-Buránny. Los humos se arremolinaban sobre las chimeneas. ¿Qué estarían haciendo sus queridas familias? No se había ausentado más que un día pero sentía tal inquietud como si no hubiera estado allí durante un año. Y los había echado mucho de menos, especialmente a los niños. Al ver la aldea ante sí, Karanaraún aceleró el paso. Caminaba enardecido, sudoroso, separando ampliamente las patas, arrojando por la boca nubes de vapor. Mientras Yediguéi se acercaba a su casa, en el apartadero se cruzaron y separaron dos trenes de mercancías. Uno fue hacia occidente y el otro hacia oriente...

Yediguéi se detuvo en la parte posterior de la casa, en el patio, para encerrar inmediatamente a Karanaren el cercado. Se apeó, agarró una gruesa cadena clavada en tierra con una traviesa y aherrojó con ella una de las patas delanteras del camello. Y lo dejó en paz. «Que se enfríe, después ya le quitaré la silla», decidió en su interior. Sin saber por qué, tenía mucha prisa. Yediguéi enderezó su aterida espalda y sus piernas, y salió del cercado. Saule, su hija mayor, acudió corriendo. Yediguéi la abrazó, moviéndose torpemente con la pelliza, la besó.

–Te vas a helar –le dijo. La niña iba ligera de ropa–. Corre a casa. Vengo en seguida.

–Papá –dijo Saule estrechándose contra su padre–, Daúl y Ermek se han marchado.

–¿Adónde han ido?

–Se han marchado para siempre. Con su mamá. Han subido a un tren y se han marchado.

–¿Que se han marchado? ¿Cuándo se han marchado? –preguntó mirando a los ojos a su hija, todavía sin comprender de qué se trataba.

–Hoy por la mañana.

–¡Qué cosas! –profirió Yediguéi con voz temblorosa–. Anda, corre, corre a casa –dejó a la niña–. Luego vendré. Tú ve, ve en seguida...

Saule desapareció tras la esquina. Yediguéi, sin cerrar la puerta del cercado, vestido como iba, con la pelliza por encima de la chaqueta abotonada, fue rápida y directamente a la barraca de Zaripa. La niña habría podido confundir alguna cosa. Aquello no podía ser. Pero en el porche había muchas pisadas. Yediguéi tiró bruscamente del asa de la entreabierta puerta y al atravesar el umbral vio una habitación abandonada y fría tiempo ha, con desperdicios inútiles rodando por el suelo. ¡Ni los niños ni Zaripa!

–¿Cómo es posible? –murmuró Yediguéi al vacío, no deseando aún comprender del todo lo que había sucedido–. ¿O sea que se han marchado? –dijo sorprendido y afligido, aunque era evidente hasta la saciedad que aquellas personas se habían marchado de allí.

Y se sintió mal, tanto como nunca se sintiera en toda su vida. Estaba de pie en medio de la habitación con la pelliza puesta, junto a la fría estufa, sin comprender qué debía hacer, cómo comportarse, cómo detener en su interior la ofensa y la pérdida que clamaban y pugnaban por salir al exterior. En en alféizar de la ventana estaban las piedrecitas de adivinación que Ermek había olvidado, las mismas cuarenta y una piedras con las que había aprendido a adivinar cuándo su padre, inexistente tiempo ha, regresaría, unas piedras de esperanza y de amor. Yediguéi recogió en su mano las piedrecitas de adivinación, las estrechó en su puño: eso era todo lo que había quedado. Ya no tuvo más fuerzas, se volvió de cara a la pared, pegó su ardiente y amargado rostro a las frías tablas y se echó a llorar ahogada y desconsoladamente. Y mientras sollozaba, las piedrecitas iban cayendo de su mano una tras otra. El intentaba convulsivamente retenerlas en su temblorosa mano, pero ésta no le obedecía, y las piedras resbalaban y caían al suelo con sordo golpe una tras otra, caían y rodaban a los diferentes rincones de la vacía casa...

Luego se volvió, se deslizó por la pared y lentamente se puso en cuclillas y permaneció de esa manera, con la pelliza puesta, con la gorra de pieles encasquetada, apoyándose de espaldas contra la pared, sollozando amargamente. Se sacó del bolsillo la bufandita que la víspera le regalara Zaripa y se enjugó las lágrimas con ella...

Así permaneció en la abandonada barraca intentando comprender qué había sucedido. O sea, que Zaripa se había marchado con los niños aprovechando su ausencia. Es decir, lo quería así o bien temía que él no los dejara partir. Y él no los habría dejado marchar de ninguna manera, por nada del mundo. Terminara como terminase, de haber estado allí no los habría dejado marchar. Ahora ya era tarde para adivinar qué habría pasado de no haber estado él de viaje. Ya no estaban. ¡Zaripa no estaba! ¡No estaban los niños! ¿Cómo había de separarse de ellos? Por eso Zaripa había comprendido que era mejor partir en su ausencia. Para ella se había hecho más fácil la partida, pero no había pensado en lo terrible que sería para él encontrar la barraca vacía.

¡Y alguien había detenido para ella un tren en el apartadero! ¡Alguien! Ya sabía quién: Kazangap. Qué otro podía ser! Sólo que no habría tirado del timbre de alarma como hiciera Yediguéi el día de la muerte de Stalin sino que lo habría concertado con alguien, habría convencido al jefe del apartadero para que detuviera algún tren de viajeros. Era un hombre así... ¡Y seguramente Ukubala habría colaborado para sacarlos rápidamente de allí! ¡Pero, esperad! Y la sangre de la venganza hirvió sorda y negra encendiendo su cerebro: sentía el deseo de hacer un acopio de fuerzas y aniquilarlos a todos, destruir todo cuanto había en aquel apartadero maldito de Dios que se llamaba BoranlyBuránny, destruirlo de raíz, que no quedaran ni astillas, y montar en Karanary largarse por Sary-Ozeki hasta morir en soledad de hambre y de frío. Así estaba, sentado en el lugar abandonado, falto de fuerzas, vacío, impresionado por lo ocurrido. Quedábale únicamente un terrible desconcierto: «,Por qué ha partido? ¿Adónde ha ido? ¿Por qué ha partido? ¿Adónde ha ido?».

Luego se presentó en casa. Ukubala le tomó en silencio la pelliza y la gorra, y llevó las botas a un rincón. Por la cara petrificada y gris de Burani Yediguéi era difícil precisar en qué pensaba ni qué tenía intención de hacer. Sus ojos parecían ciegos. No expresaban nada, escondían el sobrehumano esfuerzo que tenía que hacer para contenerse. Ukubala había puesto ya varias veces el samovar, a la espera de su marido. El samovar hervía, estaba lleno de brasas de carbón vegetal.

–El té está ardiente –dijo la esposa–. –Acabo de sacarlo del fuego.

Yediguéi la miró en silencio y continuó tragando el agua hirviente. No sentía el té caliente. Ambos esperaban tensamente la conversación.

–Zaripa se ha ido con los niños –dijo al final Ukubala.

–Lo sé –masculló brevemente Yediguéi sin levantar la cabeza del té. Y después de una pausa, preguntó también sin levantar la cabeza del té–: ¿Adónde ha ido?

–No nos lo dijo –respondió Ukubala.

Y aquí pusieron punto final. Escaldándose con el fuerte té al que no prestaba atención, Yediguéi se ocupaba en una sola cosa: no estallar, no ponerlo todo patas arriba, no asustar a las niñas, no provocar una desgracia...

Terminado el té, se dispuso a salir de nuevo a la calle. Se puso otra vez las botas, la pelliza y la gorra.

–¿Adónde vas? –le preguntó la esposa.

–A ver al ganado –dijo desde la puerta.

Entretanto, había terminado el corto día invernal. El aire oscurecía rápidamente, de forma casi palpable. Y la helada crecía notablemente, el viento raso se ponía en movimiento, levantándose y zigzagueando con sus móviles melenas. Yediguéi se dirigió sombrío al vallado. Y al entrar con ojos brillantes de irritación le gritó a Karanar, que pugnaba por librarse de la cadena:

–¡No te hartas de bramar! ¡Todo te parece poco! ¡Pero ahora, canalla, te ha llegado el turno! ¡No voy a gastar muchas palabras contigo! ¡Ahora, a mí todo me da igual!

Yediguéi empujó a Karanarpor el flanco, lanzó una terrible palabrota, lo desensilló, arrojó la silla lejos de allí y desató la cadena que ataba la pata del camello. Luego lo tomó de la brida con una mano; en la otra llevaba el látigo enroscado en el mango. Salió a la estepa llevando de la brida al semental, que chillaba y aullaba fastidiosamente de añoranza. El dueño volvió la cabeza varias veces, levantando amenazadoramente la mano y tirando de Burani Karanarpara que éste cesara en sus gemidos y aullidos, pero como sea que esto no causara efecto alguno, lo dejó y se dispuso a caminar sin prestar atención, soportando sombría y pacientemente el bramar del camello, y caminó obstinadamente por la profunda nieve, bajo el viento raso, por el campo crepuscular que iba oscureciéndose y perdiendo gradualmente sus perfiles. Respiraba pesadamente pero caminaba sin detenerse. Anduvo mucho rato, la cabeza sombríamente gacha. Lejos del apartadero, tras la colina, detuvo a Karanary le infligió un cruel castigo. Yediguéi arrojó la pelliza sobre la nieve y se ató rápidamente la cuerda del ronzal al cinturón que ceñía su chaqueta acolchada, para que el camello no se liberara y huyera, y para tener las manos libres. Entonces, agarrando con ambas manos el mango del látigo, empezó a descargar latigazos sobre el semental, vengando en él toda su desgracia. Fustigaba furioso e implacable a Burani Karanar, descargando sobre él latigazo tras latigazo, exhalando ronquidos y vomitando maldiciones:

–¡Toma! ¡Toma! ¡Ruin animal! ¡Todo por culpa tuya! ¡Por tu culpa! ¡Eres el culpable de todo! También ahora te voy a dejar en completa libertad, vete a donde quieras, pero antes te voy a lisiar! ¡Toma! ¡Toma! ¡Criatura insaciable! ¡Todo te parece poco! Tenías que irte por ahí. ¡Y ella, mientras, se ha marchado con los niños! ¡A ninguno de vosotros os importa cómo me siento yo! ¿Cómo voy a vivir ahora en este mundo? ¿Cómo voy a vivir sin ella? Si a vosotros os da lo mismo, a mí también me lo da. ¡De manera que, toma, toma, perro!

Karanarchillaba, daba tirones y se agitaba bajo los golpes del látigo. Loco de terror y dolor, derribó a su amo y huyó corriendo, arrastrándolo por la nieve. Arrastraba a su amo con una fuerza salvaje y monstruosa, lo arrastraba como un tronco, todo con tal de librarse de él, de liberarse, de huir hacia aquellos lugares de donde le habían hecho volver a la fuerza.

–¡Alto! ¡Alto! –gritaba Yediguéi ahogándose y hundiéndose en la nieve por la que le arrastraba el semental.

La gorra había volado de su cabeza, los montones de nieve le golpeaban con calor y con frío la cabeza, la cara, el vientre, se le metían por el cuello, por la cintura, el látigo estaba enroscado en sus manos y nada podía hacer para detener de algún modo al semental, para desatar la cuerda del cinturón. Y el animal le arrastraba empavorecido, insensatamente, viendo su salvación en la huida. Quién sabe cómo habría terminado todo si Yediguéi no hubiera conseguido milagrosamente desatar la correa, abrirla hebilla, y salvarse de morir ahogado en la nieve. Cuando pudo agarrar la cuerda, el camello lo arrastró aun unos cuantos metros y se detuvo retenido por su amo en su postrero esfuerzo.

–¡Ah, malvado! –barbotó Yediguéi al volver en sí, chamuscado por la nieve, ahogándose y tambaleándose–. ¡Ah! ¡Cómo eres! ¡Pues toma, bestia! ¡Y fuera, fuera de mi vista! ¡Corre, maldito, que no te vea nunca más! ¡Vete al infierno! ¡Que te fusilen, que te maten como a un perro rabioso! ¡Largo, desaparece! ¡Todo por tu culpa! Así estires la pata en la estepa. ¡Que tu hálito no esté cerca de mí!

Karanarhuyó chillando en dirección a Ak-Moinak, pero Yediguéi lo alcanzó y lo despidió con unos latigazos, renegando de él, maldiciéndolo e insultándolo con las peores palabras. Había llegado la hora del castigo y de la separación. Luego, Yediguéi estuvo largo rato gritando en su dirección:

–¡Piérdete de vista, animal del diablo! ¡Corre! ¡Muérete allí, criatura insaciable! ¡Que te claven una bala en la frente! Karanarhuía cada vez más lejos por el campo crepuscular y oscuro y no tardó en desaparecer en la neblina de la ventisca, sólo de vez en cuando se oían aún sus vivos y trompeteantes chillidos. Yediguéi imaginaba cómo iba a correr toda la noche de cabo a rabo, sin cansancio, en medio de la ventisca, hasta llegar allí, a sus hembras de Ak-Moinak.

–¡Uf! –escupió Yediguéi, y volvió sobre sus pasos siguiendo la huella que abriera en la nieve su propio cuerpo.

Sin gorra, sin pelliza, con la piel ardiente en la cara y en las manos, vagó en la oscuridad arrastrando el látigo, hasta que de pronto sintió una impotencia y un vacío totales. Cayó de rodillas sobre la nieve, y doblado sobre sí mismo, agarrándose la cabeza con las manos, se echó a llorar sorda y agotadoramente. En plena soledad, arrodillado en mitad de Sary-Ozeki, escuchaba cómo se movía el viento, cómo silbaba y se arremolinaba levantando el polvo de nieve, y oía cómo la nieve caía del cielo. Cada copo de nieve –los millones de copos– que susurraba inaudible en el frufrú de su roce por el aire, le decía, creía él, que no iba a poder soportar el peso de la separación, que no tenía sentido vivir sin la mujer amada y sin aquellos niños a los que había cobrado tanto afecto, un amor que no todos los padres sentirían. Y tuvo deseos de morir allí, de que la nieve le cubriera inmediatamente.

–¡No hay Dios! ¡Ni Él entiende puñetera cosa de esta vida! ¿A qué esperar que lo entiendan los demás? ¡No hay Dios, no lo hay! –se dijo desesperanzado en la amarga soledad de los nocturnos desiertos de Sary-Ozeki.

Antes, nunca había pronunciado en voz alta aquellas palabras. Incluso cuando Elizárov, que continuamente citaba a Dios, aseguraba que desde el punto de vista científico Dios no existía, él no lo había creído. Pero ahora lo creía...

Y la Tierra seguía rodando en sus círculos, oreada por los vientos superiores. Giraba alrededor del Sol y daba vueltas alrededor de su propio eje, arrastrando en aquel momento a un hombre arrodillado sobre la nieve en medio de un blanco desierto. Ni un rey, ni un emperador, ni soberano alguno habrían caído de rodillas ante la faz del mundo lamentándose de la pérdida de su Estado o de su poder, con la desesperación con que lo hizo Burani Yediguéi el día en que se separó de la mujer amada... Y la Tierra giraba...

Unos tres días después, Kazangap detuvo a Yediguéi junto al almacén donde obtenían las escarpias y los cojinetes para reparar las vías.

–Te has vuelto un poco huraño, Yediguéi –le dijo como de pasada mientras trasladaba un manojo de hierros a la carretilla–. ¿Huyes de mí, o qué? Me esquivas, tú sabrás por qué; no consigo hablar contigo.

Yediguéi miró a Kazangap con brusquedad e irritación.

–Si empezamos a hablar, te estrangulo en el sitio. ¡Y tú lo sabes!

–No tengo duda alguna de que estás dispuesto a estrangularme, y quizá a algo más. Pero dime solamente, ¿por qué estás tan furioso?

–¡Tú la obligaste a partir! –manifestó francamente Yediguéi lo que le estaba atormentando y no le dejaba en paz aquellos días.

–Mira, hombre –movió la cabeza Kazangap mientras su cara enrojecía de ira o de vergüenza–. Si tal cosa te ha pasado por la cabeza, piensas mal no sólo de nosotros sino también de ella. Da las gracias a que esa mujer haya tenido inteligencia y no haya hecho como tú. ¿Has pensado alguna vez cómo podía terminar todo esto? ¿No? Pues ella lo pensó y decidió marcharse antes de que fuera demasiado tarde. Y yo la ayudé a partir cuando ella me lo pidió. No quise averiguar adónde iba con los niños, y ella no me lo dijo; mejor que sólo lo sepa el destino y nadie más. ¿Comprendes? Se marchó sin rebajar su dignidad con una sola palabra, ni la dignidad de tu esposa. Se despidieron como lo hacen las personas. Y tú inclínate ante ambas por haberte salvado de una inevitable desgracia. Una esposa como Ukubala no la encontrarías nunca. Otra en su lugar habría armado tal escándalo que te hubieras ido al fin del mundo, más lejos que tu Karanar.

Yediguéi guardó silencio. ¿Qué podía responder? Kazangap decía, en general, la verdad. Sólo que éste no comprendía que había cosas que no estaban a su alcance. Y Yediguéi adoptó una actitud de franca grosería.

–¡De acuerdo! –dijo escupiendo desdeñosamente hacia un lado–. Ya te he escuchado, sabihondo. Sólo que tú vas por la vida sin cambiar nunca, veintitrés años en este mismo lugar, sin tropiezos, como un zoquete. ¡Qué has de saber tú de esas cosas! ¡De acuerdo! No tengo tiempo para escucharte. –Y se fue sin entablar conversación.

–Ten cuidado, es cosa tuya –oyó a sus espaldas.

Después de esta conversación, Yediguéi pensó en abandonar el aborrecido apartadero de Boranly-Buránny. Lo pensó en serio porque no encontraba la paz, no tenía fuerzas para olvidar, no podía superar la tristeza que le roía el alma. Sin Zaripa y sin sus hijos, todo se había apagado a su alrededor, todo estaba vacío, empobrecido. Y entonces, para librarse de esos sufrimientos, Yediguéi Zhangueldín decidió presentar una instancia oficial al jefe del apartadero pidiendo abandonar el trabajo para irse de allí. Todo con tal de no quedarse. En realidad, no estaba aherrojado con cadenas a aquel apartadero olvidado de Dios, la mayoría de la gente vive en otros lugares, en ciudades y aldeas, y no aceptaría vivir allí ni una hora. ¿Por qué debería él lanzar su canto de cuclillo en Sary-Ozeki toda la vida? ¿Qué pecado había cometido? No, basta, se marcharía, volvería al mar de Aral o se iría a Karagandá, a Alma-Atá, no había pocos otros lugares en el mundo. Era un buen trabajador, tenía los brazos y las piernas en su sitio, tenía salud, la cabeza todavía sobre los hombros, lo despreciaría todo y se iría, a qué pensarlo más. Yediguéi reflexionaba cómo presentar esta cuestión a Ukubala, cómo convencerla, lo demás era de poca importancia. Y mientras hacía sus preparativos y elegía el momento más adecuado para la conversación, pasó una semana y apareció de pronto Burani Karanar, al que su amo había echado para que viviera libre.

Yediguéi advirtió que el perro ladraba sin parar en la parte trasera, se mostraba inquieto, corría, ladraba y otra vez volvía. Yediguéi salió a ver qué pasaba y vio, no lejos del vallado, a un animal desconocido, a un camello muy extraño que estaba allí sin moverse. Yediguéi se acercó un poco más y sólo entonces reconoció a su Karanar.

–¿Conque eres tú? ¡A qué extremo has llegado, bechara [32]! ¡Qué maltratado estás! –exclamó asombrado Yediguéi.

Del anterior Karanarno quedaba más que la piel y el hueso. La enorme cabeza, de tristes y hundidos ojos se bamboleaba sobre el enflaquecido cuello; las guedejas no parecían suyas sino postizas, para provocar la risa, y colgaban más abajo de las rodillas. De las antiguas gibas de Karanarque se levantaban como dos torres negras, no quedaba ni el recuerdo: ambas gibas estaban ahora caídas y ladeadas como los pechos marchitos de una anciana. El semental estaba tan débil que no podía llegar ni hasta el cercado. Y se había detenido allí para descansar. Había agotado en el celo hasta la última gota de sangre, hasta la última célula, y ahora volvía como un saco vacío, llegaba a duras penas, arrastrándose.

–¡Eh! ¡Je, je! –se asombró no sin malevolencia Yediguéi, contemplando a Karanarpor todos lados–. ¡Ya ves qué bajo has caído! ¡Y eras un semental! ¡Vaya, vaya! ¿Y aún te presentas aquí? ¡No tienes vergüenza ni conciencia! ¿Tienes los huevos en su sitio, han aguantado, o los has perdido por el camino? ¡Y qué mal olor despides! Te has meado en las patas, te faltaban fuerzas. Fíjate cómo se te han helado los orines en el culo. ¡Bechara! ¡Te has convertido en un completo desperdicio!

Karanarse mantenía de pie, sin fuerzas para moverse; no tenía ni la fuerza ni la grandeza de antes. Triste y miserable, no hacía más que mover la cabeza y procuraba sólo resistir, mantenerse de pie.

Yediguéi sintió lástima del semental. Fue a la casa y volvió con una cazoleta llena de trigo de primera calidad. Lo saló por encima con medio puñado de sal.

–Toma, come –puso el pienso delante del camello–. Puede que te recuperes. Luego te conduciré al cercado. Te tenderás y te recuperarás.

Aquel día tuvo una conversación con Kazangap. Fue a su casa y le dijo lo siguiente:

–Vengo a verte, Kazangap, y te diré por qué. No te sorprendas: ayer te dije que no quería charlar, te dije esto, aquello y lo de más allá, pero hoy me presento aquí. Se trata de algo serio. Quiero devolverte a Karanar. He venido a darte las gracias. En otro tiempo me regalaste una cría de camello. Gracias. Me ha servido bien. No hace mucho lo eché de casa, se acabó mi paciencia, pero hoy ha vuelto. Apenas podía mover las patas. Ahora yace en el cercado. Dentro de un par de semanas recuperará su anterior aspecto. Será fuerte y sano. Sólo es preciso alimentarlo.

–Espera —le interrumpió Kazangap—. ¿Adónde quieres ir a parar? ¿Por qué de pronto has decidido devolverme a Karanar? ¿Te lo había pedido?

Y entonces Yediguéi le expuso todo lo que quería hacer. Que si esto, que si aquello, que si pienso marcharme con la familia. Me fastidia Sary-Ozeki, ya es hora de cambiar de residencia. Quizá todo sea para bien.

Kazangap le escuchó atentamente, y esto fue lo que le respondió:

–Ten cuidado, es cosa tuya. Sólo que, me parece a mí, ni tú mismo sabes lo que quieres. Bien, supongamos que te vas; pero no podrás huir de ti mismo. Vayas a donde vayas, no huirás de tu desgracia. Siempre estará contigo. No, Yediguéi, si eres un hombre bravo, prueba aquí a vencerte a ti mismo. Huir no es señal de valentía. Todo el mundo puede huir, pero no todo el mundo puede vencerse a sí mismo.

Yediguéi no estuvo de acuerdo con él, aunque tampoco quiso discutir.


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