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Un día más largo que un siglo
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Текст книги "Un día más largo que un siglo"


Автор книги: Чингиз Айтматов



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Y de nuevo empezaron a componerse los versos:

Cual diamantina culminación de mi Estado Instauraré una luminosa luna en el cielo... ¡Sí!Y las hormigas del sendero no podrán evitar Los férreos cascos de mi ejército... ¡Sí!

Las alforjas de la Historia

De la grupa sudorosa de mi corcel

Descargarán mis agradecidos descendientes Comprendiendo las excelencias del poder... ¡Sí!


Y precisamente aquel día informaron a Gengis Kan que una de las mujeres de los carros había dado a luz pese a la severísima prohibición del kan. Había parido a un niño no se sabía de quién. Se lo comunicó el jeptegul Arasán. El jeptegul, de rojas mejillas y ojos inquietos, omnisciente e incansable, también esta vez había sido el primero en traer la noticia. «Mi deber es informarte de cómo son las cosas, Gran Señor, puesto que a este respecto hay un aviso de tu parte», terminó su denuncia con voz ronca (la grasa lo ahogaba) el jeptegul Arasán, cabalgando estribo con estribo al lado del kan para que se oyeran mejor sus palabras bajo el viento.

Gengis Kan no prestó atención de momento, ni respondió inmediatamente al jeptegul. Concentrado en sus pensamientos sobre las queridas tablas, tardó un poco en dejarse dominar por el disgusto que se iba apoderando de él, y durante largo rato no quiso confesarse que no esperaba que semejante noticia le impresionara tanto. Gengis Kan callaba, agraviado; en su disgusto, aceleró la marcha del caballo, y los faldones de su ligera pelliza de marta cebellina volaron hacia los lados cual alas de un pájaro asustado. Y el jeptegulArasán, que corría afanoso a su lado, se encontró en una difícil situación, no sabía qué hacer, ora tiraba de las riendas para no enfurecer en demasía al kan con su presencia, ora iba estribo con estribo para estar en disposición de entender sus palabras, si éstas se pronunciaban; no comprendía ni podía interpretar los motivos del largo silencio del caudillo. Qué le costaba pronunciar tan sólo una palabra: castigadla, e inmediatamente estrangularían a aquella mujer y a su aborto allí mismo, en los carros, ya que había osado dar a luz a despecho de la altísima prohibición. Ahorcarían a la insolente arrastrándola sobre un fieltro como ejemplo para los demás. Y asunto terminado.

De pronto, el kan lanzó unas palabras por encima del hombro, y lo hizo de tal modo que el jeptegulhasta se incorporó sobre la silla:

–¿Cómo es que antes de que esta perra de los carros pariera nadie observó que tuviera la panza gruesa?

El jeptegulArasán aventuró lo que había podido suceder, pero sus palabras eran incoherentes y el kan le cortó autoritariamente:

–¡Cállate!

Al cabo de cierto rato, preguntó irritado:

–Si ésta que ha parido en los carros no está casada con nadie, quién es: ¿una cocinera, una fogonera, una vaquera?

Y quedó sorprendido en extremo al saber que la parturienta era una bordadora de banderas, pues nunca le había pasado por la cabeza que alguien se ocupara de ello, que alguien cortara y bordara los estandartes de oro; del mismo modo que no pensaba que alguien le cosiera las botas o le montara la yurta de turno bajo cuya cúpula discurría su vida. Antes no pensaba en semejantes minucias. ¿Y cómo si no? ¿Acaso las banderas no existían por sí mismas, a su lado y al de su ejército, surgiendo por todas partes cual hogueras encendidas antes de que él apareciera, en los campamentos, en la caballería en marcha, en los combates y en los festines? También ahora estaban a la vista: delante caracoleaban los abanderados iluminando su camino. Él iba de campaña a Occidente para plantar allí sus estandartes después de entregar al pisoteo los estandartes de los demás. Así sería... Nadie ni nada se atrevería a cruzarse en su camino, y toda desobediencia, incluso la más mínima, de los que iban con él a la conquista del mundo, no se cortaría de otra manera que con la pena de muerte. El castigo para conseguir la sumisión: ésta era el arma invariable del poder de uno sobre muchos.

Pero en el caso de la bordadora, la culpable no era sólo ella sino también alguien más, alguien que indiscutiblemente se encontraba en los carros o en el ejército... ¿Pero quién?

A partir de aquel momento, Gengis Kan se puso sombrío, lo que se notaba por su rostro petrificado, por la mirada dura de sus ojos de lince que nunca parpadeaban, y por su postura rígida en la silla, contra el viento. Pero ninguno de los que se atrevían a acercarse a él por asuntos inaplazables sabía que el kan se había puesto sombrío no tanto por haberse descubierto el provocativo acto de desobediencia de una bordadora y de su desconocido amante cuanto porque este caso le recordaba otra historia muy diferente que había dejado en su alma una huella vergonzosa, imborrable y amarga.

Y de nuevo, ensangrentándole y quemándole el alma, vino el recuerdo de algo vivido en su juventud, cuando todavía llevaba su antiguo nombre de Temuchin, cuando aún nadie podía suponer que él, el huérfano y abandonado Temuchin llegaría a ser el Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales, cuando ni él mismo pensaba en nada semejante. En aquella época de su lejana juventud vivió la tragedia y el deshonor. Su joven esposa Borte, prometida a él por los padres desde la infancia, fue raptada en su luna de miel durante una incursión de la tribu vecina de los merkitos, y cuando consiguió recuperarla en una incursión de represalia habían pasado no pocos días, muchos días y noches, tantos que carecía de fuerzas para contarlos con exactitud, incluso hoy día, cuando iba al frente de un ejército de muchos miles de hombres a la conquista de Occidente, a consolidar su nombre y hacerlo inexpugnable por los siglos en el trono del dominio mundial, para borrarlo y... olvidarlo todo.

En aquella lejana noche, cuando los pérfidos merkitoshuían en desorden después de tres días de sangrientos combates, cuando abandonaban rebaños y campamentos corriendo bajo un empuje terrible e implacable para salvar sus miserables vidas de las represalias, cuando se había cumplido el juramento de venganza, que decía:

... La más antigua bandera, visible desde lejos, Rocié antes con la sangre de las víctimas,Y golpeé mi tambor, de ronco tronar,

Recubierto con piel de buey.

Me subí a mi veloz corcel de negra crin

Me puse mi acolchada coraza

Mi terrible sable en mi mano tomé.

Lucharé hasta la muerte con los merkitos...

Exterminaré al pueblomerkito,

Hasta el niño más pequeño,

Hasta que su tierra quede desierta...

Cuando el terrible juramento se cumplió por completo en una noche de gritos y lamentos, un carro cubierto se alejaba entre los fugitivos, presos por el pánico. «¡Borte! ¡Borte! ¿Dónde estás? ¡Borte!», gritaba Temuchin llamándola desesperado, yendo de un lado para otro sin encontrarla en ninguna parte, y cuando finalmente alcanzó el carro cubierto y sus hombres mataron en marcha al conductor, entonces Borte respondió a la llamada: «¡Estoy aquí! ¡Soy Borte!», y saltó del carro mientras él se deslizaba del caballo al suelo, y ambos se precipitaron uno al encuentro del otro y se abrazaron en la oscuridad. Y en aquel instante, cuando la joven esposa se encontró entre sus brazos sana y salva, él sintió, cual inesperado ataque al corazón, un olor desconocido y ajeno, seguramente el de unos bigotes fuertemente ahumados, el olor que había dejado el contacto de alguien con el cuello tibio y liso de la mujer, y se quedó inmóvil mordiéndose los labios hasta hacerse sangre. Y a su alrededor seguía el combate, la lucha, el castigo de unos por los otros...

A partir de aquel momento ya no volvió a intervenir en la lucha. Instaló a la esposa liberada en un carro, y volvió atrás intentando dominarse para no delatar al instante lo que le estaba quemando por dentro. Y sufrió, luego, toda la vida. Comprendía que si su esposa había estado en brazos de sus enemigos no había sido por su voluntad. Y sin embargo, ¿a qué precio había conseguido escapar al sufrimiento? Verdaderamente, no había caído un solo cabello de su cabeza. A juzgar por todo, Borte no había sido una mártir en su cautiverio, no podía decirse que su aspecto fuera el de una víctima. No, y además no hubo entre ellos una explicación sincera sobre este tema.

Cuando los pocos merkitosque consiguieron emigrar a otros países después de la derrota, o alcanzar lugares de difícil acceso, ya no representaban el más mínimo peligro, cuando se hicieron

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pastores y criados, cuando se convirtieron en esclavos, nadie pudo comprender la implacable crueldad de la venganza de Temuchin, que en aquella época se había convertido ya en Gengis Kan. Como resultado, todos los merkitosque no pudieron huir fueron ejecutados. Y ninguno de ellos pudo ya decir que había tenido alguna relación con su Borte en la época en que ésta se encontraba cautiva de los merkitos.

Más tarde, Gengis Kan tuvo otras tres esposas, pero nada pudo curar el dolor de este primer y cruel golpe del destino. Y así vivía el kan, con este dolor. Con esta herida sangrante en el alma, con esta herida que nadie conocía. Y cuando Borte dio a luz a su primogénito, a su hijo Zhuchi, Gengis Kan sacó escrupulosamente la cuenta y resultó que podía ser de una manera o de otra, el niño podía ser suyo o no serlo. Alguien, que permaneció en el anonimato, había atentado descaradamente contra su honor, le había robado la tranquilidad para toda la vida.

Y aunque el desconocido, el que había motivado el parto en campaña de la bordadora de banderas, no tenía relación alguna con el kan, la sangre del soberano se puso en ebullición.

A veces, un hombre necesita muy poco para que el mundo se derrumbe para él en un abrir y cerrar de ojos, se tuerza y ya no sea el que había tan sólo un momento antes: congruente y aceptable en conjunto... Éste era el cambio que había tenido lugar en el alma del Gran Kan. A su alrededor, todo era lo mismo que antes de la noticia. Sí, delante caracoleaban los abanderados con sus caballos negros y con los estandartes de dragones ondeando al viento; bajo su silla caminaba como siempre su Juba, el caballo amblador; el séquito le seguía respetuosamente, a su lado y a su espalda, en magníficos corceles; la fiel escolta –los escuadrones de los «semi-jefes» – se mantenía a su alrededor; la fuerza demoledora de los turnende su ejército, y los miles de carros que constituían su apoyo, avanzaban por la estepa, por todo el espacio que podía abarcar la vista. Y sobre la cabeza, sobre todo este torrente humano, navegaba por el cielo la fiel nube blanca, la misma que desde los primeros días de la campaña atestiguaba la protección del Cielo Supremo.

Al parecer, todo era como antes, y sin embargo algo de este mundo se había desplazado, había cambiado, provocando en el kan una tempestad gradualmente creciente. ¡Alguien no había escuchado su voluntad, alguien había osado colocar los desenfrenados apetitos carnales por encima de su gran objetivo, alguien había contrariado intencionadamente sus órdenes! Uno de sus jinetes había preferido una mujer en la cama que servir irreprochablemente, que someterse incuestionablemente al kan. Y una insignificante mujer, una bordadora –¿habría otra que supiera bordar y pudiera sustituirla?– había decidido parir despreciando su prohibición, y eso cuando las demás mujeres de los carros habían cerrado sus vientres a la fecundación hasta que él se lo permitiera.

Tales pensamientos iban creciendo sordamente como la hierba silvestre, como el bosque natural, ensombreciendo de ira la luz de sus ojos, y aunque el kan comprendía que el caso era insignificante, que convenía no otorgarle una importancia especial, otra voz, autoritaria, poderosa, insistía, con mayor encarnizamiento cada vez, exigiendo un severo castigo, la ejecución de los desobedientes delante de todo el ejército, y ahogaba y arrinconaba cada vez más a otros pensamientos.

El incansable caballo amblador, Juba, del que el kan no había desmontado aquel día, parecía sentir incluso un peso complementario que crecía continuamente, y el infatigable amblador, que siempre corría uniformemente como una flecha, se cubrió de sudorosa espuma, cosa que antes no le ocurría.

Gengis Kan continuó su camino en silencio, con aire amenazador. Y aunque al parecer nada alteraba la campaña, nadie impedía el avance del ejército de la estepa hacia occidente ni la realización de sus grandes proyectos de conquistar el mundo, algo, sin embargo, había sucedido: una piedrecita imperceptible y diminuta se había desprendido de la firme montaña de sus órdenes. Y esto no lo dejaba tranquilo. Pensaba en ello durante el camino, y este pensamiento le molestaba como una púa bajo la uña, de modo que pensando siempre en lo mismo, cada vez se irritaba más con sus acompañantes. ¿Cómo se habían atrevido a no informarle hasta ahora, cuando la mujer ya había dado a luz? ¿Dónde estaban antes, dónde tenían los ojos? ¿Tan difícil era descubrir a una embarazada? Entonces, el caso habría sido distinto, la habrían expulsado a palos como a una perra libidinosa. Pero ahora, ¿qué hacer? Cuando le informaron de lo sucedido, interrogó bruscamente al noion responsable de los carros, a quien había llamado para que le diera explicaciones, y le preguntó cómo había podido suceder que todo pasara inadvertido antes de que la bordadora pariera y de que sus hombres fieles oyeran el llanto del recién nacido. ¿Cómo había podido suceder semejante cosa? A lo que el noion, poco convincente, respondió que la bordadora de banderas, de nombre Dogulang, vivía en unayurta aparte, siempre aislada, no se relacionaba con nadie excusándose en sus ocupaciones, tenía su propio carro y su propia criada, y que cuando alguien iba a verla por algún asunto, aparecía envuelta en un revoltijo de ropa, habitualmente la seda de las banderas que bordaba. La gente pensaba que lo hacía sencillamente por elegancia, porque le gustaba emperifollarse. Por ello resultaba difícil distinguir que estaba embarazada. Se desconocía quién fuera el padre del recién nacido. Todavía no habían interrogado a la bordadora. La criada repetía que no sabía nada. Era como buscar viento en el campo...

Gengis Kan pensaba con disgusto que esta historia era indigna de su noble atención, pero la prohibición de dar a luz la había establecido él, y además, todos los jefes del ejército, temiendo por su cabeza, se habían apresurado a informar de lo sucedido al jefe supremo, de modo que él, el kan, se encontraba prisionero de su propia y noble palabra. Retractarse de la orden dada, no podía. El castigo era inevitable...





Cerca de la medianoche, el Erdene dijo que iba a ver a su jefe, y puso como excusa unos encargos urgentes, pero esto no era más que un pretexto para salir del campamento, para huir aquella misma noche con su amada. No sabía que el kan estaba al corriente de todo, no sabía que no conseguiría huir con Dogulang y el niño.

Llevando el caballo de reserva de la brida como se lleva un perro de caza con el lazo, el Erdene rodeó felizmente el campamento y se acercó al carro junto al que habitualmente se instalaba layurta de Dogulang; le pedía a Dios una sola cosa: no tropezar de pronto con la patrulla móvil del noion. La patrulla del noion era la más quisquillosa y cruel. Cuando advertía que algún guerrero estaba borracho, que había bebido vodka lácteo, no tenía compasión de él, lo enganchaba a un carro en lugar de caballo, y el conductor lo arreaba con el látigo...

Al abandonar su escuadrón y darse a la fuga, Erdene sabía que si lo capturaban le amenazaba el máximo castigo: ahogarlo con fieltro o darle muerte en la horca. Sólo podía haber otra salida si conseguía escapar, huir a tierras lejanas, a otros países.

Reinaba esta vez en la estepa una noche de luna. Los campamentos y los rebaños se extendían por todas partes, y por todas partes dormían los guerreros, amontonados junto a las hogueras medio consumidas. Entre tal cantidad de hombres y de carros, a pocos podía interesar dónde se dirigiera. Con esto contaba el Erdene, y habría conseguido huir con Dogulang y su hijo de no ser por el destino...

Apenas se acercó al campamento de los talleres, comprendió que había ocurrido una desgracia. El saltó de la silla y se quedó inmóvil a la sombra de los caballos, sujetándolos fuertemente por la brida. ¡Sí, había ocurrido una desgracia! Una gran hoguera ardía junto a la del extremo iluminando los alrededores con inquietantes llamaradas. Una decena de zhasauloscharlaban inquietos en voz alta alrededor de la hoguera montados en sus caballos. Los que habían descabalgado, unos tres hombres, enganchaban un carro, el mismo con el que se disponía a huir aquella noche en compañía de Dogulang. Luego Erdene vio que los zhasaulossacaban de layurta a Dogulang con el niño en brazos. La mujer apareció a la luz de la hoguera con su pelliza de marta estrechando al pequeño contra su cuerpo, pálida, indefensa, asustada. Los zhasaulosla interrogaban. Llegaban sus exclamaciones: «¡Responde! ¡Te digo que respondas! ¡Puta, ramera!». Luego llegó el lamento de Altun, la sirvienta. Sí, era su voz, sin ningún género de dudas era la suya. Altun gritaba: «¿Cómo voy a saberlo? ¿Cómo voy a saber de quién lo ha parido? ¡No ha ocurrido ahora, en la estepa! ¿Por qué me pegáis? Ha dado a luz a un niño hace poco, bien lo veis. ¿Y no podéis comprender que todo esto, como muy bien se ve, sucedió hace nueve meses? ¡Cómo voy a saber cuándo y con quién estuvo! ¿Por qué me pegáis? ¡Y por qué le metéis miedo a ella, la habéis asustado de muerte, no veis que lleva un recién nacido! ¿No os ha servido, no ha bordado las banderas de combate que lleváis de campaña? ¿Por qué la estáis matando, por qué?».

Pobre Altun, era como una hierbecita bajo el casco de un caballo, qué podía ella hacer si el propio Erdene no se atrevía a intervenir, y además, ¿qué habría podido hacer contra una decena de zhasaulosarmados? ¿Morir, quizá, llevándose por delante a uno o dos? ¿Pero de qué habría servido? Así vencían siempre los zhasaulos, atacando todos a una. ¡No esperaban otra cosa que atacar en grupo para atormentar, para derramar sangre!

El Erdene vio que los zhasaulosmetían a Dogulang y al niño en un carro, arrojaban dentro a la sirvienta Altun y se las llevaban a algún lugar bajo la noche.

Con esto, todo se calmó, se hizo el silencio en derredor, el campamento quedó desierto. Sólo se oían los ladridos de los perros en alguna parte, el relincho de los caballos y unas voces imprecisas en los lugares de descanso.

La hoguera se iba consumiendo junto a la yurta de la bordadora Dogulang. Tragando la vanidad y los tormentos de la lucha humana, las silenciosas estrellas miraban con su brillo indiferente e impasible aquel espacio abierto como si lo sucedido fuera lo que debía suceder...

Como en sueños, las manos del Erdene, instantáneamente entumecidas y heladas, tentaron la brida en la cabeza del caballo de reserva, se la sacaron sin sentir su propio esfuerzo y la arrojaron a las patas del animal. La brida tintineó sordamente. Erdene sentía su propia respiración, una respiración contenida, pues respirar era cada vez más fatigoso. Pero todavía encontró las fuerzas necesarias para dar un palmetazo a la cerviz del caballo. Aquel animal ahora no servía para nada, ahora era libre, no había ninguna necesidad de él, y el caballo corrió al trote, a su aire, hacia el rebaño nocturno más cercano. Por su parte, el Erdene vagó sin objeto por la estepa, sin saber dónde iba ni por qué. Le seguía de las riendas su Akzhuldúsde estrellada frente, su fiel e inseparable corcel de combate. Con él había luchado el sótnik Erdene, pero con él, al fin, no había conseguido escapar ni apartar de un mal destino el carro con la mujer amada y el niño recién nacido.

Erdene caminaba al azar, como un ciego; sus ojos rebosaban de lágrimas que se deslizaban por la húmeda barba, y la luz lunar, que caía a chorros uniformes, se movía convulsivamente sobre sus curvados y temblorosos hombros... Vagaba como una fiera salvaje solitaria expulsada de la bandada y dejada a su albedrío en medio del mundo: si eres capaz de vivir, vive, si no, muere. Y ninguna otra alternativa... ¿Qué podía hacer ahora? ¿Dónde meterse? No le quedaba otra solución que morir, matarse de una cuchillada en el pecho, en este corazón que le dolía insoportablemente, y así calmar y cortar aquel ardiente dolor, o bien desaparecer, evadirse, huir, perderse en alguna parte para siempre...

El sótnik cayó al suelo y se arrastró sobre el vientre llorando sordamente, desollándose las uñas y las palmas de las manos contra las piedras, pero la tierra no se abría. Luego se puso de rodillas y tentó el cuchillo en su cinto...

La estepa estaba silenciosa, desierta y estrellada. Sólo el fiel caballo Akzhuldús estaba a su lado iluminado por la luna, resoplando a la espera de una orden de su amo...

Aquella mañana, antes de emprender la marcha, los tambores, reunidos previamente en un altozano, dieron el toque de reunión del ejército. Y una vez dada la señal, los dobulbasyya no callaron, sacudiendo los alrededores con un tronar de alarma, con un tronar creciente y agotador. Los tambores de piel de buey retumbaban, se enfurecían como fieras salvajes entrampadas, llamando al castigo de la mala mujer, de la bordadora de banderas –pocos sabían que su nombre fuera Dogulang– que había dado a luz a un niño durante la campaña.

Y bajo el tronar mágico de los tambores se formaron las cohortes a caballo, con todas sus armas, como en una revista, describiendo un semicírculo al pie de la colina, escuadrón tras escuadrón, y en los flancos se colocaron los carros con la impedimenta, y sobre ella toda la gente de los servicios auxiliares, toda suerte de artesanos de la campaña, montadores de yurtas, armeros, guarnicioneros, costureras, hombres y mujeres, todos jóvenes, todos en la época de la fertilidad. Para ellos se montaba el castigo público, para aterrorizarlos y aleccionarlos. ¡Todo aquel que ose infringir las órdenes del kan será privado de la vida!

Los dobulbasycontinuaban redoblando en la colina, helando la sangre en las venas, provocando en las almas el embotamiento del terror, y con ello también la aceptación, e incluso la aprobación, de lo que iba a pasar por voluntad de Gengis Kan.

Y he aquí que bajo el tronar incesante de los dobulbasytransportaron a la colina un palanquín de oro donde estaba el propio kan, el que ordenaba el castigo de la peligrosa desobediente, de la que ni siquiera había confesado el nombre de aquel de quien había parido. Despositaron el palanquín en la parda colina, en medio de las banderas que se bañaban en los primeros rayos del sol y ondeaban al viento con dragones escupiendo fuego bordados en seda. El símbolo del kan era un dragón dando un poderoso salto, pero nadie sospechaba que la bordadora, al dar vida al bordado, no tenía presente al kan sino a otro. A otro que era un dragón impetuoso e intrépido en sus brazos. Y a nadie de los presentes se le ocurrió que era esto lo que ahora pagaba con su cabeza.

El momento se acercaba. Los tambores disminuían poco a poco sus redobles para callar completamente en el instante del castigo, caldeándolo con el tenso silencio de la terrible espera, cuando el tiempo se dilata, se disgrega e inmoviliza, y para luego tronar furiosa y ensordecedoramente de nuevo, acompañando el proceso de cortar la vida con un salvaje retumbar que cautive y provoque en la embriagada conciencia de cada espectador el éxtasis de una venganza ciega, y la alegría maligna y secreta que siente al ver que el castigo de la horca no se le aplica a él sino a otro.

Los tambores se apaciguaron. Todos los reunidos estaban tensos, incluso los caballos se habían quedado inmóviles bajo los jinetes. Pétreamente tenso era también el rostro de Gengis Kan. Sus labios, fuertemente apretados, y la mirada fría y nunca parpadeante de sus estrechos ojos, tenían algo de viperino.

Los tambores dejaron de sonar cuando sacaron a la bordadora de banderas Dogulang de unayurta cercana al lugar del suplicio. Unos fornidos zhasaulosla agarraron por los brazos y la arrastraron a un carro enganchado a un par de caballos. Dogulang iba de pie en el carro, un joven y sombrío zhasaulopermanecía a su lado y la sostenía por detrás.

La gente de la formación empezó a zumbar, especialmente las mujeres: ¡Allí estaba la bordadora! ¡La puta! ¡La esposa de nadie! ¡Por su juventud y su belleza habría podido ser la segunda o tercera mujer de algún noion! Y si hubiera sido algún vejestorio, todavía mejor. No habría sabido qué son penas. ¡Pero no, se lió con un amante y parió, la desvergonzada! ¡Como si le hubiera escupido en la cara al mismo kan! Pues que lo pagara. ¡Que la colgaran de la giba de un camello! ¡Terminó tu juego, maja! La condena implacable de la voz popular era una continuación del iracundo tronar de los dobulbasy, para eso retumbaban los tambores de piel de buey, tan insistentes y ensordecedores, para pasmar, para despertar el odio contra lo que odiaba el propio kan.

–¡Ahí está la sirvienta con el niño! ¡Mirad! –gritaban con gozo maligno las mujeres de los carros. Efectivamente, era la sirvienta Altun. Llevaba al recién nacido envuelto en unos harapos. Acompañada de un zhasaulode mala catadura, acurrucada, mirando temerosa a su alrededor, Altun se dirigió al carro como confirmando con su carga la criminalidad de la bordadora, condenada a muerte.

Así las condujeron, era el aterrador espectáculo que precedía al suplicio. Dogulang comprendía que ahora ya no podía haber ninguna salida: ningún perdón, ninguna gracia.

En la yurta, de donde la habían sacado a rastras hacia el deshonor, había tenido tiempo de amamantar al bebé por última vez. Sin comprender nada, la desgraciada criatura chupaba con tesón sumido en un ligero sueño letárgico bajo el ruido de los tambores que iba calmándose de un modo insinuante. La sirvienta Altun estaba a su lado. Conteniendo el llanto, evitando los sollozos sonoros, se tapaba una y otra vez la boca con la palma de la mano. En aquellos momentos consiguieron intercambiar algunas palabras.

–¿Dónde está él? –murmuró suavemente Dogulang pasándose apresuradamente el niño de un pecho a otro, aunque comprendía que Altun no podía saber lo que ella misma no sabía.

–No lo sé –respondió ésta sumida en lágrimas–. Creo que lejos.

–¡Ojalá! ¡Ojalá! –suplicó Dogulang.

La sirvienta asintió amargamente con la cabeza. Ambas pensaban lo mismo: ojalá consiguiera el sótnik Erdene esconderse, huir al galope lo más lejos posible, desaparecer de la vista.

En la yurta oyeron pasos, voces:

–¡Venga, sacadlas! ¡Arrastradlas!

La bordadora estrechó por última vez al niño, inspiró tristemente su olor dulzón y lo entregó a la sirvienta con manos temblorosas:

–Cuida de él mientras viva...

–¡No pienses en esto! –una bola de lágrimas atragantó a Altun, que ya no pudo contenerse más. Se echó a llorar con fuerza y desesperación.

Entonces, los zhasaulosla arrastraron hacia el exterior.

El sol ya se había levantado en la estepa y colgaba sobre el horizonte. Sary-Ozeki extendía sus grandes llanuras esteparias por todas partes, más allá de las tropas y carros congregados, prestos para la marcha después de la ejecución de la bordadora. En una de las colinas brillaba el dorado palanquín del kan. Al salir de la yurta, Dogulang consiguió ver por el rabillo del ojo este palanquín en el que se sentaba el propio kan, inaccesible como Dios, y alrededor del palanquín ondeaban al viento de la estepa las banderas que bordara con sus manos, las banderas con dragones que escupían fuego.

Gengis Kan, sentado solemnemente bajo un baldaquín, lo divisaba todo perfectamente desde la colina: la estepa, el ejército, la gente de los carros. En las alturas, como siempre, flotaba sobre su cabeza la fiel nube blanca. Aquella mañana, la ejecución de la bordadora retrasaba la marcha. Pero era preciso hacer una cosa para proseguir la otra. La ejecución que iba a tener lugar no era la primera ni la última ejecución que presenciaba: los más diversos casos de desobediencia se castigaban por aquel procedimiento, y el kan se convencía cada vez más de que la ejecución pública era necesaria para someter al pueblo a un solo orden de cosas establecido por un personaje supremo, pues tanto el temor como la alegría ruin de que la muerte violenta no le alcanzara a él obligaba a los guerreros a considerar el terrible suplicio como la medida de castigo debida, y por lo tanto no sólo a justificar sino también a aprobar las acciones de la autoridad.

Y esta vez, también, cuando sacaron a la bordadora de la yurta y la obligaron a subir al carro para el deshonroso recorrido, la gente se puso a zumbar y a rebullir como un enjambre. Pero en la cara de Gengis Kan no tembló un solo músculo. Estaba sentado bajo el baldaquín, rodeado de ondeantes banderas y de kesegulos, firmes junto a las astas como ídolos de piedra. El castigo anunciado se calculaba precisamente para esto: todo el mundo sabría que el mínimo obstáculo en el camino de la gran campaña de occidente era intolerable. En su fuero interno, el kan comprendía que habría podido no aplicar un castigo tan cruel a una mujer joven, a una madre, que habría podido perdonarla, pero no veía razón alguna para hacerlo: toda magnanimidad acaba siempre mal, el poder se debilita, los hombres se insolentan. Sí, no se arrepentía de nada, de lo único que estaba descontento era de no haber podido descubrir quién había sido el amante de la bordadora.

Mientras, la condenada a la horca recorría la formación de las tropas y los carros con la ropa desgarrada en el pecho y los cabellos en desorden: los negros y espesos mechones, que centelleaban al sol matutino con brillo de carbón, ocultaban su cara pálida y exangüe. Dogulang, sin embargo, no inclinaba la cabeza, miraba a su alrededor con una mirada ausente y afligida: ya no tenía que esconder nada a los demás. ¡Sí, aquí estaba la mujer que había amado a un hombre más que a su propia vida, aquí estaba su prohibido hijo, nacido de este amor!

Pero la gente deseaba saber, y gritaba:

–Eh, yegua, ¿dónde está tu garañón? ¿Quién es?

Y autoexcitándose y encarnizándose bajo un subconsciente complejo de culpabilidad, la muchedumbre gritaba para librarse cuanto antes de este ruin pecado:


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