Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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El día no era claro ni estable, un día entre otoño e invierno. Superando en ángulo agudo la resaca, Yediguéi dirigió la barca, a remo, hacia el mar abierto, hacia el lugar en donde suponía que debían encontrarse los cazadores del mekre de oro. Todo dependía de la suerte, naturalmente, pues de todas las cazas, ninguna hay menos comprensible que la pesca marina de peces con anzuelo. En tierra, sea como sea, el hombre y su presa se encuentran en un mismo medio, el cazador puede perseguir al animal, acercarse, ocultarse, acechar y atacar. Bajo el agua, el pescador no dispone de nada de eso. Una vez soltado el aparejo se ve obligado a esperar que aparezca el pez, y si lo hace, que muerda el anzuelo.
En su interior, Yediguéi tenía muchas esperanzas de que la suerte le sonreiría, pues no había salido a la mar para ejercer su profesión, como hacía siempre, sino para satisfacer el deseo profético de su embarazada esposa.
Y así, pues, iba remando. El joven Yediguéi era fuerte y firme con los remos. Incansable, uniformemente, fue apartándose del agua inestable y móvil, fue sacando la barca a la mar por encima de las zigzagueantes y temblorosas olas. Los pescadores del Aral llaman a ese tipo de olas yirek tolkun, es decir, las de flancos torcidos. Las yirek tolkunson las primeras mensajeras de la tempestad que se avecina. Pero por sí mismas no son peligrosas y se puede navegar mar adentro sin miedo.
A medida que se alejaba de la tierra, la orilla, con su abrupta pendiente arcillosa y la franja pétrea de las rompientes en el extremo del agua, fue disminuyendo de tamaño, cada vez resultó más difícil de distinguir, y pronto se convirtió en una raya turbia que desaparecía de vez en cuando. Los nubarrones colgaban inmóviles por encima, y abajo se mantenía un soplo de viento que lamía los rizos del agua.
Al cabo de dos horas, Yediguéi detuvo la barca, retiró los remos, echó el ancla y empezó a preparar los aparejos. Tenía dos carretes de cordel con un dispositivo, hecho por él mismo, que bloqueaba el sedal. Colocó uno de ellos a popa, bajó el cordel con el plomo a una profundidad de unos cien metros y dejó en reserva unos veinte metros. El otro lo colocó de la misma manera pero a proa. Y entonces tomó de nuevo los remos para mantener la barca en la posición necesaria en medio de las corrientes y del viento. Y sobre todo, para que no se liaran los sedales entre sí.
Y así se dispuso a esperar. Suponía que el raro pez debía habitar precisamente en aquellos lugares. No poseía ninguna prueba de ello, era pura intuición. Y sin embargo tenía fe en que aparecería. Debía ser así necesaria e irremediablemente. No podía regresar a su casa sin él. No lo necesitaba para divertirse, sino para un asunto muy importante de su vida.
Al cabo de cierto tiempo, los peces dieron a conocer su presencia. Pero no eran aquéllos. Primero picó un sollo. Cuando Yediguéi tiraba de él ya sabía que no era el mekre de oro. No podía ser que la primera vez fuera ya el mekre de oro. Hubiera resultado demasiado sencillo y falto de interés vivir en este mundo. Yediguéi estaba de acuerdo en trabajar duro, en esperar. Luego mordió el anzuelo un gran barbo, uno de los mejores peces del Aral, si no el mejor. También lo arrojó al fondo de la barca después de atontarlo. En todo caso, para la sopa de la enferma, de la tía Saguin, había más que suficiente. Y picó aún un tran, un sargo del Aral. ¿Qué diablos le habría llevado hasta allí? Habitualmente, el tran se mantiene en aguas menos profundas. Pero Dios sea loado, la culpa era suya. Y después de eso hubo una pausa larga y angustiosa... «Sí, esperaré lo que sea preciso –se dijo Yediguéi–. Aunque no se lo he dicho, ella sabe que he salido en busca del mekre de oro. Y debo pescarlo para que el niño no sufra en su seno. Pues es el niño quien quiere que la madre vea y sostenga en sus brazos un mekre de oro. Por qué lo desea, eso nadie lo sabe. La madre también lo ansía, y yo, el padre, hago lo que puedo por saciar esos deseos.»
Las yirek tolkunhacían de las suyas, hacían girar la barca, que por eso son olas inestables, pérfidas y de flancos torcidos. Yediguéi comenzaba a helarse por falta de movimiento, pero vigilaba continuamente, con ojo penetrante, los carretes del cordel, a ver si tiraban de él, si se doblaba la caña dispuesta sobre el palo. No, ni a popa ni a proa había la menor señal. Sin embargo, Yediguéi no perdía la paciencia. Lo sabía, tenía fe en ello: el mekre de oro había de ir a él. Con tal que la mar se aguantara un poco, porque ya estaban rodando mucho las yirek tolkun. ¿Y para qué? No, no debía haber una tempestad tan pronto. A lo más, a la caída de la tarde o por la noche se levantarían olas de tempestad, las alabashi, las bramadoras de cresta abigarrada. Y cuando hierve el terrible Aral de punta a punta, el mar se cubre de blanca espuma y nadie se atreve entonces a meterse en él. Pero de momento aún era posible, de momento todavía quedaba tiempo...
Acurrucado, helado, mirando a su alrededor, Yediguéi esperaba a su pez en el mar. «¿Por qué te haces el remolón, por Dios? No tengas miedo –pensaba en el pez–. No temas, ya te digo que te volveré a echar al agua. ¿Que esto no suele suceder, dices? Pues tenlo por seguro, sucede. No te espero para comerte. Tengo la casa llena de comida y de todo género de pescado. Ya ves, en el fondo de la barca hay tres pescados. ¡A qué me pondría yo a esperarte, mekre de oro, si fuera para comerte! Compréndelo, tiene que venir un primogénito. Y a ti te soñó no hace mucho mi esposa, y desde entonces ha perdido la calma, aunque no habla de ello, pero yo lo veo todo. No puedo explicar por qué es así, pero es muy conveniente que ella te vea y te sostenga en brazos, y te doy mi palabra que en seguida te vuelvo a echar al mar. Lo que pasa es que eres un pez especial, un pez raro. Tienes la cabeza y la cola de oro, y también tus aletas y la cresta de tu lomo son de oro. Ponte en nuestro lugar. Ella ansía, pero no en sueños, verte, quiere tocarte para sentir con las manos cómo eres al tacto, mekre de oro. No pienses que por ser un pez no tienes relación con nosotros. Aunque seas un pez, mi esposa te añora como a una hermana, como a un hermano, y desea verte antes de dar a luz al niño. Y éste, en su seno, estará satisfecho. Y ésa es la cuestión. Sácame de apuros, amigo mío, mekre de oro. Acércate. No te haré daño. Si llevara malas intenciones, tú te darías cuenta. En el anzuelo, y hay dos, puedes elegir el que quieras, he enganchado un gran pedazo de carne. Acércate y no pienses nada malo. Si te ofreciera un anzuelo con placa de hierro, sería poco honesto, aunque tú habrías picado más fácilmente. Pero te habrías tragado el hierro, ¿y cómo podrías vivir luego con un hierro en la panza cuando de nuevo te devolviera a la mar? Habría sido un engaño. Yo te ofrezco honradamente un anzuelo. Te va a herir un poquitín los labios, eso es todo. Y no pases cuidado, he traído conmigo un gran odre. Pondré agua en él, y tú podrás estar en el odre con el agua, y luego, a nadar. Pero no me iré de aquí sin ti. Y el tiempo apremia. ¿Te das cuenta de cómo se encrespan las olas, cómo aumenta el viento, acaso quieres que mi primogénito nazca huérfano, sin padre? Piénsalo, ayúdame...»
Empezaba ya a oscurecer en los azulados espacios del frío mar preinvernal. Apareciendo sobre la cresta de las olas o desapareciendo entre ellas, la barca iba hacia la orilla. Avanzaba con dificultad, luchando contra la resaca, el mar se tornaba ya ruidoso, hervía cada vez más, se balanceaba y adquiría la fuerza de la tempestad. Heladas salpicaduras volaban a la cara, las manos se hinchaban de frío y humedad sobre los remos.
Ukubala caminaba por la orilla. Dominada por la inquietud, hacía rato que se había acercado al mar y esperaba a su marido. Cuando consintió en casarse con un pescador, sus parientes, ganaderos de la estepa, le dijeron: «Deberías pensártelo muy bien antes de dar tu palabra, te lanzas a una vida muy dura, te vas a casar con el mar, y más de una vez tendrás que bañarte en lágrimas junto al mar y dirigirle tus súplicas». Pero ella no rechazó a Yediguéi, sólo dijo: «Como sea mi marido seré yo».
Y así fue. Y esta vez no había ido con la cooperativa sino solo, estaba oscureciendo rápidamente, el mar producía un gran ruido y estaba alborotado.
Y de pronto aparecieron fugazmente entre las olas las puntas de unos remos y la barca emergió sobre una ola. Envuelta en un pañuelo, con el vientre prominente ya, Ukubala se acercó a la rompiente misma y esperó a que Yediguéi atracara. El oleaje transportó con poderoso impulso la barca sobre el bajío. Yediguéi saltó al agua en un instante y arrastró la embarcación hacia la orilla tirando de ella como un buey. Y cuando se enderezó, húmedo y salado todo él, Ukubala se acercó y le abrazó por el mojado cuello, por debajo de la fría y endurecida capa impermeable.
–Tengo la vista cansada de tanto mirar. ¿Por qué has tardado tanto?
–No se ha presentado en todo el día, sólo ha acudido al final. –¡Cómo! ¿Has ido por el mekre de oro?
–Sí, lo he convencido. Puedes contemplarlo.
Yediguéi sacó de la barca el pesado odre de piel lleno de agua, lo desató y arrojó sobre los cantos de la orilla al mekre de oro junto con el agua. Era un pez muy grande. Un poderoso y hermoso pez. Sacudía furiosamente su cola de oro, se retorcía, saltaba, despedía la menuda grava a su alrededor, abría ampliamente su rosada boca en dirección al mar intentando llegar a su elemento natural, a donde rompían las olas. Por un corto segundo, el pez se quedó quieto, tenso, inmóvil, intentando comprender dónde se hallaba, y examinando con sus puros ojos, irreprochablemente redondos y sin parpadeos, aquel mundo en el que inesperadamente se encontraba. Incluso en el crepúsculo vespertino de invierno, la desacostumbrada luz hirió su cabeza, y el pez vio los brillantes ojos de los hombres que se inclinaban sobre él, el tramo de orilla y el cielo, y en una perspectiva muy lejana, distinguió sobre el mar, tras las escasas nubes, el reflejo del sol poniente, insoportablemente vivo, que se apagaba sobre el horizonte. Empezaba a ahogarse. Y el pez se echó para atrás. Despedía destellos de oro retorciéndose con redoblada fuerza, deseando alcanzar el agua. Yediguéi levantó el mekre de oro por las agallas.
–Adelanta las manos, sosténlo –dijo a Ukubala.
Ésta tomó el pez como si fuera un niño, sobre ambos brazos y lo estrechó contra su pecho.
–¡Qué flexible es! –exclamó ella al sentir su ágil fuerza interior–. ¡Y es pesado como un tronco! ¡Qué bien huele a mar!
¡Qué hermosura! Toma, Yediguéi, ya estoy contenta, muy contenta. Se ha satisfecho mi deseo. Déjalo en el agua cuanto antes...
Yediguéi llevó al mekre de oro al mar. Entró hasta las rodillas en donde rompían las olas y dejó que el pez se deslizara hacia abajo. Por un corto instante, cuando el mekre de oro caía en el agua, se reflejó en el denso azul del aire toda la belleza del pez, de la cabeza a la cola, y después de brillar, nadó hacia las profundidades rompiendo el agua con su impetuoso cuerpo...
Y por la noche se desencadenó una gran tormenta en el mar. Éste rugía tras la pared, bajo la escarpadura. Una vez más se convenció Yediguéi de una cosa: los mensajeros de la tempestad –las yirek tolkún– no se presentan porque sí. Era ya noche cerrada. Mientras escuchaba medio dormido las alborotadas rompientes, recordaba su célebre mekre. ¿Qué haría en aquel momento su pez? Aunque, seguramente, en las grandes profundidades el mar no estaría tan movido. En su profunda oscuridad, el pez también pondría atención al movimiento de las olas en la superficie. Yediguéi sonrió feliz al pensarlo, y al dormirse puso la mano sobre el costado de su esposa y advirtió de pronto unas sacudidas en su seno. Era su primogénito que daba razón de su existencia. Y entonces Yediguéi sonrió feliz y se durmió imperturbablemente.
Si hubiera sabido que antes de un año se desencadenaría una guerra, que todo en la vida se desplomaría, y que él se alejaría del mar para siempre y éste sólo quedaría en su recuerdo... Especialmente cuando llegaran días difíciles...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas...
En este terrible –para Burani Yediguéi– año cincuenta y tres, también el invierno se presentó anticipadamente. Lo que nunca ocurría en Sary-Ozeki. A finales de octubre ya nevaba y empezaban los fríos. Menos mal que ya había conseguido traer de Kumbel las patatas para ellos, para Zaripa y para los niños. Se había apresurado, como si lo supiera. La última vez tuvo que ir en camello, temió que en un mercancías, en la plataforma descubierta, se le helaran las patatas antes de llegar a su destino. Y entonces no tendrían ninguna utilidad. Así, pues, viajó en Burani Karanar, colocó sobre él a modo de alforjas dos enormes sacos –él mismo no habría podido con ellos, menos mal que la gente le ayudó–, uno a un lado, otro al otro, y por encima tapó los sacos con un fieltro metiendo los bordes por debajo para que el viento no lo levantara. Él se encaramó a la parte más alta, entre los sacos y tranquilamente se dirigió hacia su casa, a Boranly-Buránny. Se sentaba sobre Karanarcomo sobre un elefante. Así lo pensaba el propio Yediguéi. Hasta entonces, nadie tenía idea de los elefantes de montar. Aquel otoño habían pasado en la estación la primera película india. Todos los habitantes de Kumbel, del más joven al más viejo, acudieron a ver la inaudita película sobre el extraño país. La película, aparte de las incesantes canciones y bailes, mostraba elefantes; la gente viajaba por la jungla, a cazar tigres, montada en elefantes. Yediguéi también consiguió ver aquella película. El jefe del apartadero y él estaban en la reunión general de los sindicatos como delegados de Boranly, y al terminar la sesión se proyectó en el club del depósito ferroviario la película india. Con eso había empezado. Al salir del cine, se entablaron diversas conversaciones, y los ferroviarios se mostraban admirados de que en la India cabalgaran sobre elefantes. Alguien dijo en voz alta a este respecto:
¿Por qué os sorprenden tanto esos elefantes? ¿Qué tiene que envidiarle a un elefante el Burani Karanarde Yediguéi? ¡Si lo cargas, aguanta como un elefante!
También es verdad –se rieron a su alrededor.
¿Y un elefante, qué? –volvió a sonar la voz–. Un elefante sólo puede vivir en países cálidos. Que intente vivir en nuestro Sary-Ozeki en invierno. Tu elefante hasta perdería las pezuñas, ¿cómo compararlo con Karanar?
–Oye, Yediguéi, escucha, Burani, ¿por qué no le construyes a Karanarun palanquín como el que ponen en la India sobre los elefantes? ¡Cabalgarías como un ricacho de los de por allá!
Yediguéi se rió. Los amigos bromeaban con él, pero de todos modos era halagador escuchar aquellas palabras sobre su famoso semental...
En cambio, también aquel invierno le cayeron preocupaciones, tuvo que sufrir y pasar angustias por culpa de Karanar...
Pero eso sucedió ya con los fríos. Aquel día le pilló de camino la primera nevada. Hasta entonces había caído varias veces alguna nieve que se derretía inmediatamente. Pero entonces empezó a nevar, ¡y de qué manera! El cielo se cerró sobre Sary-Ozeki en compacta oscUridad, el viento empezó a arremolinarse. La nieve caía densa y pesada en forma de blancos y revoloteantes copos. No se sentía mUcho frío pero sí humedad y malestar. Y lo peor era que no se distinguía nada en derredor por culpa de la nieve. ¿Qué hacer? En Sary-Ozeki no hay refUgios donde esperar que pase el mal tiempo. Sólo quedaba una solución, confiar en la fUerza y en el instinto de Burani Karanar. Él debía llevarle a casa. Yediguéi dejó al semental en completa libertad de acción, mientras se subía el cuello de la chaqueta, se encasquetaba la gorra, se tapaba con la capucha y permanecía montado con paciencia, procUrando vanamente distinguir algo a su alrededor. Una impenetrable cortina de nieve y nada más... En medio de aquel torbellino, Karanarcaminaba sin aminorar el paso, comprendiendo seguramente que su amo ya no era en aquel momento su amo, puesto que se había callado y se quedaba quieto en las alforjas sin dejar sentir de ninguna manera su presencia. Grande tenía que ser la fuerza de Karanarpara correr por la estepa tan cargado y bajo la nevada. Respiraba poderosa y ardorosamente, llevando sobre ,sí a su amo, y chillaba y bramaba como una fiera, o lanzaba a veces un largo zumbido sin dejar de caminar incansable e imparablemente a través de la nieve que acudía volando a su encuentro...
No es difícil decir que a Yediguéi le pareció demasiado largo aquel camino. «¡Ojalá llegara pronto!», pensaba, y se imaginaba presentándose en casa, donde sin duda estarían intranquilos, preguntándose qué habría sido de él con aquel mal tiempo. Ukubala estaría inquieta por él, sólo que no lo diría en voz alta. No era de las que exponían todo lo que llevaban en el pensamiento. Quizá también Zaripa pensara qué le había sucedido. Naturalmente, lo pensaría. Pero ésta, con mayor motivo, no diría una palabra. Ahora, procuraba aparecer ante su vista lo menos posible y evitaba cualquier tipo de conversación a solas. ¿Y qué tenía que evitar? ¿Qué cosa tan mala había sucedido? Ni con palabras ni actos había dado motivo él, Yediguéi, para que alguien pudiera pensar que allí había algo raro. Todo seguía como antes. Simplemente, ellos, compaueros de viaje en la vida, habían mirado en cierto modo a su alrededor para cerciorarse de que seguían el buen camino... Y de nuevo se habían puesto en marcha. Eso era todo. Y lo que tuviera que pasar él con ello, ése era su problema... Era su destino; al nacer, seguramente ya llevaba escrito que estaba condenado a desgarrarse entre dos fuegos. Y que esto no inquietara a nadie, era su problema cómo comportarse consigo mismo, con su alma tan sufrida. ¡A quién le importaba lo que le pasara a él ni lo que le aguardara en el futuro! No era un chiquillo, de alguna manera saldría adelante, rompería el estrecho nudo que por su propia culpa se estrechaba cada vez con más fuerza...
Eran pensamientos terribles, dolorosos, sin solución. El invierno había llegado ya a Sary-Ozeki y él continuaba sin poder olvidar a Zaripa, ni renunciar, aunque fuera sólo mentalmente, a Ukubala. Para su desgracia, las necesitaba a las dos a la vez, y ellas, seguramente, viéndolo y sabiéndolo, no intentaban precipitar los acontecimientos para así ayudarle a que se definiera cuanto antes. Aparentemente, todo seguía igual: las relaciones entre ambas mujeres eran buenas, los críos de ambas casas crecían juntos como si fueran de una misma familia, sus hijos jugaban continuamente juntos en el apartadero, ora en una casa ora en la otra... Así había pasado el verano, así se dejaba atrás el otoño...
Burani Yediguéi se sentía huérfano y desamparado en su soledad bajo la nevada. Todo blanco y desierto a su alrededor. Karanarse sacudía continuamente los pegotes de nieve de la cabeza y rompía el silencio con rugidos y chillidos. Mal lo pasó su amo en aquel camino. Yediguéi no podía hacer nada, de ninguna manera conseguía tranquilizarse, tomar una decisión indiscutible e inapelable. No podía sincerarse plenamente ante Zaripa; tampoco podía renunciar a Ukubala. Y entonces empezó a increparse con las palabras más duras: «¡Bestia! ¡Estás en celo como tu camello! ¡Canalla! ¡Perro! ¡Cabeza loca!», y otras cosas por el estilo que, mezcladas con palabrotas, le sirvieron para fustigarse, atemorizarse y humillarse, para serenarse y volver en sí, reflexionar, detenerse... Pero nada servía... Él era como el deslizamiento de un terreno que ya se ha puesto en marcha... La única barrera que encontraría eran los niños. Ellos le aceptaban como era y no le planteaban problemas especiales. Para ellos estaba siempre dispuesto, con gran placer, a ayudarlos en lo que fuera, trasladar o arreglar lo que fuera de la casa, como por ejemplo ahora, que les llevaba patatas para el invierno en dos enormes sacos cargados como alforjas en Karanar. El combustible también estaba ya almacenado...
El pensamiento de los niños era el refugio de Yediguéi, allí se encontraba plenamente de acuerdo consigo mismo. Imaginaba que llegaba a Boranly-Buránny, que los niños salían corriendo de la casa al oírle llegar, sin que fuera posible hacerlos retroceder aunque nevara, y saltaban a su alrededor lanzando gritos: «¡Ha llegado tío Yediguéi! ¡Con Karanar! ¡Ha traído patatas!», y que con rigor y autoridad ordenaba al camello que se tendiera en tierra y él entonces, cubierto de nieve, bajaba sacudiéndose y encontrando el modo de acariciar de pasada las cabezas de los niños, y que luego empezaba a descargar los sacos de patatas, mirando si aparecía Zaripa por allí, caso de estar en casa, aunque él no le diría nada especial, ni ella a él: se limitaría a mirarla a la cara y con ello estaría contento, y de nuevo se sentiría mal, se afligiría, sin saber cómo salir del atolladero, pero los niños darían vueltas a su alrededor, tropezarían con sus piernas acercándosele temerosos una y otra vez, asustados por el bramido del camello, y luego, superando el temor, intentarían ayudarle, y eso le recompensaría a él por todos los sufrimientos...
Se preparaba interiormente para el pronto encuentro con los hijos de Abutalip, y pensaba por anticipado qué les contaría esta vez a sus, como él decía, insaciables oyentes. ¿Les hablaría de nuevo sobre el mar de Aral? Los relatos preferidos eran los de casos sucedidos en el mar, que ellos complementaban después haciendo que participara en ellos su padre, continuando así, sin darse cuenta, su relación con él, con su memoria... Claro que todo cuanto Yediguéi sabía o había oído de la vida marinera ya se había agotado, ya se había contado y repetido muchas veces, excepto quizá la historia del mekre de oro. ¿Cómo contar aquella historia? ¿A quién explicarla sino a sí mismo, que conocía el valor de aquel lejano acontecimiento? Así iba recorriendo el camino aquel día de nevada. No le abandonaron en todo el trayecto ni las dudas ni las reflexiones... Y estuvo nevando todo el camino...
Con esa nieve, se extendió por Sary-Ozeki un invierno prematuro y frío desde los primeros días.
Con el principio de los fríos, de nuevo se pÑso furioso Burani Karanar, otra vez se irritaba y se rebelaba en él su fuerza de macho, y ya nada ni nadie podía atentar contra su libertad. Ahora, incluso su propio dueño tenía a veces que retroceder para no meterse en la boca del lobo...
Dos días después de la nevada, barrió Sary-Ozeki una helada ventisca, y se levantó, como un vapor, un tenso y brumoso frío sobre la estepa. Bajo aquel crudo frío, el crujir de los pasos se oía desde muy lejos, con precisión; cualquier sonido o susurro se difÑndía con la máxima claridad. Los trenes del apartadero se oían a muchos kilómetros. Y cuando al amanecer, medio dormido, Yediguéi oyó el trompeteante bramido de Karanaren el cercado, su pataleo y sus sacudidas que hacían crujir la empalizada construida detrás de la casa, comprendió la molestia que de nuevo había caído sobre ellos. Se vistió rápidamente, salió a tientas, fue al cercado y se puso a chillar desgarrándose punzantemente la garganta con el áspero y helado aire:
–¡Qué haces! ¿Qué pasa? ¿Otra vez el fin del mundo? ¿Otra vez con tus mañas? ¡Otra vez a chuparme la sangre! ¡Vaya con el semental! ¡Cállate! ¡Cierra la boca te digo! Algo tempranillo has decidido este año ocuparte de tu asunto. ¡No hagas reír a la gente!
Pero en vano malgastó sus palabras. Traspasado por la pasión que nacía en él, al camello no le importaba la opinión de su amo. Exigía lo suyo, bramaba, resoplaba, crujía terriblemente de dientes, rompía el vallado.
–¿O sea que la has olfateado? –El amo trocó su ira en reproche–. Bien, está claro, tienes la inmediata necesidad de correr hacia allí, hacia la manada. ¡Has olfateado que alguna kaimancha [27]está en celo! ¡Ay, ay, ay! ¿Por qué se le ocurriría a Dios montar vuestra reproducción de modo que sólo una vez al año os acordéis de hacer lo que podríais llevar a cabo cada día sin ruido ni escándalo? ¡A quién le importaría entonces! ¡Pero no, como si fuera el fin del mundo!
Todo eso lo decía Burani Yediguéi por guardar las formas, para no sentirse tan molesto, pues comprendía perfectamente su impotencia. No tenía más remedio, no iba a dejar que fustigara vanamente el aire: abrió el cercado. Y no tuvo tiempo de retirar la pesada puerta de estacas, alta como un hombre y sujeta con una fuerte cadena: que Karanarse precipitó hacia fuera y casi derribándole y corrió a la estepa con furiosos resoplidos y bramidos, extendiendo ampliamente sus velludas patas y haciendo temblequear sus apretadas y negras gibas. En un instante desapareció de la vista levantando nubes de nieve tras de sí.
–¡Uf, al cuerno! –escupió en su dirección el dueño, y añadió en su enfado–: ¡Corre, corre, imbécil, no sea que llegues tarde!
Por la mañana, Yediguéi tenía que salir al trabajo. Por eso tuvo que aceptar la rebelión de Karanar. De haber sabido cómo iba a terminar aquello, no lo habría soltado por nada del mundo, aunque hubiera reventado. Pero ¿quién habría podido, en su ausencia, entendérselas con el enfurecido semental? Que se fuera cuanto más lejos mejor. Yediguéi esperaba que el camello se aireara en libertad, se enfriara en él su ardiente sangre, se tranquilizara...
A mediodía llegó Kazangap y le dijo sonriendo compasivamente:
Bueno, señorón, mal se te pone la cosa. Acabo de estar en el pastizal. Tu Karanar, por lo que pienso, ha emprendido una gran campaña. Las kaimanchasde aquí son poco para él.
¿Ha huido, pues, a otra parte? No juegues conmigo, dímelo en serio.
¿Dónde está la falta de seriedad? Te digo que se ha ido a otros rebaños. El animal ha olfateado algo. Fui a ver cómo estaba nuestra manada. Apenas llegué al gran barranco vi que algo corría por la estepa, la tierra temblaba, era Karanar. Tenía los ojos desorbitados, bramaba a toda potencia, soltaba saliva por los morros y corría como una locomotora. Con todo un torbellino tras él. Pensé que me iba a atropellar. Pasó junto a mí como si no viera que tenía a un hombre delante. Se dirigió hacia la parte de Malakumdychap. Allí, bajo la escarpadura, hay rebaños mayores que el nuestro. Lo de aquí ya no le interesa. Necesita un campo de operaciones más amplio. Ese animal está en su momento más fuerte.
Yediguéi se disgustó de verdad. Imaginó cuántos quebraderos de cabeza habría, cuántas dificultades desagradables.
–Está bien, tranquilízate. Habrá por allá buenos sementales que le plantarán cara, y volverá sobre sus pasos como un perro apaleado, adónde quieres si no que vaya –le tranquilizó Kazangap.
Al día siguiente empezaron a llegar noticias, como partes de guerra, sobre las acciones militares de Burani Karanar. El cuadro iba siendo poco tranquilizador. Apenas se detenía un tren en Boranly-Buránny, el maquinista, el fogonero o el revisor contaban, interrumpiéndose unos a otros, los desafueros y saqueos que Karanarllevaba a cabo en los rebaños de las estaciones y apartaderos. Contaban que en el apartadero de Malakumdychap había pateado, hasta casi matarlo, a dos sementales y se había llevado a la estepa a cuatro hembras que sus dueños habían arrancado a Karanara duras penas. Los hombres disparaban sus escopetas al aire. En otro lugar, Karanarhabía derribado al dueño, que montaba una camella. Aquel hombre, un bendito mentecato, esperó dos horas pensando que una vez se hubiera divertido, el semental dejaría en paz a su camella, la cual, por cierto, no tenía ganas de librarse de semejante insolente. Pero cuando el hombre empezó a acercarse a la camella para irse a casa con ella, Karanarse precipitó sobre él como una fiera y lo echó de allí, y lo habría pisoteado de no haber tenido tiempo el otro de saltar a un profundo agujero donde se escondió como un ratón, más muerto que vivo. LuÑego se recobró, salió por el barranco lo más lejos posible del lugar del encuentro con Karanar, y se apresuró a volver a su casa, feliz de haber salido con vida.
Por el teléfono de Sary-Ozeki llegaron otras noticias semejantes sobre las furiosas andanzas de Karanar, pero la información más inquietante y terrible llegó en forma epistolar del apartadero de Ak-Moinak. ¡Adónde había ido a parar aquel diablo, a Ak-Moinak, más allá de la estación de Kumbel! Desde allí llegó el mensaje de cierto Kospán. He aquí lo que decía aquel notable documento:
¡Salam, respetable Yediguéi-agá! Aunque en Sary-Ozeki eres un hombre famoso, tendrás que escuchar cosas muy desagradables. Pensé que eras un hombre más fuerte. ¿Por qué dejaste suelto a tu devastador Karanar? No esperábamos semejante cosa de ti. Ha implantado aquí un gran terror. Ha lisiado a nuestros sementales, se ha llevado a las tres mejores hembras, y, además, no llegó solo: trajo una camella ensillada, por lo visto expulsó al dueño por el camino, si no ¿cómo estaría ensillada esta camella forastera? Así, pues, nos quitó a esas hembras' se las llevó a la estepa, y no deja que nadie se acerque, ni hombre ni bestia. ¿Qué vamos a hacer? Nuestro joven semental ha muerto ya con las costillas rotas. Yo quise espantar a Karanar, disparando al aire, para recuperar a las hembras. ¡A buena hora! Nada le espanta. ¡Está dispuesto a morder, o roer vivo a quien sea! Todo, con tal de que no le impidan dedicarse a su faena. No come, no bebe y va cubriendo esas hembras por turno, y de un modo que pone la tierra patas arriba. Da asco ver con quéfiereza lo hace. Brama al mismo tiempo a toda la estepa como si llegara el fin del mundo. ¡No hay valor para escucharlo! Y tengo por seguro que podría dedicarse a ello cien años seguidos sin tomarse un descanso. Nunca en la vida vi monstruo semejante. En nuestra aldea todos estamos asustados. Las mujeres y los niños tienen miedo de alejarse demasiado de casa. Por ello exijo que vengas inmediatamente y que recojas a tu Karanar. Te doy un plazo. Si dentro de veinticuatro horas no has aparecido y no nos has librado de esta pesadilla, no te enfades, querido agá. Mi escopeta es de grueso calibre. Con escopetas como ésa se derriban osos. Dispararé ante testigos contra su odiada cabeza y punto final. La piel te la mandaré en el primer tren de mercancías que pase. No tendré en cuenta que se trata de Burani Karanar. Soy un hombre que mantiene su palabra. Ven, antes de que sea tarde.