Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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Yediguéi conocía esto perfectamente y mantenía a Burani Karanarsiempre en buen estado. La primera señal de buena salud y de fuerza eran sus negras gibas, que emergían cual hierro fundido. Kazangap se lo había regalado antes del destete, pequeñito, lleno de pelusa como un pollito de ánade; fue en los primeros años, cuando Yediguéi volvió de la guerra y se instaló en el apartadero de Boranly-Buránny. También el propio Yediguéi era joven, ¡cómo no! Pero no sabía que permanecería allí hasta que se le blanquearan los cabellos de viejo. A veces contemplaba aquellas fotografías y no se daba crédito a sí mismo. Había cambiado de lo lindo: sus cabellos se habían vuelto de un canoso azulado. Incluso las cejas habían emblanquecido. Naturalmente también había cambiado de cara, pero su cuerpo no se había tornado pesado como suele suceder a esa edad. Todo había venido como por sí mismo: primero se dejó el bigote, luego la barba. Y ahora le parecía que andar sin ella sería como ir desnudo. Puede decirse que había pasado toda una historia desde entonces.
En ese mismo momento, mientras ensillaba a Karanar,acostado sobre el suelo, mientras le ponía a raya ora con la voz, ora agitando la mano cada vez que el animal enseñaba los dientes rugiendo como un león, girando su negra y velluda cabeza sobre el larguísimo cuello, Yediguéi, en medio de su trabajo, recordaba qué había pasado durante aquellos años y de qué manera; esto aliviaba su alma...
Estuvo largo rato ocupado disponiendo las cosas, arreglando los arreos. Esta vez, antes de montar la silla, cubrió a Karanarcon la mejor manta que tenía, un objeto de antigua manufactura con largas borlas de diversos colores y filigranas de tapiz. Ya ni recordaba la última vez que había adornado a Karanarcon aquellos raros arreos que Ukubala guardaba con tanto celo. Ahora, había llegado la ocasión...
Cuando tuvo ensillado a Burani Karanar,Yediguéi lo obligó a levantarse y quedó muy satisfecho. E incluso se enorgulleció de su trabajo. Karanartenía un aspecto imponente y majestuoso adornado con la manta de las borlas y con la silla magistralmente montada entre las gibas. Sí, que se recrearan los jóvenes, sobre todo Sabitzhán, que comprendieran: el entierro de un hombre que ha vivido dignamente no es ninguna carga, no es una molestia, sino un acontecimiento grande, aunque triste, que debe tener además las honras que le corresponden. Para unos se toca la música, se sacan las banderas, para otros se dispara al aire, para otros, en fin, se derraman flores y coronas...
Y él, Burani Yediguéi, al día siguiente por la mañana, montado en Karanar,que luciría su manta de borlas, encabezaría la marcha a Ana-Beit acompañando a Kazangap a su última y eterna morada... Y durante todo el camino, Yediguéi pensaría en él al cruzar los grandes y desiertos espacios de Sary-Ozeki. Y pensando en él lo entregaría a la tierra en el cementerio tribal, tal como los dos habían concertado. Sí, había habido este convenio. Fuera el camino largo o corto, nadie le convencería para que dejara de cumplir la voluntad de Kazangap, nadie, ni el propio hijo del difunto...
Que todos supieran que habría de ser así, y que para este objeto había dispuesto a su Karanar,ensillado y adornado con aquellos arreos.
Que lo vieran todos. Yediguéi llevó a Karanarde la mano desde el cercado y rodeó todas las casas hasta dejarlo atado junto a la choza de Kazangap. Que todos lo vieran. Burani Yediguéi no podía dejar de cumplir su palabra. Sólo que era inútil demostrarlo. Mientras Ediguei se ocupaba de los arreos, Dlínny Edilbái, aprovechando un momento, había llamado a Sabitzhán aparte:
—Ven aquí a la sombra, hablaremos.
Su conversación no fue muy larga. Edilbái no intentó convencerle, le dijo directamente:
Deberías dar gracias a Dios, Sabitzhán, de que exista en este mundo Burani Yediguéi, el amigo de tu padre. Y no le impidas enterrar a un hombre como es debido. Si tienes prisa, no te retenemos aquí. ¡Ya echaré por ti un puñado de tierra más!
– Se trata de mi padre, y yo sé lo que... –iba a empezar Sabitzhán, pero Edilbái le interrumpió:
–Será tu padre, pero tú no eres de los nuestros.
– Porque tú lo dices –empezó a ceder Sabitzhán–. De acuerdo, no nos peleemos en un día así. Que sea en Ana-Beit, qué más da; simplemente pensé que quedaba un poco lejos...
Con eso terminó la conversación. Y nadie protestó y todos asintieron en silencio cuando Yediguéi, después de exponer a Karanara la contemplación general, volvió y dijo a los habitantes de Boranly:
– Dejaos ya de discursos tan poco caballerosos. A un hombre así le enterraremos en Ana-Beit...
El día y la tarde de aquella jornada los pasaron en común, como buenos vecinos, en el patio de la casa del difunto, gracias a que también el tiempo lo permitía. Después del calor del día llegó el vivo frescor propio de Sary-Ozeki en los días que preceden al otoño. Una calma majestuosa, crepuscular, sin viento, abrazaba el mundo. Y ya en pleno crepúsculo terminaron de desollar el cordero que habían sacrificado para el convite funerario del día siguiente. Y entretanto, tomaban el té junto a los humeantes samovares y sostenían todo género de conversaciones, sobre esto y aquello... Estaban ya listos casi todos los preparativos del entierro y no quedaba sino esperar al día siguiente para ponerse en camino hacia Ana-Beit. Las primeras horas de la noche discurrían plácidas y apacibles como corresponde al óbito de una persona de edad avanzada que aflige dolorosamente...
Como siempre, en el apartadero de Boranly-Buránny entraban y salían trenes, se juntaban procedentes de oriente y occidente y se separaban hacia oriente y occidente...
Así estaban las cosas aquella noche, y todo habría sido normal de no haber ocurrido un incidente desagradable. En aquella hora, Aizada y su marido llegaron en un tren de mercancías al entierro de su padre. Y apenas Aizada anunció su aparición con fuertes sollozos, las mujeres la rodearon y se pusieron también a llorar. Ukubala estaba especialmente conmovida y desesperada junto a Aizada. La compadecía. Lloraron y se lamentaron muchísimo. Yediguéi intentó tranquilizar a Aizada:
–Qué podemos hacer ahora, no nos vamos a morir tras el difunto, hay que aceptar el destino.
Pero ella no se calmaba.
Así suele ocurrir con frecuencia: la muerte del padre le daba ocasión de saciar sus ganas de llorar, de vaciar públicamente su alma, de expulsar todo aquello que desde hacía tiempo no encontraba una salida abierta con palabras. Llorando a voz en grito y dirigiéndose a su difunto padre, despeinada y abotargada, repetía amargamente, al estilo femenino, su mala suerte, diciendo que nadie podía comprenderla ni darle asilo, que su vida había sido un fracaso desde la juventud, que su marido era un borracho, que sus hijos correteaban por la estación de la mañana a la noche sin nadie que los vigilara y reprendiera y que por ello se habían convertido en unos gamberros, y mañana seguramente serían bandidos que saquearían trenes, que el mayor ya había empezado a beber y la policía había ido ya a prevenirla diciéndole que el asunto pronto llegaría a la fiscalía. ¡Y qué podía hacer una mujer sola si ellos eran seis! Y a su padre le importaba un comino...
Y efectivamente, así era; el marido estaba allí sentado con aire turbio y vacío, con cara triste y desesperada –aunque, sin embargo, había acudido al entierro de su suegro– y fumaba unos cigarrillos apestosos, de desecho. Para él, aquello no era nada nuevo. Lo sabía: la mujer chillaría una y otra vez, y acabaría por cansarse... Pero intervino muy inoportunamente el hermano, Sabitzhán. Y ahí empezó todo. Sabitzhán empezó a avergonzar a su hermana: dónde se había visto una cosa así, qué maneras eran aquéllas, para qué había ido, ¿para enterrar a su padre o para oprobiarse a sí misma? ¿Era así como debía llorar a su honorable padre una hija kazaja? ¿No se habían convertido en leyenda ya los grandes llantos de las mujeres kazajas, y en canciones para los descendientes en cientos de años? Los muertos no resucitaban con tales llantos, pero los vivos que había alrededor se fundían en lágrimas. Y se otorgaba al difunto una alabanza y todos sus méritos ascendían a los cielos. Así lloraban las mujeres de antes. ¿Y ella qué? Soltaba allí sus quejas de huérfana, ¡lo mal que lo pasaba en este mundo!
Aizada no parecía esperar más que esto. Y empezó a chillar con nueva fuerza y furia.
–¡Qué inteligente y sabio nos has salido! Primero debes empezar por dar lecciones a tu mujer. ¡Métele primero estas hermosas palabras en la cabeza! Por algo no habrá venido ni nos habrá mostrado este llanto majestuoso. Y no habría sido ningún pecado que hubiera acudido a rendir tributo a nuestro padre, ya que tanto ella, esa bestia, como tú, que vives canallescamente bajo sus tacones, saqueasteis y robasteis al anciano hasta dejarle en cueros. Mi marido será tan alcohólico como quieras, pero está aquí, y ¿dónde está la sabihonda de tu mujer?
Entonces Sabitzhán empezó a chillarle al marido de Aizada para que obligara a ésta a callarse, pero él montó en súbita cólera y se arrojó sobre Sabitzhán para estrangularle...
A duras penas los vecinos de Boranly consiguieron calmar a los parientes en discordia. Fue desagradable y vergonzoso para todos. Yediguéi se disgustó muchísimo. Sabía lo poco que valían, pero no esperaba que las cosas tomaran aquel cariz. Y, muy enfadado, los previno con extrema severidad:
–Si no os respetáis unos a otros, no manchéis por lo menos la memoria de vuestro padre, de otro modo no voy a permitir que ninguno de vosotros se quede Aquí, no tendré en cuenta ninguna circunstancia, ya os arreglaréis...
Pues sí, esta desagradable historia ocurrió la víspera del entierro. Yediguéi se mostraba muy sombrío. De nuevo se le juntaron tensamente las cejas bajo su abatida frente, y otra vez le atormentaron unas preguntas: ¿de dónde habían salido aquellos hijos y por qué se habían convertido en lo que eran? ¿Soñaban acaso en eso Kazangap y él, cuando bajo el calor o la helada los llevaban al internado de Kumbel para que se instruyeran, se abrieran paso en la vida, no tuvieran que helarse en cualquier apartadero de Sary-Ozeki, para que luego no maldijeran su destino diciendo que sus padres no se habían preocupado? Y todo había salido al revés... ¿Por qué? ¿Qué había impedido que se convirtieran en personas por las que el alma no sintiera repugnancia?
Y de nuevo le sacó de apuros Dlínny Edilbái poniendo de manifiesto una sensibilidad humana que alivió la situación de Yediguéi aquella noche. Comprendió lo que estaba pasando su amigo. Los hijos de un difunto son siempre los principales personajes en un entierro, así está establecido. Y no se los puede meter en otra parte, ni alejar a otro sitio, por desvergonzados y miserables que sean. Para suavizar de alguna manera el escándalo entre hermano y hermana, que había ensombrecido a todos, Edilbái invitó a todos los hombres a su casa.
–Vamos –dijo–, contaremos las estrellas en el patio, tomaremos té, nos sentaremos allí...
En casa de Dlínny Edilbái, Yediguéi pareció caer en otro mundo. También antes pasaba por allí como vecino y siempre salía satisfecho, su alma se llenaba de gozo por la familia de Edilbái. Ese día deseaba quedarse mucho más rato, la necesidad que sentía era tan grande como si en aquella casa hubiera de reponer alguna fuerza perdida.
Dlínny Edilbái era ferroviario como los demás, no cobraba más que nadie, vivía como todos en una casita prefabricada con dos habitaciones y cocina, pero allí reinaba una vida muy diferente, limpia, cómoda, luminosa. Era el mismo té de los demás, pero en los cuencos de Edilbái a Yediguéi le pareció transparente miel de abeja. La esposa de Edilbái, bonita y buena como ama de casa, y los niños, unos niños corrientes... «Aguantarán en Sary-Ozeki cuanto puedan –supuso Yediguéi en su interior– y luego se trasladarán a otro lugar mejor. Será una lástima que se vayan de aquí...»
Después de sacarse las botas en el porche, Yediguéi se sentó en la habitación interior doblando bajo el cuerpo los pies en calcetines y advirtiendo por primera vez en todo el día que estaba cansado y hambriento. Apoyó la espalda en la pared de tablas y guardó silencio. A su alrededor, en los extremos de una mesita baja y redonda se instalaron los demás invitados, que hablaban en voz baja sobre unas y otras cosas...
Después se entabló una rara conversación. Yediguéi había olvidado ya el cohete cósmico que despegara la noche anterior.
Pero la gente enterada dijo ciertas cosas que le sumieron en meditaciones. No era que hiciera un descubrimiento. Sencillamente, se admiró de sus razonamientos y de su ignorancia en este campo. Al mismo tiempo, se hizo un cierto reproche interior: para él, todos aquellos vuelos cósmicos que interesaban tanto a todo el mundo eran algo muy lejano, casi mágico, al margen de sus ocupaciones. Por ello, también su actitud hacia todo aquello estaba entre el respeto y la inquietud, como ante la aparición de una fuerte voluntad impersonal de la cual, en el mejor de los casos, sólo tenía derecho a tomar nota. Y sin embargo, el espectáculo de la nave que partía para el cosmos le había impresionado y cautivado. Sobre este tema se entabló la conversación en casa de Dlínny Edilbái.
Al principio se sentaron a beber shubat,yogur de leche de camella. Era un yogur magnífico, fresco, espumoso, ligeramente alcohólico. Los ferroviarios forasteros, los de la sección de reparaciones, solían beberlo en cantidad y lo llamaban la cerveza de Sary-Ozeki. Y para los platos calientes, se encontró en aquella casa incluso vodka. Cuando ocurría algo así, Burani Yediguéi no solía rechazar la bebida y la tomaba con los amigos, pero aquella vez no lo hizo así, movido por una razón que dio a entender a los demás, es decir, que no convenía distraerse, pues la mañana siguiente traería un día duro y un camino largo. Le preocupaba que otros, especialmente Sabitzhán, hubieran abusado, tomando el vodka con el yogur. El shubaty el vodka combinan muy bien, como un par de buenos caballos que tiran magníficamente de unos mismos arreos, y elevan el ánimo de las personas. En aquellos momentos eso no tenía objeto. Pero ¿cómo ordenar a las personas mayores que no beban? Ellas mismas deberían conocer la medida. Le tranquilizaba, por lo menos, que el marido de Aizada se abstuviera de momento del vodka, pues a un alcohólico le basta con una pequeña cantidad para emborracharse; el hombre sólo bebió shubat.Por lo visto comprendía, pese a todo, que sería ya demasiado si se presentaba borracho como una cuba en el entierro de su suegro. Sin embargo, sólo Dios sabía lo que podía durar aquella abstinencia.
Así, pues, estaban sentados conversando sobre diversos temas cuando Edilbái, que obsequiaba a sus invitados con el shubat–sus manos larguísimas se abrían y cerraban como la pala de una excavadora–, recordó algo en el momento en que tendía la taza de turno a Yediguéi desde el otro extremo de la mesa y dijo:
–Yediguéi, ayer noche, cuando te sustituí en la guardia, apenas te alejaste, sucedió algo en el cielo, y sentí una sacudida. ¡Miré y vi que salía un cohete del cosmódromo hacia el cielo! ¡Un cohete enorme! ¡Como la lanza de un carro! ¿Lo viste?
– ¡No faltaría más! ¡Y con la boca abierta! ¡Eso sí es fuerza! ¡Todo envuelto en fuego llameante y para arriba, arriba, sin límites y sin fin! Daba miedo. Nunca había visto nada semejante desde que vivo aquí.
–Sí, yo también lo vi por primera vez con mis propios ojos –admitió Edilbái.
– Bueno, si tú lo viste por primera vez, los que somos bajitos con mayor razón no habíamos podido verlo –decidió bromear Sabitzhán sobre su estatura.
Dlínny Edilbái se limitó a sonreír de pasada.
– Sí, así soy –eludió el tema–. Miré y no podía creerlo: ¡Una masa compacta de fuego zumbando en las alturas! «Bien», pensé, «alguien más que se va al cosmos. ¡Feliz viaje!» Y a conectar inmediatamente el transistor, que siempre lo llevo encima. «Ahora», pensé, «seguramente lo anunciarán por la radio». Normalmente, viene de inmediato una retransmisión desde el cosmódromo. Y el locutor está tan satisfecho que parece actuar en un mitin. ¡Qué escalofríos por la piel! Tenía muchas ganas, Yediguéi, de saber quién era aquel que yo personalmente había visto en vuelo. Pero me quedé sin saberlo.
–¿Por qué? –se adelantó Sabitzhán levantando significativamente las cejas con aire de importancia. Empezaba a estar borracho. Nadaba en sudor, estaba rojo.
– No lo sé. No comunicaron nada. Y tuve el transistor continuamente sintonizado, pero no dijeron ni palabra...
¡No puede ser! Aquí hay gato encerrado –sospechó provocativamente Sabitzhán tomando rápidamente otro trago de vodka con shubat–.Cada vuelo al cosmos es un acontecimiento mundial... ¿Comprendes? ¡Es nuestro prestigio en la ciencia y en la política!
– No sé por qué sería. También escuché las últimas noticias, y asimismo la revista de la prensa...
– ¡Hum! –movió la cabeza Sabitzhán–. ¡De estar ahora en mi puesto, en mi trabajo, naturalmente lo sabría! Me sabe mal, diablo. ¿No será que algo anda mal?
– Quién puede saber lo que anda bien y lo que anda mal, pero a mí me duele –confesó sinceramente Dlínny Edilbái–. Era algo así como mi cosmonauta. Volaba ante mí. «Quizá», pensé, «haya despegado alguno de nuestros muchachos». Sería una alegría. Podríamos encontrarnos en alguna parte y sería muy agradable...
Sabitzhán le interrumpió apresuradamente, excitado por algo que adivinaba:
–¡Ah, ah, ya lo comprendo! Lanzaron una nave no tripulada. O sea, un experimento.
– ¿Cómo es eso? –Edilbái le miró de reojo.
– Bueno, una variante experimental. Comprendes, es una prueba. Un transporte no tripulado va a ensamblarse o a ponerse en órbita, y de momento no se sabe qué resultado va a dar ni qué va a salir de todo ello. Si se realiza con éxito, habrá un comunicado por radio y en los periódicos. Si no, pueden no informar. Un simple experimento científico.
– Pues yo pensé –se rascó Edilbái la frente con amargura–que había despegado una persona viviente.
Todos callaron algo desilusionados por la explicación de Sabitzhán, y posiblemente la conversación habría acabado aquí de no ser por el propio Yediguéi que, sin proponérselo, la desplazó a un nuevo círculo de ideas:
– O sea, majos, que según he comprendido, ha salido para el cosmos un cohete sin nadie dentro. ¿Y quién lo dirige?
–¿Cómo quién? –Sabitzhán juntó las manos con asombro y contempló con aire de triunfo al ignorante Yediguéi–. Allí, Yediguéi, todo se hace por radio. Por orden de la Tierra, desde el control central. Todas las cosas se dirigen por radio. ¿Comprendes? Incluso cuando hay un cosmonauta a bordo, dirigen de todos modos el vuelo del cohete por radio. Y el cosmonauta tiene que obtener permiso para hacer algo por sí mismo... Eso, querido koketai [3] ,no es cabalgar a Karanarpor Sary-Ozeki, es algo complicadísimo...
–Pero qué cosas pasan –dejó caer vagamente Yediguéi.
Burani Yediguéi no comprendía ni el principio mismo del control por radio. En su imaginación, la radio era una palabra, un sonido, que se trasladaba por el éter desde muy lejos. Pero ¿cómo se podía controlar por este medio a un objeto inanimado? Si dentro de la nave se encontrara un hombre, entonces sería otra cosa: éste cumpliría las indicaciones, hazlo así, hazlo asá. Yediguéi quería preguntar aún muchas cosas, pero decidió que no valía la pena. Su alma, no sabía por qué, se resistía a hacerlo. Se calló. Sabitzhán ofrecía sus conocimientos en un tono demasiado condescendiente. «Tú –venía a decir– no sabes nada, y aún me consideras a mí una nulidad, y el yerno, el alcohólico perdido, incluso quería estrangularme, pero yo entiendo mucho más que todos vosotros en estos asuntos.» «Bueno, Dios sea loado –pensó Yediguéi–, para eso te dimos instrucción toda la vida. Por algo tienes que saber más que nosotros, los que no estudiamos.» Y también pensó Burani Yediguéi: «¿Qué pasaría si un hombre así se encontrara en el poder? Seguramente daría la lata a todo el mundo, obligaría a sus subordinados a fingirse sabelotodos, y a los que no lo hicieran no los toleraría por nada del mundo. De momento no es más que el chico de los recados, pero qué deseo tiene de que le miren a la boca por lo menos aquí, en Sary-Ozeki...»
Con toda seguridad, Sabitzhán se había propuesto asombrar y aplastar definitivamente a los de Boranly, posiblemente para subrayar su propio valor ante los ojos de los demás después del vergonzoso escándalo con su hermana y su cuñado. Y decidió hablar y distraer a la gente. Empezó a contar increíbles maravillas y conquistas científicas, al tiempo que aplicaba una y otra vez los labios al vodka, medio trago tras medio trago, y todo ello acompañado de shubat.Esto le enardecía cada vez más, y llegó a contar cosas tan increíbles que los pobres habitantes de Boranly no sabían ya qué debían creer y qué no.
–Juzgad vosotros mismos –dijo lanzándoles una mirada encendida y embrujadora bajo el brillo de las gafas–, y ved que nosotros, si sabemos comprenderlo, somos los seres más felices en la historia de la Humanidad. Tú mismo, Yediguéi, que ahora eres el mayor de todos nosotros, sabes muy bien cómo se vivía antes y cómo ahora. Por eso lo decía. Antes, la gente creía en Dios. En la antigua Grecia, los dioses vivían, se decía, en el monte Olimpo. ¿Y qué eran esos dioses? Unos pazguatos. ¿Cuál era su poder? No se entendían entre ellos, ésa era su fama, y no podían cambiar el género de vida de los humanos ni lo pretendían. Esos dioses no existieron. Son un mito. Cuentos. Pero nuestros dioses viven muy cerca de nosotros, aquí, en el cosmódromo, en nuestra tierra de Sary-Ozeki, de lo que estamos orgullosos ante la faz de la tierra. Y ninguno de nosotros los ve ni los conoce, ni debe, ni estaría bien, alargarle la mano a cada Mirkinbai-Shikimbaipara decirle: «¡Bravo! ¿Qué tal estás?». ¡Pero son auténticos dioses! Por ejemplo, a ti, Yediguéi, te asombra que dirijan por radio los cohetes cósmicos. ¡Y eso no es nada, una etapa ya vencida! Los aparatos, las máquinas, funcionan ya siguiendo un programa. Y llegará el día que con la ayuda de la radio se controle a las Personas como a esos autómatas. ¿Lo comprendéis? A las personas, de la primera a la última, de la más pequeña a la más grande. Ya existen datos científicos. La ciencia también ha conseguido esto partiendo de elevados intereses.
–Espera, espera, ¡apenas abres la boca ya salen los elevados intereses! –le interrumpió blínny Edilbái–. Dime una cosa que no acabo de entender. O sea, que cada uno de nosotros deberá llevar continuamente un Pequeño receptor, parecido a un transistor, para escuchar las órdenes. ¡Pues eso ya está en todas partes!
– ¡Qué cosas tienes! ¿Acaso se trata de eso? ¡Eso es una bagatela, un juguete infantil! Nadie tendrá que llevar nada encima. Aunque vaya desnudo. Habrá unas ondas de radio invisibles, las llamadas biocorrientes, que influirán continuamente en ti, en tu conciencia. ¿Y cómo podrás evitarlo?
– ¿Conque es así?
– ¡Pues qué creías! El hombre lo hará todo a tenor de un programa del centro. Le parecerá que vive y actúa por sí mismo, por su propia voluntad, y en realidad lo hará por una indicación de arriba. Y todo siguiendo un riguroso orden. Si necesitan que cantes, te enviarán una señal y cantarás. Si necesitan que bailes, la señal y bailarás. Si necesitan que trabajes, trabajarás, ¡y de qué manera! El robo, el gamberrismo, la criminalidad, todo se olvidará, y sólo podrás leer sobre ello en los viejos libros. Porque todo estará previsto en la conducta del hombre: todos sus actos, todos sus pensamientos, todos sus deseos. Por ejemplo, ahora hay en el mundo una explosión demográfica, es decir, la gente se reproduce muchísimo y no hay suficiente comida. ¿Qué hay que hacer? Limitar la natalidad. Sólo tendrás trato con tu mujer cuando te den la señal para ello partiendo de los intereses de la sociedad.
¿Los altos intereses? –precisó no sin sarcasmo Dlínny Edilbái.
Precisamente, los intereses del Estado están por encima de todo.
–¿Y si al margen de esos intereses tengo ganas de eso con mi mujer, o de alguna otra cosa?
Edilbái, querido, no conseguirás nada. Ese pensamiento no te pasará por la cabeza. Imagínate la mujer más hermosa que puedas y no se te moverá ni el ojo. Pues te conectarían biocorrientes negativas. De manera que también en este asunto impondrían un orden perfecto. Puedes estar seguro. O tomemos, por ejemplo, el oficio militar. Si hay que entrar en fuego, se va al fuego, si hay que tirarse en paracaídas, sin parpadear, si hay que estallar con una mina atómica bajo un tanque, de acuerdo, al momento. ¿Por qué?, me preguntaréis. Porque se ha conectado la biocorriente de la intrepidez y listos: el hombre no sentirá temor alguno... ¡Por eso!
–¡Oh, qué manera de mentir! ¡Qué cosas dices! ¿Qué te han enseñado en tantos años? –se asombró sinceramente Edilbái.
Los asistentes se reían abiertamente, se agitaban, movían la cabeza como diciendo: «Cómo miente el joven», pero por otra parte continuaban escuchando, decía diabluras, pero eran interesantes, inauditas, aunque todos comprendían que se había embriagado más de la cuenta bebiendo vodka con shubat,por lo que no había que pedirle cuentas, que charlara cuanto quisiera. Aquel hombre había oído algo en alguna parte, y no valía la pena romperse la cabeza para averiguar qué era verdad y qué mentira. Sin embargo, Yediguéi se sintió verdaderamente aterrorizado: no graznaba porque sí aquel charlatán, y se sintió inquieto, porque en efecto había leído algo de eso en alguna parte, o lo había oído de refilón, pues siempre se enteraba al vuelo de dónde había algo malo. «¿Y si efectivamente existiera una gente así, unos grandes científicos que realmente ansiaran dirigirnos como si fueran dioses?»
Sabitzhán iba soltando frases sin freno, puesto que le escuchaban. Sus pupilas se ensanchaban bajo las veladas gafas como los ojos del gato en la oscuridad y no cesaba de aplicar los labios ora al vodka ora al shubat.Contaba gesticulando un cuento sobre no sé qué triángulo de las Bermudas, en el océano, donde los barcos desaparecían misteriosamente y los aviones que sobrevolaban aquellos parajes se perdían en lugares desconocidos.
–Había un hombre en nuestra región que hizo cuanto pudo por ir al extranjero. ¡No sé qué tiene de particular! Bueno, pues fue por su cuenta y riesgo. Desbancó a los demás y voló a no sé dónde por encima del océano, no sé si a Uruguay o a Paraguay, y listos. Justo encima del triángulo de las Bermudas el avión desapareció como si nunca hubiera existido. ¡Dejó de existir, eso es todo! Así que, amigos, para qué suplicarle a alguien, para qué conseguir el permiso, para qué desbancar a otros, también podemos pasar sin triángulos de las Bermudas viviendo en nuestra propia tierra y con nuestra propia salud. ¡Bebamos por nuestra salud!
«¡Ya está en marcha! –se dijo interiormente Yediguéi–. Ahora nos va a recordar su cuento preferido. ¡Qué castigo! ¡Así que bebe, pierde los frenos!» Y así fue.
–¡Bebamos por nuestra salud! –repitió Sabitzhán contemplando a los asistentes con una mirada turbia e inestable, pero esforzándose por dar a su rostro una expresión de significativa importancia–. Y nuestra salud es la riqueza más grande de nuestro país. O sea, que nuestra salud es un valor estatal. ¡Así es! ¡No somos gente tan sencilla, somos ciudadanos del Estado! Y quería decir también...
Bruscamente, Burani Yediguéi se levantó de su sitio sin esperar a que terminara de pronunciar aquel brindis y salió de la casa. Hizo retumbar algo en la oscuridad del porche, un cubo vacío, o algo que se le metió entre las piernas, encontró al paso sus botas, que mientras se habían enfriado al aire libre, y se fue a casa amargado e irritado.
«¡Ay, pobre Kazangap! –gimió silenciosamente mientras se mordía disgustado los bigotes–. Pero eso qué es: la muerte ya no es la muerte, ni la pena una pena. ¡Allí está sentado, bebiendo como en una velada, sin que nada le importe! Se ha inventado este endiablado cuento, la salud del Estado, y así cada vez. Bueno, Dios quiera que mañana todo salga a pedir de boca, y así que lo hayamos enterrado y que hayamos realizado el primer convite funerario, ya no va a poner más los pies aquí, nos libraremos de él, ¿de qué utilidad puede ser para nadie, y quién puede serle útil a él?»
De todos modos, se había quedado un tiempo más que regular en casa de Dlínny Edilbái. Era ya casi medianoche. Yediguéi respiró a pleno pulmón el frío aire nocturno de Sary-Ozeki. El tiempo prometía ser, como siempre, claro y seco, y bastante caluroso. Siempre era así. De día hacía calor y de noche un frío que atería los huesos. Por eso había una estepa seca en derredor: la vegetación difícilmente podía adaptarse. De día, las plantas tienden al sol, se abren, tienen sed de humedad, y de noche las fustigaba el frío. Y sólo quedan aquellas que son capaces de sobrevivir. Diferentes plantas espinosas, en gran parte ajenjo, y en las márgenes de los barrancos mechones de diferentes hierbas que se pueden segar como heno. A veces, el geólogo Elizárov, antiguo amigo de Burani Yediguéi, contaba, o más bien pintaba el cuadro de otra época, cuando había allí una riqueza herbórea, el clima era diferente y llovía tres veces más. Bueno, estaba claro que por ello la vida también era distinta. Rebaños, hatos y manadas vagaban por Sary-Ozeki. Seguramente, habría sido hacía muchísimos años, antes de que aparecieran allí los más feroces extranjeros, los zhuanzhuan, de los que se había perdido todo rastro a través de los siglos y solamente había quedado la fama. De otro modo, no habría podido instalarse en la estepa tanta gente. No en vano Elizárov decía:
«Sary-Ozeki es el libro olvidado de la historia de la estepa...». Consideraba que la historia del cementerio de Ana-Beit tampoco era casual. Algunos son eruditos y sólo reconocen como historia lo que figura escrito en un papel. ¿Y si en aquellas épocas todavía no se escribían libros? ¿Qué hacer entonces?
Al poner atención a los trenes que pasaban por el apartadero, Yediguéi, por extraña analogía, recordaba las tempestades del mar de Aral, en cuyas orillas había nacido, crecido y vivido hasta la guerra. Kazangap era también un kazajo del Aral. Por eso se hicieron tan amigos cuando se encontraron en el ferrocarril. A menudo, en Sary-Ozeki, añoraban su mar, y poco antes de la muerte de Kazangap fueron los dos al Aral; fue como si el anciano hubiera ido a despedirse del mar. Habría sido mejor no haber ido. Era solamente ruina. Por lo visto, el mar se había ido; el Aral desaparecía, se secaba. Recorrieron unos diez kilómetros por el antiguo cauce, una desnuda tierra arcillosa, hasta llegar a la orilla del mar. Y entonces Kazangap dijo: «La tierra valía lo que valiera el mar de Aral. Ahora éste se seca. Para qué hablar de vida humana aquí». Y también dijo entonces: «Entiérrame en Ana-Beit, Yediguéi. ¡El mar y yo nos vemos por última vez!».