Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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–¡Colgad a esta perra! ¡Colgadla inmediatamente! ¿A qué esperáis?
Los organizadores de la ejecución contaban seguramente con el furor de la multitud para quebrar el ánimo de la bordadora.
Del séquito del kan se separó un jinete, uno de los noiones, un gallardo guerrero de voz penetrante, dispuesto por el kan para este menester. Galopó hacia la fúnebre comitiva: el carro con la bordadora condenada y la sirvienta que iba a su lado con el niño en brazos.
A ver, alto –les detuvo, y dirigiéndose a las filas de jinetes gritó con voz fuerte–: ¡Escuchad todos! ¡Esta desvergonzada criatura debe confesar de quién parió al niño! ¡Con quién se lió! Dime, ¿se encuentra entre estos hombres el padre de tu hijo?
Dogulang respondió que no. Un vivo rumor recorrió las filas.
El carro avanzaba de escuadrón en escuadrón, y los sótnik se gritaban unos a otros:
¡Entre los míos no está! ¿No estará en tu escuadrón ese listillo?
Al mismo tiempo, el de la voz penetrante exigía una y otra vez a la bordadora que le indicara quién era el padre del recién nacido.
Y de nuevo se detenía el carro ante un pelotón de jinetes, y de nuevo la pregunta:
Señala, puta, al hombre de quien pariste.
En una de las formaciones se encontraba el sótnik Erdene sobre su estrellado corcel Akzhuldús al frente de un pelotón. Las miradas de Dogulang y de Erdene se encontraron. En medio del alboroto y el revuelo nadie prestó atención ni advirtió con qué dificultad separaban los ojos uno de otro, ni cómo temblaba Dogulang al apartar de su frente los desparramados cabellos, ni cómo se encendía instantáneamente su rostro para apagarse acto seguido. Sólo el propio Erdene pudo imaginarse lo que le costaba a Dogulang este instantáneo encuentro de sus ojos, qué alegría y qué dolor representaba para ella este momento. A la pregunta del noion de la voz penetrante, Dogulang, vuelta a la realidad, se dominó y respondió de nuevo con firmeza:
–¡No, aquí no está el padre de mi hijo!
Y, de nuevo, nadie prestó atención al sótnik Erdene, que dejó caer la cabeza, pero que al instante, con un esfuerzo de voluntad, se obligó a adoptar un aspecto imperturbable.
Los verdugos estaban preparados. Tres hombres vistiendo negras hopalandas con las mangas remangadas llevaron al centro de la colina a un dromedario tan enorme que un jinete montado en su silla sólo llegaba con la cabeza a la mitad del vientre del animal. A falta de bosque, en los espacios esteparios los nómadas recurrían de antiguo a este procedimiento de ejecución: colgaban a los condenados del espacio situado entre las dos gibas del dromedario, a pares en una misma cuerda, o bien con un contrapeso que solía ser un saco de arena. Este contrapeso estaba ya preparado para la bordadora Dogulang.
Con gritos y palos, los verdugos obligaron al dromedario, que bramaba irritado, a bajarse y a tenderse recogiendo bajo el cuerpo las largas y huesudas patas. La horca estaba preparada.
Revivieron los tambores retumbando ligeramente para tronar con fuerza en el momento necesario ensordeciendo y elevando el ánimo.
Y entonces, el noion de la voz penetrante se dirigió de nuevo a la bordadora, seguramente ya por regodeo:
–Te lo pregunto por última vez. ¡De todos modos vas a morir, puta tonta, y tu aborto tampoco va a vivir! ¿Cómo hemos de interpretarlo? ¿Es posible que no sepas de quién quedaste preñada? Quizá, si te esfuerzas, puedas recordarlo.
–No recuerdo de quién. Fue hace tiempo, lejos de aquí –respondió la bordadora.
Rodó por la estepa la grave y grosera carcajada de los hombres y el maligno chillido de las mujeres.
El noionno se daba por satisfecho.
–¿Hemos de entender, por lo que dices, que te lo agenciaste en el mercado?
–¡Sí, fue en el mercado! –respondió Dogulang con aire de reto.
–¿Un mercader o un vagabundo? ¿O quizá se trataba de un ladrón de mercado?
–No sé si era un mercader, un vagabundo o un ladrón de mercado –repitió Dogulang.
Nuevo estallido de risas y chillidos.
¡Qué importancia tiene para ella que fuera un mercader, un vagabundo o un ladrón, lo importante es que se ocupara de este asunto en un mercado!
Y entonces, inesperadamente, sonó una voz entre las filas de los guerreros. Alguien gritó con voz fuerte y sonora:
–¡Yo soy el padre del niño! ¡Sí, soy yo, por si queréis saberlo!
Todos se callaron al instante, todos quedaron petrificados: ¿Quién sería? ¿Quién respondía, en el último minuto, a la llamada de la muerte que se habría llevado el secreto no revelado de la bordadora?
Y todos quedaron impresionados: el sótnik Erdene salió de las filas espoleando su caballo de frente estrellada. Reteniendo a Akzhuldúsen el sitio, se volvió sobre los estribos hacia la multitud y repitió con voz sonora:
–¡Sí, soy yo! ¡Éste es mi hijo! ¡El nombre de mi hijo es Kunán! ¡La madre de mi hijo se llama Dogulang! ¡Soy el sótnik Erdene!
Con estas palabras, saltó del caballo a la vista de todos y dio un manotazo al cuello del animal, que se apartó de un salto. Quitándose las armas por el camino y echándolas a un lado apresuradamente, se dirigió a la bordadora, que aún retenían los verdugos por los brazos. Caminaba en medio de un completo silencio, y todos veían a un hombre que iba libremente a la muerte. Al llegar a su amada, preparada para la ejecución, el sótnik Erdene cayó de rodillas ante ella y la abrazó. Ella le puso una mano sobre la cabeza y ambos quedaron inmóviles, reunidos de nuevo ante la faz de la muerte.
En este mismo instante redoblaron los dobulbasy, redoblaron todos a la vez y retumbaron bramando insistentemente como un rebaño de bueyes alborotados. Los tambores rugían exigiendo la obediencia general y el éxtasis general de las pasiones. Y todos volvieron de pronto a la realidad, todo volvió a su cauce, sonaron unas órdenes: que todos estuvieran dispuestos para la marcha, para la campaña. Y los tambores proclamaban: ¡Todos como un solo hombre, todos debían cumplir con su deber! Y los verdugos se pusieron inmediatamente manos a la obra. Tres zhasaulosse precipitaron en ayuda de los verdugos. Derribaron al sótnik y le ataron rápidamente las manos a la espalda, hicieron lo mismo con la bordadora, y los arrastraron hacia el dromedario acostado. Les colocaron acto seguido la cuerda común: un lazo para el sótnik, y el otro –pasando entre las gibas del dromedario– al cuello de la bordadora; con una prisa terrible, bajo el incesante tronar de los tambores, empezaron a levantar al dromedario. El animal no deseaba ponerse en pie, se rebelaba. Bramaba, enseñaba los dientes y los hacía chascar con ira. Sin embargo, los golpes y los palos le obligaron a poner en pie toda su enorme estatura. Y por los lados del dromedario colgaron de una sola cuerda, en medio de mortales convulsiones, aquellas dos personas que se habían amado verdaderamente hasta la tumba.
En medio del tumulto de los tambores no todos advirtieron que el palanquín del kan era retirado de la colina. El kan abandonaba el lugar de la ejecución, para él era suficiente; el castigo había conseguido su objetivo, es más, había superado las expectativas: al final se había descubierto al desconocido que poseyera a la bordadora, al que había puesto por encima de todo los placeres de la cama; había resultado ser un sótnik, uno de los sótnik se había descubierto al fin a los ojos de todo el mundo y había recibido el condigno castigo, quizá como desquite por aquel otro, por el antiguo desconocido en cuyos brazos estuviera en otro tiempo su Borte, madre de un primogénito que el kan odió en el fondo de su alma toda la vida...
Los tambores zumbaban, tronaban furiosa e insistentemente acompañando con su rumor el paso del dromedario con los cuerpos ahorcados de los amantes que compartían una sola cuerda atravesada entre las gibas del animal. El sótnik y la bordadora se bamboleaban inanimados en los flancos de la bestia de carga: eran la ofrenda al sangriento pedestal del futuro amo del mundo.
Los dobulbasyno callaban, helaban el alma, ensordecían y embotaban a todos, y cada uno pudo ver con sus propios ojos lo que habría podido sucederle si hubiera actuado contra la voluntad del kan, que marchaba indeclinablemente hacia su objetivo...
Los verdugos zhasaulosdesfilaron con su dromedario –horca móvil– ante las tropas y los carros, y mientras enterraban los cuerpos de los ejecutados en una fosa abierta con antelación, los dobulbasyno callaban, sus servidores trabajaban con los rostros sudorosos.
Al propio tiempo, el ejército se había puesto en camino, y de nuevo la armada esteparia de Gengis Kan avanzaba hacia occidente. La horda a caballo, los carros, los rebaños conducidos como alimentación complementaria, los talleres sobre ruedas de los armeros y otros auxiliares, todos cuantos iban en la campaña, del primero al último, levantaron apresuradamente el campo y abandonaron con la misma prisa aquel lugar maldito de la estepa de Sary-Ozeki; todos se marcharon sin demora, y en el lugar abandonado sólo quedó un alma desconcertada que no sabía dónde meterse ni se atrevía a que recordaran su presencia: la sirvienta Altun con el niño en brazos. Todos la habían olvidado en un instante, todos se apartaban de ella como avergonzándose de que aún existiera, y aparentaban no verla, huían de ella como de un incendio, tenían otras cosas que hacer.
Pronto se hizo el silencio a su alrededor, ya no había dobulbasy, ni arengas, ni banderas... Sólo las huellas de los cascos, y un camino de estiércol indicando la dirección de la campaña, un rastro que desaparecía en la estepa de Sary-Ozeki...
Abandonada por todos en medio de la soledad ensordecedora, la sirvienta Altun iba de un lado a otro recogiendo restos de alimentos chamuscados y abandonados en las hogueras de la víspera, almacenando en una bolsa, como reserva, algunos huesos medio roídos. Entre otras cosas, tropezó con una piel de oveja que alguien había olvidado. Altun se echó la piel sobre los hombros: serviría de yacija nocturna para ella y el niño, cuya madre ahora era ella a su pesar...
Verdaderamente, Altun no sabía qué hacer, qué camino tomar, cómo seguir adelante, dónde buscar cobijo ni cómo alimentar al niño. Mientras lució el sol todavía pudo esperar algún milagro: quizá le sonreiría la suerte, quizá de pronto encontraría algún alojamiento, ayuda de un pastor perdida en la estepa. Así pensaba, así intentaba darse esperanzas esta esclava que por descuido había recibido la libertad y una carga del destino en la que temía pensar. Ciertamente, el recién nacido no tardaría en tener hambre, exigiría leche y moriría de hambre ante sus ojos. Esto la aterrorizaba. Y era impotente para emprender cualquier acción.
En lo único –poco probable– que podía contar Altun era encontrar gente en la estepa, si tal gente existía en semejantes lugares desiertos; si había entre ellos una madre lactante, podía entregarle al niño y ofrecerse como esclava voluntaria...
La mujer erraba desconcertada por la estepa, caminaba al azar, unas veces a oriente, otras a occidente y otras de nuevo a oriente... Iba con el niño en brazos, sin descanso. La jornada se acercaba a mediodía cuando el niño empezó a agitarse cada vez más, a gimotear, a llorar, a pedir el pecho... La mujer le cambió los pañales y siguió adelante acunándolo durante la marcha. Pero pronto el niño se echó a llorar con más fuerza, y ya no se calmaba, lloraba hasta ponerse azul, y entonces Altun se detuvo y gritó desesperada:
–¡Socorro! ¡Socorro! ¿Qué voy a hacer ahora?
En todo el espacio estepario visible no había el más leve humo, la más leve luz. La estepa se extendía a su alrededor, desierta, el ojo no encontraba en qué detenerse... Una estepa sin límites y un cielo sin límites, sólo una pequeña nube blanca girando suavemente sobre sus cabezas...
El niño se retorcía en su llanto. Altun empezó a implorarle y a lamentarse:
–¡Pero bueno, qué quieres de mí, desgraciado! ¡Si no tienes más que siete días! Apareciste en este mundo para tu desgracia... ¿Qué puedo darte para comer, huerfanito? ¿No ves que a tu alrededor no hay un alma? Sólo tú y yo en todo el mundo, sólo tú y yo, desdichados, y sólo una nubecilla blanca en el cielo, ni siquiera algún pájaro, sólo revolotea una nube blanca... ¿Dónde vamos a ir? ¿Con qué te voy a alimentar? Estamos solos, abandonados, tus padres han sido ahorcados y enterrados. ¿Dónde van los hombres con su guerra, por qué la fuerza lucha contra la fuerza con banderas y tambores, qué gana la gente haciéndote desgraciado a ti, que eres un recién nacido?
Altun corrió de nuevo por la estepa estrechando fuertemente al lloroso bebé. Corría para no estar inmóvil, para no estar inactiva, para no deshacerse en vida, de tanto dolor... Y el pequeño no comprendía, se atragantaba en su llanto, exigía lo suyo, exigía la tibia leche materna. Presa de desesperación, Altun se sentó en una piedra, se arrancó el cuello del vestido con lágrimas e ira, y le dio su propio pecho, ya viejo, que nunca conociera niño alguno.
–¡Anda, toma! ¡Convéncete! ¡De haber algo para comer, crees que no te dejaría chupar leche, huérfano desgraciado! ¡Anda, convéncete! ¡Quizá me creas y dejes de atormentarme! ¡Pero qué digo! ¡A quién se lo digo! ¡Qué te importan mis palabras, tontín! ¡Oh, Cielo, qué castigo me has deparado!
El niño calló al instante apenas se apoderó del pecho, adaptó todo su ser a la esperada felicidad, empezó a trabajar y a poner en juego las encías abriendo y cerrando al mismo tiempo los ojitos que resplandecían de gozo.
–¿Y ahora qué? –reprochó la mujer al pequeño sin ira, con cansancio–. ¿Te has convencido? ¿Te has convencido de que chupas sin resultado? La verdad es que ahora vas a llorar mucho más que antes. ¿Y qué haré entonces contigo en esta maldita estepa? Dirás que es un engaño, pero ¿crees que te habría engañado por gusto? He sido esclava toda la vida y nunca he engañado a nadie, mi madre ya me lo decía en la infancia, decía que en China, nosotros, los de nuestra estirpe, nunca engañamos a nadie. Anda, anda, diviértete un poco, pronto sabrás la amarga verdad...
Hablando así, la sirvienta Altun se preparaba para su amargo destino, pero el bebé no parecía tener intención de renunciar al pecho vacío, al contrario, en su diminuta cara se reflejaba una expresión de beatitud...
Altun sacó cuidadosamente el pezón de la boca del pequeño y lanzó una muda exclamación cuando le salpicó un chorrito de leche blanca. Impresionada, dio de nuevo el pecho al niño, volvió a sacar el pezón y otra vez vio la leche. ¡Tenía leche! Ahora sentía claramente la afluencia de cierta fuerza en todo su cuerpo.
–Oh, Dios! –exclamó involuntariamente la sirvienta Altun–. ¡Tengo leche! ¡Leche auténtica! ¡Lo oyes, pequeñín, voy a ser tu madre! ¡Ahora no perecerás! ¡El Cielo nos ha escuchado, eres mi niño martirizado! Tu nombre es Kunán, así te llamaban tus padres, tu padre y tu madre, que se amaron uno a otro para sacarte a la luz y morir por ello. Agradéceselo, niño, a Aquel que ha hecho este milagro: darme leche para ti...
Impresionada por lo sucedido, Altun guardó silencio, hacía calor, el sudor apareció en su frente. Al mirar a su alrededor no observó ni vio nada en aquel espacio sin límites, ni un alma, ni una criatura viviente, sólo el reluciente sol y una solitaria nube blanca que giraba sobre su cabeza.
El bebé se durmió saciando el apetito y paladeando la leche, su cuerpecito se relajó y descansó confiado en el brazo semiarqueado de la mujer. Su respiración era uniforme, y Altun, olvidando cuanto había padecido y venciendo el implacable ruido de los dobulbasyque todavía zumbaba en sus oídos, se entregó a la dulce sensación –antes desconocida– de la madre lactante, descubriendo con ello cierta feliz unidad entre la tierra, el cielo y la leche...
Mientras, la campaña continuaba... El gran ejército de la estepa, del conquistador del mundo, avanzaba cada vez más hacia occidente llevando la marcha prevista. Ejército, carros,yurtas...
Acompañado de la escolta, del séquito y de los abanderados, portadores de ondeantes estandartes en los que figuraban dragones furiosos bordados en seda y escupiendo fuego, avanzaba Gengis Kan montado en su invariable e incansable caballo amblador, de un pelaje que asombraba como el destino mismo: crines blancas y cola negra.
La tierra se deslizaba para atrás crepitando bajo los duros cascos del amblador, la tierra corría para atrás, pero el espacio no disminuía, se extendía continuamente en forma de nuevos y nuevos espacios hasta un horizonte nunca alcanzable. Y no había fin ni límite. Aunque no era más que un granito de arena comparado con la infinitud y grandeza de la tierra, el kan codiciaba poseer todo cuanto era visible e invisible, conseguir que se le reconociera como Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales. Por eso iba a la conquista y conducía a su ejército en la campaña...
El kan era severo y taciturno. Por lo demás, así debía ser. Pero nadie suponía lo que estaba pasando en su alma. Tampoco nadie comprendió nada cuando de pronto sucedió algo completamente inesperado: el kan hizo dar súbitamente la vuelta a su caballo en un giro completo hasta ponerlo en dirección contraria, y el giro fue tan redondo que quienes le seguían apresuradamente a punto estuvieron de tropezar con él, y justo pudieron desviarse a un lado. El kan observó inquieta y vanamente los cielos colocándose la temblorosa mano sobre los ojos: no, no se había retrasado, la nube blanca no se había rezagado por el camino, no estaba delante ni detrás...
Tan inesperadamente había desaparecido la nube blanca que invariablemente le acompañaba. Aquel día no volvió a aparecer, ni a la mañana siguiente ni a los diez días. La nube había abandonado al kan.
Al llegar al Itil, Gengis Kan comprendió que el Cielo le había vuelto la espalda. No siguió adelante. Envió a sus hijos y a sus nietos a la conquista de Europa, y él se volvió a Ordos para morir allí y ser enterrado no se sabe dónde...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
A mediados de febrero de 1953, entre los trenes de pasajeros que atravesaban la estepa de Sary-Ozeki de oriente a occidente pasó uno con un vagón especial complementario a la cabeza del convoy. Este vagón sin número, enganchado inmediatamente después del de equipajes, no se diferenciaba de los demás por su aspecto externo, pero sólo por su aspecto externo. Una parte del vagón especial era el departamento de correos, y la otra mitad, separada a cal y canto del bloque postal, servía de celda –incomunicada, ferroviaria y judicial– para aquellos individuos que suscitaban el interés especial de los órganos de seguridad del Estado. Esta vez, el individuo en cuestión –gracias al sumario imaginado por Tansykbáyev, juez superior de uno de los distritos operativos de la seguridad del Estado– resultaba ser Abutalip Kuttybáyev. Era él a quien llevaban en el departamento-celda en compañía del propio Tansykbáyev y de una fuerte escolta. Lo llevaban para unos careos en otras ciudades.
Tansykbáyev se mostraba incansable en la consecución del objetivo propuesto: los interrogatorios continuaban durante el camino. Su tarea consistía en descubrir paso a paso la red subversiva creada por los servicios especiales enemigos utilizando a quienes habían huido del cautiverio alemán en circunstancias sospechosas, habían estado en Yugoslavia y habían entrado allí en contacto no sólo con los futuros revisionistas yugoslavos sino también con el espionaje inglés. Era indispensable descubrir a los enemigos de la Unión Soviética, a los que habían reclutado y escondido hasta el momento oportuno, y sólo podía hacerse mediante incansables interrogatorios, confrontación de declaraciones, pruebas directas e indirectas, y sobre todo mediante el triunfo rey de la investigación: la confesión completa de los acusados y el arrepentimiento de sus actos.
La primera fase ya se había llevado a cabo: en el curso de los interrogatorios, Abutalip Kuttybáyev había recordado cerca de una decena de nombres de prisioneros de guerra que habían luchado en Yugoslavia; al comprobarlo, resultó que la mayoría de ellos vivían sanos y salvos en diferentes puntos del país. Aquellos hombres habían sido arrestados, y a su vez, habían dado otros muchos nombres durante los interrogatorios, completando considerablemente la lista de los traidores yugoslavos. En una palabra, el sumario se recubría de carne viva y llegaba a una fase muy seria con la bendición de las autoridades superiores. Éstas eran de la opinión que la profiláctica de descubrir elementos enemigos nunca es perjudicial. Sobre el fondo del conflicto internacional que había estallado con el Partido Comunista Yugoslavo, de la traición de Tito y del anatema ideológico del propio Stalin, en caso de obtener un éxito, éste podía resultar muy provechoso y prometía una «gran cosecha» no sólo al iniciador del proceso, a Tansykbáyev, sino también a muchos de sus colegas de otras ciudades que habían puesto de manifiesto un celo extraordinario, todos por el mismo motivo: deseaban aprovechar la situación para promocionarse. De ahí la coordinación de las actuaciones. En todo caso, en capitales de distrito como Chkálov (antes Orenburg), Kuíbyshev o Sarátov, donde debían llevar a Abutalip Kuttybáyev para careos e interrogatorios cruzados, la llegada de Tansykbáyev era esperada con impaciencia.
Tansykbáyev no perdía el tiempo, le gustaba poner ritmo y energía en el trabajo. No le pasó por alto cómo había influido sobre el acusado abandonar el lugar de reclusión, con qué dolor y tristeza contemplaba a través de las rejas los poblados cercanos a las estaciones que pasaban ante la ventanilla. Tansykbáyev comprendió lo que ocurría en el alma de Kuttybáyev, y en lo posible intentó convencerle, empleando un tono confidencial, de que él, el juez, no le deseaba mal alguno, pues suponía que la culpa del propio Kuttybáyev no era tan grande como eso, que estaba claro, naturalmente, que el espía no era él, Abutalip Kuttybáyev, ni tampoco el jefe de la red de espionaje que los servicios especiales reservaban para el caso de una situación de emergencia en el país, y que si Kuttybáyev ayudaba a los investigadores a descubrir al espía-jefe, y sobre todo a desenmascararlo férreamente en un careo, podría aliviar su suerte. Y no poco. Sin darse cuenta, en cinco o siete años volvería a la familia y a los niños. En cualquier caso, si colaboraba en el curso objetivo de la investigación, evitaría la medida extrema de castigo –el fusilamiento–, y por el contrario, cuanto más quisiera obstinarse, enmarañar el asunto, ocultar la verdad a los órganos de represión, tanto peor para él, tanto mayor sería la desgracia que causara a su familia. Podría suceder que del juicio a puerta cerrada saliera incluso la horca...
Otra carta de triunfo en manos de Tansykbáyev consistía en lo que había sugerido al acusado: si colaboraba, sus notas sobre las leyendas de Sary-Ozeki –especialmente «La leyenda del mankurt» y «El castigo de Sary-Ozeki»– no serían incluidas en el sumario; por el contrario, si Abutalip no colaboraba, Tansykbáyev propondría al tribunal que considerara los textos escritos por él como una velada propaganda de la antigüedad nacionalista. «La leyenda del mankurt» era una llamada al renacimiento de la inútil y olvidada lengua de los antepasados, y una resistencia a la asimilación de la nación, mientras que «El castigo de Sary-Ozeki» era la condena de un poder fuerte, la subversión de la primacía de los intereses del Estado sobre los intereses de la personalidad, la compasión por el podrido individualismo burgués, la condena de la línea general de la colectivización, es decir, de la sumisión del colectivo a un objetivo común, y esto quedaba a un paso de la percepción negativa del socialismo. Como se sabe, cualquier infracción de los principios e intereses socialistas se castigaba severamente... No en vano se castigaba con diez años de campo de concentración a quienes, sin permiso, recogían una espiga del campo colectivo. ¡No hablemos ya del que recogiera «espigas» ideológicas! A éste, la sentencia del tribunal podía aplicar condenas complementarias a tenor de un artículo complementario. Para mayor persuasión, Tansykbáyev leyó en voz alta, varias veces, sus precisas consideraciones sobre los textos de Sary-Ozeki, que no por casualidad habían sido –como subrayaba cada vez– la primera señal para el arresto de Kuttybáyev y la apertura del sumario.
Hacía dos días que el tren estaba en marcha. Y cuanto más se acercaba a Sary-Ozeki más grande era la inquietud de Abutalip al contemplar los espacios en movimiento por la ventanilla enrejada. En las horas libres de interrogatorio, después de los duros aleccionamientos y las furiosas amenazas, podía quedarse a solas consigo mismo encerrado en su departamento-celda recubierto de plancha de hierro. Aquello también era una cárcel, como el semisótano de Alma-Atá, aquí la ventanilla también estaba enrejada y no menos sólidamente que allí, aquí el ojo duro del celador también observaba por la mirilla, mas pese a todo había el movimiento del camino, el lugar cambiaba, y finalmente, aquí estaba libre de la cruel luz del techo que le cegaba todo el día, y sobre todo, aquí acariciaba una esperanza que le hería el alma incesantemente, ora encendiéndose ora apagándose: la esperanza de ver aunque fuera un instante a su mujer y a sus hijos en el apartadero de Boranly-Buránny. En realidad, en todo este tiempo no había podido enviarles una sola carta, una sola noticia, y de ellos no había recibido una sola línea.
Estas esperanzas e inquietudes llenaban el alma de Abutalip desde que le llevaron, en coche celular cerrado, a la estación de salidas de Alma-Atá y le metieron en el vagón especial, en un departamento bajo vigilancia. Apenas comprendió, por el curso del movimiento, que el tren iba en dirección a Sary-Ozeki, su alma empezó a gemir y a lamentarse con nueva fuerza: si pudiera ver, aunque fuera por el rabillo del ojo, aunque fuera por un instante, a los niños, a Zaripa. Le daba igual lo que pasara después con tal de poder ver, observar, de pasada...
Los añoraba hasta tal punto que no podía pensar en ninguna otra cosa, sólo rezaba a Dios que el tren pasara por Boranly-Buránny de día, que no fuera de noche, que no fuera en la oscuridad, y que el tren cruzara el apartadero necesariamente cuando Zaripa y los niños estuvieran a la vista y no entre las paredes de la barraca.
Esto era todo lo que le pedía al destino. Era poco, y era mucho. Pero, pensándolo bien, qué le costaba realmente al azar disponerlo así y no de otra manera, por qué los niños y Zaripa no habían de encontrarse en aquel momento al aire libre; los niños podrían jugar a sus juegos, Zaripa podría colgar la ropa de una cuerda y volver la cabeza en mitad de su trabajo para ver el tren que pasaba, mientras que los niños podrían quedarse inmóviles en su sitio mirando las luces de los vagones que pasaban fugazmente. Y podía ocurrir algo que sucedía raramente, pero que sucedía: ¡El tren se detenía en el apartadero algunos minutos! Y en este punto, el alma de Abutalip se deshacía en pedazos: deseaba que aquella felicidad se convirtiera de pronto en realidad, pero mejor que no, no podría soportar la terrible prueba, se moriría, y además le daban lástima los niños: qué sentirían al ver a su padre tras la ventana enrejada, cómo se echarían a llorar... No, no, era mejor no verse...
Y para fortalecerse, para convencer y conjurar al destino a ser benévolo, para que se cumplieran aquellas cosas que deseaba, empezaba una y otra vez a calcular y a contar –orientándose por algunas señales ferroviarias y por las estaciones del camino– las diferentes variantes del avance del tren: era importante establecer en qué parte del día pasarían por el apartadero Boranly-Buránny de Sary-Ozeki. Sin embargo, las dudas y las inquietudes no le abandonaban ni siquiera cuando los cálculos eran favorables, pues el tren podía demorarse, salirse del horario, retrasarse, lo que a menudo sucedía en invierno durante las grandes nevadas. Lo más desagradable sería que el tren atravesara el apartadero de noche, cuando Zaripa y los niños durmieran sin sospechar que su padre pasaba por su lado a unas decenas de metros de la casa. Esta probabilidad no se podía excluir, y Abutalip sufría aún más al reconocer su total indefensión, su completa dependencia del azar.
Abutalip temía también, y rogaba a Dios que le librara de esta desgracia, que el juez Tansykbáyev, de ojos de halcón, le llamara al interrogatorio de turno precisamente en el momento en que atravesaran el apartadero de Boranly-Buránny.
Cuántos obstáculos y peligros se oponían del modo más maligno al deseo de un hombre que sólo anhelaba ver fugazmente a sus seres queridos: era el precio de la privación de libertad, y solamente una cosa le alegraba y le infundía la esperanza de que tendría suerte: la ventanilla de la celda estaba a la derecha en el sentido de la marcha, precisamente del lado en que se alzaba la barraca ferroviaria del apartadero de Boranly-Buránny.
Todos estos pensamientos, temores y dudas arrastraban a Abutalip hacia un remolino de sufrimientos y le distraían de su propio destino; ahora estaba completamente inmerso en una tensa espera, ya no pensaba en sí mismo, ya no deseaba comprender la razón de lo que estaba sucediendo, ya no se daba cuenta de la amenaza que representaban las monstruosas acusaciones presentadas contra él, levantadas contra él por el juez Tansykbáyev, que exigía confesiones sistemáticamente, que iba consiguiendo fanática y cínicamente el objetivo propuesto: descubrir la red de espionaje enemigo que se había fabricado él mismo pero que decía que existía en reserva desde los años de la guerra, descubrirla para liquidarla y defender así la seguridad del Estado.
Ni Dios ni Satán fiscalizaban la labor de Tansykbáyev, y éste todo lo calculaba y determinaba como Dios y Satán, sólo faltaba actuar. Con este fin, trasladaba a Abutalip Kuttybáyev en el departamento celular para enfrentarlo a unos careos y poner los últimos puntos sobre las «íes».
Por su parte, Abutalip sólo rogaba a Dios una cosa: que nada le impidiera ver por la ventanilla del vagón, aunque sólo fuera un instante, a sus hijos Ermek y Daúl, que pudiera ver a Zaripa por última vez, para siempre. No le pedía ya más a la vida. ¡Comprendía, en secreto, amargamente, que así estaba escrito desde que naciera! Que éste sería el último instante de felicidad, que no volvería más a la familia, pues aquello de que lo inculpaba Tansykbáyev –ante el que se encontraba absolutamente indefenso y sin derecho alguno, y por lo tanto igualmente indefenso y sin derechos ante el todopoderoso régimen– no podía amenazar más que con la muerte en un campo de concentración; sería más tarde o más temprano, pero sería la muerte. Abutalip llegó a una conclusión inevitable: era una víctima condenada en manos de Tansykbáyev. A su vez, Tansykbáyev no era más que un pequeño tornillo de aquel absurdo sistema represivo en continuo perfeccionamiento, de un sistema destinado a luchar incesantemente contra los enemigos que intentaban detener el movimiento mundial del socialismo impidiendo el triunfo del comunismo en la tierra.