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Un día más largo que un siglo
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Chinguiz Aitmátov



Un día más largo que un siglo




Traducción de

Josep María Güell i Socias


CÍRCULO DE LECTORES



AL LECTOR ESPAÑOL


El pensamiento artístico debe vivir en su tiempo y ser consciente de él así como del destino del hombre en cualquier época y en cualquier tiempo revolucionario.

Éste es un postulado espiritual irrenunciable. Los últimos cinco años que hemos vivido bajo el signo de la perestroikanos han descubierto nuevas leyes objetivas en la creatividad artística que hasta ahora, en algunas ocasiones, entendíamos de manera limitada e incluso deformada. Durante largos años se daba por supuesto que la literatura y el arte deben servir a los intereses políticos e ideológicos y si algunos escritores no respondían a estas exigencias se veían sometidos a persecuciones y represiones, como también puede recordar el lector español que ha vivido la época del franquismo, la dictadura y el monopolio del poder. Por tanto espero que el lector prestará atención a estos temas tan importantes para mí como escritor: temas que expresan la esencia humana, el intento de los hombres de adquirir, de hacer suya en toda época la libertad de espíritu pues en ello está el sentido de la vida.

Me resulta especialmente agradable que esta novela, editada hace tiempo y publicada en muchos países, se ofrezca al lector español en su volumen y contenido completo. Cuando lo escribí me vi obligado, como muchos otros artistas, a escoger una fórmula que posibilitara su publicación: la censura y la vigilancia política se mantenían en guardia sobre la base de los principios del realismo socialista y sólo ahora, al cabo de los años, he logrado acabar aquello a lo que renuncié en su tiempo. Se trata de un relato que he incorporado al texto: «La nube blanca de Chinguizhán». Ahora nos estamos convenciendo de que la auténtica literatura vive incluso en el régimen más cruel, más duro. Ella lucha por la vida y apoya la aspiración auténtica del hombre por la libertad. Por esta razón, la literatura en Rusia ha tenido siempre un estatuto especial; ha constituido una tribuna y una llamada y ha sido también arrepentimiento y manera de ver la belleza del mundo, la belleza de la sustancia humana, del ser humano.

Chinguiz Aitmátov 1991



Este libro, en lugar de mi cuerpo; esta palabra, en lugar de mi alma.

GRIGOR NAREKATSI,

Libro de la aflicción,siglo x


CAPÍTULO I



Era necesaria mucha paciencia para buscar una presa por las resecas torrenteras y por los pelados y profundos barrancos. Siguiendo las afanosas carreras, embrolladas hasta causar mareos, de las pequeñas criaturas zapadoras, ora removiendo febrilmente la madriguera de un roedor, ora aguardando que un diminuto jerbo escondido bajo el saliente de un antiguo bache saltara por fin a tierra descubierta donde fuera posible estrangularlo en un abrir y cerrar de ojos, la hambrienta zorra ratonera se aproximaba lenta, pero indeclinablemente, desde lejos, al ferrocarril, a ese oscuro montículo del terraplén que se extendía regularmente por la estepa y que la atraía y asustaba a la vez, puesto que en una dirección o en otra pasaban retumbantes trenes que hacían temblar pesadamente la tierra en derredor y dejaban, junto con el humo y el tufo del carbón, unos olores fuertes e irritantes que el viento extendía sobre la tierra.

Al caer la tarde, la zorra se tendió junto a la línea del telégrafo, en el fondo de un pequeño barranco, sobre una isleta de agostadas acederas, y después de enroscarse como una bola pardo-pajiza junto a los tallos rojo oscuros cargados de semillas, esperó con paciencia la noche moviendo nerviosamente las orejas y prestando oído al fino silbido del viento rasante al pasar por las hierbas muertas, de duro susurro. Los postes del telégrafo también zumbaban fastidiosamente. Sin embargo, la zorra no los temía. Los postes siempre estaban en el mismo sitio, no podían perseguir a nadie.

Pero el ruido ensordecedor de los trenes que pasaban periódicamente la obligaba cada vez a estremecerse tensamente y a encogerse sobre sí misma con mayor fuerza. A través del suelo vibrante, sentía con todo su frágil cuerpecito, con sus costillas, la monstruosa fuerza de aquel peso que desentumecía la tierra, así como el frenético movimiento de los trenes. Sin embargo, superando el terror y la repugnancia por los olores extraños, no huía del barranco, esperaba su hora, cuando, con la llegada de la noche, la línea férrea estuviera relativamente más tranquila.

Iba a estos lugares en muy contadas ocasiones, sólo cuando apretaba el hambre...

En los intervalos entre dos trenes, reinaba en la estepa una súbita calma, como después de un derrumbamiento, y bajo aquel absoluto silencio, la zorra captaba en el aire un ruido vago y elevado que la ponía en guardia, un sonido apenas audible y que nadie había producido que se cernía sobre la estepa crepuscular. Era el juego de las corrientes de aire, o la señal de un inminente cambio atmosférico. Instintivamente, el animalito lo advertía y se quedaba petrificado, inmóvil, con grandes deseos de aullar amargamente, a pleno pulmón, de gruñir ante el vago presentimiento de una gran desgracia. Pero el hambre ahogaba incluso esta señal de alarma de la naturaleza.

Lamiéndose las plantas de las patas, maltratadas en la carrera, la zorra se limitaba a gemir suavemente.

En aquella época hacía ya frío por la noche, se estaba llegando al otoño. Por las noches la tierra se enfriaba con rapidez, y al amanecer la estepa se cubría de una capa blanca, como unas salinas, con la aparición de una escarcha de breve duración. Se acercaba una época pobre y triste para el animal de la estepa. La escasa caza que en verano habitaba aquellos parajes había desaparecido: cada uno a su sitio, unos habían emigrado a regiones más cálidas, otros se habían ocultado en sus madrigueras, otros invernaban en la arena. Ahora, cada zorra se buscaba su alimento trotando por la estepa en completa soledad, como si en el mundo se hubiera extinguido por completo la estirpe de las zorras. Los cachorros de aquel año habían crecido ya y se habían dispersado por diversos lugares, y la época del celo estaba aún por llegar; en invierno las zorras acudirían de todas partes para nuevos encuentros y entonces los machos se enzarzarían en peleas con tanta fuerza como les ha concedido la vida desde la creación del mundo...

Al llegar la noche, la zorra abandonó el barranco. Esperó un poco, escuchó y se dirigió a pequeños pasos hacia el terraplén del ferrocarril pasando en silencio, continuamente, de un lado a otro de las vías. Buscaba los desperdicios que podían haber arrojado los pasajeros por las ventanillas de los vagones. Tenía que correr mucho rato a lo largo de los terraplenes, olfateando toda clase de objetos que la excitaban y que olían de forma repulsiva, hasta tropezar con algo mínimamente útil. Todo el camino seguido por los trenes estaba ensuciado por fragmentos de papel, periódicos arrugados, botellas rotas, colillas, deformados botes de conserva y otras basuras inútiles. Eran en especial malolientes los cuellos de las botellas intactas: olían a droga. Después de dos experiencias, en las que la zorra sintió que la cabeza le daba vueltas, rehuía ahora inspirar el aire alcoholizado. Resoplaba y saltaba inmediatamente a un lado.

Sin embargo, como hecho a propósito, no encontraba lo que necesitaba, aquello para lo que se había preparado durante tan largo tiempo venciendo su temor. Y con la esperanza de que aún conseguiría malcomer algo, la zorra corría incansable por las vías lanzándose continuamente de un lado de terraplén a otro.

De pronto se quedó inmóvil a media carrera, con la pata delantera levantada como si la hubieran pillado de improviso. Fundiéndose en la luz grisácea de la alta y nebulosa luna, el animal permanecía entre los rieles como un fantasma, sin moverse. El lejano rumor que la había alarmado no desaparecía. De momento sonaba muy lejos. Manteniendo la cola en alto, la zorra se apoyaba indecisa en una y otra pata dispuesta a abandonar las vías. Pero en lugar de hacerlo, de pronto se apresuró y empezó a moverse precipitadamente de un lado para otro esperando tropezar con algo que pudiera alimentarla. Presentía que de un momento a otro caería sobre una presa, aunque desde la lejanía se acercaba inevitablemente el creciente y amenazador chirrido del hierro y el repiqueteo de centenares de ruedas. La zorra no se entretuvo más de una fracción de minuto, y eso fue suficiente para que saltara dando tumbos como una mariposa enloquecida cuando de pronto llegó del recodo el latigazo de los faros y las luces de las dos locomotoras enganchadas en reata, cuando los potentes proyectores emblanquecieron por un momento la estepa e iluminaron y cegaron todo el terreno que tenían por delante, poniendo implacablemente al descubierto su mortal sequedad. Y el tren rodó arrollador por las vías. El aire olió a acre tufo de carbón y polvo, y se levantó un fuerte viento.

La zorra se alejó a toda prisa, volviendo la cabeza una y otra vez y agachándose de terror hasta el suelo. Y el monstruo de las luces movedizas estuvo aún largo rato retumbando y pasando, largo rato haciendo repiquetear sus ruedas. La zorra dio un salto y se lanzó de nuevo a correr con todas sus fuerzas...

Luego descansó, y de nuevo se sintió atraída hacia allí, hacia el ferrocarril, donde podría saciar su hambre. Pero aparecieron de nuevo unas luces en la vía, de nuevo un par de locomotoras arrastraban un largo y cargado convoy.

Entonces, la zorra fue a dar un rodeo por la estepa, decidiendo que se acercaría al ferrocarril por un lugar por el que no pasaran los trenes.


En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...


A media noche, alguien se dirigía hacia él, hacia su garita de guardagujas, con larga y tenaz caminata; primero, directamente por las vías; luego, al aparecer un tren de frente, por el terraplén, abriéndose camino como en una ventisca, protegiéndose con los brazos del viento y del polvo que venía a ráfagas de un veloz tren de mercancías (un tren con hoja de ruta preferente: convoy con destino especial que luego tomaría un ramal hacia la zona reservada de Sary-Ozeki, donde tenían un servicio ferroviario propio que llegaba hasta el cosmódromo, por decirlo de una vez, por eso los vagones iban cubiertos con unas lonas y había guardia armada en las plataformas). Al instante Yediguéi adivinó que era su esposa la que se acercaba apresuradamente, que esta prisa no sería gratuita y que habría para ello un motivo muy serio. Así resultó ser. El deber del servicio le impedía abandonar el puesto hasta que hubiera pasado el último vagón de cola con el conductor en la plataforma descubierta. Se hicieron señas con los faroles indicando que todo estaba en orden en las vías, y sólo entonces, medio sordo por el estrépito, se volvió Yediguéi a su mujer, que acababa de llegar.

– ¿Qué te pasa?

Ella le miró con inquietud y movió los labios. Yediguéi no la entendió, pero comprendió que pensaba lo mismo.

–Apartémonos del viento –la condujo a la garita.

Pero antes de oír de los labios de su mujer lo que ya suponía, le impresionó en aquel momento algo distinto. Aunque antes ya se había dado cuenta de que llegaba la vejez, esta vez se sintió disgustado, por ella, al ver cómo se ahogaba después de la rápida carrera, con qué extenuación crujía y silbaba su pecho, cómo se levantaban anormalmente sus flacos hombros. La potente luz eléctrica de la pulcra y blanqueada garita le permitió descubrir bruscamente unas irreversibles arrugas en la piel de las oscurecidas mejillas de Ukubala (y era en realidad una morena color trigo, con los ojos siempre de un negro brillante), y también aquella boca mellada, como un argumento más de que incluso la mujer que ha vivido ya su época no debe de ninguna manera ser desdentada (hacía tiempo que debía haberla llevado a la estación para que le colocaran una dentadura metálica; ahora todos, viejos y jóvenes, la llevaban así); y como corolario, aquellas hebras grises, muy blancas ya, que se desparramaban por su rostro bajo el caído pañuelo. Todo ello le hería el corazón. «¡Ay! ¡Cómo te me has envejecido!», se lamentó en su alma con la dolorosa sensación de cierta culpabilidad. Y por ello se sintió aún más inmerso en un silencioso agradecimiento que surgía por todo aquello a la vez, por todo lo que habían vivido juntos en muchos años, y especialmente porque hubiera acudido en aquel momento corriendo por las vías en mitad de la noche, al extremo más alejado del apartadero, por respeto y por deber, pues sabía cuán importante era para Yediguéi. Había corrido a comunicarle la muerte del desgraciado anciano Kazangap, un viejo solitario que había fallecido en una vacía choza de barro, y comprendía que sólo Yediguéi escucharía con calor humano la defunción del hombre que los había abandonado a todos, aunque el difunto no era ni su marido, ni su hermano, ni su padrino.

– Siéntate, descansa –dijo Yediguéi cuando entraron en la garita.

–Siéntate tú también –le indicó ella a su marido. Se sentaron.

– ¿Qué ha sucedido?

– Kazangap ha muerto.

– ¿Cuándo?

–Hace un rato fui a echarle una mirada, a ver cómo estaba, por si necesitaba algo. Entré, la luz estaba encendida, él se encontraba en su sitio, sólo que la barba le salía torcida, para arriba, no sé cómo. Me acerqué. «Kazangap», le dije, «Kazangap, ¿quieres que te sirva un té caliente?», pero él ya no estaba. –Su voz se cortó, las lágrimas volvieron a sus afinados y enrojecidos párpados, y después de unos sollozos, Ukubala se puso a llorar dulcemente–. Ya ves cómo han ido las cosas al final. ¡Qué hombre fue! Y al morir, no había nadie para cerrarle los ojos –se lamentó llorando–. ¡Quién podía haberlo imaginado! Y así ha muerto el hombre... –se disponía a decir «como un perro en el camino», pero se calló, no valía la pena precisarlo, aunque ya quedaba bastante claro.

Burani Yediguéi, que así era llamado en el distrito y que había trabajado en el apartadero de Boranly-Buránny desde los días en que volvió de la guerra, escuchaba a su mujer sentado sombríamente en el banco supletorio, con las pesadas manos, como troncos nudosos, descansando sobre sus rodillas. La visera de su gorra de ferroviario, bastante manchada y ajada, daba sombra a sus ojos. ¿En qué pensaba?

–¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó la mujer. Yediguéi levantó la cabeza y la miró con amarga sonrisa.

– ¿Qué vamos a hacer? Lo que se hace en tales casos. Le enterraremos. –Se incorporó como quien ha tomado una resolución–. Tú, esposa mía, vuelve allá deprisa. Pero antes escúchame.

–Te escucho.

–Despierta a Ospán. No te dé reparo que sea el jefe del apartadero, no importa, ante la muerte todos somos iguales. Dile que Kazangap ha muerto. El hombre había trabajado cuarenta y cuatro años en el mismo puesto. Puede que Ospán todavía no hubiera nacido cuando Kazangap empezó a trabajar aquí, cuando por ningún oro del mundo se podía hacer venir aquí, a Sary-Ozeki, ni a un perro. Cuántos trenes habrán pasado en su vida, no hay suficientes cabellos en la cabeza para contarlos... Que lo piense. Díselo así. Y escucha otra cosa...

–Te escucho.

–Despiértalos a todos, uno tras otro. Llama en las ventanas. Cuantas personas estamos aquí: ocho casas, se pueden contar con los dedos... Haz que todos se levanten. Nadie debe dormir hoy, habiendo muerto un hombre así. Haz que todos se levanten.

– ¿Y si empiezan a decir palabrotas?

– Nuestro cometido es hacérselo saber a todos, que digan todas las que quieran. Diles que te he mandado despertarles. Hay que tener conciencia. ¡Espera!

– ¿Qué más?

– Corre primero al de turno, hoy está Shaimerdén de encargado, cuéntale todo lo que hay y dile que piense qué se debe hacer. Puede que me encuentre un sustituto por esta vez. Si hay algo, que me lo comunique. Ya me has comprendido, ¡díselo!

– Se lo diré, se lo diré –respondió Ukubala, pero luego pareció acordarse de algo, como si de pronto acudiera a su memoria lo principal, algo que imperdonablemente hubiera olvidado–. ¡Y sus hijos! Nuestro primer deber es notificarles la noticia. Ha muerto su padre...

Indiferente a estas palabras, Yediguéi frunció el ceño y adoptó una actitud aún más severa. No respondió.

–Sean como sean, los hijos son los hijos –prosiguió Ukubala en tono de justificación, pues sabía que a Yediguéi le disgustaba escuchar aquello.

–Lo sé –dijo él con un gesto indiferente–. ¿Acaso te parece que no sé comprender nada? Ahí está el problema, que no podemos pasarnos sin ellos, aunque, si estuviera en mi mano, ¡no los dejaría ni acercarse!

– Eso no es cosa nuestra, Yediguéi. Que vengan y que lo entierren. Luego habría muchas habladurías, ni en un siglo te las quitarías de encima...

–¿Por qué? ¿Acaso se lo impido? Que vengan.

– ¿Y si su hijo no llega a tiempo de la ciudad?

– Si quiere, llegará a tiempo. Anteayer, cuando fui a la estación, le envié un telegrama diciéndole que, bueno, pues mira, tu padre está a las puertas de la muerte. ¿Qué más necesita? Se considera muy sabio, por lo tanto tiene que comprender qué significa cada cosa...

– Bueno, si es así, está bien –aceptó vagamente su esposa los argumentos de Yediguéi, pero pensando aún en algo que la inquietaba, murmuró–: Debería presentarse con su esposa, a fin de cuentas se trata de enterrar a su suegro y no a uno cualquiera...

–Eso que lo decidan ellos. No se les puede sugerir, ya no son unos niños.

–Sí, así es la cosa, naturalmente –aceptó Ukubala, que continuaba dudando.

Guardaron silencio.

– Anda, no te entretengas, ve –le recordó Yediguéi.

Sin embargo, su esposa tenía aún algo que añadir:

–Pero su hija, la desdichada Aizada, está en la estación con su marido, el juerguista empedernido, y con sus hijos; también debería llegar a tiempo para el entierro.

Involuntariamente, Yediguéi sonrió y dio una palmadita en la espalda de su esposa.

– Ahora vas a empezar a sufrir por cada uno de ellos... Aizada está ahí, a la vuelta de la esquina; por la mañana alguien puede ir a la estación y decírselo. Vendrá a tiempo, naturalmente. Tú, esposa mía, debes comprender una cosa: tanto de Aizada como de Sabitzhán, y sobre todo de éste, que es el hijo, el hombre, poco se puede esperar. Ya lo verás, vendrán, no se perderán, pero van a estar aquí como huéspedes extraños, y seremos nosotros quienes le enterremos; así son las cosas... Anda, ve y haz lo que te he dicho.

La mujer echó a andar, luego se detuvo indecisa y volvió a caminar. Entonces Yediguéi la llamó:

–No olvides que lo primero es ir a ver al encargado, a Shaimerdén, que me envíe un sustituto, luego ya recuperaré las horas. El difunto yace en una casa vacía, no tiene a nadie a su lado... Díselo así...

La mujer asintió con la cabeza y se fue. Al mismo tiempo, en el cuadro de sector zumbó el señalizador parpadeando con luz roja: un nuevo convoy se acercaba al apartadero de Boranly-Buránny. Según las órdenes, el ferroviario de servicio debía enviarlo a la vía paralela para dar así paso al tren que venía en dirección opuesta y que también se encontraba a la entrada del apartadero, sólo que por el otro lado. Era una maniobra habitual. Mientras los trenes avanzaban por sus caminos respectivos, Yediguéi miraba intermitentemente a Ukubala, que se alejaba por el borde de la vía, como si hubiera olvidado decirle alguna cosa. Naturalmente, tenía cosas que decirle, como si no hubiera nada que hacer antes de un entierro; no se le ocurrían todas de golpe, pero no volvía por eso la cabeza sino que, precisamente en aquel momento advertía con amargura cómo había envejecido y se había encorvado últimamente su esposa, y esto resultaba muy visible en medio de la amarilla neblina de la opaca iluminación de las vías.

«O sea, que la vejez ya cabalga sobre nuestras espaldas –pensó–. Bueno, ya hemos vivido: ¡un viejo y una vieja!» Y aunque Dios no le había castigado en lo tocante a la salud, aunque aún era fuerte, la cuenta de los años tampoco era pequeña: sesenta y aún un añito más, sesenta y uno tenía ya. «Sin darme cuenta, dentro de un par de años ya podría pedir la jubilación», se dijo Yediguéi no sin cierta ironía. Sabía que no pediría el retiro tan pronto, que tampoco era fácil encontrar por aquellos parajes a una persona que le sustituyera: era guardavías y mecánico de reparaciones, en cambio sólo hacía de guardagujas de vez en cuando, si alguien caía enfermo o salía de vacaciones. ¿Habría alguien que se dejara seducir por la paga con plus de lejanía y de desertización? Era dudoso. Sí, anda, ve y busca un hombre así entre los jóvenes de hoy.

Para vivir en el apartadero de Sary-Ozeki era preciso tener espíritu, de otro modo uno se marcharía. La estepa es enorme, y el hombre diminuto. La estepa es indiferente, a ella le da lo mismo que lo pases bien o mal, tienes que aceptarla como es, pero el hombre no es indiferente ante las cosas de este mundo, y sufre y se desespera, piensa que en otro lugar, entre otras personas, tendría más suerte, y que se encuentra aquí por un error del destino... Y por ello se desgasta ante la faz de la enorme e implacable estepa, se descarga su ánimo como las baterías del triciclo a motor de Shaimerdén. Éste lo guardaba solícito, no lo utilizaba ni dejaba que lo hicieran los demás. Y el triciclo estaba ocioso, y cuando lo necesitaban no se ponía en marcha, se le había agotado la fuerza motora. Eso también le ocurre al hombre en el apartadero de Sary-Ozeki: si no se aplica al trabajo, si no echa raíces en la estepa, si no asume su vida, le es muy difícil resistir. Hay gente de paso que al mirar por las ventanillas de los vagones se lleva las manos a la cabeza: «Señor, ¿cómo puede vivir gente aquí? ¡No hay en derredor más que estepa y camellos!» Pues allí viven el tiempo que le concede su paciencia. Aguantan tres años, cuatro lo más, y taman': cobran su finiquito y se van cuanto más lejos mejor...

En Boranly-Buránny, sólo dos hombres echaron raíces para toda la vida: Kazangap y él, Burani Yediguéi. ¡Y cuántos otros no estuvieron allí durante este tiempo! De sí mismo era difícil opinar, vivía y no cedía, pero Kazangap había trabajado allí cuarenta y cuatro años, y no porque fuera peor que los demás. Yediguéi no habría cambiado un Kazangap por diez de los demás... Y ahora ya no estaba, Kazangap ya no existía...

Los trenes se cruzaron; uno partió hacia oriente y el otro hacia occidente. Por un tiempo, las vías del apartadero de Boranly-Buránny se quedaron vacías. Y al instante, todo se puso al descubierto en derredor: las estrellas del oscuro cielo parecían brillar con más fuerza, destacaban más, el viento paseaba con mayor fuerza por los terraplenes, por las traviesas, por la capa de machaca entre los raíles, que ahora sonaban y crujían muy débilmente.

Yediguéi no entró en la garita. Se quedó pensativo, apoyado contra un poste. Ante él, muy lejos, al otro lado de las vías se distinguían las vagas siluetas de los camellos que pastaban en el campo. A la luz de la luna, se los veía inmóviles, esperando que pasara la noche. Entre ellos Yediguéi distinguió a su camello, de gruesa cabeza, quizá el más fuerte y rápido de Sary-Ozeki, que se llamaba, como su amo, Burani Karanar. Yediguéi estaba orgulloso de él, de la rara fuerza de aquel animal con el que no resultaba fácil entenderse, pues Karanarcontinuaba siendo un macho: Yediguéi no lo había castrado en su juventud y luego ya no quiso hacerlo.

Entre los demás asuntos que debía hacer a la mañana siguiente, recordó Yediguéi para sí, era llevar a Karanara casa a primera hora y ponerle la silla. Y también se le ocurrieron otras diversas ocupaciones...

Sin embargo, en el apartadero la gente continuaba, de momento, durmiendo tranquilamente. Junto a los pequeños edificios de la estación, pegados a uno de los extremos de las vías, había unas casitas con idénticos techos de dos pendientes, de pizarra —seis construcciones prefabricadas, instaladas por la administración ferroviaria, aparte de la casa de Yediguéi, que él mismo se construyera, de la choza de barro del difunto Kazangap, de diferentes cuchitriles domésticos, y de las cercas de junco y barro para guardar el ganado y otras necesidades—, y en el centro un molino de viento que era el generador-bomba eléctrico, con una bomba a mano para casos de emergencia aparecida allí en los últimos años. Aquélla era toda la aldea de Boranly-Buránny.

Todo ello junto al gran ferrocarril, junto a la gran estepa de Sary-Ozeki, constituía un pequeño eslabón dentro de un sistema ramificado, como las venas del sistema circulatorio, con otros apartaderos, estaciones, nudos de comunicación, ciudades... Todo ello, como en la palma de la mano, abierto a todos los vientos del mundo, especialmente los invernales, cuando soplaban las ventiscas de Sary-Ozeki cubriendo las casas con montones de nieve hasta las ventanas y la línea del ferrocarril con montículos de nieve compacta amontonada por el viento... Por ello, este apartadero estepario había recibido el nombre de Boranly-Buránny: Boranly en kazajo, Buránny en ruso...


Yediguéi recordó que antes de que aparecieran en aquel tramo todo tipo de quitanieves –tanto las que disparaban la nieve a chorros como las que la desplazaban a los lados con sus palas cortantes, como otras muchas– Kazangap y él habían tenido que luchar contra la nieve de las vías, como suele decirse, no a vida sino a muerte. Y parecía que esto había ocurrido en tiempos recientes. En el cincuenta y uno y en el cincuenta y dos hubo feroces inviernos. Sólo en el frente quizá ocurría lo mismo, eso de aplicar la vida a un solo objetivo: a un ataque, al lanzamiento de una granada bajo un tanque... También ocurría aquí. Nadie te mataba. Pero te matabas tú mismo. Cuántos montones de nieve habían quitado a mano, habían arrastrado en carretillas, o incluso se habían llevado para arriba en sacos; esto ocurría en el kilómetro siete, allí la vía pasaba por un terreno bajo, cortado en un montículo, y cada vez parecía que era la última lucha contra los arremolinamientos de la ventisca, y que por ello se podía vender la vida al diablo sin pensarlo dos veces con tal de no oír cómo rugían las locomotoras en la estepa: ¡dadnos paso!

Pero aquellas nieves se habían fundido, aquellos trenes pasaron ya, aquellos años se fueron... Ahora a nadie le interesaba todo aquello. Existió, ya no existía. Los actuales ferroviarios venían de paso, eran tipos bullangueros, brigadas de controladores y reparadores, y no era que no lo creyeran, lo que pasaba era que no lo comprendían, no podían meterse en la cabeza cómo había podido ser aquello: con las obstrucciones de Sary-Ozeki, ¡sólo había en el tramo unos cuantos hombres con palas! ¡Qué milagro! Entre ellos, algunos se burlaban abiertamente: no sabían por qué había que hacer tales cosas, aceptar tales penalidades, por qué habían de matarse, a santo de qué. «De encontrarnos nosotros en su lugar –decían– no lo haríamos por nada del mundo.» ¡A buena hora habrían ido! En el peor de los casos, habrían ido a trabajar a la construcción o a otra parte en la que las cosas marcharan como es debido. Tanto has trabajado, tanto cobrarás. Y si hay una emergencia, que se reúna gente y que se paguen horas extraordinarias... «¡Os tomaron el pelo, viejos, y tontos moriréis!»

Cuando se presentaban tales «valoradores del trabajo», Kazangap no les prestaba atención, como si nada tuvieran que ver con ellos, se limitaba a sonreír como si supiera de su propia persona algo grande que ellos no podían alcanzar a comprender, pero Yediguéi no podía contenerse, estallaba, y a veces discutía, pero no hacía más que quemarse la sangre.

Y sin embargo, entre él y Kazangap había habido conversaciones sobre todas estas cosas de las que se burlaban ahora los tipos recién llegados en los vagones-talleres de reparaciones y sobre muchas otras cosas, y eso fue en años anteriores, cuando estos «sabios» seguramente aún corrían sin calzones. Pero ellos, ya entonces, reflexionaban sobre la vida hasta donde llegaba su entendimiento, y ya luego siguieron haciéndolo continuamente, el lapso de tiempo fue grande, desde aquellos días –del cuarenta y cinco, pero especialmente después, cuando se jubiló y todo fue un fracaso para él: fue a vivir con su hijo a la ciudad y volvió al cabo de unos tres meses. Entonces hablaron de muchas cosas, de cómo y de qué manera funciona el mundo. Era muy prudente el campesino Kazangap. Había muchas cosas que recordar... Y de pronto, Yediguéi comprendió con absoluta claridad, bajo el agudo ataque de pena que le fustigaba, que lo único que le quedaba ahora era recordar...

Al oír el chasquido que conectaba el micrófono del intercomunicador, Yediguéi se apresuró a entrar en la garita. Se oyó un susurro, un silbido, como en la ventisca, dentro del estúpido aparato, antes de que sonara la voz.

– Yediguéi, Yediguéi –roncó Shaimerdén, el encargado de servicio en el apartadero–. ¿Me oyes? ¡Responde! –¡A la orden! ¡Le oigo!

– ¿Me oyes?

– ¡Le oigo, le oigo!

– ¿Cómo se oye?

– ¡Como una voz de ultratumba!

– ¿Por qué de ultratumba?

– ¡Porque sí!

–Ah, ah... O sea, que ha sido el viejo Kazangap.

–¿Qué quiere decir «ha sido»?

– Bueno, que ha muerto –Shaimerdén se esforzó por encontrar palabras adecuadas al caso–. ¿Qué te voy a decir? O sea, que ha recorrido, este..., bueno..., su glorioso camino.

Sí – respondió lacónicamente Yediguéi.

– «Qué jaibán [1]de mente estrecha –pensó–; no puede encontrar ni una palabra humana para la muerte.»

Shaimerdén calló durante un largo rato. El micrófono soltó aún con más fuerza los ruidos, los crujidos y el sonido de la respiración. Luego, Shaimerdén roncó de nuevo:

–Yediguéi, por favor, no me vengas con pamplinas. Si ha muerto, qué quieres ahora... No tengo gente. ¿Qué necesidad tienes de sentarte al lado del difunto? El muerto, ya sabes, no se levantará por ello, pienso yo...


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