Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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Cuando esta formulación mágica se aplicaba a cualquiera en forma de acusación, ya no había camino de regreso. Sólo podía enjugarse con algún castigo: el fusilamiento, la privación de libertad por veinte años, por quince, por diez. Otra salida no estaba prevista. En semejantes casos, nadie esperaba otra salida. Tanto la víctima como el represor comprendían igualmente que, una vez en vigor la formulación mágica, no sólo quedaba justificado el represor sino más aún, quedaba obligado a recurrir a cualquier medio para extirpar a los enemigos; el represa-liado, por su parte, era entregado como víctima propiciatoria al sangriento Moloch que aniquilaba todo pensamiento discordante, y quedaba obligado a reconocer que su perdición era una congruente necesidad.
Y así había sido. El tren se deslizaba por la estepa de SaryOzeki, las ruedas giraban, Tansykbáyev y su acusado iban en el mismo vagón para hacer en común –cada uno a su manera–todo lo necesario en bien de la causa trabajadora: desenmascarar una vez más a los enemigos ideológicos ocultos, sin lo cual el socialismo sería impensable, se desharía por sí mismo, se agotaría en la conciencia de las masas. Por ello era indispensable luchar continuamente contra alguien, desenmascarar a alguien, liquidar a alguien...
Y el tren seguía en marcha. Abutalip no podía cambiar su destino de ninguna manera, de ningún modo, y había aceptado forzadamente su amarga suerte como un mal inevitable. Ahora aceptaba lo sucedido tan sumisa y desesperanzadamente como dolorosa y desesperadamente se resistiera al principio. Cada vez estaba más convencido de que aunque se le concediera nacer de nuevo tampoco dejaría de tropezar con la fuerza impersonal e inhumana que estaba detrás de Tansykbáyev. Esta fuerza era mucho más terrible que la guerra y mucho más terrible que el cautiverio, pues era un mal que no tenía plazo, un mal que duraba, quizá, desde la creación del mundo. Posiblemente, Abutalip Kuttybáyev, modesto maestro de escuela, era uno de aquellos individuos del género humano que pagan la prolongada languidez ociosa del diablo en los espacios del universo a la espera de que, en medio de todas las criaturas terrestres, aparezca un hombre que se alíe inmediatamente con él en el culto al triunfo del mal, de día en día y de siglo en siglo. Sí, sólo el hombre puede ser tan celoso portador del mal. Para Abutalip, Tansykbáyev era, en este sentido, el primigenio portador demoníaco. Por ello viajaban en un mismo tren, en un mismo departamento especial, por un mismo asunto extremadamente importante.
Cuando, en diferentes estaciones, los colegas locales de Tansykbáyev venían a saludarle y le traían –quién por amistad, quién por norma del servicio– toda clase de comida y bebida para el viaje, Abutalip incluso se alegraba: así le quedaba menos tiempo para martirizarle con interrogatorios. Que se regalara durante el viaje. En la estación de Kyzyl-Ordá, los colegas dispensaron a Tansykbáyev una acogida especialmente alegre: trajeron al vagón un plato humeante cubierto con una toalla blanca. Los guardias, que también tomaban parte en el convite, iban y venían por el pasillo, tras la puerta: « yasi kabirga! –dijo uno de ellos a media voz, satisfecho–. ¡Qué aroma! En la ciudad no hay nada semejante. ¡Es carne de la estepa!».
Por el borde de la ventanilla enrejada, Abutalip vio a Tansykbáyev cuando salía a despedirse al andén con la guerrera echada sobre los hombros. Los hombres formaban círculo, robustos, bien cebados, seleccionados, con gorras de astracán y caras resplandecientes de rojas mejillas, sonrientes, gesticulando animadamente y soltando la carcajada al unísono –posiblemente con motivo de un chiste– mientras sus bocas vertían un ardiente vapor en el aire helado y los tacones crujían, seguramente, sobre la fina capa de nieve. La policía, siempre alerta, no permitía el acceso a aquella parte, a la cabeza del convoy, pero junto al vagón especial estaban ellos, los amigos de Tansykbáyev, solos, contentos, seguros, felices, y a nadie le importaba que cerca de allí, en el departamento celular, languideciera un hombre encarcelado gracias a sus esfuerzos, un hombre que no era un ladrón, ni un violador, ni un asesino, sino por el contrario un hombre honrado y decente que había sufrido la guerra y el cautiverio, y no había profesado otra fe que la del amor a sus hijos y a su esposa, y que veía en este amor el sentido principal de su vida. Pero necesitaban tener encerrado precisamente a ese hombre –que no formaba parte de ningún partido del mundo y que por ello no juraba nada ni confesaba nada– para que el pueblo trabajador pudiera vivir feliz...
Después de Kyzyl-Ordá vinieron los lugares conocidos y queridos. Caía la tarde. Zigzagueando lentamente por los nevados valles brillaba el Syr-Daria, y pronto, ya en la puesta del sol, se divisó en medio de la estepa el mar de Aral. Al principio, el mar daba razón de su existencia con algún recoveco lleno de juncos, con el borde lejano del agua limpia, con alguna islilla, pero pronto Abutalip vio las olas sobre la arena húmeda casi junto al ferrocarril. Era sorprendente ver todo esto en un solo instante: la nieve, la arena, las piedras de la orilla, el mar azul bajo el viento, un rebaño de camellos pardos en una península pedregosa, y todo esto bajo un cielo muy alto con las dispersas manchas blancas de las nubes.
Abutalip recordó que Burani Yediguéi era natural del mar de Aral, que Kazangap recibía paquetes de pescado curado del mar de Aral –que tanto les gustaba– enviado por pescadores conocidos a través de los conductores de los trenes de mercancías, y sintió inquietantes punzadas y dolores en su corazón: no quedaba ya mucho hasta el apartadero de Boranly-Buránny, sólo una noche de viaje; alrededor de. las diez de la mañana, o un poco más tarde, el tren de pasajeros, con el vagón especial en cabeza del convoy, silbaría al pasar velozmente junto a las casitas de Boranly, arañadas por los vientos, junto a los cobertizos y corrales de camellos vallados con punzante ramaje, dejaría tras de sí un camino que huía veloz y desaparecería de la vista. Llegaría y se marcharía. Con tantos trenes como pasaban de oriente a occidente y de occidente a oriente, ¿le sugeriría el corazón a Zaripa que Abutalip pasaba por allí aquella mañana en dirección a occidente, en el departamento celular del vagón especial? ¿Sentirían los niños en su alma algo inexplicable y alarmante que les impulsaría a contemplar, en aquella hora precisa, el tren que pasaba? Oh Creador, ¿por qué la gente ha de vivir tan dura y amargamente? El sol de febrero ya se eclipsaba, se apagaba a lo lejos como una fría franja de púrpura rojiza entre el cielo y la tierra, empezaba a anochecer y a extenderse gradualmente la noche invernal. Se diluían en el crepúsculo las visiones fugaces, se encendían las luces de las estaciones. Y el tren se abría camino serpenteando hacia las profundidades de la noche esteparia...
Abutalip Kuttybáyev estaba inquieto, no podía dormir. Encerrado en el departamento forrado de chapa, se sentía nervioso, iba de un rincón a otro, suspiraba, y una y otra vez pedía ir al retrete sin necesidad, provocando la irritación del vigilante. Éste ya le había avisado varias veces entreabriendo la portezuela del departamento:
portezuela del departamento:
–¿Qué agitación es ésa, detenido? ¡No está permitido! ¡Siéntate pacíficamente!
Pero Abutalip no era capaz de tranquilizarse, y al final suplicó al guardia:
–Oye, centinela, te lo ruego, dame algo para dormir o me moriré. ¡Palabra de honor! ¿De qué os serviré muerto? Dile a tu jefe de qué le voy a servir muerto. ¡De verdad, no puedo dormir!
Por extraño que parezca (el motivo de tal solicitud lo comprendió Abutalip a la mañana siguiente), el vigilante fue al departamento de Tansykbáyev y trajo dos tabletas de somnífero, y sólo entonces, después de tomarlas, Abutalip se aletargó en mitad de la noche, aunque no consiguió conciliar un verdadero sueño. Bajo el monótono golpeteo de las ruedas y el zumbido del viento en el exterior, figurábase en su duermevela que corría delante de la locomotora, que corría hasta no poder más, jadeando roncamente, temeroso de caer bajo las ruedas, mientras el tren volaba tras él a todo vapor. Aquella noche loca corría de tal modo por las traviesas, delante de la locomotora, que no parecía un sueño, tan terrible y verosímil era. Quería beber, tenía la garganta seca. Y la locomotora le perseguía iluminando con los faros ardientes el camino que tenía por delante. Corría entre los raíles mirando tensamente la ventisca que le rodeaba, echando ojeadas a los lados, clamando, llamando lastimeramente: «Zaripa, Daúl, Ermek, ¿dónde estáis? ¡Corred a mí! ¡Soy yo, vuestro padre! ¿Dónde estáis? ¡Responded!». Nadie respondía. Por delante la furia de las oscuras tinieblas; por detrás, le daba alcance la retumbante locomotora, dispuesta a destrozarlo y aplastarlo; y no tenía fuerzas para escapar, para ocultarse de la locomotora que le perseguía, cada vez más cerca, pisándole los talones... Y esto empeoraba su estado: el miedo y la desesperación aherrojaban sus movimientos, las piernas le desobedecían, la respiración se le cortaba...
Por la mañana temprano, Abutalip, pálido y abotagado, estaba ya junto a la ventanilla enrejada contemplando la estepa con la chaqueta acolchada sobre los hombros. Fuera, todo estaba aún frío y oscuro, pero la tierra iba aclarándose gradualmente, la mañana cobraba fuerza.
El día prometía ser nuboso, posiblemente con nieve, aunque en el cielo se veían algunos claros...
Sí, habían llegado ya a las tierras de Sary-Ozeki, nevadas en invierno, cubiertas de montones de nieve, pero que el ojo atento podía reconocer por sus perfiles –colinas, barrancos, poblados, los primeros humos sobre los tejados– conocidos por viajes anteriores. Aquellos techos ajenos, con humo invernal saliendo por las chimeneas, le parecían familiares. Pronto debía llegar la estación de Kumbel, y de allí, en unas tres horas, el apartadero de Boranly-Buránny. Podía decirse que estaba muy cerca; hasta aquí, hasta estos lugares, viajaban Yediguéi y Kazangap en camello cuando era necesario: funerales, bodas... En esta hora temprana, por ejemplo, alguien iba montado en un camello pardo con una gran gorra de pieles, un gran gorro de orejeras de piel de zorra, y Abutalip se pegó a la reja: y si fuera alguno de los suyos... ¿Y si, por alguna razón, Yediguéi se encontrara allí con su Karanar? No le costaría nada recorrer un centenar de kilómetros en su poderoso camello, que corría como deben de correr las jirafas en algún lugar de África...
Sin darse cuenta, Abutalip cedió a las exigencias de su estado de ánimo y empezó a prepararse como si debiera bajar del tren. Se calzó las botas un par de veces, se enrolló incluso las bandas de los pies, recogió las cosas en la mochila. Y se dispuso a esperar. Pero no podía quedarse sentado: consiguió que la escolta le permitiera lavarse en el retrete antes de la hora establecida, y de nuevo, al volver al departamento, no sabía en qué ocuparse.
El tren corría por las estepas de Sary-Ozeki... Abutalip permanecía sentado con las manos juntas, estrechadas entre las rodillas, intentando calmarse. Sólo de vez en cuando se permitía mirar por la ventanilla.
En la estación de Kumbel el tren hizo una parada de siete minutos. Allí todo era familiar. Incluso los trenes de mercancías y de pasajeros que se cruzaban con el suyo en las vías de esta estación, y que luego partían en diferentes direcciones, le parecían queridos y familiares, pues hacía poco que habían pasado por Boranly-Buránny, donde vivían sus hijos y su esposa. Eso bastaba para que amara aun a los objetos inanimados.
Mas he aquí que su tren se puso de nuevo en camino, y mientras iba a lo largo del andén, mientras salía de los límites de la estación, Abutalip tuvo tiempo de contemplar las caras de los habitantes del lugar, que le parecían conocidas. Sí, sí, no había duda que los conocía, que conocía a estos habitantes de Kumbel que acababa de ver, sí, y ellos con toda seguridad conocían a los antiguos habitantes de Boranly, a Kazangap, a Yediguéi y a sus hijos, pues el hijo de Kazangap, Sabitzhán, había sido alumno de la escuela local y ahora estudiaba en el instituto...
Dejando atrás las vías de la estación, el tren iba adquiriendo velocidad y corría cada vez más deprisa. Abutalip recordó el día que estuvo allí con los críos en busca de sandías, el que fue en busca del árbol de Año Nuevo y por otros diversos asuntos...
Casi no tocó la comida que le dieron por la mañana. Pensaba continuamente que faltaba muy poco para llegar al apartadero de Boranly-Buránny, un par de horas y pico, y temía que nevara, que se levantara la ventisca, y entonces Zaripa y los niños estarían en casa, y naturalmente no los vería ni siquiera de lejos...
«Dios mío –pensaba Abutalip–, déjate de nieve por esta vez. Espera un poco. Tiempo tendrás después para ello. ¿Me oyes? ¡Te lo suplico!» Hecho un ovillo, embutiendo las manos juntas entre las rodillas, Abutalip intentaba concentrarse, hacer acopio de paciencia, recluirse en su interior para no obstaculizar su petición, para esperar lo que había pedido al destino: ver por la ventanilla del vagón a su esposa y a sus hijos. Y si ellos pudieran verle... Por la mañana, cuando se lavaba en el retrete con un guardia tras la puerta, se había mirado en el verdoso espejo colocado encima de la pila y había advertido que estaba pálido y amarillo como un difunto, ni en el cautiverio estuvo tan amarillo, y tenía canas, y sus ojos ya no eran los mismos, estaban apagados de dolor, y profundas arrugas rayaban su frente... Y en realidad, no cabía pensar aún en la vejez... Si le vieran sus hijos Daúl y Ermek, o su esposa Zaripa, difícilmente lo reconocerían, se asustarían, quizá. Pero luego con toda seguridad se alegrarían, y le bastaría volver con la familia, encontrar la paz junto a los niños y la esposa, para volver a ser de nuevo como antes...
Mientras pensaba en estas cosas, Abutalip iba mirando por la ventanilla. De nuevo un lugar conocido: unas colinas con una depresión en medio. En otro tiempo había soñado con ir allí con los niños de Boranly, para que se hartaran de correr de colina a colina, como de ola en ola, chillando alegremente.
En aquel momento retumbó con decisión la llave de la puerta del departamento celular, se abrió de par en par, y en el umbral aparecieron dos guardianes.
–¡Ven al interrogatorio! –ordenó el de más autoridad. –¿Cómo al interrogatorio? ¿Para qué? –se le escapó a Abutalip involuntariamente.
Uno de los guardias, perplejo, incluso se acercó a él: no fuera que estuviera enfermo:
–¿Qué significa «para qué»? ¿No lo comprendes? ¡Que vengas al interrogatorio!
Abutalip, desesperado, bajó la cabeza. Se habría precipitado por la ventanilla sin reflexionar, la habría roto como una piedra lanzándose hacia fuera, pero en la ventana había una reja... tuvo que someterse. Era evidente que no vería, pegado a la ventana, lo que tanto ansiaba ver. Abutalip se levantó lentamente como el hombre que lleva una pesada carga y, acompañado por el guardia, fue al departamento de Tansykbáyev como quien va a la horca. Pese a todo, centelleaba fugazmente una última esperanza: había por delante hora y media de camino, quizá el interrogatorio terminara antes. Era la única esperanza que le quedaba. Hasta el departamento de Tansykbáyev no había más que cuatro pasos. Abutalip empleó largo tiempo en recorrer estos cuatro pasos. El otro ya le esperaba.
–Entra, Kuttybáyev, charlaremos, trabajaremos –dijo Tansykbáyev manteniendo la severidad en el rostro y en la voz, aunque, pese a ello, acariciándose satisfecho la cara recién afeitada, frotada con agua de colonia. Y fijó en Abutalip sus ojos penetrantes–. Siéntate. Te permito que te sientes. Será más cómodo para ti y para mí.
Los guardias se quedaron tras la puerta cerrada, dispuestos a presentarse inmediatamente a la primera llamada. Matar a Ojos de Halcón era imposible. Aunque por ninguna parte se veían botellas ni vasos, Ojos de Halcón, como es natural, no desdeñaba beber cuando se presentaba la ocasión. Lo atestiguaba el olor a vodka y a entremeses que reinaba en el departamento.
Por su parte, el tren seguía su marcha como antes, cortando con su movimiento la estepa de Sary-Ozeki, y cada vez quedaba menos camino hasta el apartadero de Boranly-Buránny. Tansykbáyev no tenía prisa, releía sus notas, revolvía sus papeles. Abutalip no podía contenerse, languidecía, y en pocos minutos se encontró desfallecido, tan dura era para él esta llamada al interrogatorio. Y dijo a Tansykbáyev:
–Estoy esperando, ciudadano jefe.
Tansykbáyev levantó asombrado los ojos:
–¿Estás esperando? –preguntó desconcertado–. ¿Qué esperas?
Espero el interrogatorio. Las preguntas...
–¡Ah, conque es eso! –Tansykbáyev alargó las palabras ahogando la sensación de triunfo que se encendía en él–. Bueno, eso no está mal, Kuttybáyev, te diré una cosa: no está nada mal que un acusado, por propia iniciativa, como suele decirse, por propia voluntad, arrepentido, espere el interrogatorio para responder a la encuesta... O sea, que tienes algo que decir, tienes algo que descubrir a los órganos de la investigación. ¿No es así? –Tansykbáyev comprendió que aquel día era conveniente llevar de este modo el interrogatorio, cambiando el tono amenazador por otro de falsa benevolencia–. O sea que ya eres consciente –prosiguió– de cuál es tu culpa, y deseas ayudar a los órganos de la investigación en su lucha contra los enemigos del régimen soviético aun en el caso de que tú mismo hayas sido uno de estos enemigos. Lo importante es que para todos nosotros, tú incluido, el régimen soviético sea ante todo lo más apreciado, más que el padre y la madre, aunque, naturalmente, cada uno lo apreciará a su manera –hizo una pausa, satisfecho, y añadió–: Siempre he pensado que eras un hombre sensato, Kuttybáyev. Siempre he tenido la esperanza de que tú y yo encontraríamos un lenguaje común. ¿Por qué guardas silencio?
–No lo sé –respondió vagamente Abutalip–, no comprendo de qué soy culpable –añadió mirando a hurtadillas la ventanilla del vagón. El tren corría con energía, y la estepa de Sary-Ozeki huía para atrás bajo el sombrío cielo a una velocidad de vértigo, como en el cine mudo.
–Te diré una cosa. Seremos sinceros –continuó Tansykbáyev–. Si te llevamos como un rey en un vagón especial no es por casualidad. No se suele hacer porque sí. Por un quítame allá esas pajas no se lleva a la gente en un departamento aparte. Por lo tanto, eres una persona importante en el sumario. Mucho es lo que depende de ti. Y tienes una responsabilidad especial. Piénsalo. Piénsalo y no poco. Y ahora escucha lo que voy a decirte. Avanzada la noche llegaremos a Orenburg, es decir, a Chkálov. Nos están esperando. Es el primer punto. Allí, sabes, viven dos de tus cómplices: Aleksandr Ivánovich Popov y el tártaro Jamid Seifulin. Ambos se encuentran ya bajo arresto. Por cierto, gracias a tus declaraciones. Y ambos han confesado que estuvieron presos contigo en Baviera y que luego os fugasteis juntos, por cierto en extrañas circunstancias: por alguna razón, sólo vuestra brigada consiguió huir de la cantera, en esto todavía hemos de atar cabos. Luego trabajasteis en Yugoslavia. Ambos han declarado que estuvisteis en el encuentro con la misión inglesa. Sabes muy bien de qué estoy hablando. Lo has escrito en tus memorias. Hay que confesar que están escritas de un modo muy curioso. Sabemos que Popov era el espía residente y Seifulin su sustituto, su mano derecha. Naturalmente, tú, Kuttybáyev, no eras el primer violín en la red de espionaje, por esto se aliviará tu suerte si cooperas en la investigación.
–¿Qué red de espionaje? Ya he dicho que no los he visto desde el año cuarenta y cinco, desde que terminó la guerra –intervino Abutalip.
Esto no importa. No importa nada. No era necesario verse personalmente, cara a cara. Alguien actuaba de enlace. Bueno, ese amante de la verdad, por ejemplo, ese Yediguéi Zhangueldín, ¿no viajaba a Orenburg o a alguna otra parte? Pues bien, pudo ser que os relacionarais a través de alguien. Piénsalo.
–Si digo que Yediguéi iba a Orenburg en su camello, ¿será suficiente? –no pudo contenerse Abutalip.
–Ya vuelves a las andadas, Kuttybáyev. Te estoy tratando con mucha consideración, pero tú ya me haces ascos. La resistencia sólo puede perjudicarte. Por lo que respecta a Yediguéi puedes estar tranquilo. Si es necesario lo detendremos, camello incluido. Si quieres que no lo toquemos no te andes con rodeos durante el careo.
La locomotora dio una larga y fuerte señal al tren que venía a su encuentro. Su poderoso silbido pasó penosamente por el corazón de Abutalip. Cada vez quedaba menos tiempo hasta el apartadero de Boranly-Buránny. El curso de los razonamientos de Ojos de Halcónhorrorizaba a Abutalip. Con una fuerza como aquélla nada había imposible en el país. Pero en aquel momento lo que más agobiaba a Abutalip era la extraordinaria locuacidad que se había apoderado de Tansykbáyev, el cual no se disponía a terminar el interrogatorio.
–Muy bien –rompió el silencio Tansykbáyev apartando los papeles y levantando los ojos hasta Abutalip–. Estoy seguro de que nos comprenderemos, en ello estriba tu salvación. El careo en Orenburg determinará lo principal: o cooperas conmigo o haré que lo lamentes cuando te impongan una reclusión cuádruple, o quizá la horca. Tú ya comprendes el porqué de las cosas. Llegaremos hasta el mismo Tito, al que servisteis todos estos años. El propio Iósif Vissariónovich estará al tanto de los procesos. Nadie quedará sin castigo, vamos a extirparlos implacablemente. De modo que, amigo mío, da gracias al destino de que yo no te quiera mal. Pero tú también debes corresponder. ¿Comprendes de lo que estoy hablando?
Abutalip callaba. Contaba mentalmente, con el frío en el corazón, los minutos que faltaban para llegar al apartadero. Por lo visto no tendría ocasión de ver a los suyos ni siquiera por la ventanilla. Este pensamiento le taladraba el cerebro.
–¿Por qué te callas? Te he preguntado si sabías de lo que te estaba hablando –inquirió Tansykbáyev.
Abutalip asintió con la cabeza. Naturalmente, comprendía de lo que le estaban hablando.
–¡Bueno, así debiste hacerlo hace tiempo! –Tansykbáyev interpretó el movimiento de cabeza como signo de aceptación, se levantó, se dirigió a Abutalip y hasta le puso la mano sobre el hombro–. Ya sabía que eras un buen mozo nada tonto, que encontrarías el verdadero camino. O sea, que estamos de acuerdo. No te quepa la menor duda. Hazlo todo como yo te diga. Lo más importante es que no te pongas nervioso en el careo, mírales a los ojos y dilo todo tal como es. Popov es espía residente desde mil novecientos cuarenta y cuatro, reclutado por el espionaje inglés, antes de su repatriación estuvo en una reunión con el propio Tito, tiene una tarea a largo plazo para el caso de que haya agitación. Es todo, con esto basta. Bien, y por lo que respecta al tártaro Seifulin, pues lo siguiente: Seifulin es la mano derecha de Popov. Es todo, con esto basta. El resto lo haremos nosotros. Haz esta declaración y no tengas dudas. Nada te amenaza. Absolutamente nada. No te fallaré. Las cosas son así. Con los enemigos gastamos pocas palabras, a los enemigos los liquidamos. Pero con los amigos cooperamos, les hacemos una rebaja. Recuérdalo. Y recuerda también que soy poco amigo de bromas. ¿Por qué estás tan pálido? Pareces sudoroso, ¿qué te pasa, te encuentras mal? ¿Hace demasiado calor aquí?
–Sí, me siento mal –dijo Abutalip venciendo un ataque de mareo y náusea, como si le hubiera intoxicado una comida en mal estado.
–Bueno, si es así, no te retengo más. Ve a tu celda y descansa hasta Orenburg. Pero en Orenburg que estés tieso como un palo. ¿Lo has comprendido? Que no haya vacilaciones durante el careo. Nada de «no recuerdo, no sé, lo he olvidado» y demás... Expónlo todo tal como es y basta. Lo demás no debe preocuparte. El resto lo haremos nosotros. Eso. Ahora no vamos a escribir nada, ve a descansar, y en el resumen del careo de Orenburg ya firmaremos los papeles como es debido. Firmarás tus declaraciones. Y ahora ve. Considero que nos hemos puesto de acuerdo en todo –con estas palabras Tansykbáyev envió a Abutalip a su departamento-celda.
A partir de este momento empezó para Abutalip una vida un tanto especial, como una nueva etapa. Le parecía que el tren había acelerado la marcha. Ante la ventanilla pasaban fugaz e impetuosamente lugares muy conocidos; hasta Boranly-Buránny faltaban contados minutos. Era preciso tranquilizarse, dominarse y esperar, estar preparado para cualquier eventualidad que se le presentara, pero ante todo era preciso medir la velocidad del tren. «Conviene que el tren vaya más lentamente», pensó Abutalip, como conjurando a cierta fuerza, y pronto advirtió, o por lo menos se lo pareció, que el tren disminuía su velocidad: el irritante centelleo de la ventana había cesado. Y entonces se dijo: «¡Todo ocurrirá como yo pida!», y se tranquilizó un poco, dejó de jadear; se dispuso a esperar pegado a la ventanilla enrejada.
El tren, efectivamente, se acercaba al apartadero de BoranlyBuránny, donde la marginación empujara a Abutalip, donde se aclimatara y donde soñara pasar las adversidades de la historia mientras crecían sus hijos. Pero tampoco esto se realizaría. La familia había quedado abandonada al arbitrio de la suerte, y él pasaba ahora por su lado en un vagón celular.
Abutalip miraba por la ventanilla con tanta tensión como si lo que viera fuera algo que debiera recordar toda su vida, hasta el último suspiro, hasta la última luz de sus ojos. Y todo cuanto veía en aquella hora, poco antes del mediodía de un febrero invernal –montones de nieve, claros junto al ferrocarril, estepa desnuda en ciertos lugares y nevada en otros– lo percibía como una visión sagrada, con palpitaciones, súplicas y amor. Una colina, una quebrada, el sendero que recorrían Zaripa y él con la pala al hombro cuando iban a reparar los caminos, el pequeño despoblado por donde en verano corría la chiquillería de Boranly, y también sus hijos Daúl y Ermek... Un grupo de camellos, y más allá otra pareja de estos animales; uno de ellos, el Karanarde Yediguéi, que se podía distinguir de lejos, siempre tan poderoso, se dirigía sin prisas a alguna parte. Pero qué es esto, de pronto empezaba a nevar, los copos de nieve se agitaban en el aire ante la ventanilla, sí, claro, en realidad el cielo estaba ya hinchado de nubes por la mañana, por lo tanto haría mal tiempo, pero la nieve podía haber esperado un poquito, sólo un poquito, pues ya se divisaban los corrales de los camellos y el primer techo con su chimenea humeante, y allí estaba la aguja y el tren pasaba a la vía de reserva, las ruedas repiqueteaban en las juntas, y el guardagujas de la garita, con el banderín en la mano, pero si era Kazangap, nudoso como un árbol seco; oh Dios, pasaba rápidamente la garita de Kazangap, el tren seguía adelante, junto al poblado: allí estaban las casitas, sus techos y ventanas, alguien entraba en una casa, Abutalip sólo vio su espalda, y alguien manejaba unas perchas y unas tablas construyendo algo para los niños. Yediguéi, sí, era él, Yediguéi, con su chaqueta acolchada, arremangado, a su lado la hijita, y con ella Ermek, sí, mi Ermek querido, mi querido hijo le entregaba algo recogido del suelo, oh Dios, su cara sólo había aparecido fugazmente, y dónde estaba Daúl, dónde Zaripa. Pasaba una mujer embarazada, la esposa de Saúl, el jefe del apartadero, y allí estaba también Zaripa con el pañuelo de la cabeza caído sobre los hombros, Zaripa y Daúl, ella llevaba al hijo mayor de la mano, iban donde Yediguéi y los chicos construían algo, caminaban sin saber que Abutalip se cerraba convulsa-mente la boca con el puño para no gritar, para no aullar salvaje y desesperadamente: «¡Zaripa! ¡Querida! ¡Daúl! ¡Daúl, hijo mío! ¡Soy yo! ¡Os veo por última vez! ¡Adiós! ¡Daúl! ¡Ermek! ¡Adiós! ¡No me olvidéis! ¡No puedo vivir sin vosotros! ¡Me moriré sin vosotros, sin mis queridos hijos, sin mi amada esposa!
»¡Adiós!»
Y cuando el tren ya hacía rato que había dejado atrás el tan esperado apartadero de Boranly-Buránny, todo lo visto en el centelleo de un instante surgía de nuevo, una y otra vez, ante la vista de Abutalip. Y ante la ventanilla nevaba ya densa y abundantemente, todo había quedado atrás hacía rato, pero para Abutalip Kuttybáyev el tiempo se había detenido en el espacio recorrido, en aquel fragmento de camino que contenía todo el dolor y todo el sentido de su vida.
Y ya no pudo separarse de la ventanilla, aunque era absurdo mirar por ella a causa de la nieve. Y se quedó pegado a la ventanilla, impresionado al constatar que, aunque no aceptaba la injusticia que le imponían, se veía forzado a someterse a la voluntad de otro, a pasar junto a su esposa y sus hijos calladamente, a hurtadillas, pues a ello le obligaba esa fuerza que le había privado de la libertad, y él, en lugar de saltar del tren, de presentarse, de correr abiertamente hacia la familia que le echaba de menos, había estado mirando por la ventanilla, humillado y mísero, y había permitido que Tansykbáyev le tratara como a un perro al que se ordena que se siente en un rincón y no se mueva. Y para sosegarse de alguna manera, Abutalip se dio palabra de algo que no pronunció pero sí comprendió...
Abutalip bebía ahora hasta el fondo la amarga dulzura de aquel encuentro pasajero. Era lo único que quedaba al alcance de sus fuerzas, lo único que quedaba de su libertad: resucitar una y otra vez lo que había visto, detalladamente, hasta en las minucias. Que había visto primero a Kazangap, siempre el mismo, con su sempiterno banderín en la nervuda mano, en su puesto de siempre (la de trenes a los que habría dado paso en su vida, de pie en uno u otro extremo del apartadero); y que luego habían pasado las casitas de Boranly, los corrales del ganado, los humos de las chimeneas, y después, que estuvo a punto de atragantarle su propio grito, su desesperación, y que consiguió encerrar en la boca este grito al ver a Ermek entre la chiquillería, al lado de Burani Yediguéi, que construía algo para los niños y que era el hombre fiel que había quedado en el mundo como una roca, tal como era. Ermek entregaba una tabla y alguna otra cosa a Yediguéi, tan bien dispuesto con los niños, grueso, moreno de cara, con la chaqueta acolchada arremangada, con sus botas de cuero artificial, y el niño con la vieja gorra de invierno y sus botas de fieltro. Y Zaripa iba hacia ellos con Daúl. Pobre y querida Zaripa, la había visto muy de cerca, el pañuelo se le había caído sobre los hombros dejando al descubierto sus negros y ondulados cabellos, y su cara pálida, tan conmovedora y deseada. El abrigo desabrochado, las rudas botas que le había comprado él, la inclinación de la cabeza hacia su hijo –le estaba diciendo algo–, todo esto, infinitamente próximo, querido, inolvidable, continuó acompañando largo rato a Abutalip en su despedida mental después del encuentro... Y nada podía reemplazar esta pérdida, nada, nunca...