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Un día más largo que un siglo
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Автор книги: Чингиз Айтматов



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Estuvo nevando todo el camino, la ventisca barría y arremolinaba la nieve. En una de las estaciones, antes de Orenburg, el tren se detuvo una hora entera: limpiaban las vías de montones de nieve... Se oían voces, la gente trabajaba maldiciendo el mal tiempo y todo lo de este mundo. Luego el tren se puso de nuevo en marcha y anduvo envuelto en los torbellinos de la nevasca. Estuvieron largo rato para entrar en Orenburg, los árboles del camino se alzaban vagamente en forma de negros, silenciosos y retorcidos troncos, como el árbol seco de un cementerio abandonado. Prácticamente, no podía verse ni la ciudad. En la estación de clasificaciones volvieron a parar largo rato durante la noche: desenganchaban el vagón especial. Abutalip lo comprendió por los topetazos de los vagones, por los gritos de los enganchadores, por los silbidos de las locomotoras de maniobras. Luego, arrastraron el vagón a cierta parte, seguramente a una vía muerta.

Era ya muy avanzada la noche cuando el vagón especial fue colocado en el lugar que le habían destinado. El último topetazo, la última orden desde abajo: «¡Muy bien! ¡Dejadlo!». El vagón quedó como clavado en el suelo.

–¡Bueno, eso es todo! ¡Prepárate! ¡Sal, preso! –ordenó el celador jefe a Abutalip abriendo la puerta del departamento–. ¡No te demores! ¡Sal! ¿Te has dormido? ¡A tragar aire fresco!

Abutalip se levantó lentamente, fue hacia él, acercándose hasta casi tocarlo, y dijo con aire. de renuncia:

–Estoy dispuesto. ¿Dónde hay que ir?

–Si estás dispuesto, ¡camina! La escolta te indicará dónde hay que ir –el vigilante dejó que Abutalip saliera al pasillo, pero luego, sorprendido e indignado, chilló deteniéndolo–: ¿Y te dejas la mochila, eh? ¿Dónde vas? ¿Por qué no tomas la mochila? ¿O quieres que llamemos a un mozo de cuerda para ti? ¡Vuelve y toma tu equipaje!

Abutalip volvió al departamento y tomó a disgusto la mochila olvidada. Cuando volvió a salir al pasillo a punto estuvo de tropezar con dos miembros del servicio local que iban por el vagón con aire apresurado y preocupado.

–¡Deténte! –el vigilante empujó a Abutalip contra la pared–. ¡Deja paso! Que pasen los camaradas.

Al salir del vagón, Abutalip oyó que aquellos dos hombres llamaban a la puerta del departamento de Tansykbáyev.

–¡Camarada Tansykbáyev! –llegaron sus voces agitadas–. ¡Bienvenido! ¡Le esperábamos con impaciencia! ¡Con qué impaciencia! Tenemos aquí una buena nevada. ¡Disculpe! ¡Permita que nos presentemos, camarada comandante!

La escolta armada –tres hombres con gorras de orejeras y uniforme de soldado– estaba abajo esperando al preso, a quien tenían orden de conducir a un coche cerrado a través de las vías.

–¡Anda, baja! ¿Qué esperas? –le apresuró uno de los hombres de escolta.

Acompañado por el vigilante, Abutalip descendió en silencio los peldaños del vagón. Se respiraba un aire frío muy vivo, caía polvo de nieve. Las manillas heladas le cortaban cruelmente la mano. Oscuridad rota por las luces de las vías de una estación desconocida, maraña de raíles barridos por la ventisca, inquietantes silbidos de las máquinas de maniobras.

–¡Entrego al preso número noventa y siete! –informó el vigilante a la escolta.

–¡Tomo al preso número noventa y siete! –respondió como un eco el jefe de la escolta.

–¡Listos! ¡Andando donde te manden! –dijo a Abutalip el vigilante como despedida. Y luego añadió sin saber por qué–: Allí te meterán en un coche y te llevarán...

Abutalip avanzó bajo escolta por las vías, saltando al azar los raíles y las traviesas. Caminaban hundiéndose en la nieve. Abutalip llevaba la mochila al hombro. Ora aquí, ora allá, sonaban los silbidos de las locomotoras del turno de noche.





Los colegas de Orenburg habían acudido al departamento de Tansykbáyev para llevarlo a un hotel; no obstante, se quedaron un poco para celebrar su llegada. Dispuestos a entablar amistad, los colegas propusieron beber y tomar alguna cosa allí mismo, en el departamento, tanto más por ser de noche y hora no laboral. Quién no habría aceptado. Durante la conversación, Tansykbáyev juzgó posible decir que el asunto estaba en vías de arreglo, que podían estar seguros del éxito del careo, motivo por el cual habían venido de Alma-Atá.

Los colegas pronto se hicieron amigos. Estaban conversando animadamente cuando sonaron en el exterior unas voces excitadas y el ruido de pasos por el pasillo del vagón. El vigilante y un soldado de escolta irrumpieron en el departamento. El soldado estaba ensangrentado. Con la cara horrorosamente alterada, saludó a Tansykbáyev y gritó:

–El preso número noventa y siete ha muerto!

–¿Cómo que ha muerto? –saltó fuera de sí Tansykbáyev–. ¿Qué significa muerto?

–¡Se ha arrojado bajo una locomotora! –precisó el vigilante jefe.

–¿Qué significa que se arrojó? ¿Cómo se arrojó? –Tansykbáyev sacudió furioso al vigilante.

Cuando llegamos a las vías, las máquinas de maniobras se movían a derecha e izquierda –empezó a explicar confusamente el soldado–. Estaban moviendo un convoy. De acá para allá... Nos detuvimos a esperar que pasara... Y el preso blandió de pronto la mochila, me golpeó en la cabeza y se echó directamente bajo la máquina, bajo las ruedas...

Todos guardaron silencio, completamente confundidos ante lo inesperado del suceso. Tansykbáyev empezó a prepararse febrilmente para salir.

–¡Qué canalla, qué malvado, se ha librado! –soltó con un temblor en la voz–. ¡Arruinó tódo el asunto! ¡Ah! ¡Qué cosas! ¡Escapó, realmente, escapó! –hizo un gesto de desesperación con la mano y se sirvió un vaso lleno de vodka.

Sus colegas de Orenburg, sin embargo, no dejaron de advertir al soldado que toda la responsabilidad de lo sucedido recaía en la escolta...

CAPÍTULO X






En el océano Pacífico, al sur de las Aleutianas, bastante después de mediodía. Continuaba la misma tempestad, y seguían por todo el espacio visible las hileras de olas, una tras otra, constituyendo el invisible movimiento del elemento líquido de horizonte a horizonte. El portaviones Conventsiase balanceaba ligeramente sobre las olas. Se encontraba en el mismo lugar de antes, a la misma distancia por aire de San Francisco que de Vladivostok. Todos los servicios del barco, del programa científico internacional, estaban en tensión, perfectamente preparados para pasar a la acción.

En aquel momento tenía lugar a bordo del portaviones una reunión de urgencia de las comisiones plenipotenciarias que estudiaban la extraordinaria situación planteada como resultado del descubrimiento de una civilización extraterrestre en el sistema del astro Poseedor. Los paritet-cosmonautas 2-1 y 1-2, que estaban con los extraterrestres por su libérrima voluntad, se encontraban todavía en el planeta Pecho Forestal después de la triple advertencia del Centrun, a través de la estación orbital Paritet, en el sentido de que en ningún caso emprendieran ninguna acción hasta recibir indicaciones precisas del Centrun.

Esta orden categórica reflejaba en realidad no sólo la confusión de las mentes, sino también una situación excepcionalmente complicada que se agudizaba de forma incontenible, una incandescencia de la discordia en las relaciones entre las dos partes, que amenazaba con la ruptura total de la cooperación, y lo que es peor, con una abierta confrontación. Lo que recientemente suscitaba en las partes un interés por integrar la potencia técnico-científica de los Estados líderes –el programa «Demiurg»—, había quedado automáticamente en segundo plano y había perdido de golpe toda su importancia a la vista del super-problema inesperadamente planteado con el descubrimiento de una civilización extraterrestre. Los miembros de la comisión sólo comprendían claramente una cosa: aquel inaudito descubrimiento, que no podía compararse con ningún otro, ponía definitivamente a prueba los fundamentos de la cooperación mundial actual, todo lo que se había propugnado, cultivado y elaborado en la conciencia de las generaciones de siglo en siglo, todo el conjunto de normas de existencia. ¿Podía alguien atreverse a dar tan temerario paso? Y eso sin entrar ya en elucubraciones sobre la seguridad total del globo terráqueo.

Y aquí, como suele ocurrir siempre en todos los momentos críticos de la historia, se pusieron al descubierto con toda su fuerza las radicales contradicciones entre los dos sistemas socio-políticos de la Tierra.

El estudio de la cuestión se desorbitó hasta llegar a ardientes debates. Las diferencias de puntos de vista y de enfoque, adoptaban cada vez más el carácter de posiciones irreconciliables. El asunto se desplazaba impetuosamente hacia la confrontación, hacia las amenazas mutuas, hacia conflictos que, escapando al control, eran capaces de conformar una guerra mundial. Por ello, cada parte intentaba abstenerse de los extremismos ante el peligro común que representaba semejante desarrollo de los acontecimientos, pero el factor más moderador era el repudio, o más exactamente, el peligro de un estallido de la conciencia terrena que pudiera producirse espontáneamente si la noticia de la civilización extraterrestre se convertía en un hecho de general conocimiento... Nadie podía dar una seguridad sobre los resultados de este desenlace...

Y la sensatez se impuso. Las dos partes llegaron a un compromiso, un compromiso obligado, lo repetimos, sobre una base rigurosamente valorada. A tenor del mismo, se envió a la estación orbital Paritet un radiograma cifrado del Centrun con el siguiente contenido:

«A los cosmonautas 1-2 y 2-1. Se os comunica la obligación de poneros inmediatamente en contacto por radio, mediante los sistemas de a bordo de la Paritet, con los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1 que se encuentran en una galaxia fuera del sistema solar, en el llamado sistema del astro Poseedor, en el planeta Pecho Forestal. Es indispensable informarlos urgentemente de que, en base a las conclusiones de las comisiones de las dos partes, que estudian los informes sobre la civilización extraterrestre descubierta por los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1, el Centrun ha adoptado una resolución inapelable:

»a) No permitir el regreso de los ex paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1 a la estación orbital Paritet, y por ello tampoco a la Tierra, como personas indeseables para la civilización terrestre.

»b) Declarar a los habitantes del planeta Pecho Forestal que rehusamos entrar en cualquier tipo de contacto con ellos por considerarnos incompatibles desde el punto de vista de la experiencia histórica, de los intereses vitales de ambas partes y de las peculiaridades del actual desarrollo de la sociedad humana en la Tierra.

»c) Prevenir a los ex paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1, así como a los extraterrestres que se hallan en contacto con ellos, para que no intenten establecer contacto con los terrícolas, y mucho menos penetrar en la esfera periférica de la Tierra, como tuvo lugar en el caso de la visita de los extraterrestres a la estación orbital Paritet en la órbita "Tramplin".

»d) Con objeto de aislar la esfera periférica de la Tierra, ante la posible intrusión de aparatos voladores de procedencia extraterrestre, el Centrun declara que se establece con carácter de urgencia un régimen transcósmico extraordinario que lleva el nombre de Operación Anillo y que consiste en la programación de una serie de cohetes-robots militares de protección en las órbitas correspondientes, calculados para destruir mediante radiaciones láser-nucleares cualquier objeto que se acerque por el cosmos al globo terráqueo.

»e) Llevar a conocimiento de los ex paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1, que entraron sin autorización en contacto con los seres extraterrestres, que con fines de seguridad, y para conservar la estabilidad de la estructura geopolítica de los terrícolas, queda excluida cualquier posibilidad de contacto con ellos. Para ello, se tomarán todas las medidas para conservar en riguroso secreto el acontecimiento que ha tenido lugar, y aquellas otras que impidan la reanudación de los contactos. Con este fin, la órbita de la estación Paritet se cambiará inmediatamente y los canales de radio de la estación se cifrarán de nuevo.

»f) Advertir una vez más a los extraterrestres del peligro que representa acercarse a las zonas "anillo" que rodean el globo terráqueo.

»Centrun. A bordo del portaviones Conventsia



Al recurrir a estas medidas de protección, el Centrun se vio obligado a congelar por cierto tiempo todo el programa «Demiurg», relativo a la conquista del planeta Iks. La estación orbital Paritetse debía llevar a otros parámetros de rotación, donde sería utilizada para observaciones cósmicas normales. Se decidió poner bajo la custodia de la neutral Finlandia el portaviones Conventsia, de investigación científica. Una vez lanzado al lejano cosmos el sistema «Anillo», todo el personal de la Paritet, todos los empleados científicos y administrativos, y todo el servicio auxiliar, debía licenciarse con el riguroso compromiso de no revelar en toda su vida el motivo de la cancelación de las actividades del Centrun.

Para el gran público, la intención era declarar que los trabajos del programa «Demiurg» se detenían por un tiempo indeterminado debido a la necesidad de prospecciones y correcciones básicas en el planeta Iks.

Todo estaba cuidadosamente previsto. Y todo debía ponerse en práctica inmediatamente después del urgente establecimiento del «Anillo» alrededor del globo terrestre.

Antes de ello, inmediatamente después de la reunión de las comisiones, todos los documentos, todos los códigos, toda la información de los ex paritet-cosmonautas, todas las actas, todos los filmes y papeles que tuvieran cualquier relación con aquella triste historia, fueron destruidos.

En el océano Pacífico, al sur de las Aleutianas, iba muriendo el día. El tiempo continuaba siendo, como antes, relativamente soportable. Sin embargo, la agitación del océano iba creciendo gradualmente. Se oía ya el retumbar de las olas, que hervían por todas partes.

El personal del ala de aviación del portaviones esperaba tensamente la salida de los miembros de la comisión plenipotenciaria hacia los aviones al terminar la reunión. Al fin, salieron todos. Se despidieron. Unos fueron a uno de los aviones y otros a otro.

El despegue fue perfecto a pesar del balanceo. Uno de los aviones salió rumbo a San Francisco; el otro hacia la parte opuesta, hacia Vladivostok.

Bañándose en los vientos de las alturas, la Tierra seguía sus eternos círculos. La Tierra flotaba... Era un pequeño granito de arena en la inconmensurable infinitud del universo. Granitos de arena como ése los había en gran cantidad en el universo. Pero sólo en éste, en el planeta Tierra, vivía y existía gente. Vivían como podían y como sabían, y a veces, traspasados de curiosidad, intentaban conocer si había en otros lugares seres semejantes a ellos. Discutían, elaboraban hipótesis, desembarcaban en la Luna, enviaban aparatos automáticos a otros cuerpos celestes, pero cada vez se convencían con amargura de que en ninguna parte de los alrededores del sistema solar había nadie ni nada semejante a ellos, ni ningún tipo de vida. Luego se olvidaron de ello, tenían otras preocupaciones, no era fácil vivir y estar de acuerdo entre sí, y además, costaba trabajo conseguir el pan de cada día... Muchos consideraban que aquél no era su problema. Y la Tierra iba rodando por sí misma...





Todo aquel mes de enero había sido muy frío y brumoso. ¿De dónde vendría tanto frío a Sary-Ozeki? Los trenes iban con los bujes helados, puestos al rojo blanco por el crudo frío. Tras la ventisca y la helada resultaba curioso ver las negras cisternas de petróleo detenerse en el apartadero formando una fila completamente blanca. Para los trenes tampoco resultaba fácil ponerse en marcha. Enganchadas a pares, las locomotoras, como arrimando los dos hombros, estaban un rato dando tirones para, literalmente, arrancar las ruedas, pegadas por el hielo a los raíles. Y estos esfuerzos de las locomotoras, se oían en el aire desde muy lejos en forma de chirriante retumbar de hierro. Por las noches, los niños de Boranly despertaban asustados por ese ruido.

Y entonces también empezaron las obstrucciones de nieve en las vías. Todo se conjuraba. Los vientos andaban locos. En Sary-Ozeki todo el espacio era abierto y nadie podía adivinar por qué lado golpearía la ventisca. Y a los de Boranly les parecía que el viento intentaba echar la nieve precisamente sobre la línea del ferrocarril. No hacía sino esperar el menor descanso para caer sobre ellos, levantar la ventisca y cubrir las vías con pesados montones de nieve.

Yediguéi, Kazangap y otros tres obreros no hacían otra cosa que correr de un lado para otro limpiando las vías del tramo, ora aquí, ora allá, ora de nuevo acá. Los trineos de camellos les sacaban de apuros. Trasladaban la pesada capa superior del obstáculo al borde de la vía; el resto tenía que hacerse a mano. Yediguéi no le ahorraba trabajos a Karanary estaba contento con la posibilidad de agotar sus fuerzas, de apaciguar su tumultuoso ímpetu y le enganchaba emparejado con otro de su talla. De esta suerte, arreándolos con el látigo, trasladaba los montones de nieve. Los camellos tiraban de una tabla transversal provista de un contrapeso sobre el que se ponía Yediguéi de pie para sujetar con su propio peso el sistema de arrastre. Entonces no disponían de otros aparatos. Se decía que habían salido ya de las fábricas unos quitanieves especiales, unas locomotoras que lanzaban los montones de nieve por los lados. Les habían prometido enviar pronto esas máquinas, pero de momento las promesas se habían quedado en palabras.

Si durante el verano hubo dos meses en los que el calor tostaba hasta hacer perder el entendimiento, en aquellos momentos respirar el aire helado era terrible, parecía que los pulmones iban a estallar. Y sin embargo, los trenes circulaban y era preciso hacer el trabajo. Aquel invierno, la cara de Yediguéi se cubrió de pelo que, por primera vez, brillaba con algunas motas blancas. Los ojos aparecían abotagados a causa del sueño mal satisfecho. Daba asco verse la cara en el espejo: negra como hierro colado. No se quitaba la pelliza, y encima llevaba continuamente la capa impermeable con capucha. Y botas de fieltro en los pies.

Pero fuera cual fuese el trabajo de Yediguéi, por mal que lo pasara, no se quitaba de la cabeza la historia de Abutalip Kuttybáyev. Era un grito doloroso clavado en su mente. A menudo, Kazangap y él razonaban y hacían elucubraciones sobre cómo había sucedido todo aquello y sobre cómo terminaría. Kazangap solía callarse las más de las veces, con el ceño fruncido, pensando tensamente en sus cosas. Pero un día dijo:

Siempre ha sido así. Hasta que no hayan examinado el asunto... No en vano decían en tiempo antiguo: «El kan no es Dios. No siempre sabe qué hacen los que le rodean, y los que le rodean nada saben de los que piden limosna en el mercado». Siempre ha sido así.

–¡Pero qué dices! ¡Vaya, hombre! Pues sí que eres sabio –se burló de él Yediguéi–. ¡Ya les dieron un buen palo a todos esos kanes! ¡No se trata de eso!

–¿Pues de qué? –preguntó juiciosamente Kazangap.

–¡De qué! ¡De qué! –rezongó irritado Yediguéi, pero al fin no respondió. E iba con esta pregunta atorada en su cerebro sin encontrar respuesta.

Como se sabe, una desgracia nunca viene sola. El mayor de los Kuttybáyev, Daúl, sufrió un fuerte enfriamiento. El niño tenía fiebre y deliraba, le atormentaba la tos, le dolía la garganta. Zaripa decía que tenía anginas. Le trataba con todo género de tabletas. Pero no podía permanecer constantemente junto al niño: trabajaba de guardagujas, tenía que vivir. Estaba de servicio, ora de noche, ora de día. Ukubala tuvo que tomar sobre sí esos cuidados. Con sus dos hijos, más otros dos, ella se arreglaba con los cuatro, pues comprendía en qué terrible situación se encontraba la familia de Abutalip. Yediguéi también ayudaba como podía. A primera hora de la mañana, llevaba a su barraca el carbón del cobertizo, y si le quedaba tiempo, encendía la estufa. Para prender el carbón de piedra hay que tener cierta habilidad. Echaba de una vez un cubo y medio de carbón para que el calor se mantuviera todo el día, para los niños. También llevaba agua del vagón-cisterna, detenido en la vía muerta, y partía la leña para encender el fuego. No le costaba mucho hacer todo esto, lo más difícil era otra cosa. Le resultaba imposible, atormentador e insoportable mirar a los ojos a los hijos de Abutalip y responder a sus preguntas. El mayor estaba enfermo y era un chico con un carácter muy comedido, pero el menor, Ermek, que se parecía a su madre, era vivo, afectuoso, muy sensible y fácil de herir, y con éste todo resultaba difícil. Cuando Yediguéi entraba el carbón por la mañana y encendía la estufa, procuraba no despertar a los niños. Sin embargo, raras veces conseguía salir sin ser notado. Ermek, con su cabecita rizada y negra, en seguida se despertaba. Y su primera pregunta, apenas abría los ojos, era:

–Tío Yediguéi, ¿vendrá pápikahoy?

Y el niño corría hacia él, sin vestirse, descalzo, con una inextirpable esperanza en los ojos, como si bastara con que Yediguéi dijera «sí» para que su padre volviera sin falta y de nuevo estuviera con ellos en casa. Yediguéi lo cogía de una brazada, flacucho, calentito, y de nuevo lo metía en la cama. Le hablaba como a un adulto:

Hoy no sé, Ermek, si vendrá o no tu pápika; desde la estación nos han de comunicar por teléfono en qué tren volverá. Porque los trenes de pasajeros no se detienen aquí, eso ya lo sabes. Sólo cuando lo ordena el jefe de circulación del ferrocarril. Yo creo que dentro de unos días enviará un telegrama. Y entonces, tú y yo, y Daúl, si para entonces ya está curado, iremos a ese tren a recibirle.

–Le diremos: « pápika, aquí estamos nosotros!». ¿No es así? –desarrollaba el niño la invención del adulto.

–¡Claro que sí! Lo haremos de esta manera –le apoyaba con tono animado Yediguéi.

Pero no era tan fácil engatusar al imaginativo niño.

–Tío Yediguéi, podríamos ir, como aquella vez, en un tren de mercancías, todos, a ver al jefe de circulación. Y decirle que detenga aquí el tren en que venga pápika.

Había que salir del paso.

–Pero entonces era verano y hacía calor. ¿Cómo quieres viajar ahora en un tren de mercancías? Hace mucho frío. Y viento. Fíjate cómo se han helado las ventanas. No llegaríamos, nos congelaríamos como carámbanos. No, es muy peligroso.

El niño se callaba, muy triste.

–De momento, quédate en la cama, yo voy a ver a Daúl –encontró la excusa Yediguéi, y se acercó a la cama del enfermo y puso su pesada y nudosa mano sobre la ardiente frente del niño... Éste abrió con dificultad los ojos y sonrió débilmente con los labios pegados por la fiebre. La fiebre se mantenía–. No te destapes. Estás sudando. ¿Me oyes, Daúl? Te vas a enfriar aún más. Y tú, Ermek, tráele el orinal cuando quiera orinar. ¿Me oyes? Para que no se levante. Pronto llegará mamá del servicio. Y tía Ukubala vendrá inmediatamente y os dará de comer. Y cuando Daúl se restablezca vendréis a casa a jugar con Saule y Sharapat. Tengo que ir a trabajar, pues hay tanta nieve que los trenes no pueden pasar –dijo Yediguéi a los niños antes de marcharse.

Pero Ermek era implacable.

–Tío Yediguéi –le dijo cuando éste se encontraba ya en el umbral–. Si hay mucha nieve cuando el tren de pápikase detenga, yo también iré a quitarla. Tengo una pala pequeñita.

Yediguéi salió de la casa con el corazón dolorido y oprimido. Sentía el agravio, la impotencia, la piedad. En aquel momento estaba furioso contra todo el mundo. Y descargó su rabia contra la nieve, el viento, los obstáculos y los camellos, a los que no ahorraba esfuerzos en el trabajo. Trabajaba como una fiera, como si él solo pudiera detener toda la ventisca de Sary-Ozeki...

Y los días pasaban como gotas de agua cayendo con irreversible uniformidad una tras otra. Enero quedaba atrás, y los fríos empezaban a ceder. No había ninguna noticia de Abutalip Kuttybáyev. Perdiéndose en suposiciones Yediguéi y Kazangap, opinando cada cual a su modo los demás hombres. Tanto a uno como a otro les parecía que debían soltarle pronto, no había pasado nada tan terrible, sólo escribía algo para sí mismo, no para ningún otro. Ésta era su esperanza, y la que, como podían, infundían en Zaripa, para que aguantara firme y no se desmoralizara. Ella también comprendía que, por los niños, tenía que ser de piedra. Se encerró en sí misma, sin despegar los labios, y sólo sus ojos brillaban de inquietud. Quién sabe hasta cuándo bastaría su aguante.

En aquel momento, Burani Yediguéi estaba libre del trabajo. Decidió pasear por la estepa y echar una ojeada para ver cómo pastaba la manada de camellos y, sobre todo, cómo se comportaba Karanar. ¿No habría maltratado a algún otro animal del rebaño? Se volvía loco, era la estación. Fue con los esquís, no estaban muy lejos. Volvió temprano. Y se disponía a informar a Kazangap de que todo estaba en orden. Los animales pastaban en el valle de Lijosvost, donde casi no había nieve, pues se la llevaba el viento, y por ello el pasto estaba abierto, no había motivo de inquietud. Pero Yediguéi decidió pasar por su casa para dejar los esquís. La hija mayor, Saule, asomó asustada por la puerta.

–¡Papá, mamá está llorando! –exclamó, y desapareció.

Yediguéi, alarmado, arrojó los esquís y se apresuró a entrar en casa. Ukubala lloraba a lágrima viva, y a Yediguéi se le cortó la respiración.

–¿Qué? ¿Qué ha pasado?

–¡Así sea todo maldito en este maldito mundo! –empezó a recitar ahogándose en sollozos Ukubala.

Yediguéi nunca había visto a su mujer en aquel estado. Ukubala era una mujer fuerte y vivaracha.

–¡Tú, tú tienes la culpa de todo!

–¿De qué? ¿De qué tengo la culpa? –preguntó impresionado Yediguéi.

–Les has contado una sarta de mentiras a esos desgraciados niños. Y hace un momento, ahora mismo, acaba de detenerse un tren de pasajeros para cruzarse con otro que venía en dirección opuesta. Se detuvo y le dejó pasar. ¿Y por qué habrán tenido que cruzarse en nuestro apartadero? Pero los niños de Abutalip, ambos, cuando vieron que se detenía el tren de pasajeros, se precipitaron hacia allí gritando: «¡Papá! iPa'pika! ¡Ha llegado pápika!». ¡Y al tren! Y yo tras ellos. Y ellos corrían de vagón en vagón deshaciéndose en gritos: «¡Papá, pa'pika! ¿Dónde está nuestro pápika?». Pensé que iban a caer bajo el tren. ¡Y ellos corrían por todo el convoy llamando a su padre! Y mientras los alcanzaba, mientras cogía a ése, al pequeño, y agarraba al segundo por la mano, el tren se puso en marcha y partió. Y ellos querían liberarse: «¡Allí va nuestro pápika, no ha tenido tiempo de bajar del tren!». ¡Y lanzaban cada grito! Se me oprimió el corazón, pensé que iba a volverme loca, tales eran sus gritos y su llanto. ¡Ermek lo pasa muy mal! ¡Ve a tranquilizar al niño! ¡Ve! Tú les dijiste que su papá volvería cuando se detuviera un tren de pasajeros. ¡Si hubieras visto lo que ha pasado cuando el tren ha partido sin que apareciera su padre! ¡Si lo hubieras visto! ¿Por qué la vida será de esta manera, por qué une tan terriblemente a un padre con su hijo y a un hijo con su padre? ¿Por qué esos sufrimientos?

Yediguéi fue a verlos como quien va a un suplicio. Y una sola cosa le pedía a Dios: que condescendiera a perdonarle, antes de castigarle por haber engañado involuntariamente a aquellas almas pequeñas y confiadas. Él no les quería causar ningún daño. ¿Qué les diría ahora, cómo responder a sus acusaciones?

Cuando apareció, Daúl y Ermek, llorosos y con los ojos hinchados hasta lo irreconocible, se echaron a llorar con nueva fuerza, se precipitaron hacia él gimiendo, ahogados en lágrimas, sollozando, llorando, y procuraron explicarle, interrumpiéndose uno a otro, que el tren se había detenido en el apartadero, pero que su padre no había tenido tiempo de bajar, y que él, el tío Yediguéi, parara el tren...

Saguindim papikamdi [25]. ¡ Saguindim papikandi! –gritaba Ermek suplicándole con su aspecto, con su confianza, con su esperanza, con su pena.

–En seguida voy y me entero de todo. Calma, calma, no lloréis. –Yediguéi intentó hacerlos entrar en razón, tranquilizar de alguna manera a aquellos niños deshechos en llanto. Y aún le resultaba más difícil contenerse, no dejarse abatir, no alterar su rostro, para que los niños no vieran en él a un hombre débil e impotente–. Ahora mismo iremos, ¡ahora iremos! –«¿Adónde iremos? ¿Adónde? ¿A quién acudiremos? ¿Qué haremos? ¿Qué hacer?», pensaba al mismo tiempo–. Ahora saldremos y lo pensaremos, hablaremos –prometió Yediguéi algo vago, y murmuró unas palabras incoherentes.

Se acercó a Zaripa. Estaba echada sobre la cama con la cara hundida en la almohada.

–¡Zaripa, Zaripa! –le tocó el hombro Yediguéi.

Pero ella no levantó la cabeza.

–Ahora vamos a salir, caminaremos, vagaremos un poco porlos alrededores y luego echaremos un vistazo a mi casa –le dijo–. Voy a salir con los niños.

Fue lo único que se le ocurrió para tranquilizarlos de alguna manera, para distraerlos, y al propio tiempo para poder reflexionar él mismo. Se montó a Ermek sobre la espalda y tomó a Daúl de la mano. Y echaron a andar sin rumbo a lo largo de la línea del ferrocarril. Burani Yediguéi nunca había experimentado tanta compasión por la desgracia ajena. Sentado sobre sus espaldas, Ermek continuaba sollozando, echando sobre su nuca una respiración apenada y húmeda. Aquel pequeño ser humano, enfermo de tristeza, se pegaba tan confiadamente a él, se agarraba tan confiadamente a sus hombros, y el otro ser se cogía también tan confiado de su mano, que Yediguéi estaba a punto de lanzar un aullido de dolor y compasión por ellos.

Y así caminaron a lo largo de la vía férrea, en medio del desierto Sary-Ozeki, y sólo pasaban los trenes, retumbando, ora en una dirección ora en otra... Llegaban y se marchaban...

Y otra vez Yediguéi se vio obligado a decirles a los niños una mentira. Les dijo que se habían equivocado. Aquel tren que se había detenido casualmente en el apartadero iba en otra dirección, y su pápika tenía que llegar de la parte opuesta. Pero, seguramente, no iría tan pronto. Le habían mandado de marinero a no sé qué mar, y cuando el barco llegara de este pequeño viaje, él volvería a casa. De momento era preciso esperar. En su interior esperaba que esta mentira los ayudaría a resistir hasta que se convirtiera en realidad. Yediguéi no dudaba que Abutalip volvería. Pasaría cierto tiempo, entenderían su caso, y él volvería, no perdería ni un segundo apenas le liberaran. Un padre tan amante de sus hijos no se retrasaría ni un segundo... Y por eso Yediguéi dijo aquella mentira... Conociendo bastante bien a Abutalip, Yediguéi se imaginaba mejor que nadie cómo lo había de pasar aquel hombre separado de su familia. Otra persona quizá no lo sintiera de una forma tan aguda, quizá no sufriera tan duramente aquella separación temporal, ajena a su voluntad, con la esperanza de volver pronto a casa. Sin embargo, para Abutalip –Yediguéi no tenía ninguna duda de ello– representaba el castigo más terrible. Y Yediguéi temía por él. ¿Resistiría? ¿Esperaría a que las cosas siguieran su cauce?


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