Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 17 (всего у книги 31 страниц)
La marcha duró hasta avanzada la tarde. En la hora que precede al crepúsculo, la estepa se extendía bajo los inclinados rayos del sol poniente hasta muy lejos, hasta tan lejos como cabe imaginar la amplitud del mundo visible. Y por este espacio iluminado, coloreado por un sol rojizo que desaparecía ya en su mitad por el horizonte, avanzaban las columnas hacia poniente, miles de jinetes, cada ejército dentro de sus límites, y todos marchaban hacia donde se ponía el sol; de lejos, parecía el curso de unos ríos negros nublados por las tinieblas.
Los fatigados lomos de los caballos no descansaron del peso de las sillas y de los jinetes hasta la noche, cuando el ejército se detuvo a pernoctar.
Pero por la mañana temprano retumbaron de nuevo en los campamentos los dobulbasy—enormes tambores de piel de buey—obligando al ejército a reanudar la marcha. Sacar del sueño a decenas de miles de personas no es tan sencillo. Pero quienes despertaban a los demás ponían gran celo en ello: el incesante tronar de los dobulbasyse extendía con su pesado estruendo por campos y campamentos.
A esa hora, el kan ya estaba despierto. Era casi el primero en despertar, y aquellas mañanas de otoño, aún claras, paseaba ante la palatina, concentrado en sí mismo, analizaba los pensamientos que se le habían ocurrido durante la noche, daba órdenes, y simultáneamente prestaba atención al rumor de los tambores que ponían al ejército sobre las sillas de montar y sobre las ruedas. Empezaba un día de tantos, se multiplicaban las voces, los movimientos, los ruidos, se reemprendía la marcha interrumpida durante la noche.
Retumbaban los tambores. Su rumor matinal no era únicamente un toque de diana, encerraba en sí mismo algo más. Era una incitación de Gengis Kan a los que iban con él en la gran campaña, era el aviso de un caudillo exigente e implacable que irrumpía en la conciencia de sus hombres con el tronar de los tambores como a través de una puerta cerrada, adelantándose con ello a cualesquiera otras ideas que no partieran de él, que no fueran las que les imponía él, su voluntad, ya que durante el sueño los hombres no están sujetos ni a la voluntad ajena ni a la suya propia; el sueño es una libertad mala, absurda y peligrosa que hay que cortar desde los primeros momentos de la vuelta a la realidad penetrando en las conciencias resueltamente y sin cumplidos, y haciendo que los durmientes vuelvan de nuevo al estado de vigilia, al servicio, a la sumisión incondicional, a la acción.
Semejante al bramido del toro, el rumor pesado de los tambores provocaba cada vez en Gengis Kan un escalofrío que tenía su origen en un antiguo recuerdo: en su adolescencia, dos toros enfurecidos se enzarzaron rugiendo salvajemente, levantando cascajo y polvo con las pezuñas, y él, hechizado por su rugido, cogió sin saber cómo el arco de guerra y atravesó con una flecha a su hermano de sangre Bekter, que estaba adormilado y que había discutido con él por un pequeño pez que habían pescado en el río. Bekter lanzó un grito salvaje, dio un salto y rodó por el suelo anegado en sangre. Él –Temuchin, sí, entonces no era más que Temuchin, el huérfano de Esugai-Baatura, prematuramente muerto– se echó a la espalda un dobulbasyque encontró abandonado junto a la yurta y corrió asustado hacia el monte. En el monte empezó a tocar el tambor larga y monótonamente, mientras su madre, Agolen, gritaba y aullaba abajo, mesándose los cabellos, maldiciendo al fratricida. Luego se congregaron otras personas que gritaban continuamente agitando los brazos, pero él no oía nada, váyase a saber por qué. Estuvo sentado en la montaña hasta el amanecer golpeando el dobulbasy...
El poderoso rumor de cientos de dobulbasyera ahora su grito de guerra, su rugido furioso, su impavidez y su furia, su señal a cuantos iban con él en la campaña para que la oyeran, se levantaran, actuaran, avanzaran hacia el objetivo, hacia la conquista del mundo. Y los dobulbasyle seguirían hasta el límite –en alguna parte debía tener el horizonte un límite–, y todo cuanto existe sobre la tierra, todas las personas y criaturas poseedoras de oído, oirían sus tambores de, guerra temblando en su interior. Incluso la nube blanca, que desde hacía poco era testigo inseparable de sus ocultos pensamientos, giraba suavemente sobre su cabeza, sin desviarse, bajo el ruido matinal de los tambores. Un impetuoso vientecillo hacía susurrar el estandarte imperial con su dragón bordado escupiendo fuego como si estuviera vivo. Y el dragón corría al viento por la tela vomitando una viva llama por sus fauces...
Aquellos días, las mañanas fueron muy apacibles.
Y por la noche, antes de acostarse, Gengis Kan salía a echar una mirada a su entorno. En los espacios desiertos ardían hogueras por todas partes, llameaban cerca y centelleaban a lo lejos. Humos blanquecinos se extendían por los vivaques militares, por los estacionamientos de carros y por los campamentos de los conductores de rebaños y caballos. Los hombres tragaban el rancho nadando en sudor y se hartaban de carne a satisfacción. El olor a cocido, procedente de los enormes trozos de carne de las calderas, atraía a los hambrientos animales de la estepa. Brillaban en la oscuridad los ojos febriles de las desgraciadas criaturas, y llegaba hasta el oído su melancólico aullido.
Mientras, el ejército caía rápidamente en un sueño profundo. Sólo la llamada de las patrullas nocturnas, que recorrían los campamentos en cada parada, atestiguaban que también por la noche la vida seguía un orden rigurosamente establecido. Así debía ser para todos aquellos cuya predestinación apuntaba en definitiva a un solo y elevado objetivo: servir rigurosamente y sin reservas a la idea de Gengis Kan de conquistar el mundo. En estos minutos, el kan, con el alma embriagada, comprendía su propia esencia, la esencia de un superhombre: una insaciable y posesa sed de poder, tanto más grande cuanto mayor era el poder que poseía. De esta esencia se deducía irremisiblemente una conclusión absoluta: sólo era preciso aquello que correspondiera a su poder como objetivo añadido. Lo que no respondía a él no tenía derecho a la existencia.
Por eso tuvo lugar el castigo de Sary-Ozeki, cuya leyenda anotó Abutalip Kuttybáyev mucho tiempo después para su desgracia...
Una de las noches, durante la parada nocturna, una patrulla a caballo recorría el campamento del turnen de la derecha. Más allá de los vivaques militares se encontraban los campamentos de los carros, de los conductores de ganado, y de diferentes tipos de servicios auxiliares. La patrulla echó una mirada a esos lugares. Todo estaba en orden. Derrengada por el trayecto recorrido, la gente dormía amontonada, en yurtas, en tiendas, y muchos al aire libre, junto a las hogueras medio consumidas. Reinaba el silencio, y todas las yurtas estaban oscuras. La patruIla montada había terminado ya su recorrido. Los hombres de la patrulla eran tres. Refrenando los caballos, hablaban entre ellos. El jefe, un jinete alto con gorra de sótnik, dispuso en voz baja:
–Bien, eso es todo. Id y echad una cabezada. Yo voy a mirar un poco más por ahí.
Los dos jinetes se alejaron. El que se había quedado, el , miró primero atentamente a su alrededor, escuchó con atención, y luego descabalgó y condujo el caballo de la brida entre el amontonamiento de carros y de talleres de campaña pasando junto a los carros desenganchados de los guarnicioneros, de las costureras y de los armeros, en dirección a una yurta solitaria situada en el borde mismo del campamento. Mientras caminaba con la cabeza pensativamente gacha y el oído atento a los ruidos, la luz de la luna se derramaba desde las alturas iluminando turbiamente los rasgos de su grueso rostro y dando un brillo nebuloso a los grandes ojos del caballo que le seguía obedientemente.
El Erdene se acercó a la , donde presumiblemente le estaban esperando. Una mujer salió de la con el pañuelo echado sobre la cabeza y se detuvo, esperando, junto a la entrada.
–Sambainu [23]–saludó el sótnik a la mujer ahogando la voz–. ¿Qué tal van las cosas? –preguntó con inquietud.
–Todo va bien, salimos bien del paso, alabado sea el Cielo. Ahora ya no debes preocuparte –murmuró la mujer–. Te espera ansiosa. Me oyes, ansiosa.
–¡Yo también ansiaba venir con toda el alma! –respondió el Erdene–. Pero como a propósito, nuestro noion decidió recontar los caballos. No he podido alejarme en tres días, ocupado en los rebaños de caballos.
–Ay, no te atormentes, Erdene. ¿Qué habrías podido hacer cuando llegó el momento? –la mujer movió la cabeza tranquilizadoramente y añadió–: Lo principal es que acabó felizmente, dio a luz con mucha facilidad. No gritó ni siquiera una vez, lo soportó. Por la mañana la instalé en un carro cubierto. Y como si nada. Así es de magnífica la mujer que tienes. ¡Ay, pero qué digo! –cayó en la cuenta la mujer que saliera a recibirle–. ¡Es un halcón que ha venido a tu mano y que siempre estará contigo! –le felicitó–. ¡Piensa un nombre para tu hijito!
–¡Que el Cielo oiga tus palabras, Altun! Dogulang y yo te lo agradeceremos eternamente –le dio las gracias el –. El nombre ya lo pensaremos, por eso no va a quedar.
Entregó a la mujer las riendas del caballo.
–No te preocupes, vigilaré cuanto haya que vigilar, como siempre –aseguró Altun–. Ve, ve, Dogulang te espera con ansia.
El esperó un poco, como haciendo acopio de valor, y luego se acercó a la , entreabrió la pesada y compacta cortina de fieltro, y entró en el interior encogiendo la cabeza. En el centro de la ardía un pequeño hogar, y bajo sus débiles y mortecinos reflejos vio a la mujer, a su Dogulang, sentada en el fondo del habitáculo con una pelliza de marta echada sobre los hombros. Su mano derecha balanceaba ligeramente la cuna cubierta con una manta acolchada.
–¡Erdene! Estoy aquí –respondió en voz baja a la aparición del –. Estamos aquí –se corrigió con una sonrisa de turbación.
El se sacó rápidamente el carcaj, el arco, la hoja envainada, dejó las armas junto a la entrada y se acercó a la mujer alargando los brazos. Se dejó caer de rodillas, y los rostros de los dos se rozaron. Se abrazaron poniendo cada uno la cabeza sobre el hombro del otro. Y se quedaron inmóviles en el abrazo. Y con ello el mundo pareció cerrarse para ellos bajo la cúpula de la . Todo cuanto quedaba más allá de los límites de aquella vivienda de campaña perdió su realidad. Sólo fueron reales ellos dos, sólo el impulso que los unía, y el diminuto ser de la cuna, que había aparecido en este mundo hacía tres días.
Erdene fue el primero en abrir la boca:
–¿Qué tal? ¿Cómo te encuentras? –preguntó conteniendo a duras penas su acelerada respiración–. He estado muy intranquilo.
–Ahora ya ha pasado todo –respondió la mujer sonriendo en la penumbra–. No es en eso en lo que debes pensar. Pregúntame por él, por nuestro hijito. Ha salido tan fuerte. Chupa con tanta fuerza mi pecho. Se te parece mucho. Altun también dice que es muy parecido a ti.
–Enséñamelo, Dogulang. ¡Déjame mirarle!
Dogulang se apartó, y antes de entreabrir la manta que cubría la cuna escuchó con atención, involuntariamente en guardia ante los ruidos del exterior. A su alrededor todo estaba silencioso
El contempló largamente la carita del niño dormido, que aún no expresaba nada, intentando descubrir sus propios rasgos. Al fijarse en el recién nacido con la respiración en suspenso, quizá por primera vez comprendiera como un proyecto de eternidad la esencia divina de la aparición de los descendientes en este mundo. Por ello, seguramente, dijo sopesando cada palabra:
–Ahora siempre estaré contigo, Dogulang, siempre contigo, incluso en el caso de que me suceda algo. Porque tú tienes a mi hijo
–¿Tú, conmigo? ¡Desde luego! –sonrió dolorosamente la mujer–. Quieres decir que el niño es tu segunda encarnación, como en el caso de Buda. Pensé en ello cuando lo alimentaba con el pecho. Lo tenía en brazos, un niño que no existía hace tres días, y me decía que eras tú en tu nueva encarnación. ¿Has pensado en esto, ahora?
–Lo he pensado. Aunque no exactamente así. No puedo compararme con Buda.
–Puedes no compararte. No eres Buda, eres mi dragón. Yo te comparo con un dragón –murmuró cariñosamente Dogulang–. Bordo dragones en las banderas. Nadie lo sabe, pero siempre eres tú. Eres tú en todas mis banderas. A veces lo veo en sueños, estoy bordando en sueños un dragón que cobra vida, y por favor no te rías, lo abrazo en sueños, nos juntamos y volamos, el dragón me lleva y yo vuelo con él, y en el momento más dulce resulta que eres tú. Tú estás conmigo en sueños, ora como dragón, ora como hombre. Y al despertar, no sé qué creer. Ya sabes, Erdene, te lo dije antes, eres mi dragón de fuego. No bromeaba. Así ha sido. Te bordo a ti en las banderas, tu reencarnación en dragón. Y he aquí que ahora he parido del dragón.
–Sea como a ti te gusta. Pero escucha lo que voy a decirte, Dogulang –el hizo una pausa y luego dijo–: Ahora que ya tenemos un hijo debemos pensar lo que hay que hacer. Y de eso vamos a hablar ahora. Antes quiero decirte una cosa, para que lo sepas, aunque bien lo sabes, pero de todos modos te lo diré: siempre te he echado de menos y siempre siento nostalgia de ti. Y el temor más terrible no es perder la cabeza en combate sino perder esa nostalgia, verme privado de ella. Cuando parto con las tropas para algún lugar, pienso continuamente cómo separar de mí esa nostalgia, para que no perezca conmigo y se quede contigo. No puedo encontrar solución alguna, pero ansío que mi nostalgia se convierta en pájaro, o quizá en un animal, en algo vivo que pueda poner en tus manos diciendo: anda, toma, es mi nostalgia, que se quede para siempre contigo. Y entonces no me daría miedo perecer. Ahora comprendo que mi hijo ha nacido de mi nostalgia por ti. Y ahora siempre estará contigo.
–Pero aún no le hemos puesto un nombre. ¿Has pensado un nombre para él? –preguntó la mujer.
–Sí –respondió el –. Si estás de acuerdo le pondremos un buen nombre: ¡Kunán!
–¡Kunán!
–Sí.
–Por qué no, está muy bien. ¡Kunán! Joven Corcel. –Sí, corcel de tres años. En la plenitud de fuerzas. Crines como la tempestad, y cascos como el plomo.
Dogulang se inclinó sobre el bebé:
–Escucha, ¡tu padre va a decirte tu nombre!
Y el Erdene dijo:
Tu nombre es Kunán. ¿Me oyes, hijo? Kunán. En verdad que es así.
Hicieron una pausa cediendo involuntariamente a la solemnidad del momento. La noche era silenciosa. En el rebaño de caballos vecino únicamente ladraba un perro sin ira, y llegaba de la lejanía un prolongado relincho, quizá un caballo recordaba en mitad de la noche su tierra de la montaña, los rápidos ríos, la espesa hierba, la luz del sol sobre los lomos de los caballos... El niño que había adquirido un nombre dormía pacíficamente, y el destino de su niñez dormía también a su lado, de momento. Pronto debería volver a la realidad.
He pensado no sólo en el nombre de nuestro hijo –rompió el silencio el Erdene, y alisándose los bigotes con la palma de su fuerte mano dijo con un suspiro–: He pensado también en otra cosa, Dogulang. Como comprenderás, el niño y tú no podéis quedaros aquí. Hay que marcharse cuanto antes.
–¿Marcharnos?
–Sí, Dogulang, marcharnos, y cuanto antes mejor.
–Yo también lo he pensado, pero, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo? ¿Qué será de ti?
–Ahora te lo diré. Nos marcharemos juntos.
–¿Juntos? ¡Eso es imposible, Erdene!
–Sólo juntos. ¿Podría ser de otra manera?
–¡Piensa lo que estás diciendo, eres un del turnenderecho!
–Ya lo he pensado, lo he pensado muy bien.
–¿Pero a qué lugar huirás para escapar de las manos del kan? ¡No existe tal lugar en el mundo! ¡Vuelve a la realidad, Erdene!
–Ya lo he pensado todo. Escúchame con más tranquilidad. Al principio, cuando era permitido, cuando aún estábamos en populosas ciudades con mercados y vagabundos, no nos ocultamos. No en vano, Dogulang, te decía aquellos días: vistámonos con harapos de extranjeros, unámonos a los peregrinos y vámonos a vagar por el mundo.
–¿Por qué mundo, Erdene? –exclamó con amargura la bordadora–. ¿Dónde encontraremos una tierra en la que podamos vivir a nuestro aire? Más fácil es huir de Dios que del kan. Por eso no nos decidimos, ya lo comprendes. Además, qué guerrero de este ejército habría podido decidir semejante cosa. Y así nos quedamos con nuestro secreto, entre el terror y el amor: tú no podías abandonar el ejército, te habría costado la cabeza, y yo no podía abandonarte a ti, me habría costado la felicidad. Y ahora ya no estamos solos. Tenemos un hijo.
Callaron penosamente en medio de la inquietud que se apoderaba de ellos. Y entonces el dijo:
–A veces, la gente huye del deshonor y de la deshonra, del castigo por una traición: huye con tal de salvarse. Nosotros deberemos huir porque el destino nos ha mandado un hijo, pero deberemos pagar el mismo precio. No cabe esperar compasión. El kan nunca se ha hecho para atrás en el cumplimiento de sus órdenes. Hay que huir antes de que sea demasiado tarde, Dogulang. No muevas la cabeza. No hay otra salida. La felicidad y la desgracia crecen de una misma raíz. Tuvimos felicidad, no temamos ahora la desgracia. Hay que huir.
–Te comprendo, Erdene –dijo suavemente la mujer–. Tienes razón, naturalmente. Pero pienso qué será mejor, si morir o continuar viviendo. No hablo por mí. Soy tan feliz contigo que me digo: si es preciso moriré, aunque no me atrevo a matar lo que me ha llegado de ti. No sé si soy tonta o lista, pero no se me levantaría la mano...
–No te atormentes, no es preciso, no debes atormentarte de esta manera: ¡Vivir o no vivir! No quisimos sacrificar lo que aún no había nacido. Ahora ha nacido. Ahora hay que vivir para él. Huir y vivir. Ambos deseábamos un hijo.
–No me refiero a mí. Sino a otra cosa. ¿Puedes decirme una cosa? Si me ejecutan, ¿dejarán que viváis tú y tu hijo?
–No debes hablar así. No me humilles, Dogulang. ¿Se trata acaso de eso? Más vale que me digas cómo te sientes. ¿Podrás ponerte en camino? Viajarás en el carro con Altun, ella irá contigo, está dispuesta. Yo iré a caballo a tu lado para, en caso necesario, impedir...
–Como digas –respondió brevemente la bordadora–. ¡Con tal de estar contigo! De estar a tu lado...
Ambos callaron con las cabezas inclinadas sobre la cuna. –Escucha –empezó Dogulang–, se dice que el ejército pronto llegará a orillas del Zhaík [24]. Altun se lo oyó decir a los hombres.
Puede que dentro de dos días, ya no queda tanto. Y a las tierras bajas llegaremos mañana. Empezarán los bosques, los arbustos y matorrales, y allí estará el Zhaík.
–¿Es un río grande, profundo?
–El más grande en nuestro camino hacia el Itil.
–¿Y profundo?
–No puede cruzarlo a nado cualquier caballo, especialmente en las corrientes, pero en los brazos no es tan profundo.
–¿O sea que es un río profundo de corriente mansa?
–Tranquilo, como un espejo, pero hay lugares más rápidos. Ya sabes que mi infancia discurrió en las estepas del Zhaík, de allí procedemos. Y nuestras canciones proceden todas del Zhaík. Las noches de luna cantábamos nuestras canciones.
–Lo recuerdo –corroboró pensativa la bordadora–. En cierta ocasión me cantaste una que hasta el presente no he podido olvidar, era la canción de una muchacha a la que separaban de su amado y se ahogaba en el Zhaík.
–Es una canción antiquísima.
–Tengo una ilusión, Erdene, quiero hacer un bordado en tela de seda blanca: el agua ya se ha cerrado sobre la muchacha, sólo hay suaves olas, y alrededor, la vegetación, los pájaros, las mariposas, pero la muchacha ya no está, no pudo soportar su pena. Así, el que vea este bordado escuchará la melancólica canción de este triste río.
–Dentro de una jornada verás el río. Escúchame con atención, Dogulang. Mañana por la noche debes estar preparada. Cuando yo aparezca con el caballo de reserva, tú deberás salir inmediatamente con la cuna, sea la hora que sea. No podemos demorarnos. Ahora no podemos. Te llevaría esta misma noche donde fuera. Pero a nuestro alrededor todo es estepa abierta, no hay donde esconderse, donde ocultarse, todo está como en la palma de la mano, y las noches son de luna. Un carro por la estepa no huirá muy lejos si le persiguen a caballo. Pero más allá, en el Zhaík, empiezan los lugares con vegetación, allí todo será de otra manera...
Estuvieron conversando largo tiempo, callándose a veces y poniéndose otras a discutir lo que les aguardaba en la antesala del destino desconocido que se avecinaba, hoy un destino para tres, con el niño que había nacido. Y el pequeño no se hizo esperar, al poco rato se removió gimiendo en la cuna y se echó a llorar piando con el lloriqueo de un cachorro. Dogulang lo tomó rápidamente en brazos. Turbada por la falta de costumbre, se dio a medias la vuelta y se aplicó el niño al pecho, tan familiar para el , innumerables veces besado por él con arrebatado impulso, un pecho liso y blanco que comparaba en su fuero interno con la redondeada espalda de un pato acurrucado. Ahora, todo aparecía bajo la nueva luz de la maternidad. Y al le brillaba la mirada de sorpresa y entusiasmo mientras movía en silencio la cabeza pensando que después de haber sufrido tanto en los últimos días ahora se había realizado lo que debía realizarse en el plazo medido por la naturaleza: él era padre, Dogulang madre, tenían un hijo y la madre amamantaba a su hijo... Así estaba dispuesto desde el principio. La hierba nace de la hierba, y ésta es la voluntad de la naturaleza, las criaturas nacen de las criaturas, y ésta es también la voluntad de la naturaleza, y sólo el capricho del hombre puede obstaculizar lo natural...
El bebé chupaba el pecho a chupetones, el bebé se hartó, mimado por el pecho-pato.
–¡Qué cosquilleo! –rió alegremente Dogulang–. Mira qué vivaracho resulta. Se ha pegado al pecho y no hay quien lo arranque –iba diciendo como para justificar su risa feliz–. Verdaderamente, se te parece mucho nuestro Kunán. ¡Nuestro pequeño dragón, hijo del dragón grande! Mira, ha abierto los ojos. Mira, mira, Erdene, son tus ojos, y la nariz es la misma, y los labios exactamente...
–Se parece, naturalmente, se parece mucho –aceptó de buen grado el –. Reconozco en él a alguien, vaya si lo reconozco.
–¿Cómo que a alguien? –se asombró Dogulang.
–¡A mí, naturalmente, a mí!
–Anda, tómalo, cógelo en tus brazos. Coge esta bolita viva. Tan liviana. Como si sostuvieras una liebrecita.
El tomó al niño tímidamente. La fuerza y el peso de sus propios brazos eran superfluos en aquel momento, impropios, y no sabiendo qué hacer, cómo colocar las palmas de las manos alrededor del cuerpecito indefenso del niño, lo estrechó cuidadosamente, o más exactamente, lo acercó a su corazón. Al buscar un punto de comparación con aquella sensación de ternura hasta entonces desconocida, sonrió feliz por haberla descubierto en aquel instante y dijo emocionado:
–Sabes, Dogulang, no es una liebrecita lo que tengo en brazos sino mi corazón.
El pequeñuelo no tardó en dormirse. Había llegado también la hora de que el volviera a su puesto en el ejército.
Avanzada la noche, al salir de la yurta de su amada, el Erdene miró la luna, que había adquirido una brillante fuerza lumínica sobre el otoñal Sary-Ozeki, y experimentó una soledad total. No tenía ganas de irse, deseaba volver de nuevo con Dogulang, con su hijo. Los misteriosos e intensos sonidos de la noche esteparia sin fondo cautivaban al . Descubría algo incomprensible y maligno en el destino que le arrastraba a participar en los actos del Gran Kan, y a ir con él de campaña a occidente, a su servicio. Se habían arriesgado a un gran peligro: en cualquier momento, el castigo inevitable por el nacimiento del niño podía destruirlos. Es decir, lo que les ligaba al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales era algo antinatural, incompatible con su vida a partir de hoy, algo que hacía que se excluyeran mutuamente, y la conclusión a sacar era una: huir, conquistar la libertad, salvar la vida del niño...
Un poco más allá se encontró con la sirvienta Altun que durante todo ese tiempo había cuidado de su caballo, lo había alimentado con el grano que había en el saco de campaña.
¿Qué, ya has visto a tu hijo? –dijo animadamente Altun. –Sí, Altun, gracias.
¿Le has puesto un nombre?
–¡Su nombre es Kunán!
Es un buen nombre. Kunán.
Sí. Que el Cielo te escuche. Y ahora, Altun, voy a decirte lo que debo decir ya sin demora. Eres como una hermana para mí, Altun. Y para Dogulang y su hijo eres una buena madre enviada por el destino. De no haber sido por ti no habríamos podido estar juntos durante la campaña, habríamos sufrido con la separación. Y quién sabe, puede que Dogulang y yo no hubiéramos vuelto a vernos nunca más. Pues el que va a laguerra, guerra encuentra por partida doble... Y te estoy agradecido.
–Lo comprendo –dijo Altun–. Comprendo estas cosas. ¡La verdad, Erdene, te has metido en un asunto tan inaudito! –Altun torció la cabeza. Y añadió–: Gracias a Dios, todo ha salido bien. Lo que comprendo –prosiguió– es que hoy eres un de este gran ejército, pero mañana puedes ser un noion, con honor, para toda la vida. Y entonces tú y yo no hablaríamos de lo que estamos hablando. Tú eres un y yo una esclava. Y con esto queda dicho todo. Pero escogiste otro camino, el que tu alma te dictó. La ayuda que puedo prestar es sujetarte el caballo. Me colocaron aquí para servir a tu Dogulang, ya sabes, para que la ayudara en el trabajo. Yo le soy adicta con toda el alma, pues ella, así lo pienso, es hija del dios de la belleza. ¡Sí, sí! ¡Es guapa, cómo no! Pero no me refiero a esto. Sino a otra cosa. Las manos de Dogulang tienen una fuerza mágica, ovillos de hilo y pedazos de tela puede tenerlos cualquiera, pero lo que borda Dogulang nadie puede imitarlo. Lo sé por mí misma. Sus dragones corren por las banderas como si estuvieran vivos. Sus estrellas arden en la tela como en el cielo. Te lo digo, es una maestra de Dios. Y yo estaré con ella. Y si pensáis huir, iré con vosotros. En la fuga no podría arreglárselas sola, ya ves, acaba de parir.
–De esto quería hablarte, Altun. Mañana, cerca de la medianoche, hay que estar preparados. Huiremos. Tú, en un carro con Dogulang y el niño, y yo al lado, a caballo, llevando de la brida otro caballo de reserva. Huiremos a las tierras bajas del Zhaík. Lo principal es que al amanecer podamos escondernos lo más lejos posible, y que por la mañana los perseguidores no puedan encontrar el rastro. Y entonces huiremos...
Guardaron silencio. Antes de subirse a la silla, el Erdene inclinó la cabeza y besó la seca palma de la mano de la sirvienta Altun, comprendiendo que la misma providencia les había enviado, a Dogulang y a él, aquella pequeña mujer que, capturada años ha en tierras chinas, al final había envejecido de sirvienta en los carros de Gengis Kan. Quién era para él, a fin de cuentas: una casual compañera de viaje en el remolino de la campaña de Occidente de Gengis Kan. Sí, pero en esencia sería el único apoyo seguro de los amantes en una época fatal para ellos. El comprendía que sólo podía confiar en ella, en la sirvienta Altun, y en nadie más de este mundo, ¡en nadie más! Entre decenas de miles de hombres armados que iban a una gran campaña, que se lanzaban al combate con gritos terroríficos, sólo ella, la vieja sirvienta del carro, podía ponerse de su parte. Sólo ella y nadie más. Y así sucedió después.
De regreso a esta hora avanzada, montado en su Akzhuldús, el fue pasando junto a las tropas que dormían en vivaques y campamentos de carros mientras pensaba en el futuro que le aguardaba y rezaba a Dios pidiéndole ayuda por amor al recién nacido, un ser inocentísimo, pues cada recién nacido es un mensaje de las intenciones de Dios. Según esta intención, un día habrá uno que se presente ante los hombres como el propio Dios con figura humana, y todos verán cómo debe ser un hombre. Pero Dios es el Cielo, incomprensible e inabarcable. Y el Cielo sabe qué destino marcar, quién debe nacer y quién debe vivir.
El Erdene intentaba examinar el espacio estrellado desde la silla, intentaba conjurar mentalmente al Cielo, intentaba oír en su alma la respuesta del destino. Pero el Cielo guardaba silencio. La luna reinaba solitaria en el cenit derramándose invisible en forma de torrente de luz violácea sobre la estepa de Sary-Ozeki, abrazada por el sueño y el misterio de la noche...
Por la mañana, tronaron de nuevo los dobulbasycon sordo fragor ordenando a los hombres que se levantaran, que se armaran, que montaran, y que arrojaran el bagaje al carro; y de nuevo el ejército estepario de Gengis Kan avanzó hacia occidente empujado y animado por el indomable poder del kan.
Era el decimoséptimo día de marcha. Quedaba atrás una amplísima parte del desierto de Sary-Ozeki, la parte más difícil de atravesar, y por delante aparecería dentro de un día o dos la tierra baja del Zhaík; después, el camino conduciría al gran Itil, cuyas aguas separaban la esfera terrestre en dos mitades, occidente y oriente.
Todo seguía como antes. Delante marchaban los abanderados caracoleando sobre negros caballos. Tras ellos iba Gengis Kan acompañado por los kesegulosy por su séquito. Bajo la silla, el paso acompasado de su predilecto Juba, el caballo amblador de blancas crines y cola negra. Y, alegrándole secretamente la vista, alimentando el orgullo del kan ya de por sí difícil de disimular, flotaba como siempre sobre su cabeza su inseparable compañera: la nube blanca. Donde iba él, iba ella. Y por la tierra, llenando el espacio de borde a borde, avanzaba la multitud humana hacia occidente, las columnas, los carros, el ejército de Gengis Kan. Flotaba un rumor en el aire que era como el rumor del mar tempestuoso en la lejanía. Y toda esta muchedumbre, toda esta avalancha de hombres, carros, armas, equipo y ganado, eran la encarnación del poder y de la fuerza de Gengis Kan, todo procedía de él, sus proyectos eran la fuente de todo. Y en aquel momento, montado en la silla, pensaba en lo mismo, en algo que raro mortal se atrevería a pensar: en el ansiado dominio mundial, en un solo Estado universal por los siglos de los siglos, en un Estado que le sería dado gobernar incluso después de su muerte. ¿Cómo? Gracias a sus mandamientos, previamente grabados en unas tablas. Y mientras existieran rocas con sus mandamientos grabados, indicando cómo hay que gobernar el mundo, existiría en el mundo su voluntad. He aquí en qué pensaba el kan en esta hora de camino, y la cautivadora idea de las inscripciones en las piedras como medio para conseguir la inmortalidad ya no le dejaba en paz. Decidió ocuparse de ello aquel invierno en las orillas del Itil. A la espera de cruzar el río, reuniría el consejo de sabios, doctores y adivinos, y les comunicaría sus valiosos pensamientos sobre el Estado eterno, les comunicaría sus mandamientos y éstos serían tallados en las rocas. Sus palabras derribarían el mundo, y todo el universo caería a sus plantas. Para ello iba de campaña, y todo lo existente sobre la tierra debía servir a este objetivo; todo cuanto lo contrariara, todo cuanto no facilitara el éxito de la campaña, debía ser apartado del camino y extirpado.