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Un día más largo que un siglo
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Автор книги: Чингиз Айтматов



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CAPÍTULO IV




En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Dígase lo que se diga, el cementerio ancestral naimano de Ana-Beit no se encontraba a la vuelta de la esquina; estaba a treinta verstas, y eso si se iba siempre por instinto, por la vía directa a través de Sary-Ozeki.

Aquel día, Burani Yediguéi se levantó temprano. Además, no había dormido como es debido. Sólo dormitó un poco al amanecer. Antes había estado ocupado, preparando al difunto Kazangap. Normalmente, eso se hacía el día del entierro, poco antes del traslado, antes de los rezos generales o dzhanazaen la casa del difunto. Esa vez fue preciso hacerlo de noche la víspera del entierro, para poder emprender inmediatamente el camino hacia el cementerio por la mañana, sin retrasos. Hizo personalmente todo lo necesario, si exceptuamos que Dlínny Edilbái llevó respetuosamente el agua para el lavado. Edilbái se mostraba un poco medroso, se mantenía apartado del cadáver. Era algo horrible, naturalmente, Yediguéi, como por casualidad, le dijo acerca de eso:

–Tú, ya ves, Edilbái, tendrías que fijarte. Te será útil en la vida. Mientras la gente nazca, también será preciso enterrarla.

– Pero si ya lo comprendo –respondió inseguro Edilbái.

– Pues a eso me refiero. Supongamos que mañana me muera. ¿No se encontrará a nadie que pueda vestirme? ¿Me empujaréis a una zanja cualquiera?

– ¿Por qué íbamos a hacerlo? –se turbó Edilbái dando luz con la lámpara e intentando buscar un sitio junto al difunto–. Sin ti no sería interesante estar aquí. Es mejor que vivas. La zanja puede esperar.

Se empleó hora y media en vestir al difunto. Pero Yediguéi quedó satisfecho. Lavó bien el cadáver, colocó debidamente brazos y piernas, dio forma al blanco sudario y revistió correctamente con él a Kazangap sin ahorrar tela. Y al propio tiempo enseñó a Edilbái cómo había que dar forma al sudario. Luego, puso en orden su propia persona. Se afeitó esmeradamente, se recortó los bigotes. Tenía unos bigotes fuertes y densos, como también las cejas. Sólo que ya una mancha blanca iba a mezclarse con ellos. Había encanecido. Yediguéi no olvidó sus medallas de soldado, sus condecoraciones e insignias, que clavó y enganchó en la chaqueta preparándola para la mañana siguiente.

Así pasó la noche. Y Burani Yediguéi no salía de su asombro al considerar con qué sencillez y tranquilidad había hecho todo aquello. Si se lo hubieran contado antes no se lo habría creído, no imaginaba tener tanta capacidad para realizar aquella fúnebre tarea. O sea, que estaba escrito: estaba destinado a enterrar a Kazangap. Era el destino.

Ahí estaba la cuestión. Quién habría podido pensarlo cuando se vieron por vez primera en la estación de Kumbel. Habían desmovilizado a Yediguéi, por haber sufrido una contusión, a finales del cuarenta y cuatro. Exteriormente, todo parecía estar en orden: tenía los brazos y las piernas en su sitio y la cabeza sobre los hombros, sólo que ésta no parecía la suya. Notaba un zumbido en los oídos, como un viento incesante. Caminaba unos pasos y se tambaleaba, la cabeza le daba vueltas, sentía náuseas y quedaba cubierto de sudor, unas veces frío, otras ardiente. Y a veces tampoco la lengua le obedecía, parecía como si hablar fuera un gran trabajo. La onda explosiva de un proyectil alemán le había zarandeado de lo lindo. Matar, no le había matado, pero vivir de aquella manera no tenía razón de ser. Yediguéi, en aquella época, estaba muy desmoralizado. Joven, de aspecto sano, ¿qué iba a hacer cuando volviera a su casa, en el mar de Aral? ¿Para qué serviría? Por suerte, su médico resultó de los buenos. Ni siquiera le puso en tratamiento, sólo le examinó, le auscultó y le exploró según recordaba ahora: aquel robusto campesino de rojo cabello, en bata y blanca gorra, de claros ojos y narigudo le dio unas alegres palmadas en la espalda y se echó a reír.

–Sabes qué, amigo –dijo–, la guerra terminará pronto, de otro modo volverías a tu unidad dentro de nada y aún volverías a combatir. Bueno, ya está bien. Ya nos arreglaremos para alcanzar la victoria sin ti. Pero no te quepa la menor duda: dentro de un añito, y puede que menos, todo funcionará bien, estarás sano como un toro. Eso es lo que te digo, recuérdalo después. Y ahora, prepárate y vete a casa. Y no te amilanes. Los hombres como tú viven cien años...

Aquel médico, de rojo cabello, por lo que se ve, sabía lo que decía. Y así sucedió. La verdad, era muy fácil decir aquello de «un añito». Pero cuando salió del hospital, con su arrugada guerrera, la mochila a la espalda y una muleta por lo que pudiera ser, caminaba por la ciudad como por un denso bosque. Zumbidos en la cabeza, temblores en las piernas, oscuridad en los ojos. Y a quién importaba en las estaciones, en los trenes: había muchísima gente, los fuertes subían y a él le daban de lado. Y sin embargo lo consiguió, llegó a su destino. Al cabo de un mes, aproximadamente, el tren se detuvo de noche en la estación de Aralsk. «El alegre quinientos siete» se llamaba aquel «famoso» tren, y no quiera Dios que nunca tenga nadie que viajar en tales trenes...

Pero entonces incluso con ése se contentó. Bajó a oscuras del vagón como de una montaña, se detuvo desconcertado, no se veía a su alrededor absolutamente nada, sólo en algunos puntos brillaban las luces de la estación. Hacía viento. Y fue el viento quien le dio la bienvenida. ¡Era su viento, su viento querido, el viento del Aral! El mar le dio en la cara. En aquella época estaba allí mismo, chapoteaba junto a la vía férrea. Y ahora no se le divisaba ni con anteojos...

Se le cortó la respiración: llegaba de la estepa el olor apenas perceptible de ajenjo podrido, el perfume de la primavera que despertaba de nuevo en los amplios espacios de más allá del Aral. ¡Allí estaba de nuevo su querido terruño!

Yediguéi conocía muy bien la estación, la aldea adosada a la estación a orillas del mar con sus retorcidas callejuelas. El barro se le pegaba a las botas. Iba a casa de unos conocidos para pernoctar allí y salir por la mañana hacia el pueblecito de pescadores de Zhangueldi, su pueblo, situado a considerable distancia. Y ni se dio cuenta de que la callejuela le llevaba a un extremo del pueblo, a la misma orilla del mar. Entonces, Yediguéi no pudo contenerse y fue hacia el mar. Se detuvo junto a la chapoteante franja, sobre la arena. Oculto en la oscuridad, el mar se adivinaba por unos vagos destellos, por la cresta de las olas, que surgían como una ruidosa rúbrica para desaparecer inmediatamente. La luna era ya la que precede al amanecer: una solitaria mancha blanca tras una nube en las alturas.

Ya se habían encontrado, pues.

–Mis saludos, Aral –murmuró Yediguéi.

Luego se sentó en el borde de una piedra y encendió un cigarrillo aunque los médicos le habían aconsejado con insistencia que no fumara teniendo aquella contusión. Más tarde abandonó esa mala costumbre. Pero entonces estaba muy inquieto. Qué importaba el humo del tabaco, lo que no estaba claro era cómo iba a vivir. Para salir a la mar hay que tener fuertes los brazos y la cintura, y lo que es más importante, hay que tener fuerte la cabeza para no marearse en la barca. Antes de ir al frente era pescador, ¿y qué era ahora? No era un inválido, pero no servía para nada. Y sobre todo, su cabeza no servía para el arte de la pesca, eso estaba claro.

Yediguéi se disponía ya a levantarse cuando apareció en la orilla un perro blanco. Correteaba en un trotecillo por el borde del agua. A veces se detenía y husmeaba con aire ocupado la húmeda arena. Yediguéi lo llamó. El perro se acercó con desconfianza y se detuvo a su lado meneando la cola. Yediguéi le dio unas palmaditas en su velludo cuello.

–¿De dónde vienes, eh? ¿De dónde huyes? ¿Cómo te llamas?

– ¿Arstán? ¿Zholbars? ¿Boribasar? [4] .¡Ah, ah, ya entiendo! Buscas pescado por la orilla, ¿verdad? ¡Bravo, amigo, bravo! Claro que el mar no siempre arroja pescado muerto a tus pies. ¡Qué le vamos a hacer! Tendrás que correr mucho. Por eso estás tan flaco. Pues yo, amigo mío, vuelvo a casa. Desde Königsberg. Me faltó poco para llegar a esa ciudad; al final me dieron de tal manera con un proyectil, que a duras penas salvé la vida. Y ahora no dejo de pensar en qué voy a hacer. ¿Por qué me miras así? No tengo nada para ti. Sólo medallas y condecoraciones... Hay guerra, amigo, hambre por todas partes. Pero me das lástima, ea... Espera, aquí tengo unos caramelos de frutas que llevo para mi hijo; seguramente ya sabe andar...

Yediguéi no lo pensó dos veces, desató la flaca mochila en la que llevaba un puñado de caramelos envueltos en papel de periódico, pañuelo para su mujer, comprado en una estación del trayecto, y dos pedazos de jabón adquiridos igualmente a especuladores. Había también en la mochila dos juegos de ropa interior de soldado, una correa, el gorro, una guerrera de repuesto y unos pantalones. Éste era todo su equipaje.

El perro le tomó el caramelo de la mano, lo hizo crujir en la boca meneando la cola mirando atenta y devotamente, con unos ojos que brillaban esperanzados.

–Y ahora, adiós.

Yediguéi se levantó y echó a andar a lo largo de la orilla. Decidió no molestar a la gente de la estación, el amanecer estaba próximo, debía llegar a su pueblo sin más dilaciones.

Sólo a mediodía consiguió llegar a Zhangueldi, caminando siempre por la orilla del mar. Antes de la contusión habría recorrido aquella distancia en un par de horas. Y allí le sacudió una noticia terrible: su hijo hacía ya mucho tiempo que no estaba entre los vivos. Cuando movilizaron a Yediguéi, el pequeño tendría medio año. No era su destino vivir: murió a los once meses. Enfermó de sarampión y no pudo soportar la fiebre interna, ardió, se rompió. No quisieron escribir al padre, en el frente. ¿Adónde escribir? ¿Para qué hacerlo? El pan ya es bastante amargo en la guerra sin necesidad de eso. Si volvía con vida ya se enteraría, se apenaría y sufriría, razonaron a su manera los parientes y aconsejaron a Ukubala que no se lo comunicara. «Sois jóvenes –dijeron–, cuando termine la guerra tendréis más hijos, si Dios quiere. Que se haya roto una rama no es desgracia, lo importante es que el tronco del plátano haya quedado indemne.» Y también hubo otros razonamientos que no se dijeron en voz alta, pero que estuvieron en la mente de todos: si ocurría algo, pues la guerra es la guerra, si lo abatía una bala, que por lo menos en el último momento pudiera despedirse de este mundo con una esperanza, la de que en su casa quedaba un brote, que no se interrumpía su estirpe...

Pero Ukubala se culpaba sólo a sí misma. Se deshacía en llanto abrazando al marido recién llegado. Había esperado aquel día con una esperanza y un dolor inagotables, desfalleciendo en una atormentadora espera plena de sensación de culpabilidad. Contó, llena de lágrimas, que las ancianas la habían prevenido al instante: «El niño tiene el sarampión –habían dicho–, es una enfermedad pérfida, hay que envolver al niño lo mejor posible, con una manta acolchada con pelo de camello, mantenerlo en completa oscuridad y darle a beber siempre agua fría, y entonces será lo que Dios quiera, si soporta la fiebre, sobrevivirá». Y ella, desgraciada beibak [5] ,no escuchó a las ancianas de la aldea. Pidió la carreta a los vecinos y llevó el niño enfermo a la doctora de la estación. Y cuando llegó a Aralsk en la traqueteante carreta ya era demasiado tarde. El pequeño se consumió por el camino. La doctora la reprendió como no cabe imaginar. «Debiste escuchar a las ancianas», le dijo.

Éstas fueron las noticias que esperaban a Yediguéi en su casa y que conoció apenas atravesó el umbral. A partir de aquel momento quedó como petrificado, lleno de dolor. Nunca había supuesto que pudiera echar de menos con tanta fuerza a su pequeñajo, a su primogénito, al que en realidad no había casi ni acunado. Y por ello era aún más dolorosa la conciencia de su pérdida. No podía olvidar aquella sonrisa infantil, sin dientes, confiada, clara, cuyo recuerdo hizo sufrir por largo tiempo a su corazón.

Empezó con esto. El pueblo se le hizo odioso. En otro tiempo, allí, en las arcillosas pendientes de la ribera, había medio centenar de casas. Pescaban los peces del Aral. Había una cooperativa. Y así vivían. Y ahora no quedaba más que una aldea de chozas bajo el despeñadero. No había ningún hombre, a todos los había barrido completamente la guerra. A pequeños y mayores sin excepción. Muchos de ellos se habían dispersado por otras aldeas koljosianas, o de cría de ganado, para no morir de hambre. La cooperativa se había deshecho. No había nadie para salir al mar. Ukubala también habría podido marcharse a su casa natal, pertenecía a uno de los pueblos de la estepa. Vinieron a buscarla sus parientes y querían llevársela a casa. «En nuestra casa —dijeron– dejarás pasar los años malos, y cuando Yediguéi vuelva del frente volverás en seguida a tu pueblo pescador de Zhangueldi.» Pero Ukubala se negó en redondo. «Esperaré a mi marido. He perdido a mi hijito. Si vuelve, que por lo menos encuentre a su esposa esperándole. No estoy sola aquí, hay viejos y niños, los ayudaré y viviremos con el esfuerzo de todos.»

Actuó acertadamente. Pero Yediguéi empezó a decir desde los primeros días que no podía soportar la idea de continuar allí, junto al mar, sin hacer nada. En eso tenía razón. Los parientes de Ukubala, que fueron a visitar a Yediguéi, le propusieron que se trasladaran a su pueblo. «Vivirás en nuestra casa —dijeron—, junto a los rebaños de la estepa. Allí, tu salud irá mejorando, trabajarás en algo, podrás sacar el ganado a pastar...» Yediguéi les dio las gracias pero no aceptó. Comprendió que sería una carga para ellos. Hospedarse un par de días en casa de los parientes cercanos de la esposa no tiene importancia. Pero luego, si el huésped no trabaja duro, nadie le necesita.

Y entonces, él y Ukubala resolvieron arriesgarse. Decidieron irse al ferrocarril. Pensaron que sería posible encontrar algún trabajo adecuado para Yediguéi: guardia, vigilante, o bien levantar y bajar la barrera en algún paso a nivel. Allí, necesariamente, acogerían a un inválido de guerra.

Y con eso, partieron en primavera. Nada ataba entonces a la joven pareja. En los primeros tiempos, pernoctaron en diferentes estaciones. Pero no consiguieron encontrar ningún trabajo adecuado. Y con la vivienda se encontraron aún peor. Vivían donde podían, malcomían gracias a diferentes trabajos eventuales en el ferrocarril. Ukubala los sacó entonces de apuros, era fuerte y joven, y era la que trabajaba la mayoría de las veces. Yediguéi, con su aspecto aparentemente sano, se contrataba para diferentes cargas y descargas, pero era Ukubala la que hacía el trabajo.

De esta forma se encontraban un día, ya a mitad de la primavera, en la estación del gran nudo de comunicaciones de Kumbel. Descargaban carbón. Los vagones de carbón se acercaban por vías secundarias hasta los patios traseros del depósito. Allí, echaban el carbón al suelo para liberar cuanto antes los vagones, y luego lo trasladaban en carretillas cuesta arriba para echarlo en montones enormes como casas. Era la reserva para todo el año. Un trabajo duro, polvoriento y sucio. Pero había que vivir. Yediguéi echaba el carbón a la carretilla con una pala, y Ukubala se llevaba la carretilla para arriba, por el entarimado, la vaciaba y volvía para abajo de nuevo. Otra vez ponía Yediguéi el carbón en la carretilla, y otra vez Ukubala, como un caballo de tiro, arrastraba hacia arriba, con las fuerzas que le quedaban, aquella carga pesada, impropia de la fuerza de una mujer. Por si fuera poco, hacía cada vez más calor, el día era sofocante, y el calor y el polvo de carbón flotante alteraban y daban náuseas a Yediguéi. Él mismo se daba cuenta de cómo iba perdiendo las fuerzas. Sentía grandes deseos de echarse al suelo, directamente sobre los montones de carbón, para no levantarse más. Pero lo que más le abatía era que su mujer, ahogándose en la negra polvareda, tuviera que hacer en su lugar lo que él debería haber hecho. Le resultaba muy duro contemplarla. Una negra pátina de carbón la cubría de la cabeza a la planta de los pies, y sólo el blanco de los ojos, y los dientes, relucían. Y estaba cubierta de sudor; éste, debido al negro carbón, chorreaba en oscuros reguerones por su cuello, su pecho y su espalda. ¿Habría permitido semejante cosa de haber tenido las fuerzas de antes? Habría trasladado él mismo una decena de vagones de aquel maldito carbón con tal de no ver los tormentos de su mujer.

Cuando abandonaron el desierto pueblo pescador de Zhangueldi con la esperanza de que a Yediguéi, un soldado herido, le encontrarían un trabajo adecuado, no tuvieron en cuenta una cosa: soldados como él los había a montones en todas partes. Todos tenían que adaptarse de nuevo a la vida normal. Y menos mal que Yediguéi había conservado sus piernas y sus brazos. Eran muchos los inválidos –cojos, mancos, con muletas, con prótesis– que vagaban entonces por el ferrocarril. En las largas noches, cuando después de instalarse en el rincón de algún local de la estación, abarrotado y pestífero, esperaban que pasara el tiempo, Ukubala pedía perdón y dirigía su silencioso agradecimiento a Dios por tener el marido a su lado y porque la guerra no le hubiera estropeado de forma terrible e irreparable. Pues lo que veía en las estaciones le infundía horror y sufrimiento. Cojos, mancos, inválidos y mutilados, con sus desgastadas guerreras y otros diferentes harapos, con carritos bajo el trasero, con muletas, con lazarillos, sin domicilio, desconcertados, viajaban transhumantes por trenes y estaciones, forzando la entrada en comedores y bufets, sacudiendo el alma con sus aullidos de borracho y sus llantos... ¿Qué deparaba el porvenir a cada uno de ellos? ¿Cómo compensarlos de lo que nada podía compensar? Y por el mero hecho de que tamaña desgracia hubiera pasado de largo, y podía no haber pasado, sólo por el hecho de que el marido hubiera vuelto, contusionado, sí, pero no inválido, Ukubala estaba dispuesta a trabajar por todo el mundo en las labores más pesadas. Y por ello no protestaba, no cedía, y nada dejaba traslucir incluso cuando ya no tenía fuerzas para arrastrar los pies, cuando parecía que cualquier aguante había tocado a su fin.

Pero eso no aliviaba a Yediguéi. Era preciso emprender algo, instalarse de forma más firme en la vida. No irían vagando de un lugar para otro toda su vida. Y cada vez más a menudo acudían a su mente esos pensamientos: ¿Y si se dijera a sí mismo «Taubakell [6] »y se fuera a la ciudad a probar fortuna? Con tal de que le volviera la salud, con tal de que pudiera reponerse de aquella maldita contusión. Entonces aún podría luchar, defenderse... En la ciudad, naturalmente, las cosas habrían podido salir de muchas maneras, probablemente se habrían adaptado con el tiempo y se habrían convertido en ciudadanos, como muchos otros, pero el destino lo decidió de otra forma. Sí, en eso intervino el destino, o cualquier otro nombre que quiera dársele...

En aquellos días en que se contrataron en la estación de Kumbel para amontonar el carbón de los vagones en el patio trasero del depósito, apareció un kazajo montado en un camello; seguramente, venía de la estepa por sus asuntos. Así por lo menos lo parecía a primera vista. El recién llegado trabó el camello para que pastara en un solar de las cercanías mientras él, echando una mirada de preocupación a su alrededor, se alejaba con un saco vacío bajo el brazo.

–Eh, amigo –se dirigió a Yediguéi al pasar junto a él–. Tenga la bondad de vigilar que la chiquillería no haga travesuras con él. Tienen la mala costumbre de provocar y pegar al animal. Incluso pueden desatarlo para divertirse. Vuelvo en seguida, estaré poco tiempo fuera.

–Váyase, váyase, ya vigilaré –prometió Yediguéi mientras manejaba la pala y se enjugaba con un trapo negro, pesado por el sudor absorbido.

El sudor manaba incesantemente de su rostro. Yediguéi debía rodear la montaña de carbón, cargando la carretilla, de modo que podía vigilar al mismo tiempo que los mocosos de la estación no molestaran al camello. En otras ocasiones ya había sido testigo de sus hazañas: habían irritado hasta tal punto al animal que éste se había puesto a bramar furiosamente, a escupir y a perseguirlos. Y esto aún los divertía más, y como cazadores primitivos rodeaban con gritos salvajes a la bestia, le golpeaban con piedras y bastones. Y no cobró poco el pobre camello hasta que llegó su amo...

Y aquel día, como adrede, se presentó de donde menos se esperaba una ruidosa pandilla de pilluelos que iba corriendo a jugar a fútbol. Y empezaron a lanzar pelotazos con todas sus fuerzas sobre el camello trabado. El animal se apartaba, y ellos le daban con la pelota en los flancos, a ver quién lo hacía con más fuerza, con más habilidad. El que le acertaba estaba tan entusiasmado como si hubiera metido un gol...

–¡Eh, vosotros, fuera de aquí, no lo molestéis! –blandió Yediguéi la pala hacia ellos–. ¡Si no, ya veréis!

Los niños retrocedieron, calculando que debía ser el amo, o quizá el aspecto del cargador de carbón era demasiado terrorífico, y quién sabe si no estaría borracho, y entonces lo iban a pasar mal, por lo que de pronto echaron a correr dándole al balón. No se les ocurrió que podían molestar impunemente al camello cuanto les viniera en gana, pues Yediguéi sólo los había amenazado con la pala para guardar las apariencias; en realidad, en la situación en que se encontraba, nunca se hubiera dispuesto a perseguirlos. Cada paletada de carbón arrojada a la carretilla le costaba ímprobos esfuerzos. Nunca había pensado lo malo, lo humillante, que es ser débil, enfermo, de poca valía. La cabeza le daba vueltas continuamente. También el sudor le molestaba. Manaba y agotaba a Yediguéi, a quien el polvo de carbón hacía respirar pesadamente, mientras en el pecho le oprimía una dura y negra humedad. Ukubala se esforzaba por cargar sobre sí una gran parte del trabajo, para que él descansara un poco, se sentara por allí mientras ella cargaba la carretilla y la arrastraba hasta la parte superior de la montaña de car bón. Sin embargo, Yediguéi no podía ver con tranquilidad cómo ella se agotaba, y por eso se levantaba de nuevo, tambaleándose, y volvía a poner manos a la obra...

El hombre que le pidió que vigilara al camello regresó pronto con una carga sobre la espalda. Colocado el saco y a punto ya de ponerse en camino, se acercó a Yediguéi para cambiar unas palabras. Sin saber por qué, entablaron inmediatamente una conversación. Era Kazangap, del apartadero de Boranly-Buránny...

Resultaron ser paisanos. Kazangap le contó que él también procedía de las aldeas ribereñas del Aral. Esto hizo nacer rápidamente su amistad.

En aquel momento, a ninguno de los dos se le ocurrió que aquel encuentro determinaría toda la vida posterior de Yediguéi y de Ukubala. Simplemente, Kazangap les convenció para que fueran con él al apartadero de Boranly-Buránny, a vivir y a trabajar allí. Hay un tipo de personas que predispone en su favor desde el primer momento de conocerlas. Kazangap no tenía nada especial, al contrario, su misma sencillez delataba al hombre cuya sensatez ha sido alcanzada a través de una dura lección. Por su aspecto, era un kazajo de los más corrientes, y sus ropas, muy usadas y quemadas por el sol, habían tomado ya unas formas cómodas para él. Los pantalones de piel de cabra curtida tampoco los llevaba porque sí: eran cómodos para cabalgar sobre el camello. Pero también conocía el valor de las cosas: una gorra de uniforme ferroviario relativamente nueva, guardada para los viajes, adornaba su gran cabeza; sus botas de becerro, que había llevado muchos años, estaban cuidadosamente remendadas y cosidas por muchos sitios. Era un hombre enraizado en la estepa, un duro trabajador, y eso podía observarse por su moreno rostro curtido por el ardiente sol y por el continuo viento, y también por sus duras y nudosas manos. Encorvado prematuramente por el trabajo, sus poderosos hombros colgaban para abajo y el cuello parecía largo, extendido como el de los patos, aunque era un hombre de estatura mediana. Sus ojos eran sorprendentes, castaños, comprensivos, atentos, sonrientes, rayados por las desparramadas arrugas cuando los fruncía.

Kazangap frisaría entonces los cuarenta años. Y es muy posible que así lo pareciera porque tanto sus bigotes, brevemente recortados en forma de cepillo, como la pequeña barbita parda, le daban los rasgos propios de la madurez. Pero la confianza que infundía se debía ante todo a lo sensato de su discurso. Ukubala sintió inmediatamente respeto por aquel hombre. Todo cuanto dijo estaba en su lugar. Y dijo cosas muy sensatas. «Puesto que os aflige esta desgracia, puesto que la contusión está todavía en el cuerpo, a qué estropearse más la salud. En seguida he visto, Yediguéi, lo duro que te resulta este trabajo. Todavía no estás lo bastante fuerte para estas faenas. Apenas puedes arrastrar los pies. Ahora deberías estar donde más fácil te fuera, al aire libre y beber leche pura a voluntad. En nuestro apartadero, por ejemplo, tenemos extrema necesidad de personal para los trabajos de la vía. El nuevo jefe del apartadero, cada día me dice lo mismo: "Tú, que eres de los veteranos de aquí, a ver si me traes gente conveniente". ¿Y de dónde la saco yo a esa gente? Todos están en la guerra. Y el que ha salido licenciado también encuentra trabajo suficiente en otros lugares. Naturalmente, la vida en nuestro lugar no es un paraíso. Vivimos en un sitio duro: alrededor está Sary-Ozeki, el desierto, la falta de agua. El agua la traen con una cisterna para toda la semana. Y a veces hay interrupciones en el servicio del agua. Suele también suceder. En este caso, hay que ir a los lejanos pozos de la estepa y traerla en pellejos, uno sale por la mañana y no vuelve hasta la tarde. De todos modos —prosiguió Kazangap—, es mejor estar en casa en Sary-Ozeki que errar de esta manera por diferentes lugares. Tendréis un techo sobre vuestras cabezas, tendréis trabajo fijo, os mostraremos y enseñaremos lo que hay que hacer, y podréis tener vuestro propio corral. Eso, si os ponéis manos a la obra. Entre los dos, vais a ganaros la vida. Allí volverá la salud, el tiempo os aconsejará, si os aburrís, os vais a otro lugar mejor...»

Eso fue lo que les dijo. Yediguéi se lo pensó muy bien y aceptó. Y aquel mismo día se marcharon con Kazangap a Sary-Ozeki, al apartadero de Boranly-Buránny, pues los preparativos de Yediguéi y Ukubala eran muy breves incluso en aquella época. Reunieron sus pocas pertenencias, y en marcha. No les costaba nada entonces, y decidieron probar también esa suerte. Y según luego se vio, fue su destino.

Yediguéi recordó toda la vida el camino por Sary-Ozeki desde Kumbel hasta Boranly-Buránny. Primero avanzaron a lo largo de la vía férrea, luego, gradualmente, se fueron desviando por unos senderos hacia uno de los laterales. Según les explicó Kazangap, cortaban de través unas diez verstas, pues la línea del ferrocarril describía allí un gran arco para evitar el fondo de una gran llanura arcillosa, de un salado y desecado lago que existió en otro tiempo. La sal y la pantanosa humedad salen de las entrañas de la llanura aún hoy día. Cada primavera, la llanura salada despierta: encharcándose, deshaciéndose, convirtiéndose en impracticable, pero en verano se cubre de una capa de sal, se endurece como una piedra hasta la siguiente primavera. Eso de que en otro tiempo existiera allí un vasto lago salado lo decía Kazangap repitiendo las palabras de un geólogo de Sary-Ozeki, Elizárov, con el que posteriormente tuvo Yediguéi una gran amistad. Era un hombre muy inteligente.

Pero Yediguéi, que entonces todavía no era Burani Yediguéi, sino simplemente un soldado sin situación en la vida, que había encontrado por casualidad a un kazajo del Aral trabajando de ferroviario en aquel lugar, y que había confiado en Kazangap, se dirigía con su mujer a buscar trabajo y cobijo en el ignoto apartadero de Boranly-Buránny sin suponer que se quedaría allí toda la vida.

Los majestuosos espacios sin límites de Sary-Ozeki, verdes por corto tiempo en primavera, aturdieron a Yediguéi. Alrededor del mar de Aral hay también muchas estepas y llanuras, que componen la altiplanicie de Ustiurtskoie, pero era la primera vez que tenía ocasión de ver una extensión desértica como aquélla. Como comprendió después, sólo puede quedarse a solas con el silencio de Sary-Ozeki aquel que sea capaz de contrastar la grandeza del desierto con su propia alma. Sí, Sary-Ozeki es grande, pero el pensamiento vivo del hombre puede abarcar incluso esto. Elizárov era un sabio, sabía explicar lo que germina oculto en vagas intuiciones.

Quién sabe cómo se habrían sentido Yediguéi y Ukubala a medida que se internaban en Sary-Ozeki de no ser por Kazangap, que los precedía con paso seguro llevando su camello de la brida. Yediguéi, por su parte, iba montado en medio de diversos paquetes. Naturalmente, debería haber montado Ukubala y no él. Pero Kazangap, y especialmente la misma Ukubala, se lo rogaron encarecidamente y casi le obligaron a encaramarse al camello: «Nosotros estamos sanos y tú, de momento, tienes que ahorrar fuerzas, no discutas, no nos hagas perder tiempo, tenemos un largo camino por delante...». El camello era joven, algo débil aún para las grandes cargas, por eso dos de ellos caminaban a su lado y otro iba montado. Con Karanarhabrían podido montar tranquilamente los tres, habrían podido ir muchísimo más de prisa, y en tres horas y media o cuatro habrían llegado a su destino. Pero entonces no llegaron a Boranly-Buránny hasta muy entrada la noche.

Sin embargo, con las conversaciones y la contemplación de aquellos lugares desconocidos para ellos, el camino transcurrió sin que se dieran cuenta. Kazangap les contó la vida y trabajos de aquel lugar y cómo había ido a parar allí, a las tierras de Sary-Ozeki, al ferrocarril. No tenía tantos años como eso, según resultaba, había cumplido treinta y seis aquel año, poco antes de terminar la guerra. Era originario de los kazajos del Aral. Su pueblo de Beshagach estaba a unas treinta verstas de Zhangueldi siguiendo la costa. Y aunque hacía mucho tiempo ya que Kazangap había partido de allí, no había vuelto ni una sola vez a su Beshagach. Tenía sus motivos. A su padre lo deportaron, según parece, cuando liquidaron a los kulaks [7]como clase, y no tardó en morir por el camino al volver del destierro, cuando se puso en claro que no era ningún kulak,que había sido víctima de unos excesos sin motivo, o hablando más exactamente, que erróneamente se había tratado con tal dureza a muchos pequeños propietarios como él. Dieron marcha atrás, pero ya era tarde. La familia –hermanos y hermanas– se había ya dispersado cada uno por su lado, cuanto más lejos de la vista mejor. A partir de entonces, habían desaparecido sin dejar rastro. A Kazangap, un muchacho joven en aquella época, los más celosos activistas le forzaban continuamente a tomar la palabra en las reuniones, para que condenara a su padre, para que manifestara en público que era ardiente partidario de la línea política, que su padre había sido condenado con justicia como elemento hostil, que él repudiaba a semejante padre, y que las personas como éste, los enemigos de clase, no tenían lugar en la tierra y debían ser irremisiblemente aniquilados en todas partes.


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