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Un día más largo que un siglo
  • Текст добавлен: 6 сентября 2016, 23:42

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Автор книги: Чингиз Айтматов



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Mientras, Zaripa había escrito varias cartas a los correspondientes organismos pidiendo noticias de su marido y rogando que le comunicaran si podía tener una entrevista con él. De momento no había llegado ninguna respuesta. Kazangap y Yediguéi también se devanaban los sesos. Sin embargo, la gente sencilla se inclinaba a explicar esta situación por el hecho de que en el apartadero de Boranly-Buránny no había servicio postal directo. Era preciso entregar las cartas en la estación de Kumbel a través de otra persona o llevándolas personalmente. La llegada del correo también era a través de Kumbel, y asimismo gracias a los buenos oficios de otra persona... Y este medio de comunicación, como se sabe, no siempre es el más rápido.

Así pues, un día sucedió...

En los últimos días de febrero, Kazangap fue a Kumbel a visitar a Sabitzhán en el internado. Fue a lomos de su camello. En invierno se pasaba demasiado frío en los trenes de mercancías. No se podía entrar en los vagones, estaba prohibido, y en las plataformas abiertas el viento era insoportable. En camello, en cambio, bien abrigado, se podía con buena marcha ir y volver tranquilamente en un día, y hacer allí lo necesario.

Aquel día, Kazangap regresó al caer la tarde. Mientras se apeaba, Yediguéi pensó que Kazangap estaba de malhumor, que parecía sombrío, y que seguramente su hijo habría hecho alguna de las suyas en el internado; además, seguramente estaría cansado de trotar con el camello de acá para allá.

–¿Qué tal el viaje? –le interpeló Yediguéi.

–Bien –respondió sordamente Kazangap, ocupado en sus paquetes. Luego se volvió, y después de pensarlo, dijo–: ¿Estarás dentro de un rato en casa?

–Sí.

–Tengo que hablar contigo. En seguida pasaré a verte.

–Hazlo.

Kazangap no se hizo esperar. Llegó con su Bukéi. Él iba delante, la esposa detrás. Ambos estaban muy preocupados por algo. Kazangap tenía un aspecto cansado, su cuello estaba más alargado, los hombros caídos, el bigote marchito. La gruesa Bukéi respiraba con ahogo, como si el corazón se acelerara tanto que no la dejara respirar.

–Pero qué caras ponéis, ¿no os habréis peleado? –se burló Ukubala–. Habéis venido a hacer las paces. Sentaos.

Si sólo fuera eso –dijo con voz más voluminosa Bukéi, que continuaba respirando pesadamente.

Después de echar una mirada a su alrededor, Kazangap preguntó con interés:

–¿Dónde están vuestras hijas?

–Están con Zaripa, jugando con los niños –respondió Yediguéi–. ¿Qué quieres de ellas?

Traigo malas noticias –anunció Kazangap mirando a Yediguéi y a Ukubala–. Es mejor que de momento no lo sepan los niños. Una gran desgracia. ¡Nuestro Abutalip ha muerto!

Pero ¿qué dices? –exclamó Yediguéi, mientras Ukubala, después de un breve chillido, se tapaba la boca con la mano y se ponía más blanca que la pared.

¡Ha muerto! ¡Ha muerto! ¡Desgraciados niños, desgraciados huérfanos! –recitó Bukéi en un tono medio susurro medio ronquido.

¿Cómo ha muerto? –se aproximó Yediguéi a Kazangap, asustado, sin creer aún lo que oía.

Ha llegado un papel a la estación.

Y todos hicieron entonces una pausa sin mirarse unos a otros.

–¡Ay qué pena! ¡Ay qué pena! –Ukubala se llevó las manos a la cabeza y empezó a gemir balanceándose de un lado a otro. –¿Dónde está ese papel? –preguntó finalmente Yediguéi.

El papel está en su sitio, en la estación –empezó a relatar Kazangap–. Bien, yo estuve en el internado y me dije, vamos, echaremos un vistazo a la estación, a la tiendecita esa de la sala de espera, Bukéi me ha pedido que compre jabón. Apenas llego a la puerta, me sale al encuentro el propio jefe de la estación, Chernov. Bueno, nos saludamos, nos conocemos de antiguo, y él va y me dice: «Ha sido una suerte encontrarte; pasa a mi despacho, tengo una carta, te la llevarás al apartadero». Abrió el despacho y entramos. Sacó de la mesa un sobre con letras de imprenta. «¿Trabajaba Abutalip Kuttybáyev con vosotros en el apartadero?» «Sí», le dije, «¿qué pasa?». «Pues que hace tres días llegó este papel y no tenía con quién mandarlo a Boranly‑Buránny. Toma, entrégalo a su esposa. Es la respuesta a su petición de informes. Según ahí está escrito, el hombre ha muerto», y me dijo una palabra incomprensible. «De un infarto», dijo. «¿Y qué es eso de infarto», le pregunté yo. Y él respondió: «Que se rompe el corazón». Ya veis, estalló su corazón. Me quedé pasmado. Al principio no lo creía. Tomé el papel. Decía: al jefe de la estación de Kumbel que comunique al apartadero de Boranly-Buránny la respuesta oficial para la ciudadana fulana de tal en respuesta a su petición, y seguía diciendo que el procesado Abutalip Kuttybáyev, etc., etc., había muerto de un ataque al corazón. Así estaba escrito. Lo leí, miré al jefe de la estación y no sabía qué hacer. «Ya ves qué cosas», dijo Chernov, y se encogió de hombros. «Toma, llévaselo.» Yo le dije: «No, no tenemos esas costumbres. No quiero ser un mensajero negro. Tiene hijos pequeños, no me atrevo a darles ese golpe, no. Nosotros, los de Boranly, primero nos lo consultamos entre todos y luego decidimos. Alguno de nosotros vendrá especialmente a por este papel y lo llevará como debe llevarse tan dura noticia, que no ha muerto un gorrión sino un hombre, o bien será su propia esposa, Zaripa Kuttybáyev, la que venga en persona a recibir el papel de vuestras manos. Y usted explíquele y cuéntele cómo sucedió todo». Y él me dijo a mí: «Eso es cosa tuya, como quieras. Sólo que yo nada tengo que contar ni que explicar. No conozco ningún detalle. Mi deber es entregar este papel a su destinatario. Eso es todo». «Bien», dije yo, «disculpe, pero que de momento el papel se quede aquí, yo ya lo transmitiré de palabra, y allí nos reuniremos para estudiar la cuestión». «Bien, ten cuidado», me dijo, «tú sabrás mejor que nadie lo que haces». Con eso le dejé, y todo el camino estuve arreando al camello y sufriendo con el corazón: «¿Qué vamos a hacer? ¿Quién tendrá suficiente ánimo para decírselo?».

Kazangap guardó silencio. Yediguéi se encorvó como si la pena se hubiera depositado sobre sus espaldas.

–¿Qué pasará ahora? –preguntó Kazangap, pero nadie le respondió.

–Ya lo sabía yo –movió amargamente la cabeza Yediguéi–. No soportó la separación de los niños. Eso era lo que yo más temía. No soportó la separación. Y la añoranza es algo terrible.

Los niños también echan tanto de menos a su padre que nos faltan las fuerzas para mirarlos. Si hubiera sido otro hombre, digamos, que le hubieran condenado no sé por qué, bueno, pero que le hubiesen condenado, pues nada, habría estado en prisión un año, o dos o lo que fuera, y habría vuelto. Él había estado prisionero de los alemanes, en los campos de concentración había sufrido lo suyo, tampoco fue dulce su permanencia con los guerrilleros, y todos aquellos años estuvo luchando en tierra extraña y no se dejó abatir, porque entonces estaba solo, seguía su camino, no tenía familia. Y ahora, como suele decirse, le han arrancado en carne viva de algo vivo, de lo más querido, de los niños. Y ha sucedido la desgracia...

–Sí, también pienso así –manifestó Kazangap–. No creía que la separación pudiera matar a un hombre. De no ser por eso, con lo joven, inteligente y leído que era, habría esperado a que se arreglara el asunto y le pusieran en libertad. En realidad, no era culpable de nada. Con la mente debió de comprenderlo, pero por lo que se ve, el corazón no resistió. El amor que sentía por sus hijos ha caído sobre su cabeza...

Luego estuvieron aún largo rato sentados examinando la situación, buscando el modo de preparar a Zaripa para aquella noticia, pero por más que pensaron e hicieron suposiciones, todo convergía en un solo punto: la familia había perdido al padre, los niños eran huérfanos, Zaripa viuda, y a eso nada se podía añadir ni quitar. Sin embargo, la proposición más sensata acabó por presentarla Ukubala:

–Que sea la misma Zaripa la que reciba ese papel en la estación. Que sufra este golpe allí, y no aquí con los niños. Y que decida allí, en la estación, lo que tiene que hacer, y también tendrá tiempo de pensarlo en el camino de regreso sobre si los niños deben saberlo, o de momento no es conveniente. Quizá decida esperar a que crezcan un poco más y se olviden un poco de su padre. Es difícil decirlo...

–Dices bien –la apoyó Yediguéi–. Es la madre. Que decida ella misma si tiene que comunicar o no a los niños la muerte de Abutalip. Yo, personalmente, no puedo...

Y Yediguéi no pudo continuar, la lengua no le obedecía,

carraspeó para disolver un acceso de compasión que le oprimía la garganta.

Y cuando llegaron a un acuerdo general, Ukubala le dijo a Kazangap:

–Es preciso, kazajo, que digáis a Zaripa que el jefe de la estación tiene unas cartas para ella. Que han llegado unas respuestas a su demanda de información. Pero que os han pedido que vaya ella personalmente. Y en segundo lugar –continuó–, no es posible enviar a Zaripa sola en un día así. Allí no tiene ni parientes ni amigos. Y el dolor más terrible es la soledad. Tú, Yediguéi, viajarás con ella y estarás a su lado en aquel momento. Quién sabe qué puede suceder con una desgracia tan grande. Dile que tienes que ir a la estación por tus asuntos, y viajáis juntos. Los niños se quedarán aquí en nuestra casa.

–Muy bien –aceptó Yediguéi los argumentos de su mujer–. Mañana le diré a Abílov que es preciso trasladar a Zaripa al hospital de la estación.

En eso quedaron. Pero sólo consiguieron partir para Kumbel dos días después en un tren que se detuvo a petición del jefe del apartadero. Era el 5 de marzo. Burani Yediguéi siempre recordaría aquel día.

Viajaron en un vagón general. Iba lleno de gente diversa, con sus familias, con el inevitable quehacer de un viaje, el hedor de aguardiente, el desordenado deambular, el jugar a cartas hasta el embrutecimiento, los cuchicheos medio ahogados de las mujeres, que se comunicaban unas a otras sus confesiones sobre lo difícil que es la vida, la embriaguez de los maridos, los divorcios, las bodas, los entierros... Aquella gente viajaba lejos. Y les acompañaba todo lo que constituía su vida cotidiana... Zaripa y su acompañante Burani Yediguéi se adhirieron por poco tiempo a sus desgracias y penas.

Naturalmente, Zaripa no se sentía muy tranquila. Sombría e inquieta, guardó silencio durante todo el camino, pensando seguramente qué respuestas la esperarían en el despacho del jefe de la estación. Yediguéi también guardó silencio la mayor parte del tiempo.

Hay, en efecto, gente compasiva y sensible capaz de advertir a primera vista que algo malo le sucede a una persona. Cuando Zaripa se levantó de su sitio y se dirigió a la plataforma, donde permaneció junto a la ventanilla, una mujer rusa, sentada en el banco frente a Yediguéi, dijo mirando con ojos bondadosos, otrora azules y ahora descoloridos por la edad:

–¿Qué pasa, hijito, tienes a tu mujer enferma?

–Yediguéi se estremeció.

–No es mi esposa sino mi hermana, buena mujer. La llevo al hospital.

–Sí, claro; ya veo que la pobre está sufriendo. Que lo pasa muy mal. En los ojos se refleja un lúgubre pesar. Seguramente, tiene miedo en su interior. Temerá que en el hospital le encuentren alguna terrible enfermedad. ¡Ay, qué vida esta! Si no naces no verás la luz, si naces, no evitarás el sufrimiento. Así son las cosas. Pero el Señor es misericordioso, ella es joven y saldrá adelante, creo yo –dijo, captando y comprendiendo de alguna manera la confusión y la tristeza que se apoderaban de Zaripa cada vez con mayor fuerza a medida que se aproximaban a la estación.

Había una hora y media de viaje hasta Kumbel. A los pasajeros del tren les tenía sin cuidado por qué parajes viajaban aquel día. Sólo preguntaban cuál era la próxima estación. Y el majestuoso Sary-Ozeki se extendía cubierto de nieve aún como un reino silencioso e infinito de espacios desiertos. Pero ya iban apareciendo los primeros reflejos del retroceso del invierno. Mostraban su negrura las calvas de los lugares deshelados de las pendientes, emergían los desiguales bordes de los barrancos, aparecían manchas fugaces en las estribaciones de los montículos, y en todas partes la nieve empezaba a asentarse a efectos del viento húmedo y tibio que se había levantado en la estepa desde la llegada de marzo. Sin embargo, el sol todavía se encerraba tras compactos y bajos nubarrones, grises y acuosos incluso por su aspecto. El invierno aún tenía vida: todavía podía nevar, y hasta podía levantarse una ventisca de última hora...

Yediguéi miraba por la ventanilla sin moverse de su sitio frente a la compasiva anciana y hablando de vez en cuando con ella, pero no se acercó a Zaripa. «Que esté sola –pensó–, que permanezca junto a la ventanilla y reflexione sobre su situación. Quizá algún presentimiento interior le sugiera algo. Es posible que recuerde el otro viaje, el que hicimos a principios del otoño del año pasado, cuando todos juntos, las dos familias con toda la chiquillería, subimos a un mercancías y fuimos a Kumbel a por sandías y melones, y nos sentimos muy felices, pues para los niños aquello fue una fiesta inolvidable.» Parecía haber pasado muy poco tiempo desde entonces. En aquel viaje, Abutalip y Yediguéi se sentaron junto a la puerta entreabierta del vagón, en la corriente de aire, y hablaron de toda clase de temas; los niños revoloteaban a su alrededor, contemplaban las tierras que pasaban volando frente a ellos, mientras las esposas, Zaripa y Ukubala, sostenían también una íntima conversación. Luego fueron de tiendas, pasearon por la plazuela de la estación, estuvieron en el cine, en la peluquería. Los niños comieron helado. Pero lo más tragicómico fue cuando todos juntos no pudieron convencer a Ermek para que se cortara el cabello, el niño temía sin saber por qué el contacto de la maquinilla con su cabeza. Y Yediguéi recordó que en aquel momento apareció Abutalip en la puerta, y que su hijito se precipitó hacia él, y él lo agarró y lo estrechó contra su pecho como protegiéndole instintivamente del peluquero, diciendo que ya cobraría ánimo y lo harían la próxima vez, que de momento podía esperar. El Ermek de los negros rizos continuaba, incluso ahora, con el cabello sin cortar desde que había nacido, pero ahora ya sin padre...

Y de nuevo, por enésima vez, Burani Yediguéi intentó comprender por qué Abutalip Kuttybáyev había muerto sin esperar la solución de su caso. Y otra vez llegó a la única conclusión explicable: la añoranza de sus hijos le había roto el corazón. La separación, cuyo peso no todo el mundo es capaz de comprender, la amarga conciencia de que sus hijos –sin los cuales no sólo no imaginaba la vida sino ni siquiera la respiración– quedaban separados de él, abandonados a los caprichos del destino en un apartadero, en el desierto Sary-Ozeki, sin agua, sólo eso le mató...

Yediguéi pensaba continuamente sobre todo esto, sentado en un banco de la plazuela de la estación, mientras esperaba a Zaripa. Habían convenido que la esperaría allí, en aquel banco, mientras ella iba a buscar los papeles al despacho del jefe de la estación.

Era ya mediodía, pero el tiempo era malo. El cielo bajo y nublado no se había aclarado. De las alturas iban cayendo de vez en cuando cristalitos de nieve, o bien gotas de humedad, que rozaban la cara. Soplaba el viento húmedo de la estepa que olía ya a nieve antigua en fase de deshielo. Yediguéi sentía frío e incomodidad. Habitualmente, gustaba de codearse con la gente, cuando había ocasión, en medio del tumulto y alboroto de la estación; él no iba a ninguna parte ni le preocupaba nada, pero allí contemplaba los trenes, veía cómo descendían los viajeros y cruzaban rápidamente por el andén dando vida a algo semejante al cine: ahora estaba –había llegado un tren–, ahora no estaba –se había marchado el tren.

Pero aquel día nada de eso le interesaba. Se admiraba de la cara firme de las personas, de que fueran tan vulgares, tan indiferentes, tan cansados, tan alejados unos de otros... Además, la música retransmitida por radio, que roncaba por toda la plaza de la estación, provocaba tristeza y abatimiento por su invariable y monótona fiuidez. ¿Qué música era aquélla? Qué lata. Y no se oía la pomposa y majestuosa voz de los locutores. ¡Machacaban sólo con música!

Habían pasado ya veinte minutos, y quizá más, desde que Zaripa desapareciera en el edificio de la estación. Yediguéi empezó a inquietarse, y aunque habían concertado que él la esperaría en aquel banco, precisamente el mismo en el que la última vez se habían sentado con Abutalip y los niños y habían comido helado, decidió ir a buscarla y ver qué pasaba.

Y entonces la vio en la puerta y se estremeció involuntariamente. Su figura destacaba entre la multitud que entraba y salía por su aislamiento de todo cuanto la rodeaba. Su cara estaba mortalmente pálida; caminaba sin mirar a parte alguna, como en sueños, sin tropezar con nada ni con nadie, como si no existiera nada a su alrededor, como en el desierto, manteniendo la cabeza erecta y afligida, como una ciega, y con los labios fuertemente apretados. Yediguéi se levantó al acercarse ella. Daba la impresión de que estaba largo rato acercándose y que aquello era como en sueños, tan horrible y extraña era su aproximación con la mirada vacía. Pasó quizá toda una eternidad, un frío abismo, una oscura distancia de insoportable espera, hasta quellegó a él llevando en la mano aquel mismo papel de sobre compacto con letras de imprenta, como había dicho Kazangap, y una vez allí, dijo despegando los labios:

–¿Lo sabías?

Él bajó lentamente la cabeza.

Zaripa se dejó caer sobre el banco, se tapó la cara con las manos apretándose la cabeza con fuerza como si se le hubiera podido caer deshecha en pedazos y se echó a llorar amargamente, encerrada en sí misma, en su dolor y en su pérdida. Lloraba recogida en un doloroso y convulso ovillo, desaparecía, se hundía y caía cada vez más profundamente en sí misma, en su inconmensurable sufrimiento, y él, sentado a su lado, habría estado dispuesto, como cuando se llevaron a Abutalip, a cambiarse por él y a aceptar sin vacilaciones cualquier tormento con tal de proteger, de librar a aquella mujer de semejante golpe. Comprendía al mismo tiempo que de ninguna manera podía consolarla ni sosegarla hasta que se agotara la primera ensordecedora ola de su desgracia.

Y así estuvieron sentados en el banco de la plaza de la estación. Zaripa lloraba, sollozaba convulsamente, y en cierto momento arrojó sin mirar el arrugado sobre con el malhadado papel. ¿Quién necesitaba ahora aquel papel si él ya no estaba entre los vivos? Pero Yediguéi recogió el sobre y se lo puso en el bolsillo. Luego sacó un pañuelo, y por la fuerza, abriéndole los dedos, obligó a la llorosa Zaripa a tomarlo y a enjugarse las lágrimas. Pero de nada sirvió.

Y la música de la radio que se derramaba por la estación era, como si lo supiera, una música fúnebre, infinitamente angustiosa. El cielo de marzo, gris y húmedo, colgaba sobre sus cabezas, el viento fastidiaba el alma con sus ráfagas. Los transeúntes miraban por el rabillo del ojo a la pareja, a Zaripa y a Yediguéi, y pensaban, naturalmente, en su interior: vaya escándalo esa gentecilla. Él la habrá ofendido, seguramente, muy en serio... Pero por lo visto no todos pensaban así.

–Llorad, buena gente... Llorad –sonó a su lado una voz compasiva–. ¡Hemos perdido a un padre querido! ¿Qué va a ser ahora de nosotros?

Yediguéi levantó la cabeza y vio pasar por su lado a una mujer con un viejo uniforme y unas muletas. Una de las piernas se la habían cortado por la misma cadera. La conocía. Había estado en el frente y trabajaba ahora en la taquilla de la estación. La taquillera tenía la cara llena de lágrimas, y caminaba llorando y diciendo: «Llorad. Llorad. ¿Qué va a ser ahora de nosotros?». Y se alejó llorando, moviendo las muletas como de costumbre, con sordo golpeteo, bajo sus hombros anormalmente levantados; después de cada par de golpes, arrastraba la suela de su único pie, que iba desgastando hasta el fin una vieja bota de soldado...

El sentido de sus palabras llegó a Yediguéi cuando vio que se congregaban muchas personas a la entrada de la estación. Con la cabeza levantada, contemplaban cómo varios hombres colocaban una escalera de mano y colgaban muy alto, por encima de la puerta, un gran retrato militar de Stalin en un marco negro de luto.

También comprendió por qué la música de la radio era tan melancólica. En otras circunstancias se habría levantado y mezclado entre la gente, enterándose de qué le había sucedido a aquel gran hombre sin el cual nadie imaginaba que pudiera girar la Tierra, pero en aquel momento tenía bastante con su dolor. No pronunció una sola palabra. Tampoco Zaripa estaba para nadie ni para nada...

Y los trenes seguían pasando como estaba dispuesto que ocurriera, sucediera lo que sucediera en el mundo. Media hora después, tenía que pasar por la vía un tren de larga distancia que llevaba el número diecisiete. Como todos los trenes de pasajeros, no se detenía en apartaderos como Boranly-Buránny. Con esta idea se puso en marcha. A nadie podía pasarle por la cabeza que esta vez el diecisiete tendría que detenerse en Boranly-Buránny. Así lo había decidido Yediguéi en su interior, y además lo había decidido firme y tranquilamente. Dijo a Zaripa:

–Tenemos que volver pronto, Zaripa. Queda media hora. Ahora tienes que pensar qué conviene, qué hacer, si comunicarles a los niños la muerte de su padre o esperar por el momento. No voy a consolarte ni a sugerirte nada, tú riges tu propio destino. Ahora eres para ellos un padre y una madre. Pero tienes que pensar en ello durante el viaje. Si decides no decírselo de momento a los niños, tendrás que dominarte. No debes derramar lágrimas ante ellos. ¿Podrás, tendrás suficientes fuerzas? También nosotros tenemos que saber cómo debemos conducirnos con ellos. ¿Lo comprendes? Ése es el problema, ya lo ves.

–Bien, lo comprendo todo –respondió Zaripa entre lágrimas–. Antes de que lleguemos habré concentrado mis pensamientos y te diré qué debemos hacer. Vuelvo en seguida, procuraré dominarme. Vuelvo en seguida...

En el tren de vuelta, las mismas cosas. La gente viajaba amontonada, en una nube de tabaco, surcando el enorme país de extremo a extremo.

Zaripa y Yediguéi fueron a parar a un vagón de compartimentos. Allí había menos pasajeros y se instalaron en el pasillo, junto a la ventanilla, en un extremo, para no molestar a los demás y poder hablar de sus cosas. Yediguéi se sentó en un abatible del pasillo y Zaripa se quedó de pie mirando por la ventana aunque él le había ofrecido el asiento.

–Así estaré mejor –dijo la joven.

En aquel momento, sollozando aún de tarde en tarde, venciéndose a sí misma y asumiendo la desgracia que había caído sobre sus espaldas, Zaripa intentaba concentrarse; mirando por la ventanilla, procuraba pensar por lo menos en el principio de su nueva vida y condición, de su viudez. Si antes tenía la esperanza de que todo aquello se acabaría un buen día como una pesadilla, que tarde o temprano Abutalip regresaría, porque no era posible que no se deshiciera aquel malentendido, y que de nuevo estarían juntos, toda la familia, y que lo demás ya se arreglaría, que encontrarían el medio de sobrevivir por difícil que fuera, de resistir y de educar a sus hijos, ahora carecía de toda esperanza. Tenía ciertamente en qué pensar...

Burani Yediguéi pensaba en lo mismo, porque no podía dejar de preocuparse por la suerte de aquella familia. Así era a fin de cuentas. Sin embargo, consideraba que ahora tenía que estar más sereno y tranquilo que nunca para infundir alguna seguridad en la joven. No la apresuró. E hizo bien. Agotadas las lágrimas, ella misma inició la conversación.

–De momento, tendré que ocultar a los niños que su padre ya no existe –dijo ella con voz entrecortada, tragándose y reteniendo el llanto–. Ahora no podría. Especialmente Ermek... Para qué ese gran afecto, es terrible... ¿Cómo privarlos de sus sueños? ¿Qué será de ellos? Porque sólo viven con esta idea... Esperan, esperan día a día, cada minuto... Con el tiempo, habrá que alejarse de aquí, cambiar de lugar... Que crezcan un poco más. Temo mucho por Ermek. Que crezca, aunque sea sólo un poquito más... Entonces se lo diré, y también ellos lo irán adivinando poco a poco... Pero ahora no, no tengo fuerzas... Porque yo misma... Escribiré una carta a nuestros hermanos y hermanas, a los suyos y a los míos. ¿Por qué habrían de temernos ahora? Responderán, espero, y nos ayudarán a partir... Luego, ya veremos... Ahora, lo único que tengo que hacer es criar a los hijos de Abutalip, dado que él ya no existe...

Así razonaba, y Burani Yediguéi la escuchaba en silencio, comprendiéndola y captando el sentido de cada una de sus palabras, sabiendo con toda seguridad que aquello era sólo una pizca pequeñísima, únicamente la parte superficial de aquello que, como una tromba, había pasado y pasaba por su pensamiento. En casos así no se puede expresar todo... Por ello, procurando no ensanchar en absoluto los límites de la conversación, dijo:

–Puede que tengas razón, Zaripa... Si no conociera a los niños, lo dudaría. Pero en tu lugar, tampoco me atrevería a comunicarles una cosa así. Hay que esperar un poco. Y mientras responden tus parientes, no tengas ninguna duda por lo que respecta a nosotros. Nos comportaremos como siempre. Trabaja como antes y tus hijos estarán con los nuestros. Ya lo sabes, Ukubala los quiere tanto como a los suyos. Lo demás ya se verá...

Y Zaripa, con un profundo suspiro, aún añadió a la conversación:

–Ya ves cómo parece estar organizada la vida. De una manera muy terrible, muy sabia y muy interrelacionada. El fin, el principio, la continuación... De no ser por los niños, palabra, Yediguéi, ahora ya no viviría. Incluso llegaría a este extremo. ¿Para qué vivir? Pero los niños nos obligan, me constriñen, me retienen. Y en ello está la salvación, en ello está la continuación... Y ahora pienso con terror no ya en cuando sepan la verdad, que en eso no hay escapatoria, sino en lo que pasará después. Lo que le sucedió a su padre siempre será una herida sangrante para ellos. En cualquier caso, cuando se dediquen al estudio, al trabajo, o deban manifestarse de alguna manera a los ojos de la sociedad, su apellido les cerrará todas las puertas... Y cuando pienso en ello, creo que existe una barrera infranqueable para nosotros. Abutalip y yo evitábamos estos temas de conversación. Yo se los ahorraba, y él a mí también. Con él, estaba segura, nuestros hijos se habrían convertido en personas plenamente realizadas. Y esto nos salvaguardaba de las calamidades, de la adversidad... Ahora, ya no sé... Yo no puedo sustituirle... Porque él era él... Él lo habría conseguido todo. Él quería algo así como trasladarse, como reencarnarse en sus hijos. Por eso ha muerto, porque le arrancaron de ellos...

Yediguéi la escuchaba atentamente. Que Zaripa le comunicara estos pensamientos íntimos como a la persona más querida le provocaba un sincero deseo de corresponder de alguna manera, de protegerla, de ayudarla, pero la conciencia de su propia impotencia le oprimía, le producía una irritación sorda, secreta.

Se acercaban ya al apartadero de Boranly-Buránny. Pasaban por lugares conocidos, por el tramo donde Burani Yediguéi había trabajado muchos veranos e inviernos...

–Prepárate –dijo a Zaripa–. Estamos llegando. O sea, que hemos decidido no decir de momento a los niños una sola palabra. Muy bien, así lo haremos. Tú, Zaripa, procura no delatarte. Y ahora, arréglate un poco. Ven a la plataforma. Quédate junto a la puerta. Así que el tren se detenga, baja tranquilamente del vagón y espérame. Bajaré y nos iremos.

–¿Qué quieres hacer?

–Nada. Déjamelo a mí. A fin de cuentas, tienes derecho a bajar del tren.

Como siempre, el tren de pasajeros número diecisiete cruzaba sin parar el apartadero, si bien, es verdad, que aminorando la velocidad ante el semáforo. En ese momento preciso, a la entrada de Boranly-Buránny, el tren frenó bruscamente con terrible chirrido de ruedas. Sonaron exclamaciones y toques de silbato por todo el tren.

–¿Qué pasa?

–¡Han tirado de la alarma!

–¿Quién?

–¿Dónde?

–¡En el vagón de compartimentos!

Mientras, Yediguéi abrió la puerta a Zaripa y ésta bajó del tren. Él esperó a que irrumpieran en la plataforma el maquinista y el revisor.

–¡Alto! ¿Quién ha tirado de la alarma?

–Yo –respondió Burani Yediguéi.

–¿Quién eres? ¿Con qué derecho?

–Era preciso.

–¿Cómo que era preciso? ¿Quieres que te lleven a juicio?

Nada de eso. Escriba en su acta, en la que enviará al tribunal o adonde sea. Aquí está mi documentación. Escriba que el antiguo soldado, el ferroviario Yediguéi Zhangueldín tiró de la alarma y paró el tren en el apartadero de Boranly-Buránny en señal de luto el día de la muerte del camarada Stalin.

–¿Cómo? ¿Ha muerto Stalin?

–Sí, lo han anunciado por la radio. Hay que escucharla.

Bueno, entonces es otra cosa –quedaron confundidos los otros, que ya no retuvieron a Yediguéi–. Entonces vete, siendo así.

Unos minutos después, el tren número diecisiete continuaba su camino...



Y de nuevo iban los trenes de oriente a occidente y de occidente a oriente.

Y a ambos lados del ferrocarril, en esas tierras, se extendían los mismos espacios desérticos, nunca tocados, de Sary-Ozeki, y las tierras Centrales de las estepas amarillas.

El cosmódromo Sary-Ozeki-t no existía entonces ni por asomo en aquellos confines. Es muy posible que sólo se perfilara en la mente de los futuros creadores de los vuelos cósmicos.

Pero los trenes continuaban yendo de oriente a occidente y de occidente a oriente...




El verano y el otoño del año cincuenta y tres fueron los más dolorosos en la vida de Burani Yediguéi. Nunca, ni antes ni des-pués, hubo obstáculos en las vías, ni calores tórridos en SaryOzeki, ni sequías, nunca hubo adversidades ni desgracias, ni aun la guerra –y eso que llegó hasta Kiinigsberg y pudo mil veces caer muerto, herido o mutilado– que causaran, que proporcionaran a Yediguéi tanto sufrimiento como aquellos días...

Afanasi Ivánovich Elizárov contó un día a Burani Yediguéi el porqué de los desprendimientos de tierra, de esos deslizamientos irreparables que provocan la caída y cambio de lugar de pendientes enteras, y a veces de toda una montaña que se derrumba hacia un lado abriendo ocultas capas de tierra. Y la gente se horroriza al pensar que semejante desgracia se oculta bajo sus pies. El peligro de los derrumbamientos está en que la catástrofe va madurando imperceptiblemente, día a día, ya que las aguas subterráneas van erosionando gradualmente desde el interior los apoyos del terreno, y basta una pequeña sacudida de la tierra, un trueno o un fuerte aguacero, para que la montaña empiece a deslizarse lenta e irreparablemente hacia abajo. El desplome habitual tiene lugar de una vez y de forma inesperada. El desplome por deslizamiento avanza amenazadoramente, a la vista de todos y no hay fuerza que pueda detenerlo...


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