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Un día más largo que un siglo
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Автор книги: Чингиз Айтматов



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–¡Zholamán! ¡Zholamán, hijo, mío!, ¿dónde estás? –empezó a llamarle Naiman-Ana.

Nadie apareció ni respondió.

¡Zholamán! ¿Dónde estás? ¡Soy yo, tu madre! ¿Dónde estás?

Y mirando por todos lados llena de inquietud, no advirtió que su hijo mankurtestaba escondido a la sombra de un camello y ya se preparaba, rodilla en tierra, para apuntarle con una flecha en la cuerda tensa. El reflejo del sol le molestaba, esperaba el momento oportuno para disparar.

¡Zholamán! ¡Hijo mío! –le llamaba Naiman-Ana temiendo que le hubiera ocurrido algo. Se volvió desde la silla–. ¡No dispares! –tuvo tiempo de gritar, y apenas arreó a la blanca carnella Akmai para dar la vuelta y quedar de frente, la flecha, tras un breve silbido, penetró bajo el brazo en su flanco izquierdo.

Era una herida mortal. Naiman-Ana se inclinó y empezó a caer lentamente, agarrándose al cuello del camello. Pero primero cayó de su cabeza el pañuelo blanco que se convirtió en pájaro y echó a volar chillando:

–Recuerda, ¿quién eres? ¿Cuál es tu nombre? ¡Tu padre es Donenbái! ¡Donenbái! ¡Donenbái! ¡Donenbái!

Y desde entonces, según cuentan, empezó a volar de noche por Sary-Ozeki el pájaro Donenbái. Cuando encuentra a un viajero, el pájaro Donenbái revolotea por las cercanías chillando: «Recuerda, ¿quién eres? ¿De quién procedes? ¿Cómo te llamas? ¿Tu nombre? ¡Tu padre es Donenbái! ¡Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái!».

El lugar en donde fue enterrada Naiman-Ana empezó a llamarse, en Sary-Ozeki, el cementerio de Ana-Beit, el descanso de la madre...

La blanca camella Akmaidejó mucha descendencia. Las hembras de su especie salieron parecidas a ella; las camellas de cabeza blanca se hicieron famosas por los contornos, mientras que los machos, por el contrario, nacieron negros y poderosos como Burani Karanar.

El difunto Kazangap, que ahora llevaban a enterrar a AnaBeit, siempre decía que Burani Karanarno era un simple camello, sino que tenía su origen en la propia Akmai, la célebre camella blanca que había quedado en Sary-Ozeki después de la muerte de Naiman-Ana.

Yediguéi creía de buen grado a Kazangap. Por qué no... Burani Karanarlo valía... Muchas habían sido las pruebas, tanto en los días buenos como en los malos, y siempre Karanarlos había sacado de apuros... Sólo, eso sí, se volvía muy fiero cuando lo llevaban al cercado; siempre le sucedía en los tiempos más fríos, y cuando se enfurecía, lo hacía de verdad, se enfurecían el invierno y él. Dos inviernos a la vez. Era imposible ponerse de acuerdo con él en tales días... Una vez le falló a Yediguéi, y le falló por todo lo alto; de haber sido, bueno, no digamos una persona pero sí un ser racional, nunca le habría perdonado Burani Yediguéi aquel hecho a Burani Karanar... Pero tenérselo en cuenta a un camello atontado por la época de celo... Además, tampoco fue culpa suya. No parece posible ofenderse con un animal, eso dicho sea de pasada, fue simplemente el destino quien lo quiso de aquella manera. ¿Qué tenía que ver Burani Karanar? Kazangap conocía muy bien aquella historia, y fue quien la sentenció con su opinión, de otro modo nadie puede saber cómo habría terminado.


CAPÍTULO VII





Burani Yediguéi recordaba con una sensación especial de felicidad el final del verano de 19 5 2 y el comienzo del otoño. Como por arte de magia se había realizado la predicción de Yediguéi. Después de aquel terrible calor, bajo cuyos efectos hasta los reptiles de Sary-Ozeki acudían corriendo al umbral de las viviendas para resguardarse del sol, el tiempo cambió súbitamente a partir de mediados de agosto. De pronto cedió el insoportable calor y empezó a aumentar el frescor, y por lo menos ya fue posible dormir tranquilamente por las noches. En SaryOzeki, semejante bienestar no suele darse cada año, pero sí algunas veces. Los inviernos son invariables, siempre son rigurosos, pero los veranos a veces se muestran indulgentes. Eso sucede cuando en las capas altas de la atmósfera, según contó un día Elizárov, tienen lugar grandes desplazamientos, cambian las direcciones de los ríos celestes. A Elizárov le gustaba contar tales cosas. Decía que por arriba discurrían enormes ríos invisibles, con sus orillas y sus inundaciones. Esos ríos, en incesante movimiento, lavaban en cierto modo el globo terráqueo. Y la Tierra, envuelta toda ella por los vientos, navegaba siguiendo sus propios círculos, y esto constituía el discurrir del tiempo. Era curioso escuchar a Elizárov. No se encuentran personas así, era un hombre con un alma como hay pocas. Burani Yediguéi le respetaba, y Elizárov le pagaba con la misma moneda. Así pues, como decíamos, este río celeste, que acarreaba hacia SaryOzeki un aliviante frescor en la época más calurosa, bajaba de su techo sin que se sepa por qué, y al perder altura chocaba contra el Himalaya. Y el Himalaya, aunque se encuentra Dios sabe a qué enorme distancia, está muy próximo a escala del globo terráqueo. El río aéreo tropezaba con el Himalaya y daba marcha atrás. No iba a parar a la India ni a Pakistán, allí el calor continuaba siendo fuerte, sino que en su retroceso se desparramaba por Sary-Ozeki, porque Sary-Ozeki era como un mar, un espacio abierto sin obstáculos... Y este río traía el frescor del Himalaya...

Sea como fuera, aquel año reinaba un tiempo verdaderamente agradable a finales de verano y principios de otoño. En Sary-Ozeki, las lluvias son un fenómeno raro. Cada una se puede recordar durante mucho tiempo. Pero aquélla la recordó Burani Yediguéi toda su vida. Al principio, el cielo se llenó de nubarrones, e incluso fue algo fuera de lo común ver cómo se cubría la profundidad eternamente vacía de aquel cielo ardiente y paralizado. Y empezó a levantarse vapor, el calor sofocante llegó a una tensión imposible. Yediguéi trabajaba aquel día de enganchador. En la vía muerta había tres vagones recién descargados de machaca y de una nueva partida de traviesas de pino. Las habían acarreado la víspera. Como de costumbre, se exigía una descarga con carácter urgente, y luego resultaba que la cosa no era tan urgente ni mucho menos. Doce horas después de descargarlos, los vagones estaban aún en la vía muerta. Y todos habían arrimado el hombro: Kazangap, Abutalip, Zaripa, Ukubala, Bukéi, todos los que no estaban trabajando en la línea fueron destinados a esa empresa urgente. Téngase en cuenta que entonces todo debía hacerse a mano. ¡Y qué calor hacía! Sólo faltaba eso, que se les ocurriera mandar aquellos vagones con semejante calor. Pero si era preciso, era preciso. Y trabajaron. Ukubala sintió náuseas y empezó a vomitar. No soportaba el olor de las ardientes traviesas alquitranadas. Fue preciso enviarla a casa. Luego dejaron partir a las demás mujeres: los niños se consumían de calor en casa. Se quedaron los hombres, sudaron la gota gorda, pero terminaron su cometido.

Y al día siguiente, poco antes de la lluvia, los ya vacíos vagones regresaron a Kumbel con un tren de mercancías. Mientras hacían maniobras y enganchaban los vagones, Yediguéi se ahogaba de calor como en un baño de vapor. Y le cayó en suerte un maquinista que no hacía más que retrasarlo todo. Y él, entretanto, doblado en cuatro bajo los vagones. Y Yediguéi insultó al maquinista con la palabra gorda correspondiente. Y éste le respondió de la misma manera. Tampoco lo pasaba muy bien junto al fogón de la locomotora. El calor los tenía locos. Y gracias a Dios, partió el mercancías. Se llevó los vagones vacíos.

Y entonces cayó súbitamente el aguacero. Estalló. Cayó agua por todas las sequías. La tierra tembló y se levantó en un instante en ampollas y charcos. Y la lluvia fue cayendo y cayendo, una lluvia furiosa, enloquecida, que había acumulado todas las reservas de frescor y de humedad, caso de ser verdad, de las nevadas cumbres del propio Himalaya... ¡Y qué Himalaya! ¡Qué potencia! Yediguéi corrió a su casa. Ni él mismo sabía por qué. Porque sí. En realidad, el hombre, cuando cae bajo la lluvia, siempre corre a casa o busca cualquier techo. Es la costumbre. De no ser así, ¿para qué ocultarse de semejante lluvia? Lo comprendió y se detuvo cuando vio que toda la familia Kuttybáyev –Abutalip, Zaripa y los dos niños, Daúl y Ermek– bailaban cogidos de la mano y saltaban bajo la lluvia junto a su barraca. Y esto impresionó a Yediguéi. No porque estuvieran saltarines y se alegraran de la lluvia. Sino porque antes de que empezara ésta, Abutalip y Zaripa se habían dado prisa caminando con amplio paso por el camino desde el trabajo. Entonces lo comprendió. Querían estar juntos bajo la lluvia, con los niños, toda la familia. Eso no le había pasado a Yediguéi por la cabeza. Y ellos, bañándose en los chorros del aguacero, bailaban y alborotaban como los patos migratorios en el mar de Aral. Para ellos era una fiesta, un respiradero del cielo. ¡Habían añorado tanto la lluvia en Sary-Ozeki, habían languidecido tanto por ella! Y a Yediguéi le pareció tan alegre como triste, tan gracioso como lastimoso, ver a aquellos marginados agarrándose a un minuto luminoso en el apartadero de Boranly-Buránny.

¡Yediguéi! ¡Venga con nosotros! –gritó Abutalip en medio de la lluvia, y agitó los brazos como un nadador.

¡Tío Yediguéi! –se precipitaron hacia él, muy alegres, los niños.

El más pequeño no tendría más de tres años, Ermek, el predilecto de Yediguéi, corrió hacia él abriendo los brazos, con la boca muy abierta, ahogándose con la lluvia. Sus ojos estaban llenos de indescriptible alegría, heroicidad y travesura.

Yediguéi le agarró y le hizo rodar entre sus brazos. Y no supo qué más hacer. No tenía ninguna intención de incluirse en aquel juego familiar. Pero entonces doblaron la esquina, corriendo con fuertes chillidos, las dos hijas de Yediguéi, Saule y Sharapat. Acudían al ruido de los Kuttybáyev. También eran felices. «¡Papá, vamos a correr!», exigían. Y eso decidió las vacilaciones de Yediguéi. Ahora, todos juntos, unidos, retozaban bajo un incesante aguacero.

Yediguéi no soltó al pequeño Ermek, temiendo que con la confusión se cayera en un charco y se ahogara. Abutalip se sentó sobre sus hombros a la pequeña de Yediguéi, a Sharapat. Y así corrieron, para regodeo de los niños. Ermek saltaba dentro de los brazos de Yediguéi, chillaba a voz en grito y, cuando se atragantaba, pegaba fuertemente su húmeda carita al cuello de Yediguéi.

Era tan conmovedor que éste captó más de una vez las miradas agradecidas y brillantes de Abutalip y de Zaripa puestas en su persona, satisfechos de que su hijo se sintiera tan a gusto con el tío Yediguéi. Pero éste y sus niñas también estaban muy alegres por el barullo que había armado la familia Kuttybáyev con motivo de la lluvia. Involuntariamente, Yediguéi advirtió lo hermosa que era Zaripa. El agua desparramaba sus negros cabellos por la cara, el cuello y los hombros, y manaba desde la coronilla hasta las plantas de los pies de forma que el agua chorreaba generosamente por el flexible y joven cuerpo de la mujer destacando su cuello, sus brazos, sus caderas y las pantorrillas de sus piernas desnudas. Y los ojos brillaban alegres y provocativos. Sus blancos dientes relucían felices.

En Sary-Ozeki, la lluvia no da pasto a los caballos. La nieve empapa gradualmente la tierra. Pero la lluvia, caiga como caiga, es como el mercurio en la palma de la mano, se desliza por la superficie hacia los barrancos y abismos. Se agita, hace ruido y desaparece.

Unos minutos después de este gran aguacero empezaron a correr torrentes y arroyos, fuertes, rápidos, espumosos. Entonces, los de Boranly corrieron y saltaron por los arroyos, echaron jofainas y cubetas al agua. Los niños mayores, Daúl y Saule, se pasearon por el arroyo dentro de las cubetas. Fue preciso poner también a los pequeños dentro de una cubeta, y así navegaron...

La lluvia continuaba cayendo. Entusiasmados con la navegación, se encontraron junto a las vías, bajo el terraplén, al principio del apartadero. En aquel momento atravesó Boranly-Buránny un tren de pasajeros. La gente se asomaba poco menos que hasta la cintura por las ventanillas abiertas de par en par y los miraba, miraba a los desdichados extravagantes del desierto. Les gritaban algo parecido a: «¡Eh, no os ahoguéis!», y se retorcían de risa, silbaban, se reían. Seguramente era muy extraño el aspecto que tenían. Y el tren siguió adelante, lavado por la lluvia, llevándose a una gente que al cabo de un día o dos seguramente contaría lo visto para divertir a otros.

Yediguéi no habría pensado nada de eso de no haberle parecido que Zaripa estaba llorando. Cuando por la cara manan chorros de agua como echados con un cubo resulta difícil decir si una persona llora o no. Y sin embargo, Zaripa lloraba. Fingía que se reía, que estaba locamente alegre, pero lloraba conteniendo los sollozos, interrumpiendo el llanto con risas y exclamaciones. Abutalip, inquieto, la cogió del brazo:

—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? Vámonos a casa.

—No, simplemente, tengo hipo —respondió Zaripa.

Y de nuevo empezaron a divertir a los niños, procurando saturarse apresuradamente de los dones de aquella lluvia providencial. Yediguéi se sintió intranquilo. Imaginó lo duro que debía ser reconocer que la otra vida les había rechazado, la vida en la que la lluvia no era un acontecimiento, en la que la gente se bañaba y nadaba en un agua limpia y transparente, en la que había otras condiciones, otras diversiones, otras preocupaciones relativas a los niños... Y para no turbar a Abutalip y a Zaripa que, naturalmente, sólo fingían aquella alegría por los niños, Yediguéi continuó dando apoyo a su diversión...

Se lo pasaron muy bien, se cansaron de jugar, tanto los niños como los mayores, y la lluvia continuaba cayendo. Y entonces corrieron a sus casas. Viendo cómo se alejaban, Yediguéi disfrutó contemplando cómo los Kuttybáyev corrían juntos, el padre, la madre, los niños. Todos mojados. Por lo menos hubo un día de felicidad en Sary-Ozeki.

Con su pequeña en brazos y la mayor de la mano, Yediguéi apareció en el umbral de su casa. Ukubala juntó asustada las manos al ver su aspecto:

–Pero ¿qué os ha ocurrido? ¿Sabéis qué aspecto tenéis?

–No te asustes, madre –tranquilizó Yediguéi a su mujer, y se echó a reír–. Cuando el atan se emborracha, juega con sus taila [16]'.

–Sí, sí, ya veo que lo parecéis –sonrió con reproche Ukubala–. Hala, desnudaos, no os quedéis ahí parados como gallinas mojadas.

Cesó la lluvia, pero aún fue cayendo por los límites de SaryOzeki hasta el amanecer, a juzgar por el sordo retumbar de los truenos que se oyeron a lo lejos durante la noche. Yediguéi se despertó varias veces por esa causa. En el mar de Aral solía dormir incluso cuando retumbaba la tempestad sobre su cabeza. Pero allí era otra cosa, allí las tempestades eran frecuentes. Al despertar, Yediguéi adivinaba, a través de los párpados cerrados, cómo se reflejaba en las ventanas el vibrante resplandor de lejanos y erosionados relámpagos que se encendían en distintos lugares de la estepa.

Aquella noche, Burani Yediguéi soñó que estaba de nuevo en el frente, bajo el fuego. Pero los proyectiles caían silenciosamente. Las explosiones se levantaban en el aire sin hacer ruido y se quedaban como petrificadas en forma de negras salpicaduras que se derrumbaban lenta y pesadamente. Una de estas explosiones le levantó para arriba y estuvo mucho rato cayendo con el corazón paralizado por una horrible vaciedad. Luego, corría al ataque, pero no podía distinguir las caras, corrían los capotes solos, con las metralletas en la mano. Y cuando los capotes gritaron «hurra», surgió ante Yediguéi, en medio del camino, la figura sonriente de Zaripa. Fue asombroso. Con su vestidito de percal, con sus cabellos desparramados, chorreando agua por la cara, la joven se reía sin parar. Yediguéi no podía detenerse, recordaba que iba al ataque. «¿Por qué te ríes así, Zaripa? Es mala señal», dijo Yediguéi. «No me río, estoy llorando», respondió ella y continuó riéndose bajo la lluvia...

Al día siguiente quiso contarles este sueño a Abutalip y a ella. Pero cambió de parecer, no le pareció un buen sueño. Para qué inquietar aún más a las personas...

Después de aquella gran lluvia descendió el calor en SaryOzeki, o, como dijo Kazangap, terminaron las bazas del verano. Hubo aún días calurosos, pero soportables. Y a partir de entonces empezó el bienestar preotoñal de Sary-Ozeki. También los niños de Boranly se libraron del agotador sofoco. Se reanimaron, y volvieron a oírse sus voces. Y entonces comunicaron desde Kumbel que habían llegado a la estación melones y sandías de Kyzyl-Ordino. Y dijeron que quedaba a elección de los de Boranly que les enviaran su parte, o que fueran ellos mismos a recogerla. Esto lo aprovechó Yediguéi. Convenció al jefe del apartadero de que habían de ir ellos mismos, pues si se los enviaban, ya sabe: tomad, por Dios, lo que desechamos. Y éste aceptó. «Muy bien –dijo–, vaya con Kuttybáyev y elijan lo mejor.» Esto era lo que Yediguéi necesitaba. Quería sacar a Abutalip y a Zaripa de Boranly-Buránny aunque sólo fuera por un día. Sí, y tampoco a él le vendría mal orearse. Y se fueron a Kumbel a primera hora de la mañana, las dos familias con la chiquillería, en un tren de paso. Se endomingaron. Era magnífico. Los niños creían ir a un país de fábula. Todo el camino estuvieron entusiasmados, preguntando: «¿Crecen árboles allí?». «Claro que sí.» «¿Y la hierba es verde?» «Sí, también es verde. E incluso hay flores.» «¿Y hay casas grandes, y coches corriendo por las calles? ¿Y melones y sandías en cantidad? ¿Y hay helado allí? ¿Hay mar?»

El viento fustigaba el vagón de mercancías, entraba en forma de agradable y uniforme chorro por la entreabierta puerta, protegida por una plancha de madera por lo que pudiera ser, para que los niños no se cayeran, aunque al borde mismo del paso se habían sentado Yediguéi y Abutalip sobre unos cajones vacíos. Sostenían una variada conversación y además respondían a las preguntas de los niños. Burani Yediguéi estaba muy contento de que viajaran juntos, de que el tiempo fuera bueno, de que los niños estuvieran alegres, pero por lo que estaba más contento no era por los niños sino por Abutalip y por Zaripa. Sus caras se habían iluminado. Por corto tiempo, se habían liberado, habían roto las cadenas, si no de otra cosa por lo menos de su continua preocupación, de su abatimiento interno. Y a efecto de esta impresión, Yediguéi pensaba: «Quizá se le permita a Abutalip vivir en Sary-Ozeki a su manera y hasta donde sea capaz. ¡Dios lo quiera!».

Era agradable ver cómo Abutalip y Zaripa hablaban íntimamente de los diferentes asuntos cotidianos. Y eran felices. Así había de ser, la gente necesita tan poco... Yediguéi deseaba que los Kuttybáyev olvidaran todos los disgustos para que pudieran fortalecerse y adaptarse a la vida en Boranly, ya que no tenían otra elección. Era también muy halagador para Yediguéi que Abutalip estuviera sentado a su lado, hombro contra hombro, y supiera que podía confiar en él, que se comprendían muy bien uno a otro sin palabras superfluas, sin tocar, en el trajín de cada día, aquellos temas dolorosos sobre los que no convenía hablar de pasada. Yediguéi valoraba en Abutalip su inteligencia, su reserva y sobre todo su afecto por la familia, para la que vivía sin rendirse, sacando de ella sus fuerzas. Al escuchar sus manifestaciones, Yediguéi llegaba a la conclusión de que lo mejor que puede hacer un hombre para los demás es educar en familia a unos hijos dignos. Y no con la ayuda de otros, sino personalmente, día tras día, paso a paso, aplicando toda su persona a esta empresa, estando con los niños tanto como pueda, el rato más largo posible.

En cambio, eran muchas las escuelas donde había estudiado Sabitzhán desde la primera infancia: internados, institutos, diversos cursillos de formación. El pobre Kazangap daba cuanto ganaba para que su hijo pudiera estar en la ciudad, para que su Sabitzhán no viviera ni estuviera peor que los demás. ¿Y con qué resultado? Saber cosas sí sabía, pero un inútil es un inútil.

Y entonces, de camino a Kumbel en busca de sandías y melones, Yediguéi pensó que, si no había mejor salida, convendría instalar a Abutalip en Boranly-Buránny como es debido. Montar su propia economía, hacerse con un ganado y educar a los hijos en Sary-Ozeki como y hasta donde pudiera. Cierto que no se dispuso a darle ninguna lección, pero comprendió por la conversación que también Abutalip se inclinaba a ello, que tenía esas intenciones. Le interesaba saber cómo podía proveerse de patatas, dónde comprar botas de fieltro para su esposa y sus hijos en invierno. Preguntó también si en Kumbel había biblioteca y si prestaban libros al apartadero.

Por la tarde de aquel mismo día regresaron a casa en un tren de paso con los melones y las sandías que había destinado el DAO (Departamento de Aprovisionamiento Obrero) a los de Boranly. Los niños, como es natural, estaban muy cansados al caer la tarde, pero también muy contentos. Habían visto el mundo en Kumbel, habían comprado juguetes, habían comido helado y muchas otras cosas. Sí, ocurrió también un pequeño suceso en la barbería de la estación. Habían decidido cortar el cabello a los niños. Y cuando llegó el turno a Ermek, el crío empezó a chillar y a llorar de tal manera que no había forma de convencerle. Todos se esforzaron, pero él tenía miedo, escapaba, chillaba, llamaba a su padre. Abutalip había ido a la tienda de al lado. Zaripa no sabía qué hacer, enrojecía y palidecía de vergüenza. Y no cesaba de justificarse, diciendo que no le habían cortado el cabello al niño desde que naciera, que les daba pena cortárselo por ser tan hermoso y rizado. Y en efecto, Ermek tenía un cabello magnífico, espeso y rizado, había salido a su madre y en general se parecía a Zaripa: cuando le lavaran la cabeza y le peinaran los rizos sería un regalo para los ojos.

Llegados a esta situación, Ukubala consintió en recortar el cabello de Saule, como diciendo: «Mira, es una niña y no tiene miedo». Esto pareció causar algún efecto, pero apenas el peluquero tomó la maquinilla, se repitieron otra vez gritos y llantos. Ermek escapó de sus manos en el preciso momento en que aparecía Abutalip en la puerta. Ermek se precipitó hacia su padre. Éste lo levantó y lo estrechó fuertemente contra su pecho, y comprendió que no valía la pena atormentar al niño.

–Perdone usted –dijo al peluquero–. Ya lo haremos otro día. Haremos acopio de valor y entonces... De momento puede esperar, aún puede pasar. No hay prisa... Otro día...

En el curso de la sesión extraordinaria de las comisiones plenipotenciarias a bordo del portaviones Conventsia, y por acuerdo de las partes, se envió a la estación orbital Paritetotro comunicado cifrado con destino a los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1 que se encontraban en el planeta de la civilización extraterrestre: se les ordenaba categóricamente que no emprendieran acción alguna y que se quedaran donde estaban hasta que recibieran una indicación especial del Centrun.

La reunión tuvo lugar, como antes, a puerta cerrada. El portaviones Conventsiase encontraba, como siempre, en el mismo lugar del océano Pacífico, al sur de las Aleutianas en un punto rigurosamente equidistante por aire de San Francisco y de Vladivostok.

Como antes, nadie en el mundo sabía que había ocurrido un grandioso acontecimiento intergaláctico: en el sistema del astro Poseedor se había descubierto un planeta con una civilización extraterrestre cuyos seres racionales proponían establecer un contacto con los terrícolas.

En la sesión extraordinaria, ambas partes debatieron todos los pros y los contras de tan inusual e inesperado problema. En la mesa, ante cada miembro de las comisiones, había, entre otros materiales auxiliares, un dossier con el texto completo del mensaje enviado por los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1. Se estudiaba cada pensamiento, cada palabra de los documentos. Cualquier detalle que se aportara como prueba de la existencia de vida racional en el planeta Pecho Forestal se consideraba ante todo desde el punto de vista de las posibles consecuencias, de la compatibilidad o incompatibilidad con la experiencia terrena de civilización y con los intereses de los países dirigentes del planeta... Ninguno de ellos había tenido ocasión de tropezar jamás con este género de problemás y la cuestión requería una rápida solución...

En el océano Pacífico había, como antes, una tempestad de mediana fuerza...





Al ver que los miembros de la familia Kuttybáyev soportaban la época más terrible del tórrido calor estival de Sary-Ozeki y no hacían desesperados las maletas, no se movían de Boranly-Buránny para irse a otra parte, a donde fuera con tal de que estuviera muy lejos, los de Boranly comprendieron que aquella familia se quedaría allí, aguantaría. Abutalip Kuttybáyev se había animado mucho, o más exactamente, se había incorporado a la sirga de Boranly. Sí, naturalmente, se había acostumbrado, había asimilado las condiciones de vida en el apartadero. Como todos y cada uno de ellos, tenía derecho a decir que Boranly era el lugar más perdido del mundo, puesto que hasta el agua había que traerla en una cisterna, por ferrocarril, tanto para beber como para las demás necesidades, y el que quisiera beberla fresca, auténtica, tenía que ensillar el camello y dirigirse con unos odres a un pozo situado en el fin del mundo, cosa que fuera de Yediguéi y Kazangap nadie se atrevía a hacer.

Sí, así era en el cincuenta y dos, y así fue hasta los años sesenta, cuando se instaló en el apartadero una bomba de profundidad electroeólica. Sin embargo, por aquel entonces ni soñaban tal cosa. Y a pesar de ello, Abutalip nunca vituperó ni maldijo el apartadero de Boranly-Buránny, ni tampoco aquella tierra de Sary-Ozeki. Aceptaba lo malo como malo y lo bueno como bueno. A fin de cuentas, aquella tierra no era culpable de nada ante nadie. Es el hombre quien debe decidir si quiere vivir allí o no...

Y también en esa tierra la gente procuraba instalarse lo más cómodamente posible. Cuando los Kuttybáyev llegaron al definitivo convencimiento de que su lugar estaba allí, en BoranlyBuránny, y que no tenían ya otro sitio adonde ir, y que era necesario instalarse mejor, empezó a faltarles tiempo para los asuntos domésticos. Como es natural, había que trabajar cada día, o cada turno, pero en el tiempo libre las preocupaciones eran múltiples. Abutalip puso a contribución sus esfuerzos y sudores cuando emprendió la tarea de preparar la vivienda para el invierno: trasladar la estufa, ajustar la puerta, preparar y adaptar los marcos de las ventanas. No poseía una especial habilidad para estos trabajos, pero Yediguéi le ayudó con herramientas y materiales, no le dejó solo. Y cuando empezaron a excavar un sótano junto al pequeño cobertizo, tampoco Kazangap permaneció al margen. Entre los tres construyeron un pequeño sótano, lo cubrieron con viejas traviesas y paja, y echaron arcilla encima, de manera que la cubierta fuera lo más sólida posible, para que ningún animal se cayera impensadamente al sótano. Hicieran lo que hiciesen, los hijos de Abutalip rondaban y pasaban mil veces junto a ellos. Y aunque a veces estorbaban, así era más alegre y agradable. Yediguéi y Kazangap empezaron a pensar cómo podrían ayudar a Abutalip para que tuviera su propia hacienda, y ya habían tomado alguna resolución. Decidieron que en primavera le asignarían una camella lechera. Lo principal era que Abutalip aprendiera a ordeñarla. Téngase en cuenta que no se trataba de una vaca. A las camelias hay que ordeñarlas de pie. Hay que ir tras ellas por la estepa, y sobre todo, salvaguardar al pequeñín, dejarle coger el pezón a tiempo y quitárselo en su momento. Dan no pocos trabajos. También hay que conocer la materia...

Pero lo que más satisfacción causaba a Burani Yediguéi era que Abutalip no sólo se aplicaba en las tareas domésticas, no sólo se ocupaba continuamente de los niños de ambas familias –él y Zaripa les daban clase con los libros y les enseñaban dibujo–, sino que además, haciendo un esfuerzo, superando el obstáculo de ser Boranly un lugar tan apartado, estudiaba él mismo. En realidad, Abutalip Kuttybáyev era un hombre culto. Leer libros, efectuar sus anotaciones, era lo que le correspondía. Secretamente, Yediguéi se enorgullecía de tener semejante amigo. Por eso se había sentido atraído hacia él. Tampoco era casual la amistad que había surgido con Elizárov, el geólogo de Sary-Ozeki, que visitaba con frecuencia aquellos lugares. Yediguéi respetaba a los científicos, a la gente que sabía mucho. Abutalip también era muy culto. Pero, simplemente, procuraba pensar menos en voz alta. Sin embargo, un día tuvieron una conversación seria.

Volvían una tarde de su trabajo en las vías. Aquel día habían estado colocando unos paneles de protección contra la nieve en el kilómetro siete, donde siempre se acumulaban los montones de nieve. Aunque el otoño apenas empezaba a cobrar fuerza, había que prepararse a tiempo para el invierno. Así, pues, regresaban a casa. Caía una tarde hermosa y clara que predisponía a la conversación. En tardes como ésa, los alrededores de SaryOzeki, como el fondo del mar de Aral desde una barca en tiempo de calma, sólo se adivinaban fantasmagóricamente entre la neblina del crepúsculo.

–Oye, Abu, por las tardes, cuando paso junto a tu casa, siempre veo tu cabeza inclinada sobre el alféizar de la ventana. ¿Escribes algo o reparas alguna cosa junto a la lámpara? –preguntó Yediguéi.

–Es de lo más simple –respondió de buen grado Abutalip, trasladándose la pala de un hombro al otro–. No dispongo de mesa escritorio. Y así que mis pilluelos se meten en la cama, Zaripa se pone a leer y yo anoto algunas cosas que aún tengo en la memoria: la guerra y, sobre todo, mis años en Yugoslavia. Pasa el tiempo, el pasado se va alejando cada vez más –hizo una pausa–. Siempre estoy pensando qué podría hacer por mis hijos. Darles de comer, de beber, educarlos, esto ya se supone. Cuanto pueda, tanto como pueda. Yo he pasado y experimentado tantas cosas como quizá no las haya vivido otro en cien años, y todavía estoy vivo y respiro. Seguramente el destino no me ofrece esta posibilidad porque sí. Quizá es para que yo lo cuente, y en primer lugar a mis hijos. Tengo que rendirles cuentas de mi vida, dado que les he puesto en este mundo, así lo entiendo yo. Naturalmente, hay una verdad general para todo el mundo, pero hay también la interpretación de cada uno. Y ésta desaparece con nosotros. Cuando un hombre ha atravesado los círculos de la vida y de la muerte en una confrontación mundial de fuerzas, y pudieron matarle por lo menos un centenar de veces, pero ha sobrevivido, entonces hay muchas cosas que puede conocer: el bien, el mal, la verdad, la mentira...


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