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Un día más largo que un siglo
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Автор книги: Чингиз Айтматов



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Así avanzaba el ejército en campaña, sin distraerse, sin demorarse, sin perder tiempo. Con ellos, en los carros, había también mujeres, y esto fue la desgracia.

Gengis Kan, acompañado durante la marcha por medio millar de guardianes y por un séquito de zhasaulos, se encontraba en el centro de todo el movimiento como una isla flotante. Pero cabalgaba aparte, delante de ellos. Al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales no le gustaba el ajetreo de mucha gente a su alrededor, y mucho menos en campaña, cuando era conveniente guardar silencio, mirar hacia delante y pensar en los asuntos.

Montaba a su predilecto Juba, un corcel amblador –había recorrido medio mundo bajo la silla del kan– de buena complexión, liso como un canto rodado, poderoso de pecho y cerviz, crines blancas y cola negra, paso uniforme, sedoso. Dos caballos de reserva, no menos sufridos y andarines, iban descargados, adornados con los arreos del kan, de brillante confección, conducidos por palafreneros a caballo. El kan cambiaba de caballo en plena marcha así que el que montaba empezaba a sudar.

Lo más notable, sin embargo, no era el entorno de Gengis Kan, sus intrépidos y zhasaulos, cuya vida pertenecía más a Gengis Kan que a ellos mismos –por eso eran elegidos como los filos de los cuchillos, uno de cada cien–, ni tampoco los magníficos caballos de silla, tan raros como los filones de oro en la naturaleza. No, lo notable de esta campaña era algo completamente distinto. Durante todo el camino había sobre la cabeza de Gengis Kan una nube que le tapaba el sol. La nube iba donde él iba. El blanco nubarrón, del tamaño de unayurta' grande, le seguía como si fuera un ser vivo. Y a nadie le pasó por la cabeza –había tantas nubes en las alturas– que aquello era una señal: así mostraba el Cielo su bendición al Soberano de los Mundos. Sin embargo, Gengis Kan, que lo sabía, observaba involuntariamente el curso de la nube, cada vez más convencido de que se trataba efectivamente de un signo de la voluntad de Cielo-Tengra.

Un profeta nómada, al que Gengis Kan había permitido un día acercarse a su persona, había predicho la aparición de la nube. El extranjero no había pegado la cara al suelo, no le había adulado ni había profetizado en su provecho. Al contrario, ante la faz amenazadora del conquistador de la estepa, solemnemente sentado en el trono de la [21]dorada, había permanecido de pie con la cabeza dignamente alta, flaco, harapiento, con los cabellos largos hasta los hombros, cual mujer con los rizos sueltos. El extranjero tenía una mirada severa, una barba impresionante, y unos rasgos faciales morenos y secos.

He venido a ti, gran kan –le transmitió a través de un intérprete iugur–, para decirte que por voluntad del Cielo Supremo habrá para ti una señal especial en las alturas.

Por un instante, Gengis Kan se quedó inmóvil de sorpresa. El forastero estaba loco o no comprendía cómo podía terminar todo aquello para él.

¿Qué signo? ¿De dónde lo has sacado? –se interesó el todopoderoso con la frente fruncida, conteniendo a duras penas su irritación.

–De dónde lo he sacado no es cosa que deba divulgarse. Por lo que respecta al signo, te lo diré: aparecerá una nube sobre tu cabeza y te seguirá a todas partes.

–¿Una nube? –exclamó Gengis Kan sin disimular su asombro, y levantó bruscamente las cejas. Todos los que estaban a su alrededor se pusieron involuntariamente tensos a la espera del estallido de la cólera del kan. Los labios del intérprete se tornaron blancos de terror. El castigo podía afectarle también a él.

–Sí, una nube –respondió el profeta–. Será el índice del Cielo Supremo bendiciendo tu altísima posición en la tierra. Pero debes salvaguardar esta nube, pues si la pierdes perderás tu poderosa fuerza...

En la yurta dorada se hizo una sorda pausa. En aquel momento podía esperarse de Gengis Kan cualquier cosa, pero la furia de su mirada se apagó súbitamente como el fuego que acaba de consumirse en una hoguera. Superado el salvaje instinto de castigar, comprendió que no era conveniente interpretar las palabras del profeta vagabundo como un exabrupto provocativo, y mucho menos castigarlo, pues no estaría a la altura de su honor de kan. Y Gengis Kan, escondiendo una maligna sonrisa en sus bigotes ralos y rojizos, dijo:

–Admitamos que el Cielo Supremo te haya inspirado estas palabras. Admitamos que me lo creo. Mas dime, prudentísimo extranjero, ¿cómo voy a salvaguardar una nube que va libremente por los cielos? ¡No voy a enviar conductores de ganado montados en caballos alados para que vigilen esa nube! ¡No voy a embridar la nube como si fuera un caballo salvaje! ¿Cómo puedo vigilar a una nube del cielo impulsada por el viento?

–Éste es tu problema –respondió brevemente el forastero.

Y de nuevo todos se quedaron inmóviles, de nuevo reinó un silencio de muerte, y de nuevo se pusieron blancos los labios del intérprete, y nadie de los que se encontraban en la yurta dorada se atrevió a levantar los ojos hacia el desgraciado profeta que, por estupidez o por alguna razón desconocida, se había condenado a una perdición segura.

–Recompensadle y que se vaya –soltó sordamente Gengis Kan, y sus palabras cayeron en las almas como gotas de lluvia en tierra seca.

Este caso extraño y absurdo no tardó en olvidarse. Ciertamente, hay tantos extravagantes en este mundo. ¡Cómo había presumido el profeta! Pero sería injusto decir que el extranjero había arriesgado la cabeza sólo por frivolidad. No podía dejar de comprender a lo que se exponía. Poco les habría costado a los del kan agarrarlo allí mismo y atarlo a la cola de un caballo salvaje entregándolo a una muerte infamante por irrespetuoso y arrogante. Y sin embargo, algo había movido al temerario extranjero, algo le había inspirado a presentarse intrépidamente ante el león del desierto, ante el más terrible e implacable soberano. ¿Fue el acto de un loco, o era realmente una providencia del Cielo?

Y cuando ya todo se había olvidado en la carrera de los días, Gengis Kan recordó de pronto al desafortunado profeta. Lo recordó exactamente dos años después.

Dos años enteros empleó el imperio en preparar la campaña de Occidente. Tiempo después, Gengis Kan se convenció de que en su reino, conseguido mediante un incontenible ensanchamiento de las fronteras, aquellos dos años habían sido el período más activo de acumulación de fuerzas y de medios para abrirse una brecha al mundo, para llegar a su anhelado objetivo, la conquista de unas tierras y regiones cuya posesión le permitiría considerarse justamente el Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales, de todos los lejanos límites del mundo hasta donde pudiera rodar la ola de su demoledora caballería. La esencia cruel del soberano de la estepa, su misión histórica, se reducía a esta idea paranoica, a la sed insaciable de dominio y de poder sobre todas las cosas. Por ello, toda la vida existente en su imperio, todos los campamentos nómadas sometidos en los enormes espacios asiáticos, toda la población multirracial reprimida bajo una mano única y firme, los ricos y los desheredados de todas las ciudades y campamentos nómadas, y en resumen, cada persona, fuera quien fuera y trabajara en lo que trabajara, se encontraba completamente sometida a esta pasión secularmente insaciable y diabólica: conquistar continuamente nuevas tierras, someter continuamente tierra y pueblos. Y por ello estaban todos, del primero al último, ocupados en este único servicio, sometidos a este único proyecto: el crecimiento, la acumulación y el perfeccionamiento de la fuerza militar de Gengis Kan. Y todo cuanto se podía obtener de las entrañas de la tierra para transformarlo en armamento, toda actividad viva y creadora, se orientaba al consumo de la campaña, al poderoso salto de Gengis Kan a Europa, a sus fabulosas y riquísimas ciudades –donde esperaba a cada guerrero un abundante botín–, a sus bosques densamente verdes, y a sus prados con hierba hasta el vientre de los caballos, donde el kumis [22]manaba como un río; el gozo de este poder sobre el mundo alcanzaría a todos y cada uno de los que participaran en la campaña bajo las banderas del dragón vomitando llamas –estandarte de Gengis Kan– y cada uno disfrutaría de la victoria, como disfruta la mujer centrando su máxima dulzura en lo que lleva en su seno. Ir, vencer y someter las tierras eran órdenes del Gran Kan, y eso era lo que había que hacer...

Gengis Kan era un hombre práctico en alto grado, calculador y perspicaz. Al preparar la invasión de Europa, previó y pensó todas las cosas hasta en sus más mínimos detalles. A través de exploradores y fugitivos adictos, de mercaderes y peregrinos, de derviches viajeros, de negociantes chinos, iugures, árabes y persas, averiguó cuanto convenía saber en relación con el movimiento de enormes masas de soldados, los caminos y vados más cómodos. Tuvo en cuenta los usos y costumbres, las religiones y las ocupaciones de los habitantes de los lugares por donde debían avanzar sus tropas. No sabía escribir, tenía que guardar todo esto en la mente y comparar las ventajas y los inconvenientes de todo lo que le esperaba en la campaña. Sólo así se podía conseguir que la empresa funcionara, pero ante todo era necesaria una disciplina estricta y férrea, pues sólo de esta manera se podía contar con el éxito. Gengis Kan no admitía ninguna debilidad, nadie ni nada debían ser un estorbo a su principal objetivo: la conquista de Europa.

Y fue entonces, reflexionando sobre su estrategia, cuando dictó una orden sin precedentes en todos los siglos: prohibir el nacimiento de hijos en su pueblo-ejército. El caso era que las esposas y los hijos pequeños de los guerreros seguían habitualmente al ejército en carros familiares, trasladándose con las tropas de un lugar a otro. Esta tradición, que existía desde hacía mucho tiempo, venía impuesta por una necesidad vital: las discordias intestinas eran incesantes, y los enemigos a menudo se vengaban aniquilando a las esposas y a los hijos que se habían quedado en su tierra sin defensa. Además, mataban en primer lugar a las mujeres embarazadas para cortar la estirpe de raíz. Pero la vida cambiaba con el tiempo. Con la llegada de Gengis Kan, las tribus, que antes guerreaban continuamente entre sí, cada vez se reconciliaban y se unían más bajo la cúpula única del gran Estado.

En su juventud, cuando todavía se llamaba Temuchin, Gen-gis Kan había combatido no poco con las tribus vecinas, había cometido ferocidades y las había sufrido. Borte, su esposa predilecta, fue raptada en una incursión de los merkitosy convertida en rehén. Al subir al poder, Gengis Kan empezó a cortar las discordias intestinas implacablemente. Las disputas le impedían gobernar, socavaban la fuerza del Estado.

Pasaron los años y fue desapareciendo gradualmente la antigua necesidad de vivir en carros familiares. Sobre todo, el carro familiar se convertía en un lastre para el ejército, en un obstáculo para la agilidad de las operaciones militares en gran escala, especialmente en la ofensiva y en el paso de los obstáculos fluviales. De ahí la rigurosa norma del dueño de la estepa: prohibir categóricamente que las mujeres –que seguían al ejército en los carros– parieran hasta la culminación victoriosa de la campaña occidental. Dictó esta orden año y medio antes de salir de campaña. En esta ocasión, les dijo:

–Cuando hayamos sometido a los países occidentales detendremos los caballos, bajaremos del estribo, y entonces las mujeres de los carros podrán parir cuanto gusten. Hasta entonces, que mis oídos no oigan noticias de nacimientos en los turnen...

Gengis Kan rechazaba incluso las leyes de la naturaleza en favor de sus victorias militares, cometiendo un sacrilegio contra la propia vida y contra Dios. Quería poner también a Dios a su servicio, pues la fecundación es la nueva de Dios.

Nadie, ni en el pueblo ni en el ejército, se rebeló ni pensó en rebelarse ante esta arbitrariedad; en aquellos días el poder de Gengis Kan había alcanzado una fuerza y una concentración tan inauditas que todos se sometieron incondicionalmente a la increíble orden que prohibía la reproducción, pues la desobediencia se castigaba inevitablemente con la muerte...

Hacía ya dieciséis días que Gengis Kan iba de camino, de campaña contra Occidente, y experimentaba un estado de ánimo especial, desusado. Exteriormente, el Gran Kan se comportaba como siempre, como correspondía a su persona: severo, distante, como el halcón en horas de reposo. Pero su alma estaba exultante, cantaba canciones y componía versos:

... Una noche nubosa

Miyurta de vapores envuelta

Rodeaba mi guardia en el suelo tendida,

Acunándome en miyurta palatina.

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud:

Mi antiquísima guardia nocturna ¡Al trono del kan me elevó! En la ventisca y en la llovizna, Que cala hasta dar temblor,

En la densa lluvia y en lluvia normal,

Alrededor de miyurta de campaña

Permanece, sin molestarme, Tranquilizando mi corazón, ¡mi guardia!

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud: Mi fuerte guardia nocturna

¡Al trono me elevó!

Entre enemigos alborotadores,

La aljaba de corteza de abedul Apenas oye un susurro imperceptible Se lanza sin demora a luchar.

Vigilante guardia nocturna mía

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud. Levantando feroces la cerviz bajo la luna Una fiel bandada de lobos

Sale de caza rodeando a su caudillo. Así en la invasión de Occidente

Inseparable de mí es la crin azulada de mi rebaño.

Los blancos colmillos de mi trono, a todas partes conmigo...

Las gracias les doy cantando en el camino...

Estos versos, recitados en voz alta, habrían sido impropios de la boca de Gengis Kan: ¡A buena hora se ocupaba de efusiones sentimentales! Pero de camino, en la silla de la mañana a la tarde, podía permitirse este lujo.

El principal motivo de su exaltación espiritual era que después de diecisiete días flotaba en el cielo una nube blanca sobre su cabeza, de la mañana a la tarde, y donde él iba, allí iba la nube. Se había realizado, pues, la predicción del profeta. ¡Quién lo hubiera pensado! Y en realidad, nada le habría costado matar a aquel hombre extravagante, en aquel mismo momento, por irrespetuosa provocación e insolencia, intolerable incluso de pensamiento. Pero no se había matado al peregrino. Por lo tanto, era la voluntad del destino.





El primer día de campaña, cuando todos los turnen, carros y ganado avanzaban hacia occidente llenando el espacio cual negros ríos en tiempo de crecida, Gengis Kan cambió en plena marcha su cansado corcel a mediodía y miró hacia arriba por casualidad, pero no concedió ninguna importancia a la pequeña nuble blanca que discurría con lentitud y que posiblemente estaba inmóvil en el mismo sitio, precisamente sobre su cabeza: hay tantas nubes flotando por el mundo. Gengis Kan continuó su camino acompañado por los kesegulosy los zhasaulos, que se mantenían a respetuosa distancia, ocupado en sus pensamientos, observando con preocupación los alrededores desde la silla, fijándose en el movimiento de los muchos millares de hombres de su ejército que celosa y obedientemente iban a la conquista del mundo, tan obedientes a su voluntad personal, y tan celosos en el cumplimiento de sus iniciativas, como si no fueran unos hombres íntimamente deseosos de ser tan autoritarios como él, sino los dedos de sus propias manos, que acariciaban las riendas del caballo.

Al mirar de nuevo al cielo y descubrir la misma nube sobre su persona, Gengis Kan tampoco pensó nada especial. No, dominado por sus ideas de conquista del mundo, no pensó por qué la nube seguía por arriba la misma dirección que el jinete seguía por abajo. Además, ¿qué relación podía existir entre ellos?

Tampoco la nube despertó la atención de ninguno de los que iban en campaña, nadie se preocupó de ella, nadie pensó que se había realizado un milagro en pleno día. A qué pasear la mirada por las alturas infinitas si era preciso mirar bajo los pies. El ejército marchaba a su aire, avanzaba en campaña como una masa oscura, por caminos, depresiones y colinas, levantando el polvo con los cascos y las ruedas, dejando detrás un trayecto recorrido quizá definitiva e irreversiblemente. Todo se llevaba a cabo con agrado en beneficio de la manía y la voluntad del kan, y los diez mil hombres avanzaban de buen grado, conducidos e inspirados por él, afanosos de acrecentar su gloria, su poder y sus tierras.

Así avanzaban cuando empezó a caer la tarde. Era preciso instalarse para pernoctar donde les alcanzara la oscuridad, y por la mañana ponerse de nuevo en camino.

Para el descanso del kan y de su séquito, los servidores cherbios habían montado a su debido tiempo las yurtas palaciegas que se dejaban ver ya, a lo lejos, como blancas cúpulas. El estandarte del kan –una bandera negra ribeteada de rojo vivo, con un fogoso dragón bordado en seda y oro vomitando fuego por las fauces– ya ondeaba al viento junto a la principal palaciega. Sin desviar los ojos del camino, los –atletas elegidos y siniestros– permanecían firmes a la espera del soberano.

Allí debía tener lugar un ágape nocturno común, y allí también, después de comer, Gengis Kan se disponía a mantener la primera reunión con los noiones del ejército para estudiar los resultados del primer día de marcha y los planes para el siguiente. El éxito con que había comenzado el gran avance daba a Gengis Kan un talante sociable: no le disgustaría organizar un festín aquella noche para los noiones, escuchar sus discursos y darles sus órdenes, y todo cuanto tuviera a bien decirles –cuando todos y cada uno se convirtieran en un coágulo de atención, como la leche pura coagulada– se diría para los Cuatro Puntos Cardinales. Pronto, todos los Puntos Cardinales del Mundo oirían sumisamente su palabra, para ello conducía ahora sus ejércitos, para confirmar su palabra. Y la palabra es una fuerza eterna.

Luego, sin embargo, Gengis Kan anuló el festín. La turbación de su alma exigía un aislamiento completo. Y he aquí por qué...

Al acercarse al lugar donde debían pernoctar, Gengis Kan había prestado atención, de nuevo, a la conocida nube que estaba sobre su cabeza: era la tercera vez. Y sólo entonces le dio un vuelco el corazón. Impresionado por una increíble sospecha, sintió frío en el cuerpo, y la tierra empezó a flotar ante sus ojos, de modo que apenas tuvo tiempo de agarrarse a las crines del caballo. Nunca le había sucedido una cosa semejante, pues nada propio de la Tierra, de la Etugen de pechos oscuros, base firme del mundo otorgada por el Cielo para vivir y dominar, podía confundirle hasta el punto de obligarle a lanzar una exclamación de sorpresa; al parecer, todo era ya conocido, nada del mundo podía impresionar su mente cruel, entusiasmar o entristecer su espíritu, endurecido en acciones de sangre; nunca se había dado el caso de que, olvidando su dignidad de kan, se agarrara asustado a las crines del caballo como cualquier mujerona. Una cosa así no podía ni debía ser, pues desde hacía mucho tiempo, puede decirse que desde sus primeros años –cuando mató de un flechazo a su hermano de sangre, el adolescente Bekter, en una riña por un pececillo que habían pescado, aunque en realidad no fue por el pececillo sino por haber percibido con su precoz instinto de lobo que sus destinos no cabían en una misma silla de montar– estaba convencido –una vez conocida la estructura de la vida a través del medio más seguro y acertado: la imposición de la fuerza– de que no había ni podía haber nada que no se sometiera a la fuerza, que no cayera de rodillas, que no palideciera, que no se deshiciera en cenizas bajo la presión de la fuerza bruta, ya fuera piedra, fuego, agua, madera, fiera o pájaro, y no hablemos ya del hombre pecador. Cuando la fuerza quebraba a la fuerza, lo sorprendente se convertía en insignificante, y lo maravilloso en mísero. De esto dimanaba una conclusión: todo lo que se pisotea es insignificante, pero todo lo que se prosterna merece condescendencia en la medida del deseo de quien debe otorgarla. El mundo se sostiene sobre esto...

No obstante, la cosa era muy distinta cuando se trataba del Cielo, que personificaba la Eternidad y la Infinitud, de las que hablaban ahora los peregrinos del Himalaya y los eruditos viajeros. Sí, sólo Él, el inescrutable Cielo, escapaba a su poder, era imposible de aprehender, inaccesible. Ante el Cielo-Tengra, él mismo no era nadie, no podía rebelarse, ni aterrorizarlo, ni ponerse en campaña. No quedaba más que rezar e inclinarse ante el Cielo-Tengra, que regía los destinos terrenos y, según aseguraban los eruditos del Himalaya, el movimiento de los mundos. Por lo tanto, como todo mortal, Gengis Kan suplicaba al Cielo con promesas sinceras, y con sacrificios, que fuera benévolo con él y lo protegiera, que lo ayudara a dominar firmemente el mundo de los hombres, y si había una grandísima cantidad de Tierras en el universo, como aseguraban los sabios errantes, nada le costaba al Cielo darle ésta a él, a Gengis Kan, para su dominio total e indivisible, para el dominio de su estirpe de generación en generación, pues no había en el mundo hombre más poderoso ni más digno entre la gente; no había quien le superara en fuerza para gobernar los Cuatro Puntos Cardinales del Mundo. En su fuero interno, cada vez estaba más convencido de que tenía un derecho especial a pedir al Cielo Supremo lo que nadie se habría atrevido a pedir –el dominio ilimitado sobre todos los pueblos–, pues debiendo haber alguien que mande, que sea aquel que sepa someter por la fuerza a los demás. En su infinita misericordia, el Cielo no había puesto impedimentos a sus conquistas, al acrecentamiento de su dominio, y cuanto más tiempo transcurría, más se afirmaba en Gengis Kan la seguridad de que el Cielo le tenía una especial consideración, que las fuerzas supremas del Cielo, desconocidas para los hombres, estaban de su parte. Todo le salía bien, y en cambio, ¡qué furiosas maldiciones atraían sobre su cabeza las bocas que clamaban en todas las regiones que había pasado a sangre y fuego!, pero ninguna de estas míseras maldiciones había repercutido de alguna manera sobre su grandeza continuamente creciente, ni sobre su gloria universalmente temida. Al contrario, cuanto más le maldecían más despreciaba los gemidos y los lamentos dirigidos a los Cielos. Y sin embargo, había casos en que serias dudas y temores de provocar la ira del Cielo, y de atraer sobre sí el castigo celestial, estaban a punto de introducirse subrepticiamente en su alma. Y entonces el Gran Kan se quedaba inmóvil cierto tiempo comprimiéndose en sí mismo, dejando que sus súbditos descansaran levemente, y se mostraba dispuesto a aceptar el justo reproche del Cielo e incluso a arrepentirse. Pero el Cielo no se irritaba, no daba ninguna muestra de su descontento ni le privaba de su ilimitada gracia. Y él, como en un juego de azar, cada vez se lanzaba a un riesgo mayor, a un desafío de lo que se consideraba la justicia celestial, tentando la paciencia del Cielo. ¡Y el Cielo tenía paciencia! De ello sacó la conclusión de que todo le estaba permitido. Y con los años se afirmó en la seguridad de ser el elegido del Cielo, por ello era el Hijo del Cielo.

Y si creía en algo que sólo se puede creer en las fábulas, no era porque en las grandes festividades cantasen a caballo los cantores que cabalgaban delante de las multitudes llamándole Hijo del Cielo mientras millares de brazos entusiasmados se alzaban al Cielo: eso era sólo un ruin halago humano. Era su propia experiencia la que le hacía llegar a la conclusión de que el Cielo Divino le protegía en todas sus empresas porque él respondía a las intenciones de Cielo-Tengra, o dicho de otra manera, él era el transmisor de la voluntad del Cielo Supremo en la Tierra. Y el Cielo, como él, sólo admitía la fuerza, la manifestación de la fuerza, sólo admitía al portador de la fuerza, que él consideraba ser...

De otro modo, cómo se podría explicar lo que a veces le asombraba incluso a él mismo: la impetuosa ascensión –parecida a la del halcón que levanta el vuelo– hacia las alturas de una gloria amenazadora y vertiginosa, hacia el dominio del mundo, de un muchacho huérfano, descendiente de una estirpe empobrecida de pequeños ganaderos que vivían desde hacía siglos de la caza y de la ganadería. Cómo había podido suceder la conquista, inaudita en la historia, de un poder tan gigantesco. En verdad, en el mejor de los casos, la vida habría podido disponer para el temerario huérfano el destino de osado cuatrero-saqueador, lo que fue en un principio. No era preciso adivinarlo: sin la providencia del Cielo-Tengra, nunca Temuchin, poseedor de un solo caballo, habría estado a la sombra de una bandera con dorados dragones que vomitaban fuego, y nunca se habría llamado Gengis Kan ni ocupado la presidencia bajo la cúpula de la dorada.

¡Y ahora, como confirmación de que era precisamente así, se había presentado un testimonio irrefutable de la complacencia del Cielo para con el kan de Asia! A la vista estaba la maravillosa nube, predicha con antelación por un profeta errante que por poco no paga con la cabeza su pobreza de espíritu. ¡Pero sus palabras se habían hecho realidad! La nube blanca era un mensaje del Cielo al Hijo del Cielo, un signo de aprobación y benevolencia anunciador de grandes victorias.

A ninguno de los muchos millares de hombres que participaban en la campaña le pasó por la cabeza qué podía ser aquel milagro, y ninguno advirtió que la nube blanca seguía su camino, a nadie se le ocurrió de dónde salía ni para qué. ¿Hay alguien, acaso, que siga con la mirada las nubes libres? Sólo él, el Gran Kan, que encabezaba el ejército de la estepa y lo conducía a una nueva conquista del mundo, comprendía el elevado sentido de la aparición de la nube blanca, sólo él se sentía impresionado por una sospecha increíble, y a veces creía, y otras no, en la posibilidad de tan inaudito fenómeno. Le dominaba una angustiosa duda: ¿debía confiar a los demás sus observaciones y sus pensamientos, o no valía la pena? ¿Qué pasaría si se sinceraba, si confiaba el secreto, y de pronto la nube desaparecía en un abrir y cerrar de ojos? ¿No pensaría la gente que se había vuelto loco? Después, fortalecía de nuevo su espíritu y creíaque la nube no estaba allí porque sí, que no desaparecería súbitamente, que había sido enviada graciosamente por el Cielo como señal, y entonces se sentía invadido por la alegría, por una poderosa sensación de optimismo, de fe en su perspicacia, en lo acertado de la campaña que había emprendido para conquistar Occidente, y se reafirmaba aún más en su intención de crear a sangre y fuego el ansiado imperio mundial. Para eso iba. Era su perpetua e insaciable pasión de poder. Cuanto más tenía, más deseaba...





Y fueron discurriendo los días de la campaña.

En las alturas, la nube blanca no se desviaba a parte alguna, flotaba suavemente ante la mirada de Gengis-Kan, solemnemente montado en su célebre caballo amblador Juba. Crin blanca, cola negra, así había nacido. Los especialistas aseguraban que un caballo como aquél aparecía bajo una estrella especial una vez cada mil años. Era verdaderamente un andador insuperable, no un caballo de galope sino un andador incansable. Jubacaminaba amblando a un ritmo continuo, tenso, como la lluvia fuerte que cae monótonamente sobre la tierra con su ardiente aliento. De no ser por el bocado, un caballo así se agotaría en su fogoso celo hasta la última gota, como la lluvia derramada. En la antigüedad, un cantor decía: con un caballo así, un hombre cree ser inmortal...

Gengis Kan estaba contento, era feliz. Sentía en su persona una inaudita afluencia de fuerza, ansiaba actuar, volar hacia el objetivo, como si él mismo fuera un incansable caballo amblador, como si se lanzara a una mesurada pero inagotable carrera, como si se fundiera en cuerpo y alma, como se funden los ríos, en el tumultuoso remolino sanguíneo del caballo lanzado a la carrera.

Sí, el jinete y el caballo eran dignos uno de otro. La fuerza del uno se parecía a la del otro. Por eso, la pose de Gengis Kan a caballo era como la de un halcón. Las plantas de los pies del robusto jinete de rostro bronceado, firmemente asentado en la silla, se apoyaban desafiantes en los estribos, con orgullo y seguridad. Se sentaba en el caballo como en el trono: erecto, con la cabeza muy alta, con un sello de pétrea tranquilidad en su cara de ojos estrechos y pómulos salientes. Emanaba la fuerza y la voluntad del gran caudillo que conduce un innumerable ejército a la gloria y a las victorias...

Y la causa especial del talante animado de Gengis Kan era la nube blanca que flotaba sobre su cabeza como un símbolo, como la corona de su gran destino. Y en este sentido, todas las cosas coincidían. La nube... el Cielo... Y delante, en el sentido de la marcha, ondeaba en manos del abanderado el estandarte de campaña, que siempre se encontraba donde estaba Gengis Kan. Había tres hombres con el estandarte, tres abanderados imponentes y orgullosos del cargo excepcionalmente honorífico que se les había confiado. Los tres montaban idénticos caballos azabache, a cual mejor. En el centro, el que llevaba el asta, y a los lados, con las picas inclinadas hacia adelante, sus acompañantes. La tela negra, cosida con seda y oro, palpitaba al viento dando sombra al camino del kan, y el dragón bordado en ella, que vomitaba una clara llama por las fauces, parecía vivo. El dragón aparecía saltando, y sus ojos agudos e iracundos, prominentes como los de un camello, se agitaban de un lado para otro con la tela como si realmente estuvieran vivos...

Desde primeras horas de la mañana, el infatigable kan dirigía la campaña desde la silla. Los noionesgalopaban hacia él desde los distintos lugares para traerle informes, recibían indicaciones en plena marcha y regresaban al galope a sus puestos en el ejército en marcha. Debían darse prisa si querían alcanzar el principal obstáculo de la campaña —las orillas del gran río Itil– antes de las lluvias que preceden al invierno y antes de que los caminos se estropearan; allí esperarían los fríos, cruzarían el río por el firme de hielo y continuarían avanzando hacia su anhelado objetivo: la conquista de Occidente.


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