Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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– ¡Pues yo pienso que no entiendes nada de nada! –se indignó Yediguéi–. ¿Qué significa eso de no venir con pamplinas? Tú hace dos años que estás aquí, y nosotros hemos trabajado juntos durante treinta. Piénsalo. Ha muerto uno de nosotros; es imposible e incorrecto dejar a cualquier difunto solo en una casa vacía.
– ¿Y cómo va a saber él si está solo o no lo está?
– ¡Pero nosotros sí lo sabemos!
– De acuerdo, no te alborotes, lo que digo, no te alborotes, viejo.
– Te lo estoy explicando.
– Pero bueno, ¿tú qué quieres? No tengo gente. ¿Qué vas a hacer allí? De todos modos es de noche.
– Rezaré. Vestiré al difunto, Le llevaré mis oraciones.
– ¿Rezar? ¿Tú, Burani Yediguéi?
– Sí, yo. Sé oraciones.
– Mira por donde, no te digo, después de sesenta años de régimen soviético.
– ¡Déjame en paz! ¡Qué tiene que ver aquí el régimen soviético! La gente reza por los muertos desde el comienzo de los siglos. ¡Ha muerto un hombre, no un animal!
– De acuerdo, reza, no te digo; pero no alborotes. Enviaré por Dlínny Edilbái, si acepta vendrá, no te digo, y ocupará tu puesto... Y ahora al trabajo, se acerca el ciento diecisiete, prepara la segunda vía...
Entonces, Shaimerdén desconectó; la llave del intercomunicador produjo un chasquido. Yediguéi se apresuró a acudir a la aguja, y mientras se ocupaba de su trabajo pensaba en si Edilbái aceptaría e iría. Aumentó su esperanza cuando vio cómo se iluminaban las ventanas de algunas casas; la gente al fin tenía conciencia. Los perros empezaron a ladrar. Aquello significaba que su esposa daba la alarma y que hacía levantar a los habitantes de Boranly.
Al mismo tiempo, el ciento diecisiete se colocó en vía muerta. Por el otro extremo se acercó un tren petrolero, sólo con cisternas. Se cruzaron, uno hacia oriente, el otro hacia occidente...
Eran ya las dos de la madrugada. Las estrellas refulgían en el cielo y cada una de ellas destacaba por sí misma. También la luna brillaba sobre Sary-Ozeki un poco más vivamente, adquiriendo una fuerza complementaria que afluía a ella gradualmente. Y a lo lejos, bajo el cielo estrellado, Sary-Ozeki se extendía sin límites, y sólo el perfil de los camellos –entre ellos el gigante Burani Karanar–y las vagas formas de los próximos apeaderos eran perceptibles, todo lo demás, a ambos lados de la línea del ferrocarril, se perdía en la infinitud de la noche. Y el viento no dormía, no dejaba de silbar, de susurrar, alrededor de la chatarra.
Yediguéi entraba y salía de la garita, esperaba con impaciencia que Edilbái apareciera en las vías. Y entonces vio a un animal en uno de los lados. Resultó ser una zorra. Sus ojos brillaban con verdosos y parpadeantes cambios de tonalidad. Estaba bajo un poste de telégrafos, con aire abatido, sin decidirse a acercarse ni a huir.
– ¿Qué buscas aquí? –murmuró Yediguéi amenazándola en broma con el dedo. La zorra no se asustó–. ¡Ten cuidado! ¡Mira que te...! –Y dio una patada en el suelo.
La zorra saltó hacia atrás y se sentó con la cabeza vuelta hacia él. Le miraba fija y tristemente, según le pareció a él, sin quitar el ojo ni de él ni de cualquier otra cosa que hubiera a su lado. ¿Qué podía haberla atraído? ¿Por qué había aparecido por allí? ¿Habrían sido las luces eléctricas o habría ido empujada por el hambre? A Yediguéi le pareció extraña su conducta. ¿Por qué no matarla de una pedrada puesto que la misma presa se le ofrecía en bandeja? Yediguéi tanteó el suelo en busca de la piedra más grande. Midió la distancia, levantó la mano y volvió a bajarla. Dejó caer la piedra a sus pies. Incluso le dieron sudores. ¡Pues mira qué cosas se les ocurren a las personas! Cuando se disponía a matar a la zorra recordó de pronto algo que le habían contado, no sabía si alguno de los tipos recién llegados, o el fotógrafo con el que había hablado de Dios, o algún otro; pero no, se lo había contado Sabitzhán, el diablo se lo llevara, siempre salía con diversas maravillas con tal de atraer la atención, con tal de impresionar a los demás. Sabitzhán, el hijo de Kazangap, le había contado lo de la transmigración de las almas.
He aquí lo que le habían metido en su cabeza de charlatán de tres al cuarto. A primera vista, parecía un chico inteligente. Todo lo sabía, todo lo había oído; pero sacaba pocas conclusiones sensatas de todo ello. Le habían dado estudios, le habían educado en internados, en institutos y el hombrecito no había resultado nada del otro jueves. Le gustaba vanagloriarse, beber y era maestro en pronunciar brindis, pero nada práctico. Una nulidad. Por ello resultaba flojillo en comparación con Kazangap, aunque pudiera alardear de un diploma. No, no lo había conseguido, el hijo no había salido al padre. Pero, en fin, qué se podía hacer si era de esta manera.
Así, pues, en cierta ocasión contó que en la India creían en una doctrina según la cual cuando una persona moría su alma transmigraba a cualquier otra criatura viviente, a cualquiera, aunque fuese a una hormiga. Y consideraba que toda persona, en otro tiempo, antes de nacer ha sido un pájaro, o cualquier otro animal o insecto. Por esta razón, para ellos era pecado matar un animal, aunque se tratara de una serpiente, una cobra, que se cruzase en su camino, y ni lo tocaban, se limitaban a saludarlo con una inclinación de cabeza y a cederle el paso.
Qué maravillas hay en este mundo. Quién puede saber qué hay de cierto. El mundo es grande y al hombre no le ha sido dado conocerlo todo. Y esto fue lo que se le ocurrió cuando quería matar a la zorra de una pedrada: ¿y si a partir de aquel momento estuviera en ella el alma de Kazangap? ¿Y si al transmigrar a la zorra, Kazangap hubiera acudido a su mejor amigo porque en la choza, después de su muerte, todo estaba vacío, desierto y triste?
«¡Me estoy volviendo loco! –se acusó a sí mismo, avergonzado –. ¿Cómo se me pueden ocurrir semejantes cosas? ¡Vaya, hombre! ¡Al final te has vuelto tonto!»
De todos modos, se acercó con cuidado a la zorra y, como si pudiera comprenderle, le dijo:
–Vete, aquí no es tu sitio, ve a tu estepa. ¿Me oyes? Vete, vete. Pero no para allá, hay perros. Ve con Dios, vete a la estepa.
La zorra dio media vuelta y se marchó a pequeños pasos. Una o dos veces volvió la cabeza, luego desapareció en la oscuridad.
Entretanto, entró en el apartadero el tren de turno. Retumbando, el ferrocarril disminuyó gradualmente la velocidad y arrastró una centelleante niebla en movimiento: el polvo que volaba por encima de los vagones. Cuando se detuvo, el maquinista se asomó desde la locomotora, que zumbaba mesuradamente con el motor en punto muerto:
– ¡Eh, Yediguéi, Burani! ¡Salam-aleikum!
– ¡Aleikum-salam!
Yediguéi sacó la cabeza para distinguir mejor de quién se trataba. En aquella línea todos se conocían. Era un joven amigo. A éste le encargó Yediguéi que en Kumbel, la estación del nudo de comunicaciones en donde vivía Aizada, le comunicara a ésta la muerte de su padre. El maquinista aceptó de buen grado el encargo por respeto a la memoria de Kazangap, tanto más cuanto que en Kumbel había el cambio de turno de las brigadas ferroviarias, e incluso prometió llevar de vuelta a Aizada y a su familia si ésta tenía suficiente tiempo para prepararse.
Era un hombre digno de confianza. Yediguéi se sintió aliviado, puesto que una de las cosas ya estaba hecha.
Al cabo de unos minutos el tren partió; al despedirse del maquinista, Yediguéi vio que un hombre larguirucho se dirigía hacia él por el borde del terraplén, a lo largo del tren que iba ganando velocidad. Yediguéi aguzó la vista: era Edilbái.
Mientras Yediguéi entregaba el turno, hablaba con Edilbái de lo sucedido, suspiraban y recordaban a Kazangap, entraron y se cruzaron en Boranly-Buránny un par de trenes más. Y cuando, liberado de estos trabajos, Yediguéi se dirigió a su casa, al fin recordó por el camino lo que había olvidado decirle a su esposa, o más bien aquello sobre lo que debía pedirle consejo a su esposa: qué debían hacer con sus propias hijas y yernos, cómo comunicarles la muerte del anciano Kazangap. Las dos hijas casadas de Yediguéi vivían en otro lugar, cerca de Kyzyl-Ordá. La mayor en un sovjósarrocero: su marido era tractorista. La pequeña vivió al principio en la estación de Kazalinsk y luego se trasladó con toda su familia, para estar más cerca de su hermana, al mismo sovjós,donde su marido trabajaba como chófer. Y aunque Kazangap no era un pariente a cuyo entierro debieran asistir sin falta, Yediguéi consideraba que Kazangap había sido para ellas mucho más querido que cualquier pariente. Sus hijas habían nacido cuando él estaba en Boranly-Buránny. Allí habían crecido, estudiado en la escuela y en el internado de la estación de Kumbel, adonde las llevaban por turno Yediguéi y Kazangap. Recordó a las niñas. Recordó que en las vacaciones, cuando empezaban o terminaban, las trasladaban con el camello. La pequeña delante, el padre en el centro y la mayor detrás, así iban los tres. Unas tres horas en invierno, y aun más, corría al trote largo Karanardesde Boranly-Buránny hasta Kumbel. Y cuando Yediguéi no tenía tiempo las llevaba Kazangap. Era como un padre para ellas, y Yediguéi decidió que por la mañana era preciso mandarles un telegrama; luego que hicieran lo que creyeran conveniente... Pero que supieran que ya no existía el anciano Kazangap...
Después, mientras caminaba, iba pensando que lo primero que debía hacer por la mañana era traer del pastizal a su Karanar,el cual iba a ser muy necesario. No es sencillo morir, pero enterrar a un hombre con todos los honores de este mundo tampoco tiene nada de fácil... Siempre se descubre que falta eso o aquello, que todo hay que hacerlo con prisas, empezando por el sudario y terminando por la leña del convite funerario.
Precisamente, en aquel instante, algo palpitó en el aire recordando, como en el frente, el lejano golpe de una onda explosiva, y la tierra tembló bajo sus pies. A lo lejos, en la estepa, vio ante sí, hacia el lado en donde se encontraba, por lo que sabía, el cosmódromo de Sary-Ozeki, que algo se elevaba en el cielo envuelto en llamas, creciendo por arriba como un torbellino de fuego. Quedó pasmado: un cohete subía hacia el espacio. Como todos los habitantes de Sary-Ozeki conocía la existencia del cosmódromo Sary-Ozeki– , que estaba a unos cuarenta kilómetros de distancia, tal vez a algo menos, sabía que se había tendido hacia allí una línea de ferrocarril especial desde la estación de Torek-Tam, e incluso había oído decir que en aquella parte de la estepa había crecido una gran ciudad con enormes tiendas; había oído infinitas cosas, por radio y en conversaciones, también las había leído en los periódicos, sobre los cosmonautas y los vuelos espaciales. Todo aquello sucedía en un lugar cercano. En el concierto de aficionados que se dio en la capital de la provincia en donde vivía Sabitzhán, y esa ciudad se encontraba mucho más lejos –un día y medio de viaje en ferrocarril–, los niños del coro cantaron una cancioncilla en la que se decía que eran los niños más felices del mundo porque los cosmonautas partían hacia el cosmos desde su tierra; sin embargo, como todo el terreno que rodeaba al cosmódromo era considerado zona prohibida, Yediguéi, aunque no vivía muy lejos de aquellos lugares, se contentaba con lo que oía decir o con lo que se enteraba por terceros. Y he aquí que por primera vez observaba personalmente un cohete espacial envuelto en un torrente de grandes llamaradas que iluminaban la comarca con palpitantes resplandores de luz elevándose impetuosamente hacia las oscuras y estrelladas alturas. Yediguéi se sintió asustado. ¿Sería posible que dentro de aquella hoguera hubiera un hombre? ¿Uno o dos? Y no sabía por qué, viviendo continuamente allí, nunca había visto antes el momento de la ascensión, puesto que habían despegado de allí tantos que uno perdía la cuenta. Quizá las otras veces las naves habían despegado de día. A la luz del sol y a tanta distancia difícilmente podía distinguirse algo. ¿Y por qué aquélla había partido de noche? ¿Tendría prisa, o se habría dispuesto así? ¿O quizá abandonaba la tierra de noche y allí, al instante, se encontraba con el día? Sabitzhán contó una vez, como si hubiera estado él mismo, que en el cosmos parecía que cada media hora se pasaba del día a la noche. Tendría que interrogar a Sabitzhán. Éste lo sabía todo. Tenía demasiadas ganas de ser un sabelotodo, una persona importante. Dígase lo que se quiera, trabajaba en la capital de la provincia. Bueno, que no fingiera ser lo que no era. ¿Para qué? Se debe ser lo que en realidad se es. «Yo estuve con uno, con un personaje importante, y le dije esto.» Dlínny Edilbái contó que una vez fue a ver a Sabitzhán a su despacho.
«Nuestro Sabitzhán no hacía más que correr —dijo– de los teléfonos a la puerta del despacho y de ésta a la sala de espera, y sólo tenía tiempo de decir: "¡A la orden, Alzhapar Kajarmánovich! ¡De acuerdo, Alzhapar Kajarmánovich! ¡Al instante, Alzhapar Kajarmánovich!"» Y éste permanecía sentado en su despacho y no hacía más que pulsar botones. De manera que no pudieron hablar como es debido... «Así resulta ser nuestro paisano de Boranly. Dios le guarde, dejémoslo, es así... Quien me da lástima es Kazangap. Sufría mucho por su hijo. Hasta en sus últimos días no dijo nada malo de él. Incluso se trasladó a la ciudad para vivir con el hijo y la nuera, ellos mismos se lo pidieron y se hicieron cargo del viaje. Y qué resultó... Bueno, de esto habría mucho que hablar...»
Con este género de pensamientos iba Yediguéi aquella profunda noche y siguió con la mirada al cohete cósmico hasta su total desaparición. Estuvo mucho rato contemplando aquella maravilla. Y cuando la nave de fuego, cada vez estrechándose más y disminuyendo de tamaño, acabó por desaparecer en el negro abismo convirtiéndose en un puntito blanco y nebuloso, Yediguéi giró su cabeza y echó a andar experimentando unos sentimientos extraños y contradictorios. Al tiempo que admiraba lo que había visto, comprendía que aquello era algo ajeno a él que le provocaba admiración y temor. Entonces le vino a la memoria la zorra que había acudido a la línea del ferrocarril. ¿Qué habría sentido al encontrarse, en la desierta estepa, con aquella antorcha en el cielo? Seguramente no habría sabido dónde meterse...
Pero él mismo, Burani Yediguéi, testigo del vuelo nocturno del cohete al espacio, no sospechaba, ni tenía por qué hacerlo, que se trataba de un vuelo de emergencia, de socorro, de un cohete espacial con un cosmonauta, sin ninguna clase de solemnidades, periodistas ni informes, un vuelo relacionado con un suceso extraordinario ocurrido en la estación cósmica Paritet,que se encontraba desde hacía más de año y medio cumpliendo un programa conjunto soviético-estadounidense en una órbita a la que se había dado el nombre convencional de «Tramplin». Cómo había de saber Yediguéi esas cosas. Tampoco sospechaba que aquel acontecimiento tendría que ver con él y con su vida, y no simplemente por la indisoluble relación entre el hombre y la Humanidad en su sentido general, sino de una forma más concreta y directa. Mucho menos podía saber, y ni tan sólo suponer, que cierto tiempo después, tras la nave que había despegado de Sary-Ozeki, en el otro extremo del planeta despegaba del cosmódromo norteamericano de Nevada otra nave con la misma misión, también en dirección a la estación cósmica Paritet,a la órbita «Tramplin», sólo que en sentido de giro opuesto.
Las naves habían sido lanzadas urgentemente al cosmos a tenor de una orden llegada del portaviones de investigación científica Conventsia,base flotante del Centro Unido soviético-norteamericano para controlar el programa «Demiurg».
El portaviones Conventsiase encontraba siempre en la misma zona: en el océano Pacífico, al sur de las islas Aleutianas, en unas coordenadas que se encontraban aproximadamente a la misma distancia de Vladivostok que de San Francisco. El Centro Unido de control —el Centrun– seguía en aquel momento con gran tensión la salida de ambas naves hacia la órbita «Tramplin». De momento, todo iba bien. Faltaba la maniobra de ensamblaje con la estación Paritet.La tarea era complicadísima, el ensamblaje de ambas naves no podía tener lugar sucesivamente, una nave tras otra con el correspondiente intervalo, sino de forma simultánea, de una manera totalmente sincronizada por las dos entradas de la estación.
Desde hacía más de doce horas la Paritetno respondía a las señales emitidas por el Centrun desde el Conventsiani tampoco respondía a las señales de las naves que iban a ensamblarse con ella... Había que averiguar qué había pasado con la tripulación de la Paritet.
CAPÍTULO II
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.
En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...
Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Desde el apartadero al cementerio tribal naimano [2]de AnaBeit había por lo menos treinta verstas que se apartaban del ferrocarril, y eso a condición de seguir un camino directo, al azar, por el territorio de Sary-Ozeki. Para no arriesgarse, para no perderse por la estepa, era mejor seguir el sendero habitual que acompañaba continuamente a la vía férrea, pero entonces la distancia hasta el cementerio todavía era más larga. Era preciso dar un gran rodeo por la curva del cañón de Kisiksaisk hasta Ana-Beit. No había otra solución. En el mejor de los casos salían treinta verstas por un lado y otras tantas por el otro. Sin embargo, excepto el propio Yediguéi, ninguno de los actuales habitantes de Boranly sabía a ciencia cierta cómo llegar hasta allí, aunque todos habían oído hablar de aquel viejo Beit sobre el que se contaban toda clase de historias o leyendas, por mucho que no hubieran tenido ocasión de visitarlo. No había habido necesidad. En muchos años, era la primera vez que en Boranly-Buránny, aldehuela de ocho casas junto al ferrocarril, moría un hombre y se preparaba un entierro. Años atrás, cuando una niña murió repentinamente de asma, sus padres la llevaron a enterrar a su tierra natal, en la región de los Urales. En cuanto a la esposa de Kazangap, la anciana Bukéi, descansaba en el cementerio de la estación de Kumbel, pues murió en la clínica de esa población y decidieron enterrarla también allí. Llevar a la difunta a Boranly-Buránny no tenía sentido. Kumbel, en cambio, era la estación más grande de Sary-Ozeki, y además allí vivía su hija Aizada con su yerno, que aunque fuera un inútil y un borracho, no dejaba de ser de la familia. Sin embargo, cuando esto ocurrió, aún vivía Kazangap, quien decidía lo que debía hacerse.
Y ahora estaban pensando qué hacer.
Yediguéi, sin embargo, insistió en su punto de vista.
–Dejaos ya de razonamientos tan poco caballerosos –hizo razonar a los jóvenes–. A un hombre así lo enterraremos en Ana Beit, donde yacen los antepasados. Donde dispuso el propio difunto. Pasemos de las palabras a los hechos y preparémonos. El trayecto no es corto. Mañana por la mañana nos pondremos en camino cuanto antes...
Todos comprendieron que Yediguéi tenía derecho a tomar una decisión. Y así quedaron. Cierto que Sabitzhán intentó protestar. Había llegado aquel mismo día en un mercancías, pues los trenes de pasajeros no paraban allí. Que hubiera ido al entierro de su padre sin saber si éste vivía aún o no, era algo que conmovió, e incluso alegró, a Yediguéi. Y hubo unos momentos en que se abrazaron y lloraron, unidos en un dolor y una tristeza comunes. Luego, Yediguéi se admiraba de sí mismo. Estrechaba a Sabitzhán contra su pecho y, llorando, pues no podía dominarse, no cesaba de decir entre sollozos: «¡Qué bien que hayas venido, querido, qué bien que hayas venido!», como si su llegada pudiera resucitar a Kazangap. Ni él mismo podía comprender por qué había llorado tanto, nunca le había sucedido cosa igual. Estuvieron llorando mucho rato en el patio, a la puerta de la choza de Kazangap, que se había quedado huérfana. Algo influía en Yediguéi. Recordó que Sabitzhán había crecido ante sus ojos, que había sido un pequeñajo, el preferido de su padre, que le llevaban a estudiar al internado de Kumbel para hijos de ferroviarios y que cuando disponían de tiempo libre iban a visitarle, bien aprovechando un tren de paso, bien a lomos de camello. Que cómo lo pasaba en la residencia, que si alguien le había ofendido, que si habría hecho alguna cosa de las prohibidas, que cómo iban los estudios, qué decían de él los profesores... Y en las vacaciones, cuántas veces le habían llevado cabalgando por el Sary-Ozeki nevado, en helada o en ventisca bien tapado con la pelliza, con tal de que no llegara tarde a clase.
¡Ah, días que no habían de volver! Todo eso se había ido, se había alejado suavemente, como un sueño. Y ahora tenía ante él a un hombre adulto que sólo le recordaba muy vagamente al que fue en la niñez: sonriente y de ojos saltones; ahora, en cambio, llevaba gafas, sombrero aplastado y corbata ajada. Ahora trabajaba en la capital de la provincia y sentía grandes deseos de parecer un ejecutivo importante, pero la vida es algo muy pérfido, no es tan sencillo llegar a jefe, como él mismo solía quejarse, cuando no se dispone de apoyos, ya sean conocidos o parientes; y qué era él: el hijo de un tal Kazangap de no sé qué apartadero Boranly-Buránny. ¡Un desgraciado! Ahora no tenía ni a ese padre, y el más insignificante padre vivo es mil veces mejor que un célebre padre muerto, pero ahora ni a éste tenía.
Luego desaparecieron las lágrimas. Pasaron a la conversación, al asunto. Y entonces se puso de manifiesto que el simpático hijito, el sabelotodo, no había ido a enterrar a su padre, sino sólo a salir del paso cavando un poco de tierra y largándose cuanto antes. Empezó a exponer esta clase de ideas: para qué arrastrarse hasta un lugar tan lejano como Ana-Beit habiendo tanto espacio alrededor: la estepa desierta de Sary-Ozeki desde su mismo umbral hasta el fin del mundo. Se podía cavar una tumba en algún lugar cercano, en un pequeño montículo, a un lado de la línea del ferrocarril para que yaciera allí el viejo ferroviario y escuchara cómo corren los trenes por el apartadero en el que trabajó toda su vida. Recordó incluso un viejo proverbio que venía al caso: «La liberación del difunto radica en su rápido entierro». A qué esperar, a qué tantas reflexiones, acaso no daba igual dónde estuviera enterrado. En esos asuntos cuanto antes mejor.
Así razonaba, y parecía justificarse a sí mismo diciendo que en el trabajo tenía asuntos urgentes e importantes que le esperaban, que andaba corto de tiempo y ya se sabe lo que les importa a los jefes que el cementerio esté lejos o cerca, la orden es la de presentarse al trabajo tal día a tal hora, y eso es todo. Los jefes son los jefes y la ciudad es la ciudad...
Interiormente, Yediguéi se increpó de ser un viejo tonto. Le avergonzó y dolió haber llorado a lágrima viva, emocionado, por la aparición de aquel tipo, aunque fuera el hijo del difunto Kazangap. Se levantó –había unas cinco personas sentadas en unas viejas traviesas colocadas a guisa de bancos junto a la pared– y tuvo que hacer acopio de no poca fuerza sólo para contenerse, para no decir en público, en un día como aquél, algo ofensivo y agraviante. Tuvo compasión de la memoria de Kazangap y sólo dijo:
–En los alrededores, naturalmente, hay tanto sitio como quieras. Pero por alguna razón la gente no entierra a sus allegados en cualquier parte. Seguramente será por algo. Porque de otro modo, ¿a quién le podría doler gastar un poco de tierra? –Y se calló, y los de Boranly le escucharon en silencio–. Decididlo, pensadlo, yo me voy a ver cómo van las cosas.
Y se fue con cara hosca y despreciativa para no meter la pata. Sus cejas se juntaron en el entrecejo. Era un hombre dificil, ardiente. Le llamaban Burani porque su carácter estaba a la altura de aquella tierra. De haber estado a solas con Sabitzhán en aquel mismo momento le habría dicho ante sus desvergonzados ojos lo que aquel hombre merecía. ¡Porque sí, para que se acordara toda la vida! Pero no quiso entrar en conversaciones propias de mujeres. Éstas murmuraban por lo bajo, se indignaban.
–Ha venido a enterrar a su padre –decían– como quien va a una fiesta. Con las manos en los bolsillos. Por lo menos podría haber traído un paquete de té, y no hablemos ya de otras cosas. Además, su esposa, esa nuera de ciudad, podría haberse mostrado respetuosa y haber venido a llorar y a clamar como está establecido. Ni vergüenza, ni conciencia. Cuando el viejo vivía y tenía cierta prosperidad, un par de camellas lecheras y una docena y media de ovejas y corderos, entonces sí era bueno. Entonces ella vino por aquí hasta conseguir que se vendiera todo. Pareció llevarse al anciano a su casa, pero se compraron los muebles y el coche a la vez, y después el anciano ya resultó inútil. Ahora, no asoma ni la nariz.
Las mujeres querían alborotar, pero Yediguéi no lo consintió. –No oséis ni abrir la boca en un día como éste –les dijo–, no es cosa nuestra, que se arreglen...
Echó a andar hacia el cercado donde permanecía atado, chillando de vez en cuando con furia, el camello Karanarque había traído de los pastos. Dejando aparte que Karanariba un par de veces con la manada a beber a la bomba del pozo, casi toda la semana se paseaba en completa libertad de día y de noche. Se había independizado, el malandrín, y ahora expresaba su descontento mascando furiosamente el pasto con los dientes y aullando de vez en cuando: era una vieja historia, de nuevo la esclavitud, y debía acostumbrarse a ella.
Yediguéi se le acercó muy disgustado por la conversación con Sabitzhán, aunque sabía por anticipado que las cosas irían así. Parecía que éste les hacía un favor por asistir al entierro de su propio padre. Para él, eso era un estorbo del que había que librarse cuanto antes. Yediguéi no quiso gastar palabras superfluas, no valía la pena ya que todo lo debía hacer él mismo, y tampoco los vecinos se quedarían al margen. Todo el que no estaba trabajando en la línea prestó su ayuda en los preparativos del entierro y convite funerario del día siguiente. Las mujeres recogieron vajilla por las casas, pulieron los samovares, prepararon la masa y estaban a punto ya de cocer el pan; los hombres llevaron agua y cortaron leña de unas viejas traviesas que ya habían prestado su servicio, pues en la desierta estepa el combustible y el agua son siempre de primera necesidad. Sólo Sabitzhán vagaba por allí distrayendo a los demás del trabajo, charlando por los codos sobre esto y aquello, sobre quién ocupaba cada cargo en la capital de la provincia, sobre quién había sido destituido y quién ascendido. Pero no le importaba ni poco ni mucho que su esposa no hubiera ido a enterrar a su suegro. ¡Sorprendente, por Dios! Su mujer, sabéis, tenía no sé qué conferencia a la que debían asistir unos invitados extranjeros. Y de los nietos ya ni se hablaba. Ellos luchaban por el aprovechamiento y asistencia regular a la escuela, para conseguir un mejor diploma y poder ingresar en un instituto. «¡Qué hombres suben ahora, qué gente! –se indignaba en su interior Yediguéi–. ¡Para ellos, en este mundo, todo es importante menos la muerte!» Y esto no le dejaba en paz: «Si la muerte no es nada para ellos, resulta que tampoco la vida tendrá ningún valor. ¿Qué sentido tiene? ¿Para qué y cómo vivirán allí?».
Malhumorado, Yediguéi le chilló a Karanar.
–¿Qué ruges tú, cocodrilo? ¿A qué chillarle al cielo como si el propio Dios pudiera oírte? –Yediguéi sólo llamaba «cocodrilo» a su camello en los casos más extremos, cuando estaba completamente fuera de sí. Fueron los ferroviarios forasteros los que le sacaron a Burani Karanareste mote por sus fauces dentadas y su talante arisco–. ¡Te cansarás de gritar, cocodrilo, te voy a romper los dientes!
Había que armar la silla sobre el animal, y al ponerse manos a la obra Yediguéi se calmó y dulcificó un poco. Se recreó mirándole. Burani Karanarera hermoso y fuerte. Con la mano no le llegaba a la cabeza, aunque Yediguéi era bastante alto. Se las apañó para doblar el cuello del animal, y golpeando con el mango del látigo sus encallecidas rodillas y ordenándoselo con voz severa, consiguió que se arrodillara. Pese a todo, aunque protestando ruidosamente, el camello, se sometió a la voluntad de su dueño, y cuando al final, ya tranquilo, dobló las patas bajo el cuerpo y apoyó el pecho en tierra Yediguéi empezó su trabajo.
Ensillar un camello como es debido supone un gran trabajo, equivalente a construir una casa. La silla se monta cada vez de nuevo y hay que tener habilidad y no poca fuerza, tanto más cuando se ensilla un animal tan enorme como Karanar.
Karanar,que significa «negro», era un nombre que no había recibido porque sí. Tenía la cabeza velluda, con una poderosa barba que crecía a partir de la cerviz; de la papada le brotaban negros mechones que le colgaban hasta las rodillas en forma de densas y naturales melenas –principal adorno de los machos– y tenía dos flexibles gibas que se elevaban como negras torres sobre su espalda. Y como culminación, el negro extremo de su corta cola. Pero por el contrario, todo lo demás –la parte superior del cuello, el pecho, los flancos, las patas, el vientre– era de un pelaje de color castaño claro. Ésta era la belleza de Burani Karanar,por eso era famoso: por su prestancia y por su pelaje. Y en esa época estaba en la justa edad adulta del macho: Karanarse encontraba en la tercera decena de años de edad.
Los camellos viven mucho tiempo. Seguramente por ello las hembras no paren a sus hijos hasta el quinto año, y luego no paren cada año sino una vez cada dos, llevando el embrión en su vientre más tiempo que cualquier otro animal: doce meses. Al pequeño camello hay que protegerlo principalmente durante el primer año-año y medio, de los resfriados, de las corrientes de aire de la estepa, pero luego crece de día en día y ya nada lo asusta, ni el frío, ni el calor, ni la falta de agua...