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Un día más largo que un siglo
  • Текст добавлен: 6 сентября 2016, 23:42

Текст книги "Un día más largo que un siglo"


Автор книги: Чингиз Айтматов



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El día siguiente, a mediodía, llegaron las montañas de Ala-tau, desde Chimkent y a través de todo Semirech. ¡Aquello eran montañas, aquello era digno de verse! Y por mucho que se recreara Burani Yediguéi con el aspecto solemne de las nevadas cumbres que acompañan al ferrocarril hasta la propia AlmaAtá, no podía saciarse. Para él, para un habitante de la estepa de Sary-Ozeki, aquello era un milagro, la contemplación de la eternidad. Los montes Alatau provocaban en él no sólo admiración, por su majestuosidad, sino la necesidad de pensar. Y eso le gustaba: pensar en silencio con las montañas a la vista. Ymentalmente se preparaba para el encuentro con aquellas personas responsables que aún no conocía, pero que decían que jamás debían volver a producirse los errores del pasado, y por ese motivo él quería poner en su conocimiento la amarga historia de la familia de Abutalip. Que examinaran el caso, que decidieran ahora cómo podría corregirse. No se podía resucitar a Abutalip, pero que nadie se atreviera ahora a ofender a los niños, que tuvieran todos los caminos abiertos. Que el mayor, Daúl, fuera aquel otoño a la escuela sin temores ni disimulos. Sólo que, ¿dónde estarían ahora? ¿Cómo lo pasarían? ¿Cómo estaría Zaripa?

Sentía un frío angustioso en el alma cuando recordaba esas cosas. Ya era hora de olvidar el pasado, de calmarse. Porque ella había partido precisamente para cortar de raíz todo pensamiento sobre ella. Pero sólo Dios puede saber lo que se ha olvidado y lo que no. Burani Yediguéi había pasado mucha pena, se había calmado, se había sometido al destino. ¿A quién contar esas cosas? ¿Quién las comprendería? Quizá sólo las nevadas montañas que se encaramaban hacia el cielo; aunque, con tanta altura, se desentienden de los disgustos terrenales de los hombres. Por eso son grandes las Alatau, para que muchos mortales lleguen y se vayan mientras ellas permanecen eternamente allí y así sean muchos los que se sumen en meditaciones al verlas mientras ellas guardan impertérrito silencio...

Yediguéi recordaba que Abutalip, después de anotar la Alocución de Raimaly-agá a su hermano Abdiján, seguramente reflexionó largamente sobre ese cuento, pues un día, en una conversación, le confió la idea de que las personas como Raimaly-agá y Beguimái se proporcionan uno a otro tanta felicidad como amargura, dado que se empujan mutuamente a una miserable tragedia: la dependencia del hombre con respecto a la opinión de los demás. Por eso los parientes trataron a Raimaly-agá de aquella manera, suponiendo que era por su bien. Para Yediguéi, estas prudentes palabras no fueron entonces más que eso: prudentes palabras, hasta que conoció en sí mismo su verdad, hasta que tuvo que sufrir él mismo. Aunque Zaripa y él estuvieran muy lejos de aquella historia, tanto como las estrellas de la Tierra, pues nada entre los dos había sucedido, si no es que él pensaba en ella y la quería mucho, Zaripa había sido la primera en aceptar el golpe para librarse de aquel inevitable callejón sin salida. Lo decidió por sí misma, cortó de una vez, como arrancándose la sangre de las venas, y sin embargo no pensó en él, no pensó en lo que le iba a costar a él esa decisión. Y menos mal que había conservado la vida. Incluso ahora, a veces le dominaba una tristeza tan grande que estaba dispuesto a ir al fin del mundo con tal de verla, con tal de oírla por lo menos una vez...

Y Yediguéi también recordaba, burlándose de sí mismo, lo sorprendente que había sido conocer por Abutalip que había habido en Alemania un hombre muy importante, el gran poeta Goethe. Este nombre tenía en lengua kazaja muy mal sonido, pero no se trataba de eso, pues cada uno lleva el nombre que le impone el destino. El anciano Goethe tenía más de setenta años cuando parece ser que también se enamoró de una joven y que ésta le correspondió con todo su corazón. Esto se sabía en todas partes, pero nadie ató a Goethe de brazos y piernas, ni le declaró loco... ¡Como, en cambio, le habían hecho a Raimalyagá! Humillaron y destruyeron a un hombre, y querían su bien... A su modo, Zaripa también quería su bien, y había obrado bajo los dictados de su conciencia... Él no podía sentirse ofendido. Además, ¿quién puede ofenderse con la persona amada? Antes se acusará a sí mismo y se considerará culpable. Aunque lo pase mal, con tal que ella... Y si puede, incluso cuando le haya abandonado, la recordará y la amará...

De este talante viajaba Burani Yediguéi, recordándola y amándola, recordando a Abutalip y a sus hijos huérfanos...

Cuando ya estaban llegando a Alma-Atá, Yediguéi pensó de pronto: ¿y si Elizárov no estuviera en casa? ¡Pues mira qué bien! No sabía por qué no se le habría ocurrido eso en casa. Tampoco Ukubala había pensado en ello. Habían juzgado por su propia vida. Puesto que ellos vivían sin salir de Sary-Ozeki, pensaron que todos hacían lo mismo. Y en realidad, era muy posible que Afanasi Ivánovich no estuviera en casa. Trabajaba con la propia Academia, le esperaban en todas partes. ¡No tiene pocos asuntos un científico como él! Podía haber salido en misión oficial y estar fuera mucho tiempo. «Sería muy mala pata», se inquietaba Yediguéi. Y comenzó a pensar que tendría que dirigirse a la redacción de su periódico kazajo. La dirección del periódico figuraba en cada ejemplar. Allí, seguramente, le explicarían cómo y adónde dirigirse. Quién si no los trabajadores del periódico podían saber adónde presentarse con aquella cuestión. En casa parecía muy sencillo: prepararse y partir. Pero ahora, al acercarse a su destino, Burani estaba intranquilo: no en vano se dice que el mal cazador sueña en la presa sentado en su casa. Así lo había hecho él. Pero, naturalmente, contaba con Elizárov. Éste era un buen amigo desde tiempos remotos, había estado muchas veces en su casa del apartadero, conocía la historia de Abutalip Kuttybáyev. Él, con media palabra, lo habría comprendido todo. ¿Cómo contarlo a gente desconocida? ¿Por dónde empezar? ¿Qué tono emplear? ¿Testificar como en un juicio? ¿Informar? ¿De qué manera? ¿Le escucharían? ¿Qué respuesta le darían? ¿Y tú quién eres, y por qué te interesa más que a nadie dignificar a Abutalip Kuttybáyev? ¿Qué relación tenías con él? ¿Eres su hermano, su compadre, su cuñado?

Mientras, el tren corría por la periferia de la ciudad de Alma-Atá. Los viajeros se preparaban, salían al pasillo y esperaban la parada. Yediguéi también estaba dispuesto. Ya se veía la estación, el final del viaje. El andén estaba lleno de gente diversa que partía o que iba a recibir a alguien. El tren se detuvo poco a poco. Y de pronto, por la ventanilla, Burani Yediguéi vio a Elizárov entre la gente que pululaba por el andén y se alegró alborozadamente como un niño. Elizárov agitó el sombrero en señal de bienvenida y empezó a caminar a la altura del vagón. ¡Qué suerte! Yediguéi ni soñaba que Elizárov fuera a recibirle personalmente. Hacía tiempo que no se veían, desde el pasado otoño. No, Afanasi Ivánovich no había cambiado, aunque entrara en años. Siempre el mismo hombre flaco e inquieto. Kazangap le llamaba argamak, o sea el caballo pura sangre. Era una gran alabanza: argamak Afanasi. Elizárov lo sabía y lo aceptaba bondadosamente: «¡Como tú quieras, Kazangap! —Y añadía—: ¡Un viejo argamak, pero argamak a fin de cuentas! ¡Muchas gracias!». Habitualmente iba a Sary-Ozeki con ropa de trabajo, botas de fieltro y una vieja gorra muy maltratada; pero allí llevaba corbata y un buen traje gris oscuro. Y el traje le sentaba bien a su figura y sobre todo al color de sus cabellos, grises ya en su mitad.

Mientras el tren se detenía, Afanasi Ivánovich caminaba junto a él, medio ladeado, sonriéndole por la ventanilla. Los ojos grises de Elizárov, de claras pestañas, irradiaban sincera satisfacción por el deseado encuentro. Esto confortó inmediatamente a Yediguéi y sus recientes dudas desaparecieron de golpe. «Buen principio –se alegró–. Si Dios quiere será un éxito.»

–¡Por fin has venido a visitarme! ¡En tantos años! ¡Bienvenido, Yediguéi! ¡Bienvenido, Burani! –le acogió Elizárov.

Se abrazaron fuertemente. La multitud que los rodeaba, y la alegría, hicieron que Yediguéi se desconcertara un poco. Antes de que salieran a la plaza de la estación, Elizárov ya le había formulado una gran cantidad de preguntas. Preguntó por todos, cómo estaba cada uno, qué hacía Kazangap, Ukubala, Bukéi, los niños, quién era ahora el jefe del apartadero. No se olvidó ni de Karanar.

–¿Y qué hace tu Burani Karanar? –se interesó, riéndose por anticipado él sabría de qué–. ¿Continúa siendo el mismo, un rugiente león?

–Va tirando. Y cuando le pasa algo, ruge –respondió Yediguéi–. En Sary-Ozeki tiene libertad. ¡Qué más quiere!

Junto a la estación había un gran coche negro de reluciente pulido. Era la primera vez que Yediguéi veía un coche como aquél. Era un Zim, el mejor coche de los años cincuenta.

–Éste es mi Karanar–bromeó Elizárov–. Sube, Yediguéi –dijo abriéndole la portezuela delantera–. Vámonos. –¿Y quién va a conducir el coche? –preguntó Yediguéi.

–Yo mismo –respondió Elizárov sentándose al volante–. Me entraron las ganas en la vejez, como ves. No somos peores que los americanos, ¿verdad?

Elizárov puso en marcha el motor con gesto seguro. Y antes de arrancar, sonriendo, miró interrogativamente a su huésped.

–Bueno, ya has llegado. Ahora dime en seguida: ¿por mucho tiempo?

–Vengo por un asunto, Afanasi Ivánovich. El tiempo que se requiera. Pero antes tiene usted que aconsejarme.

–Ya sabía yo que vendrías por algún asunto, ¡de otro modo nadie te arrancaría de tu Sary-Ozeki! ¡Cómo no! He aquí lo que haremos, Yediguéi. Ahora iremos a mi casa. Vivirás con nosotros. Y no protestes. ¡Nada de hoteles! Para mí eres un invitado especial. Haremos aquí como hacemos en tu casa en Sary-0– zeki. Siidin siyi bar: ¡ya ves, en kazajo! ¡Respeto por el respeto!

–Algo así –confirmó Yediguéi.

–O sea que ya está decidido. Y para mí será más divertido. Mi Iulia ha ido a Moscú a ver a nuestro hijo, que nos ha dado un nieto. Y por eso, tan contenta, se ha apresurado a visitar a la joven pareja.

–¡El segundo nieto! ¡Te felicito! –dijo Yediguéi.

–Sí, claro, el segundo ya –murmuró Elizárov levantando asombrado los hombros–. ¡Cuando seas abuelo ya me comprenderás! Aunque todavía lo tienes lejos. A tu edad, yo tenía aún la cabeza a pájaros. Lo curioso es que nos comprendemos muy bien a pesar de la diferencia de edad. Bueno, vámonos. Atravesaremos toda la ciudad. Para arriba. ¿Ves aquellas montañas con nieve en la cumbre? Pues allí, bajo la montaña, en Medeo. Creo que ya te lo conté que tenemos la casa en la periferia, casi en una aldea.

–Lo recuerdo, Afanasi Ivánovich, me dijo que tenía la casa junto a un riachuelo. Que siempre se oía el rumor del agua.

–Ahora lo comprobarás por ti mismo. Vamos. Mientras haya luz podrás contemplar la ciudad. Ahora es muy bella. En primavera. Todo está en flor.

A partir de la estación, la calle era recta y al parecer interminable a través de toda la ciudad, elevándose gradualmente entre álamos y parques hacia las alturas. Elizárov conducía sin prisa. Iba explicándole por el camino dónde se encontraba cada cosa: sobre todo, los diferentes organismos oficiales, las tiendas, las viviendas. En el mismo centro de la ciudad, en una gran plaza abierta por todos lados, había un edificio que Yediguéi reconoció en seguida por las fotografías: era el edificio del gobierno.

–Aquí está el Comité Central –señaló con la cabeza Elizárov. Y pasaron por delante sin suponer que al día siguiente tendrían que estar allí para resolver su asunto. Hubo también otro edificio que reconoció Burani Yediguéi al torcer la calle recta a la izquierda: el Teatro Kazajo de Ópera. Dos manzanas más y torcieron hacia las montañas, por la carretera de Medeo. El centro de la ciudad quedaba a sus espaldas. Siguieron una larga calle, entre chalets, vallas de estacas, bajo el susurro de arroyuelos montañeses que bajaban de las alturas. Los jardines florecían por todas partes.

–¡Qué hermoso! –exclamó Yediguéi.

–Me satisface que hayas venido precisamente en esta época del año –respondió Elizárov–. Alma-Atá no puede estar mejor. En invierno también es hermosa. ¡Pero ahora te canta el alma!

–O sea, que reina el mejor humor –se alegró Yediguéi por Elizárov.

Éste le echó una rápida mirada con sus grises y saltones ojos, asintió con la cabeza, se puso serio y frunció el ceño, pero de nuevo se dispersaron en una sonrisa las arrugas de los ojos.

–Esta primavera es especial, Yediguéi. Hay cambios. Por eso es interesante vivir aunque los años te caigan encima. Han cambiado de opinión, han echado una mirada en derredor. ¿Has estado alguna vez tan enfermo como para luego sentir de nuevo el gusto por la vida?

–No creo recordarlo –respondió Yediguéi con toda espontaneidad–. Quizá después de la contusión...

–¡Claro, estás sano como un buey! –se echó a reír Elizárov–. Pero no es a eso a lo que quiero referirme. Vino de pasada... Pues bien. Ha sido el propio Partido quien ha dicho la primera palabra. Estoy muy satisfecho por ello, aunque no tenga especiales motivos en el plano personal. Pero me alegra el alma y además alimento esperanzas como en mi juventud. ¿O será porque, efectivamente, me estoy haciendo viejo? ¿Eh?

–Pues yo, Afanasi Ivánovich, he venido precisamente por este asunto.

–¿Qué quieres decir? –no comprendió Elizárov. –Seguramente lo recordará. Yo le hablé de Abutalip Kuttybáyev.

–Sí, sí, cómo no, cómo no. Lo recuerdo muy bien. Con que es eso. Y tú pones la vista en las raíces. Bravo. Y sin aplazarlo, has venido en seguida.

–Este bravo no es para mí. Fue Ukubala la que me lo hizo comprender. Pero, ¿cómo empezar? ¿Adónde dirigirse?

–¿Por dónde empezar? Eso lo hemos de valorar tú y yo. En casa, tomando el té, analizaremos las cosas sin apresurarnos. –Y después de una pausa, Elizárov dijo significativamente–: Y cómo han cambiado los tiempos, Yediguéi. Tres años atrás, ni pensar siquiera el venir con un asunto así. Y ahora, no hay temor alguno. Así debió ser desde un principio. Todos nosotros, todos desde el primero, debimos mantener esta justicia. Y nadie debió tener derechos excepcionales. Yo lo entiendo así.

–Usted lo sabrá mejor, y además es un científico –manifestó Yediguéi–. En el mitin de nuestro depósito de máquinas también se habló de ello. Y en seguida pensé en Abutalip, hace tiempo que tengo este dolor en el cuerpo. Incluso quería hablar en el mitin. No se trata simplemente de justicia. Abutalip dejó unos hijos que van creciendo, el mayor irá a la escuela este otoño...

–¿Y dónde está ahora esa familia?

–No lo sé, Afanasi Ivánovich. Desde que se fueron, pronto hará ya tres años, nada hemos sabido.

–Bueno, no es nada raro. Ya los encontraremos, los buscaremos. Ahora, lo importante es, en términos jurídicos, reabrir el expediente de Abutalip.

–Eso, eso. Usted ha encontrado en seguida la palabra necesaria. Por eso he venido a verle.

–Creo que no habrás hecho un viaje inútil.




Sucedió como esperaba. Muy pronto, tres semanas después del regreso de Yediguéi, llegó un papel de Alma-Atá certificando punto por punto que el que fuera empleado del apartadero de Boranly-Buránny, Abutalip Kuttybáyev, muerto durante la instrucción judicial, quedaba plenamente rehabilitado por falta de pruebas de delito. ¡Así lo decía! El papel debía hacerse público en el colectivo donde había trabajado la víctima.

Casi al mismo tiempo, llegó una carta de Afanasi Ivánovich Elizárov. Fue una carta memorable. Yediguéi conservó toda la vida esa carta entre los documentos importantes de la familia: certificado de nacimiento de los hijos, condecoraciones militares, documentos sobre sus heridas de guerra y hojas de servicio laboral...

En aquella larga carta, Afanasi Ivánovich comunicaba que estaba más que contento por el rápido examen del expediente de Abutalip, y muy satisfecho de su rehabilitación. Que el hecho en sí era ya una buena señal del tiempo que corría. En sus propias palabras, «era nuestra victoria sobre nosotros mismos».

Escribía después que, apenas partió Yediguéi, él volvió a los organismos oficiales que habían visitado juntos y se enteró de importantes novedades. En primer lugar, el juez Tansykbáyev había sido destituido, degradado, expedientado y privado de todos los honores recibidos. En segundo lugar, escribía, le habían comunicado que la familia de Abutalip Kuttybáyev se encontraba al parecer en Pavlodar. (¡A qué lugar tan remoto habían ido a parar!) Zaripa trabajaba de maestra en la escuela. Su estado actual: casada. Ésas fueron las noticias oficiales que llegaron de su lugar de residencia. Escribía también que las sospechas de Yediguéi respecto a aquel inspector habían quedado justificadas al reabrir el expediente: él había sido precisamente quien había denunciado a Abutalip Kuttybáyev.

«¿Por qué lo hizo? ¿Qué le impulsó a cometer semejante ruindad? He pensado mucho en ello recordando todo lo que sabía de historias semejantes y lo que tú me habías contado, Yediguéi. Teniendo presente todo eso, he intentado comprender los motivos de su acto. Y me es difícil responder. No puedo explicar qué pudo provocar semejante odio por una persona completamente ajena a él como era Abutalip Kuttybáyev. Seguramente, es una especie de enfermedad, una epidemia que contagia a las personas en un determinado período de la historia. Es posible que el germen de esta cualidad destructiva se halle en el hombre: una envidia que vacía involuntariamente el alma y le lleva a la crueldad. Pero ¿qué envidia podía provocar la persona de Abutalip? Para mí continúa siendo un enigma. Por lo que respecta al medio utilizado, es tan viejo como el mundo. En otra época, bastaba denunciar que alguien era unhereje para que en los mercados de Bujará le lapidaran o en Europa le arrojaran a la hoguera. De eso hablamos mucho tú y yo, Yediguéi, cuando viniste. Después de poner en claro los hechos a la luz del expediente de Abutalip, me convenzo una vez más de que los hombres van a tardar mucho en extirpar el defecto de odiar la personalidad de un hombre. Incluso es difícil adivinar cuán largo será ese tiempo. Pese a todo, glorifico la vida por el hecho de que la justicia sea inextirpable de la faz de la tierra. También en este caso ha triunfado de nuevo. Aunque a un precio muy alto, ¡pero ha triunfado! Y siempre será así mientras el mundo exista. Me satisface, Yediguéi, que hayas gestionado desinteresadamente esta justicia...»

Yediguéi vivió muchos días bajo la impresión de esa carta. Y se admiraba de lo mucho que él mismo había cambiado, había ganado mucho, como si algo se hubiera clarificado en él. Entonces pensó por primera vez que seguramente había llegado el momento de prepararse para una vejez que no estaba ya tan lejos...

La carta de Elizárov fue para él como un hito: la vida antes y después de la carta. Todo lo que hubo antes de ésta quedaba atrás, se cubría de neblina al alejarse como la orilla del mar, y todo lo que hubo después discurría tranquilamente día a día como recordando que duraría mucho tiempo, pero no infinitamente. Sin embargo, lo principal era que gracias a aquella carta se había enterado de que Zaripa se había casado. Esa noticia le obligó una vez más a pasar dolorosos momentos. Se tranquilizaba diciéndose que ya lo sabía, que en cierto modo presentía que se había casado, aunque no sabía dónde estaba, ni qué era de los niños, ni cómo se las arreglaba ella entre otras personas. Esa sensación la había experimentado, aguda e incesantemente, durante el camino de regreso a su casa, en el tren. Resultaría difícil decir por qué se le ocurrirían tales ideas. No porque tuviera pesar alguno en el alma. Al contrario, Yediguéi partió de Alma-Atá eufórico y de buen humor. En todos los lugares donde había estado con Elizárov los habían recibido con comprensión y buena disposición. Y eso ya les infundía una seguridad en la justicia de su empresa y una esperanza en la feliz solución del caso. Y así había sido. Y el día que Yediguéi partió de Alma-Atá, Elizárov le llevó a comer al restaurante de la estación. Quedaba tiempo más que suficiente antes de la salida del tren y estuvieron beatíficamente sentados, bebiendo y hablando de forma confidencial como despedida. En aquella conversación, según comprendía Yediguéi, Afanasi Ivánovich había manifestado sus pensamientos más íntimos. Él, que había sido un komsomol de Moscú, que había estado en los años veinte en el Turquestán luchando con los basmachi [34]y que había acabado asentándose allí para toda la vida ocupado en su ciencia geológica, consideraba que no en vano había depositado todo el mundo tantas esperanzas en aquello que empezara con la Revolución de Octubre. Por duro que resultara haber de pagar los errores y fallos, el avance por este camino inexplorado no se detenía, y en eso estaba la esencia de la historia. También le dijo que el avance seguía ahora con nueva fuerza. Prueba de ello era la autocorrección, la autolimpieza de la sociedad. «Mientras podamos decirnos esas cosas a la cara, habrá en nosotros fuerza para el futuro», afirmaba Elizárov. Sí, habían tenido una buena conversación entonces, después de la comida.

En ese estado de ánimo regresaba Burani Yediguéi a su SaryOzeki.

Y de nuevo se movieron ante su vista los Alatau de nieve azulada que extendían hacia la lejanía la gruesa cadena montañosa acompañándole a través de todo Semirech. Y fue entonces, al rememorar durante el camino toda su estancia en Alma-Atá, cuando comprendió, cuando una voz interior le sugirió que Zaripa seguramente estaría ya casada.

Al contemplar las montañas, al contemplar las primaverales lejanías, Yediguéi pensaba que en este mundo hay personas fieles a la palabra y al hecho, hombres como Elizárov, y que sin personas como él la vida en la tierra sería muchísimo más difícil para el hombre. Y ya, al culminar todas sus gestiones en el asunto de Abutalip, pensó en la volubilidad de una época cambiante y de rápido curso: si Abutalip viviera, ahora le habrían exonerado de la calumniosa acusación y seguramente habría conseguido de nuevo la felicidad y la calma con sus hijos.

¡Si viviera! Con eso quedaba dicho todo. Si viviera, naturalmente, Zaripa le habría esperado hasta el último día. ¡Eso con toda seguridad! Una mujer como ella habría esperado a su marido costara lo que costase. Pero si no había nadie a quien esperar y no había por qué esperar, una mujer joven no tenía que vivir en soledad. Y si eso era así, si encontraba a un hombre conveniente, pues entonces se casaba, ¿por qué no? Yediguéi estaba muy consternado con esos pensamientos. Intentaba concentrar su atención en otros asuntos, intentaba no pensar, no dejar libre su imaginación. Pero no lo conseguía. Entonces se fue al vagón restaurante.

Había poca gente y estaba aún limpio e impoluto por ser el principio del viaje. Se sentó junto a la ventanilla, solo. Al principio tomó una botella de cerveza para entretenerse con algo. La amplia vista panorámica que se divisaba desde el vagón restaurante le permitía contemplar al mismo tiempo las montañas, la estepa, y el cielo que las cubría. Aquel gran espacio verde manchado de efímero color amapola, por una parte, y la solemnidad de las cumbres nevadas de las montañas, por otra, elevaban y trasladaban el alma hasta deseos imposibles y llevaban a amargas angustias. La pena le provocó el deseo de beber algo más fuerte. Y pidió vodka. Tomó algunas copas sin sentir sus efectos. Entonces encargó más cerveza y se entregó a sus reflexiones. El día tocaba a su fin. La tierra corría a ambos lados del ferrocarril en la transparencia del atardecer primaveral. Pasaban fugazmente aldeas, jardines, carreteras, puentes, personas, rebaños, pero esto conmovía muy poco a Yediguéi, pues una pesada melancolía, que llegaba con nueva fuerza, ensombrecía y oprimía su alma con el vago presentimiento del fin de un pasado.

Y de nuevo le vinieron a la memoria las palabras de despedida de Raimaly-agá:

Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái...

En aquel estado, a Burani Yediguéi le parecía que era él quien estaba atado con cuerdas al abedul, como lo estuviera en otro tiempo Raimaly-agá, que era él a quien habían rechazado y separado de sí mismo...

Así estuvo sentado hasta que oscureció, hasta que el vagón se llenó de gente y el humo del tabaco hizo difícil la respiración. No comprendía por qué aquella gente estaba tan despreocupada, por qué eran tan insignificantes las conversaciones que les inquietaban en la mesa, ni por qué encontraban gusto en el vodka y en el tabaco. También le resultaban desagradables las mujeres que se presentaban allí con sus maridos. Lo más desagradable era su risa. Se levantó tambaleándose, encontró al camarero, que jadeaba con su bandeja en medio de las alborotadas mesas del restaurante ferroviario, y después de pagar su consumición se fue a su departamento. Tenía que atravesar varios vagones. Por el camino, balanceándose con el tren, se sentía aún más afligido y huérfano con la sensación de su completa soledad y alienación.

Para qué vivir, para qué viajar a cualquier parte...

Ahora le era indiferente saber de dónde venía, adónde y para qué iba, adónde acudía tan de prisa, en la noche, el tren rápido. Se detuvo en una de las plataformas, aplicó su ardorosa frente a la fría puerta vidriada y permaneció allí de pie sin volver la cabeza, sin prestar atención a los que iban y venían junto a él.

Y el tren corría, balanceándose. Y podía abrir la puerta, pues Yediguéi, como todos los ferroviarios, tenía su llave. Podía abrirla y atravesar la línea límite... En un lugar desierto, Yediguéi distinguió en la oscuridad dos lejanas luces que atrajeron su atención. Estuvieron mucho rato sin desaparecer de su vista. O eran las luces de una vivienda solitaria, o bien dos pequeñas hogueras. Seguramente, habría algunas personas alrededor de aquellas luces. ¿Quiénes serían? ¿Por qué estarían allí? ¡Ah, si estuviera allí Zaripa con los niños! Él habría saltado al instante del tren y habría corrido hacia ella, y al llegar, sin tomar aliento, habría caído a sus pies y derramado sus lágrimas sin avergonzarse, para llorar toda la tristeza y melancolía acumuladas...

Burani Yediguéi gimió ahogadamente mientras contemplaba aquellas luces de la estepa que ya iban desapareciendo. Y permaneció allí de pie, ante la puerta de la plataforma, sollozando silenciosamente, sin volverse ni prestar atención al ruidoso paso de los viajeros por el tren. Su cara estaba húmeda de lágrimas... y tenía la posibilidad de abrir la puerta y cruzar el umbral... Y el tren corría, balanceándose.

Cuando lleguen los nómadas de las negras montañas, cuando lleguen los nómadas de las azules montañas, no me esperes en la feria, Beguimái...

...En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente.

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich.

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Saliendo de su nido en el despeñadero de Malakumdychap, un gran milano de blanca cola levantó el vuelo para explorar la región. Sobrevolaba sus posesiones dos veces al día: antes de mediodía y al mediodía.

Examinando atentamente la superficie de la estepa y observando todo cuanto se movía por allá abajo, incluso los reptantes escarabajos y las vivarachas lagartijas, el milano volaba en silencio sobre Sary-Ozeki, aleteando comedidamente y ganando gradualmente altura para ver con mayor amplitud y profundidad la estepa bajo sí y acercarse al mismo tiempo, con suaves revoloteos, a su cazadero preferido: el territorio de la zona cerrada. Desde que vallaran tan amplia zona, había aumentado notablemente la presencia de pequeños animales y de diverso género de aves, pues las zorras y otros animales de rapiña no se atrevían a penetrar allí impunemente. En cambio, para el milano la valla no significaba obstáculo alguno. Y se aprovechaba de ello. Era útil para él. Aunque hay mucho que decir sobre esto. Tres días antes había reparado, desde arriba, en una pequeña liebre-cita; cuando se arrojó sobre ella a plomo, el animalito pudo meterse bajo el alambre de espino y el milano estuvo a punto de chocar con todo el impulso contra las púas. A duras penas pudo darse la vuelta y esquivarlas para desaparecer furioso en ángulo agudo para arriba rozando con las plumas la aguda púa del espino. Algunos plumones de su pecho se separaron después en el aire y volaron por su cuenta. Desde entonces, el milano procuraba mantenerse alejado de tan peligrosa cerca.

Así volaba en ese momento, como corresponde al dueño y señor, con dignidad, sin agitarse, sin atraer la atención de los seres terrestres con ningún aleteo superfluo. Aquella mañana, en su primer vuelo, y entonces también en el segundo, había observado una gran animación de hombres y coches en los amplios campos asfaltados del cosmódromo. Los coches corrían de arriba abajo y rodeaban con especial frecuencia las instalaciones de los cohetes. Éstos, apuntando al cielo, hacía tiempo que se encontraban en sus plataformas, y el milano se había acostumbrado a ellos, pero aquel día algo sucedía a su alrededor. Había demasiados coches, demasiados hombres, demasiado movimiento...

Tampoco le pasó desapercibido al milano que la comitiva que hacía poco avanzaba por la estepa, formada por un hombre sobre un camello, dos chirriantes tractores y un peludo perro pardo, permanecía estacionada en la parte exterior de la cerca como si no pudiera atravesarla... El perro pardo irritaba sobremanera al milano por su aspecto ocioso y, especialmente, porque rondaba alrededor de las personas, pero de ningún modo manifestó sus sentimientos por el perro pardo, no iba a caer tan bajo. Se limitó a revolotear sobre el lugar contemplando penetrantemente qué iba a suceder, qué se disponía a hacer aquel perro pardo que meneaba la cola junto a las personas...


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