Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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Aunque Yediguéi no lo había pensado, resultó algo semejante a un pequeño mitin funerario. Y tras eso partieron. Los vecinos siguieron un trecho detrás del tractor y luego se quedaron en grupo más allá de las casas. Durante algún rato se pudo escuchar todavía el fuerte llanto: les lanzaban sus gritos Aizada y Ukubala...
Y cuando cesaron los lamentos, y los seis, cada vez más lejos del ferrocarril, se internaron en Sary-Ozeki, Burani Yediguéi suspiró aliviado. Ahora ya eran independientes y él sabía lo que debía hacer.
El sol se levantaba ya sobre la tierra, inundando generosa y alegremente de luz los grandes espacios de Sary-Ozeki. De momento, aún hacía fresco en la estepa y nada endurecía su caminata. En todo ese mundo, sólo dos milanos se cernían de modo habitual e inalcanzable en las alturas, y a veces alguna alondra huía piando asustada y sacudiendo sus alas. «Pronto se marcharán incluso ellas. Con las primeras nieves, se reunirán en bandadas y levantarán el vuelo», pensó Yediguéi, imaginándose por un momento la nevada y a los polluelos levantando el vuelo sobre aquella capa de nieve. Y de nuevo recordó sin saber por qué a la zorra que aquella noche se había acercado al ferrocarril. Incluso miró disimuladamente por los lados, por si aún le seguía. Y otra vez pensó en el cohete de fuego que se elevó aquella noche de Sary-Ozeki hacia el cosmos. Sorprendido por semejantes pensamientos, se obligó a olvidarlos. No era en eso en lo que debía pensar en aquel momento, aunque el camino fuera largo...
Burani Yediguéi cabalgaba delante en su Karanar, indicando la dirección a Ana-Beit. Karanarandaba al trote largo, con grandes zancadas, cada vez más ajustado al ritmo normal de viaje. Para un entendido, Karanaraparecía especialmente hermoso en plena marcha. La cabeza del camello, sobre su cuello orgullosamente doblado, parecía' flotar sobre unas olas, quedando casi inmóvil, mientras las patas, largas y de secos músculos, cortaban el aire midiendo incansablemente sus pasos sobre la tierra. Yediguéi iba firmemente sentado entre las gibas, cómodo y seguro. Estaba contento de que Karanarno necesitara estímulos, de que caminara captando fácil y sensitivamente las indicaciones de su amo. Las condecoraciones y medallas tintineaban suavemente sobre el pecho de Yediguéi y reflejaban los rayos del sol. Pero esto no le molestaba.
Tras él, avanzaba el tractor Bielorús con el remolque. Sabitzhán iba en la cabina, junto al joven tractorista Kalibek. La víspera había bebido considerablemente, divirtiendo a los de Boranly con fábulas sobre hombres teledirigidos y todo tipo de cháchara, y ahora se encontraba abatido y silencioso. La cabeza de Sabitzhán oscilaba de un lado para otro. Yediguéi temía que se le rompieran las gafas. En el remolque, junto al cuerpo de Kazangap, se había sentado el marido de Aizada, triste y sombrío. Fruncía los ojos bajo el sol, y de vez en cuando echaba miradas a su alrededor. Aquel despreciable alcohólico se mostraba entonces bajo su mejor aspecto. No había bebido ni una gota. Había procurado ayudar a todo el mundo en todas las cosas, y al sacar el cadáver había mostrado un celo especial arrimando el hombro. Cuando Yediguéi le propuso que se instalara detrás de él en el camello, rehusó.
—No —dijo—, me sentaré junto a mi suegro, le acompañaré del principio al fin.
Esto lo aprobaron tanto Yediguéi como los demás vecinos. Y cuando se pusieron en marcha, quien lloró más y con más fuerza que nadie fue precisamente él, sentado en el remolque y sosteniendo la envoltura de fieltro que contenía el cuerpo del difunto. «¡A ver si ahora, de pronto, ese hombre sienta la cabeza y deja de beber! ¡Qué felicidad para Aizada y para los niños!», llegó a concebir esperanzas Yediguéi.
La pequeña y extraña procesión por la desierta estepa, encabezada por el jinete del camello del telliz de borlas, se cerraba con la excavadora Bielorús. En su cabina viajaban Edilbái y Zhumagali. Moreno como un negro, el bajito Zhumagali iba al volante. Acostumbraba a llevar aquel vehículo en diferentes trabajos ferroviarios. Hacía relativamente poco que había aparecido por Boranly-Buránny y sería aún difícil decir si se quedaría por mucho tiempo. A su lado, una cabeza más alto que él, iba Dlínny Edilbái. Todo el camino estuvieron charlando animadamente.
Hay que hacerle justicia al jefe de apartadero Ospán. Él fue quien proporcionó, para el entierro, todas las máquinas de que disponía el apartadero. El joven jefe había razonado correctamente: si debían ir tan lejos, y además cavar la tumba a mano, no podrían regresar por la tarde, pues la tumba debía ser profunda, con excavación subterránea para el nicho lateral al estilo musulmán.
Al principio, esta oferta desconcertó algo a Burani Yediguéi. No le pasaba por la cabeza que alguien tuviera la ocurrencia de cavar una tumba de otro modo que no fuera con sus propias manos, es decir, con la ayuda de una excavadora. En esta conversación había estado sentado frente a Ospán con la frente fruncida, reflexionando, lleno de dudas. Pero Ospán encontró una salida y convenció al anciano:
—Yediguéi, te propongo algo práctico. Para que nada os turbe, empezad a cavar primero a mano. Digamos, las primeras paletadas. Y luego con la excavadora en un abrir y cerrar de ojos. La tierra de Sary-Ozeki se ha secado, está como una piedra, tú mismo lo sabes. Con la excavadora profundizaréis lo que haga falta, y poco antes de terminar, volvéis a cavar a mano y culmináis la obra, por decirlo así. Economizaréis tiempo y cumpliréis todas las normas...
Y ahora, a medida que se alejaban por Sary-Ozeki, Yediguéi encontraba el consejo de Ospán completamente sensato y aceptable. E incluso se admiró de que no se le hubiera ocurrido a él. Así lo harían, si Dios quería, cuando llegaran a Ana-Beit. Así debía ser: elegirían, en el cementerio, un lugar conveniente para instalar al difunto con la cabeza hacia la eterna Caaba, empezarían con la azada vertical y la pala que llevaban en el remolque, y así que profundizaran un poco, pondrían en juego la excavadora para llevar la zanja hasta el fondo, pero el nicho lateral —el kazanak– y el habitáculo, los terminarían a mano. Así todo iría más de prisa y sería más tradicional.
Con este objeto avanzaban por Sary-Ozeki, ora apareciendo en la cresta de un montículo, ora desapareciendo en los anchos barrancos, ora perfilándose de nuevo claramente en las alejadas llanuras. Delante, Burani Yediguéi sobre el camello, tras él el tractor con el remolque, y tras éste, como un escarabajo, con sus aristas y brazos, la excavadora Bielorús con la pala del bulldozer por delante y el cangilón por la parte de atrás.
Al volver por última vez la cabeza hacia el apartadero que desaparecía a sus espaldas, Yediguéi advirtió, con gran sorpresa, la presencia del perro pardo Zholbars, que trotaba aplicadamente por uno de los lados. ¿Cuándo se había agregado a la comitiva? ¡Hay que ver! Al salir de Boranly-Buránny no parecía estar allí. Si hubiera sabido que les iba a gastar esa broma, lo habría atado. ¡Qué astuto! Así que advertía que Yediguéi salía con Karanarpara alguna parte, elegía el momento y se les unía como compañero de viaje. Y también esta vez parecía haber salido de debajo de la tierra. «Al diablo», pensó Yediguéi. Era ya tarde para hacerlo retroceder, y tampoco valía la pena perder el tiempo por un perro. Que corriera. Y como si adivinara los pensamientos de su amo, Zholbarsadelantó al tractor y se colocó lateralmente, un poco por delante de Karanar.Yediguéi lo amenazó con el mango del látigo. Pero el animal no movió ni las orejas. «Es tarde para amenazar», parecía decir. Además, qué tenía de malo para que no pudieran dejarlo asistir a semejante acto. De ancho pecho, peludo y poderoso cuello, orejas cortadas e inteligente y tranquila mirada, el perro pardo Zholbarsera hermoso y notable a su manera.
Entretanto, a Yediguéi le asaltaban diversas ideas camino de Ana-Beit. Al contemplar cómo se elevaba el sol por el horizonte midiendo el discurrir del tiempo, recordó la vida y milagros del pasado. Rememoró los días en que él y Kazangap eran jóvenes, llenos de fuerza; eran, cuando resultaba necesario, los principales obreros fijos del apartadero; los demás no permanecían mucho tiempo en Boranly-Buránny, del mismo modo que llegaban se marchaban. Kazangap y él no tenían tiempo para descansar, pues quiérase o no, debían realizar, sin otras consideraciones, todo el trabajo del apartadero, todo aquel que se presentara como indispensable. Resultaba violento recordar todo eso en voz alta, los jóvenes se reían: «Viejos tontos, habéis estropeado vuestra vida. ¿Y por qué?». Sí, efectivamente, ¿por qué? O sea, que debería haber un porqué.
Una vez lucharon con los montones de nieve durante dos días sin descanso, limpiando las vías. Por la noche acercaron una locomotora para que alumbrara el terreno con sus faros. Y la nieve continuaba cayendo, el viento la arremolinaba. Por un lado limpiaban y por otro ya se formaban montones de nieve. Y hacía frío, aunque no es ésa la palabra: la cara y las manos se hinchaban. Se metían en la locomotora para calentarse cinco minutos y de nuevo la emprendían con ese caso perdido de Sary-Ozeki. Y la propia locomotora estaba ya cubierta de nieve desde arriba hasta las ruedas. Tres obreros, recién llegados, se marcharon aquella misma noche. Maldijeron la vida en Sary-Ozeki por todo lo alto.
–No somos presos –dijeron–, y en las cárceles por lo menos conceden un tiempo para dormir.
Con eso, cambiaron de destino, y por la mañana, cuando ya podían pasar los trenes, les silbaron como despedida: –Eh, pedazos de bestia, ¡el diablo os lleve!
Pero no fue porque tan gallardos forasteros les ladraran, sucedió así. Kazangap y él lucharon contra aquella obstrucción. Sí, sucedió así. Por la noche se hizo imposible trabajar. Caía la nieve, soplaba el viento por todos lados y se agarraba a ellos como perro rabioso. No había dónde protegerse del viento. La locomotora proyectaba sus faros, pero sólo producía niebla. Los faros iluminaban a duras penas la oscuridad. Cuando aquellos tres se marcharon, Kazangap y él se quedaron para transportar la nieve con un carro de camello. Llevaba un par de camellos enganchados. Los animales no querían andar, también sentían frío y náuseas en aquel torbellino. En las márgenes, la nieve llegaba hasta el pecho. Kazangap tiraba de los camellos por el morro, para que le siguieran, Yediguéi, en el carro, los azuzaba por detrás con el látigo. Así estuvieron penando hasta medianoche. Después, los camellos cayeron en la nieve, y aunque los mataran no se movían, habían llegado al final de sus fuerzas. ¿Qué hacer? Había que abandonar hasta que el tiempo se calmara. De pie, junto a la locomotora, se protegían del viento.
–Basta, kazajo, subamos a la máquina, allí veremos qué hace el tiempo –dijo Yediguéi golpeando las heladas manoplas una contra otra.
–El tiempo continuará siendo lo que es. Y de todos modos nuestro trabajo es limpiar las vías. Tomemos las palas, no tenemos derecho a parar.
–¿No somos seres humanos?
No son los seres humanos, sino los lobos y demás fieras, quienes ahora buscan sus madrigueras para esconderse.
–¡Canalla! –se enfureció Yediguéi–. ¡A ti te importa poco que estire la pata o estirarla tú mismo! –y le sacudió en la mandíbula.
Se agarraron, se destrozaron los labios uno a otro. Menos mal que el fogonero saltó de la máquina y los separó a tiempo.
Así era Kazangap. Hoy día no hay hombres como él, ya no quedan Kazangaps. Al último lo llevan hoy a enterrar. Sólo queda esconder al difunto bajo tierra con las palabras de adiós, y ¡amén!
Pensando en esto, Burani Yediguéi repetía en su interior oraciones medio olvidadas, para comprobar el orden establecido de las palabras, para reproducir exactamente en la memoria un orden de pensamientos dirigidos a Dios, pues sólo Él, incognoscible e invisible, puede conciliar en la conciencia del hombre los incompatibles principio y fin, vida y muerte. Para eso, seguramente, se han compuesto las oraciones. Pues no llegarán tus gritos a Dios, no le podrás preguntar por qué lo ha establecido así para que haya que nacer y que morir. Y así vive el hombre desde que el mundo es mundo, no aceptándolo pero conformándose. Y esas oraciones son invariables desde aquellos días, y dicen lo mismo, para que el hombre no proteste inútilmente, para que se consuele. Y estas palabras, pulidas por los siglos como piezas de oro fundido, son las últimas de las últimas que debe pronunciar el vivo ante el muerto. Éste es el rito.
Y también pensaba, que aparte de que Dios exista en este mundo o de que no exista en absoluto, el hombre sin embargo se acuerda de él sobre todo cuando lo necesita, aunque no esté bien actuar así. Por ello, seguramente, se dice: «El incrédulo sólo se acuerda de Dios cuando le duele la cabeza». Sea o no así, hay que saber oraciones.
Mirando a sus jóvenes acompañantes del tractor, Burani Yediguéi se acongojaba sinceramente lamentando que ninguno de ellos conociera ninguna oración. ¿Cómo podrían enterrarse los unos a los otros? ¿Con qué palabras que encerraran tanto el principio como el fin de la vida podrían poner broche a la salida de un hombre hacia la nada? Tal vez con un: «Adiós, camarada, nos acordaremos de ti». ¿O alguna otra estupidez?
Una vez tuvo ocasión de asistir a un entierro en la capital del distrito. Burani Yediguéi no salía de su asombro: el cementerio parecía una asamblea cualquiera. Ante el difunto, colocado en el ataúd, actuaban papel en mano los oradores, y todos decían lo mismo: de qué trabajaba, qué cargos había ocupado y de qué manera, a quién había servido y cómo lo había hecho, y luego tocó la música y cubrieron de flores la tumba. Pero ninguno de ellos se dignó hablar de la muerte como se habla en las oraciones que coronan el conocimiento de los hombres desde tiempos inmemoriales en esta sucesión de existencia e inexistencia, como si antes nadie hubiera muerto en el mundo ni después nadie debiera ya morir. ¡Desgraciados, eran inmortales! Así lo declaraban, a despecho de lo evidente: «¡Ha partido hacia la inmortalidad!».
Yediguéi conocía muy bien el terreno. Además, desde la altura de Burani Karanar, él, como jinete, podía ver lo que tenía delante hasta largas distancias. Procuraba seguir un camino, por Sary-Ozeki, lo más directo posible hasta Ana-Beit, dando sólo algún rodeo para que los tractores pudieran superar más fácilmente los baches y hoyas.
Todo salía según se había planeado. Sin prisa y sin pausa habían recorrido ya una tercera parte del camino... Burani Karanarllevaba un trote incansable, captando con sensibilidad las órdenes de su amo. Le seguía, chirriando, el tractor con su remolque, y tras éste iba la excavadora Bielorús.
Y sin embargo, los esperaban circunstancias imprevistas que, por increíble que eso suene, tuvieron cierta relación interna con los hechos que estaban ocurriendo en el cosmódromo de Sary-Ozeki...
En aquel momento, el portaviones Conventsiase encontraba en su puesto, en aquella zona del océano Pacífico, al sur de las Aleutianas, en un punto rigurosamente equidistante de, por el aire, Vladivostok y de San Francisco.
El tiempo no había cambiado en el océano. En el curso de la primera mitad del día, el sol continuó brillando de forma cegadora sobre los grandes espacios de agua siempre radiantes. En el horizonte, nada hacía prever cambios atmosféricos de ningún tipo.
En el portaviones, todos los servicios estaban en tensión, en estado de preparación plena, incluyendo al ala de aviación y al grupo de seguridad interna, aunque no había ningún motivo concreto para ello en el mundo real que los rodeaba. El motivo estaba tras los límites del cosmos.
Los comunicados de los paritet-cosmonautas desde el planeta Pecho Forestal, que llegaban a bordo del Conventsia a través de la órbita «Tramplin», produjeron en los mandos del Centrun, y en las comisiones plenipotenciarias, una total confusión. El desconcierto era tan grande que ambas partes decidieron llevar a cabo, al principio, reuniones por separado para examinar la situación creada partiendo ante todo de sus propios intereses y posiciones, y luego reunirse para un estudio conjunto.
El mundo no conocía aún aquel descubrimiento sin precedentes en la historia de la Humanidad: la existencia de una civilización no terrena en el planeta Pecho Forestal. Incluso los gobiernos de ambas naciones, que habían sido puestos en antecedentes de la manera más secreta, no tenían de momento noticias sobre el ulterior desarrollo de los acontecimientos. Esperaban el punto de vista concorde de las comisiones competentes. En toda el área del portaaviones se estableció un severo régimen: nadie, incluida el ala de aviación, tenía derecho a abandonar su puesto. Nadie, bajo ningún pretexto, podía abandonar el barco, y ninguna otra nave estaba autorizada a acercarse al Conventsiaen un radio de cincuenta kilómetros. Los aviones que sobrevolaban aquella zona cambiaron su curso para no pasar a menos de trescientos kilómetros del lugar que ocupaba el portaviones.
Así, pues, la reunión general de las partes quedó interrumpida, y cada comisión, junto con sus corresponsables del programa «Demiurg», empezó a estudiar los informes de los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1, transmitidos desde el planeta Pecho Forestal, desconocido por la ciencia.
Sus palabras llegaban de una impensable distancia astronómica:
«¡Atención, atención!
»¡Vamos a efectuar una transmisión transgaláctica para la Tierra!
»Es imposible explicar todas aquellas cosas que no tienen un nombre en nuestro planeta. Sin embargo, hay mucho en común.
»¡Son seres con figura humana, gente como nosotros! ¡Viva la evolución mundial! ¡También aquí la evolución ha elaborado un modelo homínido siguiendo un principio universal! ¡Son unos tipos magníficos, los homínidos extraterrestres! Piel morena, cabellos azules, ojos violáceos o verdes con blancas y espesas pestañas.
»Los vimos en sus escafandras transparentes cuando se ensamblaron a nuestra estación espacial. Nos sonreían desde la popa de la nave y nos invitaban a pasar a ella.
»Y pasamos de una civilización a otra.
»El helicoidal aparato volador desatracó, y a la velocidad de la luz, que prácticamente no se advertía en el interior de la nave, cruzamos el universo superando el torrente del tiempo. Lo primero que nos llamó la atención y que nos produjo un inesperado alivio fue la ausencia de estado de ingravidez. De momento no hemos podido averiguar cómo lo consiguen. Mezclando palabras inglesas y rusas, pronunciaron la primera frase: "Bienvenidos a nuestra Estrella". Y entonces comprendimos que, si había un cierto grado de sensibilidad, podríamos intercambiar pensamientos. Había cinco seres de cabellos azules y elevada estatura, cerca de dos metros: cuatro hombres y una mujer. La mujer no se diferenciaba por la estatura sino por sus formas netamente femeninas y por una piel más clara. Todos los pechianos de cabellos azules son bastante morenos, algo así como nuestros árabes del norte. Nos inspiraron confianza desde el primer momento.
»Tres de ellos eran los pilotos del aparato volador, y uno de los hombres, y la mujer, eran expertos en idiomas terráqueos. Eran los primeros que habían aprendido y sistematizado palabras inglesas y rusas captando emisiones de radio en el cosmos, y habían compuesto un vocabulario terráqueo. En el momento de nuestro encuentro habían asimilado el significado de más de dos mil palabras y términos. Con la ayuda de esta reserva lingüística empezó nuestra comunicación. Ellos hablaban una lengua completamente incomprensible para nosotros, naturalmente, pero cuyo sonido recordaba al español.
»Once horas después de abandonar la Paritet, salíamos de los límites del sistema solar.
»El paso de nuestro sistema astral a otro se realizó imperceptiblemente, sin que nada especial lo distinguiera. La materia del universo es igual en todas partes. Pero en nuestro rumbo (evidentemente, tal debía de ser en aquel momento la disposición y el estado de los cuerpos celestes en aquel otro sistema) se encendió gradualmente frente a nosotros un crepúsculo carmesí. Este crepúsculo fue creciendo y se ensanchó a lo lejos en un espacio ilimitado de luz. Al propio tiempo nos cruzamos con algunos planetas que en aquel momento aparecían oscuros por una parte e iluminados por la otra. Muchos soles y lunas pasaron por los espacios visibles.
»Pareció que pasábamos de la noche al día. Y de pronto entramos volando en una luz cegadoramente pura e inmensa que procedía de un grande y poderoso sol en un cielo hasta entonces desconocido.
»–¡Estamos en nuestra galaxia! ¡Aquí brilla nuestro Poseedor! ¡Pronto aparecerá nuestro Pecho Forestal! –anunció la lingüista.
»Y efectivamente, a inconmensurable altura, en aquel nuevo espacio cósmico, vimos un sol desconocido para nosotros, un astro llamado Poseedor. Este Poseedor supera a nuestro Sol por la intensidad de sus radiaciones y por su tamaño. Por cierto, estas cualidades del mencionado astro, y el hecho de que los días del planeta Pecho Forestal consten de veintiocho horas, son, nos inclinamos a creer, la explicación de una serie de diferencias geobiológicas entre ese mundo y el nuestro.
»De todo ello, sin embargo, intentaremos informar la próxima vez, o cuando volvamos a la Paritet, y ahora sólo daremos de paso algunos datos importantes. Desde las alturas, el planeta Pecho Forestal recuerda nuestra Tierra, rodeada del mismo tipo de nubes atmosféricas. Pero ya más cerca, a una distancia de cinco o seis mil metros de la superficie –los pechianos realizaron para nosotros un vuelo especial de observación– es un espectáculo de inaudita belleza: montañas, picos, montículos, todos bajo una capa de vivo verde, con ríos, mares y lagos entre ellos, y en algunas partes del planeta, sobre todo en los extremos de los polos, enormes manchas de desiertos sin vida, azotados por tempestades de polvo. Pero la mayor impresión nos la produjeron las ciudades y pueblos. Estas islas de construcciones dentro del paisaje pechiano son testigos de un nivel de urbanismo excepcionalmente elevado. Ni Manhattan puede compararse con lo que representa la construcción de ciudades por los habitantes de azules cabellos de aquel planeta.
»A nuestro juicio, los mismos pechianos son un fenómeno aparte entre los seres racionales del universo. El período de embarazo consta de once meses pechianos. La duración de la vida es larga, aunque ellos mismos consideran que el principal problema de la sociedad y del sentido de la existencia es la prolongación de la vida. Viven un término medio de ciento treinta a ciento cincuenta años, y alguno llega hasta los doscientos años. La población del planeta supera los diez mil millones de habitantes.
»No estamos en condiciones de exponer con cierta sistematización todo lo relacionado con la forma de vida de las gentes de cabellos azules y con las conquistas de su civilización. Por ello vamos comunicando fragmentariamente lo que más nos impresiona de ese mundo.
»Saben conseguir energía solar –o mejor dicho "poseedora"–convirtiéndola en energía térmica y eléctrica con un alto coeficiente de aprovechamiento que supera nuestros medios hidrotécnicos, y también, y eso es muy importante, sintetizan energía de la diferencia de temperatura entre el aire diurno y el nocturno.
»Han aprendido a controlar el clima. Cuando realizamos el vuelo de observación sobre el planeta, el aparato volador, por medio de radiaciones, disipaba instantáneamente las nubes y las nieblas allí donde se concentraban. Nos enteramos de que son capaces de influir en el movimiento de las masas de aire y de las corrientes marinas. Con ello regulan el proceso de humectación y el régimen térmico en la superficie del planeta, es más, han aprendido a controlar la gravitación y esto les facilita los vuelos interestelares.
»Sin embargo, se les plantea un problema colosal con el que, por lo que nosotros sabemos, todavía no ha tropezado la Tierra.
»No sufren sequías, por cuanto son capaces de controlar el clima. De momento no son deficitarios en la producción de alimentos. Y eso con una cantidad de población tan enorme que supera en dos veces y media la población de la Tierra. Pero una parte considerable del planeta se convierte gradualmente en suelo no apto para la vida. En aquellos lugares, todo lo vivo muere. En nuestro vuelo de observación vimos tormentas de polvo en la parte sudeste de Pecho Forestal. Como resultado de ciertas terribles reacciones en el seno del planeta –posiblemente, algo semejante a nuestros procesos volcánicos, aunque los pechianos presentan quizá una forma de lenta difusión de erupciones radiactivas– el suelo de la superficie se va destruyendo, va perdiendo su estructura y se consumen todas las sustancias de la tierra vegetal. En esta parte de Pecho Forestal hay un desierto del tamaño del Sahara que, cada año, va invadiendo paso a paso el espacio vital de los extraterrestres de cabellos azules. Esta es para ellos la mayor desgracia. Aún no han aprendido a controlar los procesos que tienen lugar en las profundidades del planeta. En la lucha contra este amenazador fenómeno de desecación interna se han invertido los mejores esfuerzos, y enormes medios científicos y materiales. No tienen una luna en su sistema astral, pero conocen nuestra Luna y la han visitado. Suponen que nuestra Luna debió de sufrir posiblemente algo semejante. Al enterarnos de esto, nos quedamos algo pensativos: la Luna no está tan lejos de la Tierra. ¿Estamos preparados para este encuentro? ¿Cuáles pueden ser las consecuencias, tanto de carácter externo como interno? ¿Comprenderán los hombres que han perdido mucho, en su desarrollo intelectual, con sus eternas desavenencias en la Tierra?
»Actualmente, en los círculos científicos de Pecho Forestal tiene lugar una discusión de ámbito planetario: la de si conviene incrementar los esfuerzos para descubrir el misterio de la desecación interna y buscar los medios para detener esta catástrofe potencial, o si no sería mejor encontrar a tiempo un nuevo planeta del universo que responda a las exigencias de su vida y empezar también a tiempo la emigración masiva a las nuevas tierras con el objeto de trasladar y restaurar allí la civilización pechiana. De momento aún no está claro adónde y a qué nuevo planeta se dirigen sus miradas. En todo caso, en el planeta actual van a poder vivir aún millones y millones de años, por lo que resulta impresionante que piensen ya en un futuro tan lejano y que estén dominados por tanto entusiasmo y actividad, como si este problema afectara de forma directa a la población que vive en la actualidad. Cómo es posible que ninguna mente haya atisbado este pensamiento ruin: "Después de nosotros, ¿qué más da que no crezca ni la hierba?". Nos sentimos avergonzados por haber pensado algo semejante cuando supimos que una parte considerable del producto planetario bruto se invierte en el programa para prevenir la desecación interna del núcleo. Intentan establecer una barrera de muchos miles de kilómetros —a lo largo de la frontera del desierto que avanza arrastrándose silenciosamente– por medio de la perforación de pozos ultraprofundos a través de los cuales inyectan en el núcleo sustancias neutralizantes de larga duración que, según creen, tendrán la debida influencia sobre las reacciones intranucleares del planeta.
»Como es natural, tienen y deben tener problemas de tipo social, que eternamente atormentan la razón y les imponen una pesada cruz, problemas de orden moral, intelectual, de costumbres. Es de toda evidencia que no discurrirá tan sencillamente la vida en común de diez mil y pico de millones de habitantes, por mucho que sea el bienestar que hayan alcanzado. Pero lo más sorprendente en este punto es que no conocen al Estado como tal, no conocen las armas, no saben qué es una guerra. Nos sería difícil asegurarlo, pero es posible que en el pasado histórico hayan tenido guerras, Estado, dinero, y todo cuanto acompaña a esta categoría de relaciones sociales. Sin embargo, en la etapa actual no tienen ni idea de instituciones opresivas, como el Estado, ni de formas de lucha como la guerra. Si llega el caso de explicarles la esencia de nuestras interminables guerras en la Tierra, ¿no les parecerá un medio absurdo de resolver los problemas, o lo que es más, bárbaro?
»Toda su vida está organizada sobre principios muy distintos, no del todo comprensibles ni completamente accesibles para nosotros debido a nuestro estereotipo de pensamiento terráqueo.
»Han alcanzado un nivel de creación planetaria colectiva que excluye categóricamente la guerra como medio de lucha, por lo que sólo nos queda suponer que, con toda probabilidad, esta forma de civilización es la más vanguardista dentro de los límites de todo el espacio imaginable en el medio universal. Seguramente, se alcanza este nivel de desarrollo científico cuando la humanización del tiempo y del espacio se convierte en el principal sentido de la actividad vital de los seres racionales y por lo tanto en una evolución del mundo en su nueva, más elevada e infinita fase.
»No nos disponemos a comparar dos cosas incomparables. Con el tiempo, también llegará la gente de nuestra Tierra a tan gran progreso, e incluso ahora ya tenemos de qué enorgullecernos, y sin embargo, no nos abandona una sensación deprimente: ¿qué pasará si la Humanidad de la Tierra permanece en el trágico error de creer que la historia no es más que la historia de las guerras? ¿Y si este camino de desarrollo ha sido erróneo desde el principio, el camino de un callejón sin salida? ¿En este caso, adónde vamos y adónde nos conducirá todo esto? Y si es así, ¿conseguirá la Humanidad encontrar en sí misma el valor de confesarlo y de evitar un cataclismo total? Siendo por voluntad del destino los primeros testigos de una vida social extraterrena, experimentamos complejos sentimientos: terror por el futuro de los terrícolas, y esperanza, por haber en el mundo un ejemplo de grandiosa comunidad de vida cuyo movimiento de avance cae fuera de todas las formas de contradicción que se resuelven con guerras...