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Un día más largo que un siglo
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Текст книги "Un día más largo que un siglo"


Автор книги: Чингиз Айтматов



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Tu Ak-Moinak nin [28] , KOSPÁN


Así se habían puesto las cosas. La carta, aunque escrita por un hombre estrafalario, contenía un aviso que era completamente serio. Yediguéi se aconsejó con Kazangap y decidió que tenía que ir inmediatamente al apartadero de Ak-Moinak.

Era algo fácil de decir, pero no tan fácil de hacer. Había que llegar a Ak-Moinak, cazar a Karanaren la estepa y regresar con aquel frío, cuando podía levantarse una ventisca en cualquier momento. Lo más sencillo sería vestirse con buen abrigo, tomar un mercancías y volver luego a lomos del camello. Pero quién sabía lo lejos que habría huido Karanaren la estepa con su harén. A juzgar por el tono de la carta, los vecinos de Ak-Moinak podían estar tan irritados que no le proporcionaran ningún camello y tuviera que ir por aquella tierra extraña a pie, persiguiendo entre montones de nieve a Karanar.

Por la mañana, Yediguei emprendió el camino. Ukubala le preparó provisiones para el viaje. Se llevó mucha ropa de abrigo. Sobre los pantalones y la chaqueta, acolchados y aguatados, se puso una pelliza de piel de oveja; calzó sus pies con botas y se cubrió la cabeza con la gorra de piel de zorro, de tres palas, una gorra en la que el viento no se filtraba ni por los lados ni por detrás, toda la cabeza y todo el cuello están entre pieles; unas calientes manoplas de piel de oveja le protegían las manos. Y cuando ensillaba la camella con la que se disponía a ir a Ak-Moinak, acudieron corriendo los hijos de Abutalip, los dos. Daúl le llevó una bufanda de lana tejida a mano.

—Tío Yediguéi, mamá dice que es para que no se te hiele el cuello —dijo al entregársela.

—¿El cuello? Di mejor la garganta.

En su alegría, Yediguéi empezó a estrechar a los niños contra su pecho, a besarlos, tan conmovido estaba que no encontraba otras palabras. Estaba, en su interior, entusiasmado como un niño: era la primera atención que recibía de parte de ella.

—Decidle a mamá —dijo a los niños al partir– que volveré pronto, si Dios quiere, mañana mismo estaré aquí. No me detendré ni un minuto. Y nos reuniremos todos y tomaremos el té.

Grandes eran las ganas de Burani Yediguéi de llegar cuanto antes al malhadado Ak-Moinak y volver rápidamente para ver lo más pronto posible a Zaripa, mirarla a los ojos y convencerse de que no era una alÑsión casual aquella bufandita que él había doblado cÑidadosamente y guardado en el bolsillo interior de la chaqueta. Al partir, y también después, cuando ya se había alejado un buen trecho de casa, apenas podía contenerse para no volver sobre sus pasos, y que el diablo se llevara al enloquecido Karanar, que lo matara en buena hora aquel Kospán y le enviara la piel, a fin de cuentas cuánto tiempo tendría que ser la niñera de aquel salvaje camello con el que le castigara el destino. ¡Que lo castigara! ¡Y con razón! Sí, tuvo estos ardientes impulsos. Pero se avergonzó. Comprendió que quedaría como un imbécil, que se deshonraría a los ojos de todos, y sobre todo a los de Ukubala y también de la propia Zaripa. Y se enfrió. Se convenció a sí mismo de que no tenía otro medio para saciar su impaciencia que el de llegar cuanto antes y regresar cuanto antes.

Por ello arreaba al camello. Hacía bastante frío. El viento soplaba Uniformemente, con crudeza. Con el viento, se le depositaba escarcha en la cara; especialmente, el gorro de piel de zorro se heló en forma de peluda capa. Y la misma capa blanca se depositaba en la respiración del pardo camello como una bufanda que iba del cuello hasta la misma coronilla. El invierno, por lo tanto, iba cobrando fuerza. La lejanía aparecía envuelta en brumas. En la cercanía no parecía haber niebla, pero si Uno se fijaba resultaba que en el límite de la visibilidad había una neblina. Ésta parecía irse retirando de él a medida que avanzaba. Se retiraba lo que avanzara el viajero. El Sary-Ozeki invernal era inhóspito y riguroso, petrificado en su aventada blancura.

La joven pero andarina camella no era una mala cabalgadura y medía animadamente la tierra con sus pasos. Pero para Yediguéi aquello no era cabalgar, ni aquélla era velocidad. De haber tenido a Karanar, habrían viajado de Una manera muy distinta. El otro tenía una respiración mucho más poderosa, y no se podía comparar la amplitud de los pasos. No en vano decían ya en tiempo antiguo:

¿Qué tiene un caballo mejor que este caballo? Su andadura superior es mejor.

¿Qué tiene un paladín mejor que este paladín? Su inteligencia superior es mejor.


Tenía que ir lejos y siempre en solitario. Yediguei habría languidecido mucho por el camino de no ser por la bufandita que le regaló Zaripa. Todo el viaje sintió la presencia de aquel objeto al parecer insignificante. Con lo que había vivido ya en este mundo, nUnca hubiera supuesto que una minucia como aquélla pudiera calentar de tal modo un corazón si procedía de la mujer amada. Con ello se confortó todo el camino. Metía Una mano en la faltriquera, acariciaba la bufandita y sonreía beatíficamente. Pero luego se sumió en meditaciones. ¿Qué hacer? ¿Cómo continuar su vida? Tenía por delante un verdadero callejón sin salida. ¿Qué hacer? El hombre que vive debe ver ante sí un objetivo y un camino que conduce a él. Y él no los tenía.

Y entonces una niebla de aflicción envolvió la vista de Burani Yediguéi como los silenciosos horizontes de Sary-Ozeki, cubiertos de helada neblina. Yediguéi no encontraba respuesta, se apenaba, sufría, se desmoralizaba, y se esperanzaba de nuevo con sueños irrealizables...

A veces sentía un verdadero terror en medio de aquel silencio y soledad. ¿Por qué le había tocado vivir aquella vida? ¿Por qué había ido a parar a Sary-Ozeki? ¿Por qué había aparecido en Boranly-Buránny aquella desgraciada familia empujada por el destino? De no haber sucedido nada de eso no habría conocido sufrimientos y hubiera vivido en su casa tranquila y cómodamente. Pero no, su alma era irresponsable y quería lo imposible... Y por si fuera poco, aquel rebelde Karanarque era también una carga, un castigo de Dios. También tenía mala suerte. Bueno, bromas aparte, él no tenía suerte en la vida...

Yediguéi llegó a Ak-Moinak casi al caer la tarde. La camella se cansó con el viaje. Era un camino largo y además en época invernal.

Ak-Moinak era un apartadero como Boranly-Buránny, sólo que allí tenían su propia agua, de pozo. Pero en lo demás no había diferencias notables, era igual que Sary-Ozeki.

Al acercarse a Ak-Moinak, Yediguéi preguntó a un chico que encontró en el extremo de una callejuela dónde estaba Kospán. El otro le dijo que en aquel momento Kospán estaba en el trabajo, de servicio en el apartadero. Allí se dirigió Burani Yediguéi. Se acercó a la casilla y se disponía ya a apearse cuando apareció en el porche un hombrecillo de mediana estatura, vivaracho, con una astuta sonrisa. Vestía una pelliza que parecía de segunda mano, calzaba unas maltratadas botas y se cubría con Una vieja gorra de orejeras inclinada hacia Un lado.

–¡Ah, ah, Yediguéi-agá! ¡Nuestro querido Boranly-agá! –reconoció al instante a Yediguéi deslizándose porche abajo–. O sea, que has venido. Y nosotros espera que te espera. Piensa que te piensa si vendrá o no vendrá.

–Cualquiera no viene –sonrió Yediguéi–, después de recibir Una carta tan amenazadora.

–¡Qué otra cosa podíamos hacer! Bien, y la carta no es nada, Yediguéi-agá. La carta es Un papel. Pero aquí las cosas están de tal manera que tienes que librarnos de tu Karanar, pues nos encontramos como sitiados. No tenemos vía libre a la estepa. Cuando ve a alguien desde lejos, acude corriendo como Un loco dispuesto a lisiarlo. ¡Qué calamidad! Da miedo tener un semental así. –Hizo una pausa, examinó a Yediguéi montado en su camella y añadió–: Me gustará ver cómo te las arreglas con él, ¡con las manos vacías, según parece!

–¿Por qué había de ser con las manos vacías? Ésta es mi arma –Yediguéi sacó de las alforjas un látigo enroscado en su mango.

–¿Sólo con esta fusta?

¿Qué quieres, que traiga un cañón contra Un camello?

–Pues aquí ni con las escopetas nos atrevemos. No sé, quizá reconozca en ti a su amo, entonces... Sólo que lo dudo, tiene Una cortina de humo ante sus ojos...

–Bueno, eso lo veremos –respondió Yediguéi–. Para qué perder tiempo. Seguramente, tú eres Kospán. Si es así, condúceme, enséñame dónde está, y el resto me lo dejas a mí.

–No está tan cerca –dijo Kospán mirando a su alrededor, y luego consultó su reloj–. Sabes, Yediguéi, es ya muy tarde. Antes de que lleguemos allí se nos hará de noche. ¿Y adónde vas a ir después con la noche encima? No, no ha de ser así. No siempre se puede invitar a gente como tú. Serás nuestro invitado. Y por la mañana haz lo que te pida el alma.

Yediguéi no esperaba que las cosas tornaran este cariz. Contaba con que conseguiría cazar a Karanar, que aquella misma noche llegaría a Kumbel, que pasaría la noche en casa de unos amigos junto a la estación y que al alba partiría para llegar antes a casa. Al ver que Yediguéi quería marcharse, Kospán protestó con decisión:

–No, Yediguéi-agá, no ha de ser así. Perdóname por la carta. No tenía otra solución. Nos hacía la vida imposible. Pero no te dejaré partir. Si, no lo quiera Dios, te sucediera algo por la noche en la desierta estepa invernal, no quiero ser Un maldito en todo Sary-Ozeki. Quédate, y por la mañana haz lo que quieras. Allí está mi casita, en el extremo. A mí me queda todavía hora y media de servicio. Considérate en tu casa. Instálate. Pon a la camella en el vallado. Tendrá pienso. Nuestra agua es de aquí, toma tanta como quieras.

Aquel día de invierno oscureció rápidamente. Kospán y su familia eran unas gentes maravillosas. La anciana madre, la esposa, el hijo de unos cinco años (la hija mayor estaba estudiando en el internado de Kumbel) y el propio Kospán no tenían otra dedicación que la de servir a su huésped. La casa estaba muy caliente y tenía una animación especial. En la cocina se preparaba carne de la matanza invernal. Mientras, tomaban el té. La anciana madre llenaba personalmente la taza de Burani Yediguéi y no hacía más que preguntarle por la familia, los hijos, la vida cotidiana, el tiempo, y de dónde era originario. Ella, por su parte, le contó cómo y de qué manera habían llegado al apartadero de Ak-Moinak. Yediguei participaba de buen grado en la conversación, alababa la amarilla carne al horno, que ponía sobre ardientes pedazos de torta para metérsela en la boca. La manteca de vaca era algo raro en Sary-Ozeki. Las mantecas de oveja, de cabra o de camello tampoco están mal, pero la de vaca es más gustosa. Y sus parientes del Ural les habían enviado manteca de vaca. Yediguéi aseguró, mientras devoraba las tortas con esa manteca, que olía en ella las hierbas del prado, con lo que sedujo en gran manera a la anciana, que empezó a contar cosas de su país, de las tierras Yaítzki [29], de sus hierbas, bosques y ríos...

En aquel momento llegó el jefe del apartadero, Erlepés, invitado por Kospán con motivo de la llegada de Burani Yediguei. Con la entrada de Erlepés empezó, como es natural, una conversación de hombres sobre el servicio, el transporte, los obstáculos en las vías. Yediguéi conocía superficialmente a Erlepés, pues era un hombre que hacía ya tiempo que trabajaba en el ferrocarril, y entonces se le presentaba la ocasión de conocerle más de cerca. Erlepés era mayor que Yediguei. Era jefe del apartadero de Ak-Moinak desde el final de la guerra y se advertía que en el apartadero todos sentían respeto por él.

La noche se había instalado ya tras las ventanas. Como en Boranly-Buránny, continuamente pasaban trenes con gran ruido, tintineaban los cristales y el viento silbaba en las hojas de las ventanas. Y sin embargo era Un lÑgar completamente distinto, aunque situado en el mismo ferrocarril de Sary-Ozeki, y Yediguéi se encontraba entre personas completamente diferentes. Allí era un invitado, pero aunque había ido a por el insensato Karanar, de todos modos le habían acogido con dignidad.

Con la llegada de Erlepés, Yediguéi se sintió aún más en su sitio. Erlepés era un interesante interlocutor que conocía muy bien la antigüedad kazaja. La conversación pronto giró hacia los tiempos pasados, los personajes e historias célebres. Aquella noche se acrecentaron mucho los buenos sentimientos de Yediguéi para con sus nuevos amigos de Ak-Moinak. Le predispusieron no sólo las conversaciones sino también la alegría de los dueños de la casa, y en no menor grado el buen comer y la bebida. Había vodka. Después del frío y del viaje, Yediguéi bebió medio vaso y comió carne curada, con manteca de giba de camello joven, de unos platos colocados en una mesa redonda y baja. Y un bienestar se difundió por todo su cuerpo, conmoviendo y acariciando su alma. Burani Yediguei se embriagó un poco, se animó, empezó a sonreír. Erlepés también se permitió beber en honor del invitado, y asimismo se sintió de buen humor. Por ello, rogó a Kospán:

–Ve, por Dios, y trae mi dombra [30], Kospán.

–Bien dicho –aprobó Yediguéi–. Desde la infancia envidio a los que saben tocar la dombra.

–No prometo Una gran interpretación, Yedik, pero recordaré alguna pieza en tu honor –dijo Erlepés sacándose la chaqueta y arremangándose anticipadamente la camisa.

A diferencia del vivaracho y parlanchín Kospán, Erlepés era más reservado. Con su maciza cara y su robusto cuerpo inspiraba seguridad en sí mismo. Tomó la dombraen sus manos, se concentró y pareció colocarse a cierta distancia de las cosas cotidianas. Así suele ser cuando una persona se dispone a mostrar sus aficiones más íntimas. Al afinar el instrumento, Erlepés miraba a Yediguéi con larga y sensata mirada, y en sus negros y grandes ojos sesgados brillaban reflejos de luz que relucían como en el mar. Y cuando pulsó las cuerdas y recorrió con sus largos y prensiles dedos, de arriba abajo, en alto gesto, toda la longitud del cuello de la dombra, arrancó de una vez un puñado entero de sonidos al tiempo que ataba los cabos de un nuevo puñado que luego, ahondando en el tema, sería el que arrancara generosamente de las cuerdas, según comprendía Yediguéi, aquella parte de la música que no resultaría tan fácil ni sencilla a su oído. Pues él, por lo visto, aunque se había distraído un poco con los asistentes, ahora sentía que los primeros sonidos de la dombrale hacían reaccionar de nuevo, le arrojaban otra vez a los abismos de amarguras y desgracias. ¿Por qué surgían esas cosas en él? Evidentemente, la gente que compuso aquella música sabía desde hacía mucho tiempo lo que experimentaría Burani Yediguéi y cómo lo haría, qué dificultades y sufrimientos tenía destinados desde su nacimiento. De otra manera, ¿cómo podían saber que existiría y lo que sentiría al oírse a sí mismo en la música que estaba tocando Erlepés? Se conmovió el alma de Yediguéi, se inspiró y gimió, y se abrieron para él, en un instante, todas las puertas del mundo: la alegría, la tristeza, la meditación, los vagos deseos y dudas...

Efectivamente, Erlepés tocaba la dombrade un modo excelente. Las antiguas vivencias de la gente revivían en las cuerdas, liberando, como los leños secos en la hoguera, el fuego de un ardor espiritual. Y en aquel momento, Yediguéi pensaba, acariciando la bufanda que le habían regalado y que guardaba en el bolsillo interior de su chaqueta, que en el mundo había una mujer que él amaba, y que sólo el pensar en ella era placer y sufrimiento, que le era imposible vivir sin ella y que por lo tanto la amaría siempre, irreflexiva, inolvidable e infinitamente, le costara lo que le costase. Sobre todo eso vibraba la dombraen manos de Erlepés, ora apagándose ora enardeciéndose. Un toque seguía a otro, unas melodías se fundían en otras, y el alma de Yediguéi flotaba como una barca sobre las olas. De nuevo se encontraba mentalmente en el mar de Aral, recordaba las invisibles corrientes marinas a lo largo de la ribera, y su dirección se adivinaba por las algas, como cabellos de mujer, que seguían la corriente estirándose hacia un mismo lugar. En otro tiempo tÑvo Ukubala unos cabellos así, hasta más abajo de las rodillas. Y cuando se bañaba, sus cabellos flotaban pesadamente hacia un lado, como las algas, siguiendo la corriente marina. Y ella se reía feliz, hermosa y morena.

Burani Yediguéi se iluminó, se conmovió. Tanto bienestar le producía escuchar la dombra. Sólo por eso había valido la pena aquel camino diurno por el Sary-Ozeki invernal. «Qué suerte que Karanarhaya venido a parar aquí —pensó Yediguéi—. Y me ha atraído a mí, me ha obligado verdaderamente a venir. ¡Bravo, Erlepés! ¡Por lo que veo eres un gran maestro! Y yo que no lo sabía...»

Al escuchar la interpretación de Erlepés, Yediguéi pensaba en sus cosas, intentaba contemplar su vida desde fuera, elevarse por encima de ella como un graznador milano sobre la estepa, alto, muy alto, y desde allí cernerse en completa soledad, con las alas muy extendidas sobre las columnas de aire ascendentes, y contemplar lo que había abajo. El enorme cuadro del SaryOzeki invernal se extendía ante su vista. Allí, en la imperceptible sinuosidad de la línea del ferrocarril, se agrupaban algunas casitas y algunas luces: era el apartadero de Boranly-Buránny. En una de aquellas casitas estaba Ukubala con sus hijitas. Seguramente ya estarían durmiendo. Pero posiblemente debería de pensar algo, quizá el corazón le sugeriría algo. Y en otra de las casitas, Zaripa con sus hijos. Ella no dormiría. Era seguro que lo pasaba mal. Y tenía aún por delante mucha amargura: los niños aún no sabían lo de su padre. Y no había remedio, la verdad no se puede dejar al margen...

Imaginaba cómo pasaban retumbando los trenes en mitad de la noche, llameando con sus luces, barriendo el polvo de nieve, y cuán densa e infinita era la noche que los rodeaba. No lejos del lugar donde se encontraba como huésped escuchando la dombra, en la negra, oscura y salvaje estepa, entre nieves y vientos, vigilaba el frenético Karanar. No estaba para sueños ni para descansos, porque así lo disponía la naturaleza. Acumulaba fuerzas durante todo el año, estaba todo ese tiempo recogiendo y rumiando pienso, frotando continua e incesantemente la rumia con sus poderosas mandíbulas, que para ello tenía convenientemente adaptado el estómago, para acumular primero el pienso en forma de pasta y luego devolverlo para una segunda molturación. Los camellos rumian en cualquier momento, masticando la rumia cuando caminan e incluso cuando duermen, y todo ello para acumular y concentrar fuerza en las gibas, y cuanto más poderosas, hinchadas y duras sean éstas, cuanto más compacta sea su grasa, más poderoso será el macho en la temporada invernal. Y entonces no le importará la nieve ni el frío, ni incluso su amo, y menos aún la demás gente. Entonces se volverá fiero, embriagado por una fuerza indomable, entonces será zar, dueño y señor, y no experimentará cansancio ni temor, ni nada del mundo existirá para él, ni la comida ni la bebida, nada excepto el ansia de saciar su grande y desenfrenada pasión. Pues para ello ha vivido todo un año, y ha acumulado fuerzas día tras día. Y en el momento en que Burani Yediguéi estaba de huésped, caliente y satisfecho, escuchando música, en algún lugar de aquel distrito se agitaba y enfurecía Burani Karanarentre nieves lunares, en medio de la noche de Burani, fiel a la llamada de la sangre, guardando celosamente las hembras preferidas, no permitiendo que se les acercara fiera alguna, ni siquiera Un pájaro, aullando penetrantemente y sacudiendo aterrorizador los negros mechones de su barba.

Yediguéi también pensaba en eso a los acordes de la dombra...

La música trasladaba instantáneamente su pensamiento del pasado al presente, y de nuevo al pasado. Y a lo que le esperaba a la mañana siguiente. Y surgió en él un raro deseo: proteger y guardar de cualquier peligro todo aquello que le era querido; todo el mundo que era capaz de imaginar, para que nadie ni nada lo pasara mal. Y esa vaga sensación de cierta culpabilidad

ante todos cuantos estaban relacionados con su vida, provocaba en él un secreto pesar...

–Yediguei –le llamó Erlepés sonriendo pensativamente mientras, al finalizar, pulsaba suavemente las cuerdas a punto de aquietarse–. Seguramente estarás cansado del viaje, tienes que descansar, y yo no hago más que rasguear la dombra.

–No, no; pero qué dices, Erlepés –protestó sinceramente Yediguéi poniéndose las manos en el pecho–. Por el contrario, hacía tiempo que no me sentía tan bien como ahora. Si tú no estás cansado, continúa, haz esta buena acción. Toca.

–¿Qué te gustaría oír?

–Eso lo sabes tú mejor que yo, Erlepés. El maestro sabe mejor lo que más le va. NatÑralmente, las canciones antiguas parecen ser algo más íntimo. No sé por qué, pero se agarran al alma, inspiran pensamientos.

Erlepés movió la cabeza en señal de comprensión.

–También nuestro Kospán es así –sonrió mirando a éste, que se mostraba desacostumbradamente callado–. Cuando escucha la dombraparece derretirse, se convierte en otro hombre. ¿No es así, Kospán? Pero hoy tenemos un invitado. No lo olvides. Échanos Un poco más.

–Al instante –se animó Kospán y vertió en el fondo de los vasos una nueva ronda.

Bebieron, picaron los entremeses. Después de esa corta espera, Erlepés tomó la dombray comprobó de nuevo, pulsando las cuerdas, que el instrumento estaba afinado.

–Puesto que sientes afición por las cosas antiguas –dijo dirigiéndose a Yediguéi–, te recordaré una historia, Yedik. Muchos ancianos la saben, y tú también. Por cierto, vuestro Kazangap la cuenta muy bien, pero él la cuenta y yo la canto y la toco, monto todo un teatro. En tu honor, Yedik: Alocución de Raimalyagá a su hermano Abdilján.

Yediguéi asintió, agradecido, con la cabeza, y Erlepés recorrió las cuerdas haciendo preceder al relato la bien conocida abertura de dombra. De nuevo volvió a gemir la turbada alma de Yediguei, pues todo lo que había en aquella historia se reflejaba en él con especial tristeza y comprensión.

Zumbaba la dombra, acompañada por el canto de Erlepés, denso y grave, muy adecuado al relato sobre el trágico destino del célebre zhyrau [31]Raimaly-agá. Éste pasaba ya de los sesenta cuando se enamoró de una joven, Beguimái, una cantante trashumante de diecinueve años, que se encendió como una estrella en su camino. Más exactamente, fue ella la que se enamoró de él. Pero Beguimái era libre, voluntariosa y podía disponer de su persona como quisiera. La fama, a quien condenó fue a Raimaly-agá. Desde entonces, esa historia de amor tiene sus partidarios y sus detractores. No hay indiferentes. Unos no aceptan, rechazan, el acto de Raimaly-agá y exigen que su nombre sea olvidado; otros le compadecen, sufren con él, transmiten de boca en boca, de generación en generación, esa amarga tristeza de enamorado. Y así vive el relato de Raimaly-agá. En todas las épocas tiene Raimaly-agá quienes le vilipendian y quienes le defienden.

Aquella noche recordó Yediguéi cómo Ojos de Halcónhabía vituperado con rencor el relato de la alocución de Raimaly-agá a su hermano Abdilján, que había encontrado entre los papeles de Abutalip Kuttybáyev. Abutalip, por el contrario, tenía una opinión muy alta de lo que él llamaba el poema del Goethe de la estepa, pues los alemanes tuvieron también a un grande y prudente anciano que se enamoró de una jovencita. Abutalip escribió la canción de Raimaly-agá sacándola de las palabras de Kazangap con la esperanza de que la leyeran sus hijos cuando fueran mayores. Abutalip decía que hay casos aislados, destinos de ciertos hombres, que se convierten en patrimonio de muchos, pues el valor de la lección es muy elevado y el contenido de la historia muy grande, y lo que le sucedió a un solo hombre parece extenderse a todos los que viven en esa época e incluso a los que vendrán mucho después...

Ante él, tocando inspiradamente la dombray acompañándola con su voz, se sentaba Erlepés, el jefe del apartadero que tenía ante todo que entender de raíles en un determinado tramo del ferrocarril, y parecía que no tenía por qué llevar dentro de sí una atormentadora historia de tiempos remotos, la historia del desgraciado Raimaly-agá, no tenía por qué sufrir como si se encontrara en su lugar... Así es la música y el verdadero canto, pensaba Yediguéi; cuando dicen: muere y nace de nuevo, uno estaría dispuesto a hacerlo en aquel momento... Ay, si siempre pudiera arder en el alma iluminada esa luz que permite al hombre pensar con claridad a su antojo sobre sí mismo de la mejor manera...

En aquel nuevo lugar, Yediguéi no consiguió dormirse en seguida, pese a que antes salió a respirar el frío aire, y aunque los dueños de la casa le arreglaron una cómoda y caliente yacija, con esas sábanas limpias que se guardan en todas las casas para casos semejantes. Yacía junto a la ventana y oía cómo el viento arañaba y silbaba, cómo pasaban los trenes en una y otra dirección... Esperaba el amanecer para apoderarse del amotinado Karanary ponerse cuanto antes en camino, para llegar pronto a Boranly-Buránny, donde vivían sus hijos, los de ambas casas, ya que él los amaba de igual manera, pues por ello vivía en esa tierra, para que se sintieran bien... Pensaba de qué manera podría someter a Karanar. Ése era el problema, todo lo suyo era diferente de lo de los demás, y le había tocado el camello más terco y furioso, la gente se ponía a temblar sólo al verlo y ahora estaba dispuesta incluso a disparar... Pero cómo meter en la cabeza de un animal lo que es bueno y lo que es malo... Porque si había ido hacia aquellos lugares no era porque sí, así lo había dispuesto la naturaleza, y Karanarera grande y poderoso, por lo cual no había para él barrera alguna y destrozaría a quien se interpusiera en su camino... ¿Qué hacer? ¿Cómo apretarle las clavijas a Karanar? Sería preciso encadenarlo y tenerlo todo el invierno en el vallado, no fuera que le volaran su pecadora cabeza; si no Kospán, algún otro le dispararía y no habría remedio... Al dormirse, recordó Una vez más la canción de Erlepés, cómo tocaba la dombra, y se alegró de haber podido pasar con ellos toda la velada. Gracias a aquella dombrahabían revivido, trasladados a su alma, los sufrimientos del bardo Raimaly-agá, que se enamoró para su desgracia. Y aunque no había nada en común entre los dos, Yediguéi encontró en la historia de Raimaly-agá Un lejano eco, Un cierto dolor común. Lo que experimentara Raimaly-agá cien años atrás, se transmitía como un eco hasta él, hasta Burani Yediguéi, que vivía en el desierto Sary-Ozeki. Yediguéi suspiraba profundamente, se revolvía en su yacija, se sentía triste y apenado por toda aquella vaguedad que se avecinaba, por aquella indeterminación de su espíritu. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía continuar? ¿Qué decirle a Zaripa? ¿Qué responder a Ukubala? Sí, se hallaba indeciso, vagaba, erraba de camino, y al dormirse se sintió de pronto en el mar de Aral... La cabeza le dio vueltas ante aquel insoportable azul y aquel viento... Y como entonces, como en su infancia, se precipitó hacia el mar para imaginarse gaviota viviendo libremente sobre las olas, y se sintió muy feliz con ello, exultante. Se cernía sobre los espacios marinos escuchando continuamente el zumbido y el tintineo de la dombra, el canto de Erlepés sobre el desgraciado amor de Raimaly-agá, y soñó de nuevo que soltaba al mar el mekre de oro. El mekre era flexible y pesado, y cuando lo llevaba al agua sentía claramente la viva carne del pez y los esfuerzos que hacía en su ansia por escapar hacia su elemento natural. Él caminaba por la orilla, el mar rodaba a su encuentro, él se reía con la cara al aire, y luego abrió los brazos y el mekre de oro, encendiéndose sobre el denso azul del mar como un irisado brillo, estuvo largo rato deslizándose y cayendo en el agua... Y sin embargo, de alguna parte llegaba una música... Alguien lloraba y se quejaba de su destino.

Aquella noche se paseó por la estepa un viento helado e impetuoso. El frío cobraba fuerza. La manada de camellas, de cuatro cabezas, la manada predilecta que vigilaba Burani Karanar, estaba en Un lugar aislado, en un barranco bajo un pequeño montículo. Barridas por la nieve de los lugares donde soplaba el viento, se habían agrupado para calentarse unas a otras colocando cada una la cabeza sobre el cuello de la vecina. Pero su furioso y velludo amo Karanarno las dejaba en paz. No hacía más que dar vueltas e ir de acá para allá, rugiendo de ira, celoso no se sabe de quién ni de qué, como no fuera de la Luna, que brillaba en las alturas, entre la flotante neblina. Karanarestaba muy inquieto. Esa negra fiera de dos gibas, largo cuello y lanuda y rugiente cabeza trotaba por la helada y brumosa superficie barrida por la ventisca. ¡Cuánta fuerza había en ella! Tampoco en aquel momento le habría repugnado dedicarse a su ocupación favorita, y fastidiaba e importunaba ora a una hembra ora a otra, las mordía con fuerza en los tobillos y en los muslos, arrancaba a una de las demás, y eso era ya demasiado por su parte, pues las camellas tenían ya bastante con las horas del día, en las que con gusto cedían a sus caprichos, pero de noche deseaban descansar. Por eso también bramaban indignadas como respuesta, resistiendo a su importuno asedio y sin ningunas ganas de ceder. Por la noche deseaban descansar.

Cerca del amanecer, Burani Karanarse tranquilizó un poco, se calmó. Estaba junto a las hembras y gritaba de vez en cuando medio dormido, al tiempo que lanzaba salvajes miradas a su alrededor. Y entonces las camellas se tendieron sobre la nieve, las cuatro, una junto a otra, con los cuellos extendidos y se quedaron calladas, algo adormiladas. Soñaron en los tiernos camellitos, en los que habían tenido ya, y en los que tendrían de aquel negro semental que había llegado allí quién sabe de dónde y las había conquistado en dura lucha con otros sementales. Y soñaron en el verano, en el aromático ajenjo, en el tierno contacto de los camellitos apegados a sus pezones, que les producían suave dolor, que les punzaba desde vagas profundidades, como un presentimiento de la futura leche... Burani Karanarcontinuaba de guardia, el viento silbaba sobre sus greñas...


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