Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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Se sumió en meditaciones y se sentó suspirando profundamente. «¿Y si de todos modos me fuera y me lanzara por otras tierras? —pensaba—. Pero ¿podré olvidar? ¿Y por qué tengo que olvidar? ¿Y qué hacer ahora? Es imposible no pensar, y hacerlo es penoso. ¿Y qué hará ella? ¿Dónde estará con esos inocentes niños? ¿Habrá alguien que pueda comprenderla y ayudarla si llega el caso? Tampoco es fácil para Ukubala, hace muchos días que soporta en silencio mi frialdad, mi aire sombrío... ¿Y por qué?»
Kazangap comprendió lo que pasaba por la mente de Burani Yediguéi y, para facilitar su situación, le dijo unas palabras. Carraspeó para llamar su atención, y cuando él levantó los ojos le dijo:
–Por lo demás, Yediguéi, no sé por qué habría de intentar convencerte, parece como si quisiera sacar algún provecho de ello. Tú mismo lo comprenderás todo. Y puestos en el caso, tú no eres Raimaly-agá ni yo soy Abdilján. Y sobre todo, a cien verstas a la redonda no hay aquí ningún abedul al que pueda atarte. Eres libre, obra como te parezca. Pero piénsalo bien antes de ponerte en camino.
Estas palabras de Kazangap permanecieron mucho tiempo en la memoria de Yediguéi.
CAPÍTULO XI
Raimaly-agá era un bardo muy conocido en su época. De joven se hizo famoso. Por la gracia de Dios, era un bardo que conjugaba en su persona tres principios maravillosos: era poeta, componía sus propias canciones y era un cantante fuera de serie. Raimaly-agá impresionaba a sus contemporáneos. Le bastaba pulsar las cuerdas para que tras la música fluyera la canción, que nacía en presencia de sus oyentes. Y al día siguiente, aquella canción iba ya de boca en boca, ya que después de escuchar la tonada de Raimaly, todos se la llevaban consigo por aldeas y campamentos.
Esta canción suya la cantaban los bravos mozos de entonces:
El corcel ardiente conoce el gusto del agua fresca cuando acude al río que baja veloz de la montaña. Cuando galope hacia ti, y de la silla quiera acudir a tus labios,
conoceré el gozo de la vida en la faz del mundo.
Raimaly-agá se vestía con hermosas ropas de vivos colores, Dios mismo lo dispuso así. Gustábanle especialmente las ricas gorras ribeteadas, hechas de las mejores pieles, diferentes según fuera para el invierno, el verano o la primavera. Y tenía además un inseparable corcel, el famoso Sarala, de la raza de Ajaltekin, oro tornasolado, que le habían regalado los turcmenos en un convite de gala. No menos alabanzas recibía Saralaque su amo. Los entendidos disfrutaban recreándose con su andadura, elegante y majestuosa. Por ello decían los que tenían ganas de bromear: «Toda la riqueza de Raimaly está en el sonido de la dombray en la andadura de Sarala».
Y así era. Raimaly pasó toda su vida en la silla con la dombraen las manos. No acumuló riquezas, aunque tenía una fama enorme. Vivía como el ruiseñor de mayo, siempre entre festejos y alegría, y en todas partes encontraba honores y afectos. Y el caballo, cuidados y pienso. Sin embargo, había personas poderosas y de buena posición que no le querían: «Ha vivido una vida desordenada –decían–, absurda, como el viento en el campo». Sí, hablaban también de esta manera a sus espaldas.
Pero cuando Raimaly-agá se presentaba en un buen festín, a los primeros sonidos de su dombray de sus canciones todos se callaban y contemplaban hechizados sus manos, sus ojos y su cara, incluso aquellos que no aprobaban su género de vida. Contemplaban sus manos, porque no había sentimiento en el corazón humano cuyo eco no encontraran aquellas manos en las cuerdas; miraban sus ojos, porque toda la fuerza de su pensamiento y de su alma ardía en aquellos ojos transfigurándose incesantemente; miraban su cara porque era hermoso y estaba inspirado. Cuando cantaba, su cara cambiaba como el mar en un día ventoso...
Las esposas huían de él, desesperadas, agotada la paciencia, pero muchas mujeres lloraron de noche a hurtadillas soñando con él.
Así fue rodando su vida de canción en canción, de boda en boda, de festín en festín, y la vejez se introdujo disimuladamente en él. Al principio brilló una cana en sus bigotes, luego se tornó blanca su barba. Y tampoco Saralaera ya el de antes: su cuerpo había cedido, su cola y su crin se acortaron, sólo por su andadura se podía pensar que en otro tiempo había sido un caballo de primera. Y entró Raimaly-agá en su invierno como un álamo de aguzada cima que se seca en su orgullosa soledad... Y entonces descubrió que no tenía familia ni casa, ni rebaño, ni riqueza alguna. Le dio asilo su hermano menor Abdilján, pero antes manifestó al círculo de sus parientes más próximos su descontento y sus reproches. De todos modos, mandó prepararle una casa aparte, ordenó que se le diera de comer y que se le lavara la ropa...
Raimaly-agá empezó a cantar la vejez y a pensar en la muerte. Aquellos días nacieron grandes y melancólicas canciones. Y le llegó el turno de pensar, en sus ratos de ocio, en el tema original de todos los pensadores: ¿por qué viene el hombre a este mundo?
Y ya no viajaba como antes por festines y bodas, permanecía la mayor parte del tiempo en casa, y cada vez con mayor frecuencia tocaba con la dombramelodías tristes, vivía de recuerdos, y pasaba gran parte de su tiempo con los ancianos en conversaciones sobre la fragilidad de la vida...
Y, Dios es testigo, Raimaly-agá habría culminado tranquilamente sus días de no ser por un suceso que le trastornó en el declive de la vida.
Un día, incapaz ya de contenerse, ensilló su viejo Saralay fue a una gran fiesta, a disipar su aburrimiento. Por lo que pudiera ser, tomó la dombraconsigo. La gente respetable le rogaba encarecidamente que fuera a la boda, si no a cantar, que asistiera por lo menos como invitado. Con esa intención fue finalmente Raimaly-agá, sin pensar en nada, con el propósito de regresar pronto.
Le acogieron con grandes honores, le invitaron a ocupar la mejor casa, de blanca cúpula. Y allí se sentó en un círculo de personas respetables bebiendo kumfi, sosteniendo decorosas conversaciones y expresando buenos deseos.
Y en el pueblo había gran jolgorio, sonaban canciones por todas partes, risas, voces jóvenes, juegos y diversiones. Oíase que preparaban carreras de caballos en honor de los recién casados, que los cocineros trabajaban junto a las hogueras, que alborotaban los rebaños en libertad, que retozaban despreocupadamente los perros, que el viento corría por la estepa llevando el perfume de las floridas hierbas... Pero lo que mejor y más celosamente captaba el oído de Raimaly-agá era la música y los cantos de las casas vecinas, y la risa de las doncellas, que escapaba al exterior una y otra vez obligándole a ponerse en guardia...
El alma del viejo cantor sufría y languidecía. Sin darlo a entender a sus interlocutores, Raimaly-agá vivía mentalmente en el pasado, había escapado hacia aquellos días en que era joven yhermoso, en que volaba por los caminos sobre su joven y diligente corcel Sarala, y la hierba, al doblarse bajo los cascos, lloraba y reía, y el sol, al escuchar su canción, le salía al encuentro, y el viento no cabía en su pecho, y los sonidos de su dombrahacían hervir la sangre en el corazón de los hombres, y cada una de sus palabras era cazada al vuelo, y sabía sufrir, amar, castigarse y derramar lágrimas al despedirse en el estribo... ¿Por qué y para qué había sucedido todo aquello? ¿Para luego lamentarlo y apagarse en la vejez como el fuego que se consume bajo la ceniza gris?
Se entristecía Raimaly-agá, y cada vez estaba más callado y ensimismado. Y de pronto oyó unos pasos que se acercaban a la casa, unas voces, el tintineo de collares y su oído captó el conocido frufrú de unos vestidos. Desde fuera, alguien levantó muy alta la cortina de la puerta, y en el umbral apareció una muchacha con una dombraapretada contra el pecho, una joven de franco rostro, traviesa y orgullosa mirada, cejas tensas como cuerdas de arco que le daban un carácter muy decidido; y toda ella, la moza de los ojos negros, era atractiva, como creada por hábiles manos, tanto por su estatura y sus rasgos, como por su vestimenta de doncella. Se detuvo en la puerta con una reverencia, acompañada de sus amigas y de algunos jóvenes, y pidió perdón a las personas respetables. Y antes de que nadie tuviera tiempo de abrir la boca, la muchacha pulsó las cuerdas y, dirigiéndose a Raimaly-agá, empezó a cantar una canción de bienvenida:
«Como guía de caravanas que llega de lejos al manantial para saciar su sed, yo he venido a ti, famoso cantor Raimalyagá, a decirte unas palabras de bienvenida. No nos culpes por haber irrumpido aquí en ruidosa pandilla, que para eso son las fiestas, para eso reina la alegría en las bodas. No te asombre mi osadía, Raimaly-agá, que si me he atrevido a presentarme a ti con una canción ha sido con tal temblor y disimulado miedo como si quisiera declararte mi amor. Perdóname, Raimaly-agá, si estoy impregnada de osadía como de pólvora la escopeta de mis padres. Aunque vivo libremente en banquetes y bodas, me he preparado .toda la vida para este encuentro como la abeja que acumula la miel gota a gota. Me he preparado como el capullo de una florecilla destinado a abrirse en un momento determinado. Y este momento finalmente ha llegado...»
«Permíteme, ¿pero quién eres tú, maravillosa forastera?», habría querido averiguar Raimaly-agá, pero no se atrevió a interrumpir la canción. Sin embargo, se inclinó hacia ella sorprendido y extasiado. Su alma se turbó, su carne despertó en ardiente sangre, y si en aquel momento la gente hubiera poseído una vista especial, habría visto cómo Raimaly-agá se incorporaba y sacudía las alas como el águila real al levantar el vuelo. Sus ojos se animaron y empezaron a brillar, todo él estaba alerta como si la deseada llamada hubiera sonado en los cielos. Y Raimaly-agá levantó la cabeza olvidando sus años...
La muchacha cantora prosiguió:
«Escucha, pues, mi historia, gran bardo, ya que me he decidido a dar este paso. Te amo desde mis primeros años, Raimaly-agá, cantor de Dios. Te he seguido a todas partes, Raimalyagá, donde hayas cantado, donde hayas ido. No me censures. Mi sueño era ser un bardo como fuiste tú, como lo eres hoy día, el gran maestro de la canción Raimaly-agá. Y al seguirte como invisible sombra, sin perder ninguna de tus palabras, repitiendo tus estribillos como si se trataran de oraciones, aprendí tus versos, que repetía como conjuros. Soñaba, rogaba a Dios que me concediera la gran fuerza del talento para que un día feliz pudiera darte la bienvenida, para confesarte mi amor, mi antigua admiración, para cantar canciones compuestas en tu presencia, y además, Dios me perdone la osadía, soñaba competir contigo en el arte aunque hubiera de ser vencida. Oh, Raimaly-agá, soñaba yo en este día como otras sueñan en la boda. Pero yo era pequeña y tú tan grande, y tan amado por todos, tan rodeado de gloria y de respeto, que no es de extrañar que no pudieras distinguirme entre la gente, a mí, tan pequeña niña, que no pudieras advertir mi presencia en la multitud de los festines. Pero yo, embriagada con tus canciones, ardiendo de vergüenza, soñaba en secreto contigo y quería ser mujer cuanto antes para venir a confesártelo a ti valientemente. Y me juré a mí misma que aprendería el arte de la palabra, que aprendería la naturaleza de la música, tan profundamente como tú, y que aprendería a cantar como tú, mi maestro, para venir a ti, sin esquivar tu mirada inquisitiva ni asustarme de ella, a darte la bienvenida, a declararte mi amor y a lanzar mi reto sin disimulos. Y aquí me tienes. Aquí estoy toda, a la vista, en la picota. Mientras crecía, mientras me aprestaba a ser mujer sin más retraso, el tiempo corría lentamente, y por fin, esta primavera he cumplido los diecinueve. Y tú, Raimaly-agá, en mi mundo de muchacha eres el mismo y estás igual, sólo has encanecido un poco. Pero esto no es obstáculo para amarte, es tan posible como lo es no amar a otros que no han encanecido en absoluto. Y aquí estoy. Y ahora permíteme decir clara y decididamente que rechazarme como muchacha depende de tu voluntad, pero como cantante no te atrevas a rechazarme, pues he venido a competir contigo en oratoria. Te lanzo este reto, maestro, ¡tú tienes la palabra!»
–Pero ¿quién eres? ¿De dónde vienes? –exclamó Raimalyagá levantándose de su sitio–. ¿Cómo te llamas?
–Mi nombre es Beguimái.
–¿Beguimái? ¿Y dónde has estado hasta ahora? ¿De dónde vienes, Beguimái? –escapó involuntariamente de la boca de Raimaly-agá, que bajó la cabeza ensombrecido.
–Ya te lo he dicho, Raimaly-agá. Era pequeña y he crecido.
–Lo comprendo –respondió él a eso–. Sólo una cosa no entiendo: ¡no comprendo mi destino! ¿Por qué ha querido que crecieras tan hermosa en el ocaso de mis años invernales? ¿Para qué? ¿Para decir que todo cuanto hubo antes no fue nada, que he vivido inútilmente en este mundo, que tendría como regalo del cielo el gozoso tormento de conocerte, de oírte, de contemplarte? ¿Por qué el destino me muestra su aborrecimiento tan cruelmente?
–En vano te lamentas tan amargamente, Raimaly-agá –dijo Beguimái–. Pues si el destino se presenta en mi persona, no tengas dudas de mí, Raimaly-agá. Nada me gustará más que saber que puedo proporcionarte alegría con mis caricias de doncella, con mis canciones y con un amor sin reservas. No dudes de mí, Raimaly-agá. Pero si no puedes vencer tus dudas, si me cierras la puerta que conduce a ti, también entonces, amándote infinitamente, consideraré un honor especial competir contigo en maestría, y estaré dispuesta a aceptar cualquier tipo de prueba.
—¿De qué me estás hablando? ¿Qué es la prueba de la palabra, Beguimái? ¿Qué vale competir en maestría cuando hay una competición más terrible, el amor, incompatible con las normas en que vivimos? No, Beguimái, no te prometo competir en oratoria contigo. No porque me falten fuerzas, no porque la palabra haya muerto en mí, no porque la voz se haya apagado. No es por eso. Yo sólo puedo extasiarme contigo, Beguimái. Yo sólo puedo amarte para mi desgracia, Beguimái, y sólo competir en amor contigo, Beguimái.
Con estas palabras, Raimaly-agá tomó la dombra, la afinó en un nuevo tono y cantó otra canción. Cantó como en los antiguos días: ora como el viento, apenas audible entre la hierba, ora como la tempestad, en retumbantes estallidos por el cielo blanco-azul. Desde entonces, ha quedado en la tierra esta canción. La canción Beguimái:
«... Si has venido de lejos para beber el agua del manantial, yo como el viento frontal correré a postrarme a tus pies, Beguimái. Y aunque hoy sea el último día que el destino traza en mi vida, no moriré, Beguimái. Y no moriré por los siglos, Beguimái, resucitaré y volveré a vivir de nuevo, Beguimái, para no quedarme sin ti, Beguimái, sin ti, como sin ojos, Beguimái...»
Así cantó él la canción Beguimái.
Aquel día quedó por mucho tiempo en la memoria de las gentes. Muchas conversaciones se levantaron a la vez acerca de Raimaly-agá y Beguimái. Y cuando acompañaban a los novios, entre las blancas casitas endomingadas, entre jinetes sobre enjaezados corceles, entre brillante y festiva multitud, a la cabeza de la caravana de despedida caracoleaban Raimaly-agá y Beguimái con canciones de buenos deseos. Cabalgaban codo a codo, estribo a estribo, se lucían juntos, se dirigían a Dios, se dirigían a las fuerzas del bien, deseaban felicidad a los recién casados, tocaban las dombras, tocaban los caramillos, cantaban canciones, ora él, ora ella, ora él, ora ella...
Y a su alrededor la gente se admiraba de oír aquellas hermosas canciones, y se reían las hierbas y a su alrededor se extendía el humo de las hogueras y volaban los pájaros, los muchachos se alegraban galopando en derredor en caballos de dos años...
Para la gente, el viejo cantor Raimaly-agá estaba desconocido. Su voz vibraba de nuevo como antes, otra vez era flexible y ágil y sus ojos brillaban como dos lámparas en una casa blanca sobre un prado verde. Incluso su caballo Saralaenderezó el cuello y también se mostró orgulloso.
Pero no gustaba a todo el mundo. Había quienes hacían un gesto de desprecio al ver a Raimaly-agá. Sus parientes y paisanos estaban indignados: los barakbái, así se llamaba la tribu, se irritaron ya en la boda. «¿Qué significa esto: Raimaly-agá ha perdido el juicio en la vejez.» Empezaron a influenciar a su hermano Abdilján. «¿Cómo te vamos a elegir jefe de distrito? ¡Los demás se burlarían de nosotros en las elecciones si ese viejo can de Raimaly nos avergüenza en público! Ya sabes, canta como un potrillo joven, grazna. Y ella, la moza ésa, ¿sabes qué responde? ¡Vergüenza y oprobio! Le maneja a su antojo a la vista de todo el mundo. No traerá nada bueno. ¿A qué liarse con esa muchacha? Habrá que afinarle, para que la mala fama no vaya de aldea en aldea...»
Desde hacía tiempo Abdilján sentía rencor hacia su disoluto hermano, quien había vivido en su desordenada ocupación hasta encanecer. Pensaba que al envejecer sentaría la cabeza, pero por el contrario, era la vergüenza de toda la tribu barakbai.
Y entonces Abdilján aguijó a su caballo para abrirse camino entre la multitud para llegar hasta su hermano, y gritó amenazándole con el látigo: «¡Vuelve en ti! ¡Vete a casa!». Pero su hermano mayor no le vio ni le oyó, embargado en canciones de dulce sonido. Y los admiradores, los que rodeaban en compacta muchedumbre a los cantantes montados, los que captaban cada palabra de las canciones, éstos en un instante empujaron a Abdilján y consiguieron golpearlo por todas partes. Era imposible saber quién le había pegado. Abdilján partió al galope...
Y se sucedían las canciones. En aquel momento nacía una nueva canción en los labios.
«... Cuando el ciervo enamorado llama a su amiga bramando por la mañana, el desfiladero le acompaña con el eco de la montaña», cantó Raimaly-agá.
«Cuando el cisne, separado de su blanca compañera, mira al sol por la mañana, ve al sol completamente negro», respondió Beguimái con una canción.
Y así cantaban en honor de los recién casados: ora él, ora ella, ora él, ora ella...
En aquel momento de entrega espiritual, no sabía Raimalyagá con qué hirviente ira en el pecho había partido al galope su hermano Abdilján, qué ofendidos y ávidos de venganza le habían seguido los parientes, toda la tribu barakbái. No sabía qué castigo se habían conjurado a prepararle...
Y se sucedían las canciones: ora él, ora ella, ora él, ora ella...
Abdilján volaba encorvado sobre la silla como una nube negra. ¡Hacia la aldea! ¡A casa! Los parientes, que le rodeaban como manada de lobos, le gritaban galopando:
—¡Tu hermano ha perdido el juicio! ¡Se ha vuelto loco! ¡Qué desgracia! ¡Hay que ponerle en tratamiento cuanto antes!
Y se sucedían las canciones: ora él, ora ella, ora él, ora ella...
Y así, con canciones, despidieron al cortejo nupcial en el lugar convenido. Allí, como despedida, cantaron una vez más sus canciones de buenos deseos. Y, volviéndose a la gente, Raimaly-agá dijo que se sentía feliz por haber vivido hasta unos días benditos en los que el destino le había premiado con un bardo igual a él, con la joven cantante Beguimái. Dijo que el pedernal enciende el fuego sólo chocando con otro, y así, en el arte de la palabra, compitiendo en maestría, los bardos alcanzan el misterio de la perfección. Por encima, además de la felicidad concebible, también se sentía feliz porque en las postrimerías de su vida, como en el ocaso, cuando el astro calienta con todo su poder, con un poder pleno desde la creación del mundo, él conocía el amor, conocía una fuerza espiritual que no había encontrado desde que naciera.
—¡Raimaly-agá! —dijo Beguimái en su palabra de respuesta—. Se ha realizado mi sueño. Te seguiré, como digas y a donde digas apareceré inmediatamente con mi dombra. Para que la canción se conjugue con la canción, para amarte y ser tu amor. Con ello, pongo mi vida en tus manos sin pensarlo ni un solo instante.
Así cantaban las canciones.
Y allí, ante toda la gente de la estepa, convinieron un encuentro para dos días después en una gran feria, donde cantarían para cuantos acudieran de todas partes.
Y en seguida, al dispersarse después de la despedida, la gente difundió la noticia por todo el distrito diciendo que Raimaly-agá y Beguimái irían a la feria a cantar. Corrió la noticia:
—¡A la feria!
—¡Ensillad los caballos para ir a la feria!
—¡Venid a la feria a escuchar a los bardos!
Y el rumor de la gente respondía como un eco: —¡Será una fiesta!
—¡Una diversión!
—¡Una belleza!
—¡Qué vergüenza!
—¡Qué bien!
—¡Mira que son desvergonzados!
Y Raimaly-agá y Beguimái se separaron en mitad del camino:
—¡Hasta la feria, querida Beguimái!
—¡Hasta la feria, Raimaly-agá!
Y al alejarse, aún gritaban desde la silla:
—¡Hasta la feria-a!
—¡Hasta la feria-a, Raimaly-agá-á-á!
El día tocaba a su fin. La gran estepa se sumergía tranquilamente en las blancas tinieblas estivales. La hierba había madurado y exhalaba un marchito olor apenas perceptible; en las montañas flotaba el fino frescor que dejaron las lluvias, volaban los milanos, antes del ocaso, a baja altura y sin prisas, piaban los pajarillos glorificando el pacífico atardecer...
—¡Qué silencio, qué bienestar! —murmuró Raimaly-agá acariciando la crin de su caballo—. Ay, Sarala, ay, mi viejo, mi famoso corcel, ¿será la vida tan maravillosa que incluso en los postreros días se pueda amar así?
Y Saralacaminaba al ritmo del camino, resoplando, apresurándose a llegar a casa para dar descanso a sus patas, pues todo el día había caminado bajo la silla, y deseaba beber agua del río y salir al campo a pastar a la luz de la luna.
Apareció ya la aldea en el meandro del río. Allí estaban las casitas con sus humeantes luces.
Raimaly-agá se apeó. Trabó el caballo y lo dejó junto a la estaca. Sin entrar en la vivienda, se sentó a descansar junto al hogar del exterior. Pero alguien se le acercó. Un joven vecino.
Raimaly-agá, la gente os pide que entréis en la casa. –¿Qué gente?
De la familia, todos son barakbái.
Al cruzar el umbral, Raimaly-agá vio a los patriarcas de la familia sentados en estrecho semicírculo, y entre ellos, un poco hacia un lado, a su hermano Abdilján. Estaba sombrío. No levantaba los ojos del suelo, como si escondiera algo en su mirada.
–¡La paz sea con vosotros! –saludó Raimali-agá a sus familiares–. ¿No habrá ocurrido alguna desgracia?
–Te esperábamos –dijo el principal de los asistentes.
Pues si era a mí a quien esperabais, aquí me tenéis –respondió Raimaly-agá– y dispuesto a elegir un sitio para sentarse en el círculo.
¡Alto! ¡Deténte en la puerta! ¡Ponte de rodillas! –oyó Raimaly-agá la orden.
–¿Qué significa eso? Todavía soy el dueño de esta casa.
No, ¡no eres el dueño! ¡No puede ser dueño un anciano que ha perdido el juicio!
–¿De qué estáis hablando?
De que nos jures que a partir de hoy nunca volverás a cantar en ninguna parte, ni a rondar por los festines, y que te sacarás de la cabeza a la muchacha con la cual has cantado hoy canciones deshonrosas olvidando, en tu desvergüenza, la barba blanca, nuestra honra y la tuya. ¡ Júralo! ¡Que no volverá a presentarse jamás ante tus ojos!
–En vano malgastáis vuestras palabras. Pasado mañana, en la feria, voy a cantar con ella ante todo el mundo. Se levantó un grito de protesta:
–¡Nos está cubriendo de vergüenza!
–¡Renuncia, antes de que sea tarde!
–¡Efectivamente, se ha vuelto loco!
–¡Vamos, silencio! ¡Callaos! –impuso orden el juez principal–. Así, Raimaly, ¿has dicho cuanto tenías que decir?
Sí, todo.
–¿Habéis oído, descendientes del linaje de Barakbái, lo que nuestro hermano de tribu, el pecador Raimaly, acaba de decir?
–Lo hemos oído.
Entonces, escuchad lo que voy a decir. Primero me dirigiré a ti, desgraciado Raimaly. Has pasado toda tu vida en la pobreza, poseedor de un solo caballo, en orgías, cantando en los festines, pulsando la dombra, haciendo el payaso. Has empleado tu vida en divertir a los demás. Te perdonamos tu desorden en la época en que eras joven. Ahora eres viejo y resultas ridículo. Te despreciamos. Tendrías que pensar ya en la muerte, en la sumisión. Y tú, para regocijo y maledicencia de los demás pueblos te has liado con esa muchacha como el último de los botarates, has pisoteado nuestras costumbres, nuestras leyes y no deseas someterte a nuestro consejo, de manera que, ya te castigará Dios, arréglatelas como puedas. Y ahora, mi segunda palabra. Levántate, Abdilján, tú eres su hermano de sangre, de un mismo padre y de una misma madre, tú eres nuestro sostén y nuestra esperanza. Queríamos verte convertido en jefe del distrito, en nombre de todos los barakbái. Pero tu hermano acaba de volverse loco, no razona lo que dice y puede ser un estorbo en este asunto. Por lo tanto, tienes derecho a obrar de modo que el alienado Raimaly no nos avergüence ante la gente, para que nadie se atreva a escupirnos en los ojos ni ose hacer burla de los barakbái.
–Nadie es para mí profeta ni juez –dijo Raimaly-agá adelantándose a Abdilján–. Me dais lástima los que os sentáis aquí, y otros que no se sientan, estáis en un craso error, estáis juzgando algo que no se puede nunca juzgar en una asamblea. No sabéis dónde está la verdad en este mundo, ni dónde la felicidad. ¿Acaso es vergonzoso cantar cuando se tienen ganas, acaso es vergonzoso amar cuando el amor viene al mundo enviado por Dios? En realidad, la alegría más grande de la tierra es la de los enamorados. Pero ya que me consideráis loco sólo porque canto y no rechazo un amor que me llega fuera de tiempo, sino que me alegro con él, entonces os abandonaré. Me iré, no es éste el único lugar sobre la tierra. Montaré en seguida en Sarala, iré a verla y partiremos juntos para otras tierras, para no trastornaros ni con nuestras canciones ni con nuestra conducta.
No, ¡no te irás! –estalló en amenazador ronquido Abdilján, hasta entonces callado–. No saldrás de aquí para ninguna parte. No tienes salida para ir a ninguna feria. Aquí te curaremos hasta que la razón vuelva a ti.
Y con estas palabras, el hermano arrebató la dombraque el bardo tenía en las manos.
–¡Así! –Y arrojó al suelo el frágil instrumento y lo pisoteó como el toro enfurecido pisotea al pastor–. ¡A partir de ahora olvidarás el canto! ¡A ver, traedme este rocín, traedme a Sarala! –E hizo señal de que así fuera.
Y los del patio, que estaban preparados, destrabaron a Saralay lo llevaron rápidamente.
–¡Arrancadle la silla! ¡Arrojadla aquí! –ordenó Abdilján agarrando un hacha que llevaba escondida.
Con ella destrozó la silla haciéndola astillas.
–¡Ya está! ¡No irás a ninguna parte! ¡A ninguna feria!
Y en su furia cortó en pedazos los arreos, a trozos cortó las correas de los estribos, y éstos los arrojó a unas matas, uno hacia un lado, otro hacia el otro. Saralase agitaba asustado, doblaba las patas traseras, resoplaba, roía la brida como si supiera que había de correr la misma suerte.
–¿O sea, que ibas a la feria, eh? ¿Montado en Sarala? ¡Pues mira! –continuó furioso Abdilján.
Y entonces, los parientes derribaron a Saralay en un abrir y cerrar de ojos ataron las patas del caballo con un lazo. Y Abdilján agarró con su poderosa mano al caballo por el morro, le hizo levantar la cabeza y blandió un cuchillo sobre la indefensa garganta.
Raimaly-agá tiraba con todas sus fuerzas de las manos que lo sujetaban.
–¡Deténte! ¡No mates al caballo!
Pero ya no llegó a tiempo. Y ya la sangre en ardiente chorro manó bajo el cuchillo fustigando los ojos como una oscuridad en pleno día. Y lleno de humeante sangre, bañado en la sangre de Sarala, se levantó Raimaly-agá tambaleándose.
–¡Es inútil! Me iré a pie. ¡Me arrastraré de rodillas! –dijo el humillado cantor enjugándose con la cortina.
–¡No, tampoco te irás a pie! –levantó Abdilján la vista de la garganta degollada de Saralay bruscamente enseñó los dientes–. ¡No darás un paso para alejarte de aquí! –dijo en voz baja, y de pronto gritó–: ¡Cogedle! ¡Tened cuidado, está loco! ¡Atadle, os mataría!
Hubo unos gritos. Todos andaban revueltos, enzarzados con él.
–¡Traed una cuerda!
–¡Dobladle los brazos!
–¡Aprieta más!
–¡Está loco! ¡Cosas de Dios!
–¡Fijaos qué ojos pone!
–Ha perdido el juicio.
–Arrastradlo para acá, al abedul.
–¡Arrastrémosle!
–¡Traedlo de prisa!
Ya la luna aparecía muy alta sobre sus cabezas. El cielo y la tierra estaban en absoluta tranquilidad. Llegaron unos chamanes, encendieron una hoguera, y con salvajes danzas exorcizaron a los espíritus que oscurecían la razón del gran bardo.
Él estaba atado a un abedul con las manos estrechamente sujetas a la espalda.
Luego llegó un mulha [33]. Éste leyó versículos del Corán. El aleccionamiento del mulha versaba sobre el camino esencial.
Y él continuaba de pie, atado al abedul, con las manos sujetas a la espalda.
Y dirigiéndose a su hermano Abdilján, Raimaly-agá cantó:
«Se va la noche, llevándose consigo las últimas tinieblas, y el próximo día amanecerá de nuevo por la mañana. Pero para mí ya no habrá luz en adelante. Me has quitado el sol, desgraciado hermano Abdilján. Estás satisfecho, triunfas sombrío por haberme separado del amor que Dios me enviaba en el declive de mis años. Pero deberías saber qué felicidad me embarga y me embargará mientras respire, mientras no se pare mi corazón. Me has atado, me has sujetado con cuerdas a un árbol, desgraciado hermano Abdilján, pero ahora yo no estoy aquí. Aquí no hay más que mi frágil cuerpo, pero mi espíritu, como el aire, recorre las distancias, y como la lluvia, se une con la tierra. Yo estoy inseparablemente unido a Beguimái en todo instante, como sus propios cabellos, como su propia respiración. Cuando ella despierte al amanecer, yo acudiré como una cabra montesa y esperaré sobre un pétreo peñasco a que salga de su casa por la mañana. Cuando encienda fuego, yo seré el dulce humo y la sahumaré toda. Cuando galope en su caballo y vaya a atravesar el vado del río, yo volaré en salpicaduras de los cascos y mojaré su cara y sus brazos. Y cuando ella cante, yo seré su canción...»
Al amanecer las ramas susurraron sobre su cabeza en forma imperceptible. Llegaba el día. Los vecinos acudieron a curiosear al saber que Raimaly-agá se había vuelto loco. Sin apearse de los caballos, se congregaron en la lejanía.