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Un día más largo que un siglo
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Текст книги "Un día más largo que un siglo"


Автор книги: Чингиз Айтматов



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»Me aflige mucho que nuestro querido cementerio, donde descansa Naiman-Ana, no sea en adelante accesible para nosotros. Y por ello deseo descansar yo también en este lugar, en Malakumdychap, que pisaron los pies de Naiman-Ana. Y que pueda estar al lado de Kazangap, que ahora entregamos a la tierra. Y si es verdad que después de la muerte el alma transmigra a otro ser, para qué quiero yo ser hormiga; me gustaría convertirme en un milano colablanca. Para poder volar como éste sobre Sary-Ozeki y contemplar sin cansarme, desde las alturas, esta tierra mía. Eso es todo.

»Por lo que hace a mi testamento, lo encargo a los jóvenes que han venido aquí conmigo. Les digo que deposito en ellos mis instrucciones: que me entierren aquí. Pero lo único que no veo es quién va a rezar sobre mí. No creen en Dios, no conocen ninguna oración. En realidad, nadie sabe ni sabrá nunca si hay Dios en este mundo. Unos dicen que sí, otros dicen que no. Yo quiero creer que existes y que diriges mis designios. Y cuando acudo a Ti con plegarias, en realidad me estoy dirigiendo a mí mismo a través de Ti, y en este momento tengo el don de pensar como si lo pensaras Tú, Creador nuestro. ¡Así es todo eso! Pero ellos, los jóvenes, no piensan en ello y desprecian las oraciones. Pero ¿qué podrán decirse a sí mismos y a los demás en la solemne hora de la muerte? Me dan lástima. ¿Cómo van a comprender su tesoro humano si no tienen un camino para elevar el pensamiento de forma que cada uno de ellos se convierta de pronto en un dios? Perdóname esta blasfemia. Ninguno de nosotros se convertirá en Dios, pero de otro modo también Tú dejarías de existir. Si el hombre no puede presumir en secreto de ser un dios que lucha por todo, como Tú debes luchar por los hombres, tampoco Tú, Dios mío, existirías... Y yo no quisiera que desaparecieras sin dejar rastro...

»Ésta es toda mi petición y mi tristeza. Sin embargo, perdona si he expresado algo fuera de lugar. Soy un hombre sencillo, pienso según mi capacidad. Ahora terminaré con palabras de las Sagradas Escrituras y procederemos al entierro. Bendícenos, Señor, por nuestra acción...

»Amén –concluyó Burani Yediguéi su oración, y después de una pausa y de mirar una vez más al milano, se volvió lentamente, con aguda tristeza, a los jóvenes que estaban a sus espaldas y sobre quienes había manifestado su opinión al mismo Dios Nuestro Señor. Ante él estaban los mismos cinco hombres que le habían acompañado hasta allí y con los que debía culminar ahora, por fin, aquel entierro tan prolongado.

–Así, pues –dijo pensativamente–, ya he dicho por vosotros lo que correspondía decir en oración. Ahora procedamos.

Echando a un lado la chaqueta con las medallas, Burani Yediguéi bajó al fondo de la zanja. Le ayudó Dlínny Edilbái. Sabitzhán, como hijo del difunto, se quedó aparte expresando su aflicción con la cabeza gacha, y los otros tres –Kalibek, Zhumagali y el yerno alcohólico– sacaron de las angarillas el cuerpo envuelto en el saco de fieltro y lo descendieron a la tumba dejándolo en manos de Yediguéi y de Dlínny Edilbái.

«¡Ha llegado la hora de la despedida! –pensó Burani Yediguéi instalando a Kazangap en el nicho, en la profundidad de la tierra, para su permanencia eterna–. Perdona que hayamos tardado tanto en encontrarte un lugar. Hemos estado todo el día de acá para allá. Así han salido las cosas. No es culpa nuestra que no te hayamos enterrado en Ana-Beit. Pero no pienses que la cosa va a quedar así. Iré a donde sea necesario. Mientras viva, no callaré. ¡Se las voy a cantar claras! Y tú, quédate tranquilo en tu sitio. La tierra es grande e inabarcable, y ya ves, tu sitio, de medio metro, te ha tocado aquí. Tampoco vas a estar solo. Pronto me instalaré aquí yo también, Kazangap. Espérame un poquito. No tengas ninguna duda. Si no ocurre alguna desgracia, si muero de muerte natural, vendré aquí y estaremos juntos de nuevo. Y nos convertiremos en tierra de Sary-Ozeki. Aunque no lo sabremos. Sólo es dado saberlo mientras se vive. Por eso, aunque parezca que te hablo a ti, en realidad me lo digo a mí mismo. De hecho, ya no eres el que fuiste. Y así pasaremos de la existencia a la no existencia. Pero los trenes continuarán pasando por Sary-Ozeki, y otros hombres vendrán a sustituirnos...»

Y aquí el anciano Yediguéi no pudo contenerse y lanzó un sollozo; todo lo que había sucedido en los muchos años de su vida en el apartadero de Boranly-Buránny, los disgustos y alegrías, habían cabido en algunas palabras de despedida y en algunos minutos de entierro. ¡Cuánto y qué poco se le da al hombre!

–¿Lo oíste, Edilbái? –dijo Yediguéi rozándose con él en la estrecha zanja hombro contra hombro–. Entiérrame también aquí, para que esté a su lado. Y con tus propias manos deposítame y acaba la excavación, como lo hicimos ahora, para que pueda yacer cómodamente. ¿Me das tu palabra?

–Déjalo, Yediguéi, ya hablaremos luego. Ahora lo que tienes que hacer es salir a la faz de la tierra. Yo mismo terminaré la faena. Tranquilízate, Yedik, y sal. No pases cuidado.

Ensuciándose de arcilla su rostro húmedo, Burani Yediguéi subió del fondo de la zanja llorando y murmurando lastimeras palabras. Kalibek llevó el bidón del agua para que el anciano pudiera lavarse.

Luego, arrojaron un puñado de tierra cada uno y empezaron a llenar la tumba al resguardo del viento. Primero a paletadas; luego, Zhumagali se sentó al volante y empujó la tierra con la excavadora. Finalmente, pusieron también, a paletadas, el montón de tierra sobre la tumba...

El milano colablanca continuaba planeando sobre ellos, observando la nube de polvo y el puñado de hombres que estaba haciendo algo raro en el despeñadero de Malakumdychap. Observó una animación especial entre ellos cuando en lugar de la zanja empezó a crecer una montaña de tierra fresca. Y el perro pardo, después de estirarse, se levantó también bajo el remolque y empezó a rondar junto a los hombres. ¿Quería quizá algo? Sólo el viejo camello, adornado con caparazón de borlas, continuaba masticando imperturbablemente su rumia moviendo sin cesar las mandíbulas...

Al parecer, los hombres se disponían a partir. Pero no, uno de ellos, el amo del camello, abría las manos ante su cara y todos los demás hacían lo mismo...

Se acababa el tiempo. Burani Yediguéi los abarcó a todos con una mirada larga, fija, y dijo:

–Asunto terminado. ¿Fue Kazangap una buena persona?

–Muy buena –respondieron los demás.

–¿Dejó alguna deuda? Aquí está su hijo, que se haga cargo de las deudas de su padre.

Nadie respondió. Entonces, Kalibek dijo por todos: –No, no ha dejado ninguna deuda.

En este caso, ¿qué dices tú, hijo de Kazangap, Sabitzhán? –se dirigió a él Yediguéi.

–Gracias a todos –respondió éste lacónicamente. –Si es así, ¡vámonos a casa! –dijo Zhumagali.

–En seguida. Sólo una palabra –le detuvo Burani Yediguéi–. Soy el más viejo de todos. Tengo que hacer un ruego. Cuando llegue el caso, enterradme aquí, aquí mismo, al lado mismo de Kazangap. ¿Lo habéis oído? Es mi testamento, por lo tanto, entendedlo así.

–Nadie sabe, Yedik, qué pasará ni cómo será; no hay por qué pensarlo por anticipado –expresó sus dudas Kalibek.

–Es igual –insistió Yediguéi–. Yo debía decirlo y vosotros debíais escucharlo. Y cuando esto ocurra, recordad que hubo tal testamento.

–¿Y qué otros grandes testamentos va a haber más? Anda, Yedik, expónlos todos de una vez –bromeó Dlínny Edilbái deseando descargar la tensión del ambiente.

–No te burles –se ofendió Yediguéi–. Hablo en serio.

–Lo recordaremos, Yedik –le tranquilizó Dlínny Edilbái–. Si ocurre así, haremos lo que deseas. No lo dudes.

–Bien, eso es la palabra de un caballero –rezongó satisfecho el otro.

Los tractores empezaron a girar para descender del despeñadero. Llevando de la brida a Karanar, Burani Yediguéi caminaba al lado de Sabitzhán mientras los tractores bajaban la cuesta. Quería hablar a solas con él sobre algo que le inquietaba en extremo.

–Escucha, Sabitzhán, ya tenemos las manos libres pero nos queda algo que hablar. ¿Qué vamos a hacer con nuestro cementerio, con el cementerio de Ana-Beit? –le dijo en tono de interrogación.

–¿Qué vamos a hacer? No hay por qué romperse la cabeza –respondió Sabitzhán–. Un plan es un plan. Lo van a liquidar, a trasladar según el plan. Ésa es toda la cuestión.

–No me refiero a esto. Con esa actitud, uno podría desentenderse de cualquier asunto. Tú has nacido y has crecido aquí. Te educó tu padre. Y ahora acabamos de enterrarle. Solo, en campo raso, y el único consuelo es que de todos modos está en nuestra tierra. Eres culto, trabajas en la capital del distrito, y gracias a Dios puedes entablar conversación con quien sea. Has leído diversos libros...

–Bueno, ¿y a qué viene esto? –le interrumpió Sabitzhán.

–Pues viene a que me ayudes en una conversación, a que vayamos tú y yo antes de que sea tarde, sin aplazarlo, mañana sin falta, a visitar al jefe de aquí; bien habrá en esa ciudad alguien que sea el que mande más. No es posible que allanen Ana-Beit. Porque es historia.

–No son más que viejos cuentos, compréndelo, Yedik. Aquí se deciden cuestiones mundiales, cósmicas, y quieres que vayamos a quejarnos de no sé qué cementerio. ¿A quién le importa? Para ellos eso no importa nada. Y de todos modos, no nos dejarán pasar.

–Si no vamos, no nos dejarán pasar. Pero si lo exigimos, nos dejarán. Y en caso contrario, el propio jefe puede salir a nuestro encuentro. No es una montaña, que no pueda moverse de sitio.

Sabitzhán lanzó a Yediguéi una mirada de irritación.

–Deja, anciano, esta causa perdida. Y no cuentes conmigo. A mí eso no me importa nada.

–Podías haberlo dicho. Y se acabó la conversación. ¡Pero decías que eran cuentos!

–¿Pues qué te creías? ¿Que correría a ayudarte? ¿Por qué? Tengo familia, hijos, trabajo. ¿Para qué mear contra el viento?

–¿Para que desde aquí hagan una llamada y me den una patada en el culo? ¡No, gracias!

–Tu «gracias» quédatelo para ti –replicó Burani Yediguéi, y añadió iracundo–: ¡Una patada en el culo! ¡O sea, que sólo vives para tu culo!

–¿Pues qué creías? ¡Así es precisamente! Para ti es muy sencillo. ¿Quién eres tú? Nadie. Pero nosotros vivimos por el culo, para que nos caigan en la boca las cosas más dulces.

–¡Vaya, vaya! Antes temíais por vuestras cabezas y ahora, según se ve, por vuestros culos.

–Entiéndelo como quieras. Pero no me vengas con tonterías.

–Está claro. ¡Terminó la conversación! –cortó Burani Yediguéi–. Da el convite funerario, y después, si Dios quiere, no volveremos a vernos más.

–Lo que convenga –se crispó Sabitzhán.

Así se separaron. Mientras Burani Yediguéi montaba en el camello, los tractoristas le esperaban con los motores en marcha, pero él les dijo inmediatamente que no se entretuvieran, que siguieran adelante tan de prisa como pudieran, pues los estaban esperando para el convite funerario, mientras que él, montado, podía ir campo a través y viajaría por su cuenta.

Cuando los tractoristas hubieron partido, Yediguéi se quedó allí para decidir qué debía hacer.

Ahora estaba solo, en completa soledad en medio de SaryOzeki, con la excepción del fiel perro Zholbars, que al principio se había precipitado tras los tractores en marcha, pero después había vuelto corriendo al comprender que su amo ya no llevaba el mismo camino. Pero Yediguéi no le prestó atención. Si el perro se hubiera marchado a casa, él no se habría dado cuenta. No estaba para esas cosas. El mundo era áspero. No podía ahogar en su persona la quemazón espiritual, el vacío deprimente e inquietante que sentía después de la conversación con Sabitzhán. Este abrasador vacío se abría en él como un dolor incalmable, como una brecha de parte a parte, como el desfiladero, en el que sólo había frío y oscuridad. Burani Yediguéi se arrepentía, se arrepentía de verdad, de haber entablado aquella conversación, de haber arrojado en vano las palabras al viento. ¿Era acaso Sabitzhán un hombre al que valiera la pena acudir en demanda de consejo y de ayuda? Había alimentado esperanzas. «Es culto –se había dicho–, ilustrado, le será más fácil encontrar un lenguaje común con aquellos que son como él.» ¿No le habían educado en diferentes escuelas e institutos? Quizá le educaron para que se convirtiera en lo que era. Quizá en alguna parte había alguien muy astuto, como un diablo, que invirtió muchos esfuerzos en Sabitzhán para que éste se convirtiera en Sabitzhán y no en cualquier otro. En realidad, Sabitzhán mismo contaba y describía con todos los pelos y señales aquel absurdo de los hombres controlados por radio. «¡Se acerca –decía– esa época!» A lo mejor, ese ser invisible y todopoderoso ya le estaba controlando por radio a él...

Y cuanto más pensaba en ello el anciano Yediguéi más ofendido se sentía y menos solución encontraba ante esos pensamientos.

–¡Eres un mankurt! ¡El más auténtico mankurt! –murmuró encolerizado, odiando y compadeciendo a Sabitzhán.

Pero no estaba en absoluto dispuesto a aceptar lo sucedido, comprendía que debía hacer algo, emprender alguna acción, para no quedar reducido al más triste sometimiento. Burani Yediguéi comprendía que si cedía, aquello sería una derrota ante sus propios ojos. Presintiendo que habría que hacer algo a despecho del evidente resultado del día, de momento no podía decirse con exactitud cómo había de empezar y cómo había de enfocar el asunto para que sus pensamientos y sentimientos con respecto a Ana-Beit llegaran a oídos de aquellos que efectivamente podían cambiar la orden. Para que llegaran y tuvieran algún efecto, para que los convencieran... Pero ¿cómo conseguirlo? ¿Adónde ir? ¿Qué emprender?

Sumido en esas reflexiones, Yediguéi miró a su alrededor, montado en Karanar. Le rodeaba una estepa silenciosa. Las sombras precrepusculares se introducían subrepticiamente en los barrancos de arena roja de Malakumdychap. Hacía tiempo que los tractores habían desaparecido en la lejanía y habían dejado de oírse. La juventud había partido. El último de los que conocían y conservaban en la memoria el pasado de Sary-Ozeki, el anciano Kazangap, yacía ahora en el despeñadero, bajo el fresco montículo de tierra de una tumba solitaria, en medio de la inabarcable estepa. Yediguéi imaginó que, poco a poco, aquel montículo se iría aplanando y extendiendo, que se fundiría con el color de ajenjo de la estepa y sería difícil, si no imposible, distinguirlo en aquel lugar. Así resulta ser: nadie sobrevive a la tierra, nadie escapa a la tierra...

El sol se hinchó y aumentó de peso al final del día, descendiendo bajo su insoportable peso cada vez más cerca del horizonte. La luz del astro que se iba cambiaba de minuto a minuto. En el seno de la puesta de sol se engendraba imperceptiblemente una oscuridad teñida con el azul crepuscular y con el brillo dorado del espacio iluminado.

Después de reflexionar y estudiar la situación, Burani Yediguéi se decidió a regresar de nuevo a la barrera, al paso hacia la zona. No se le ocurrió ningún otro medio. Ahora, cuando el entierro quedaba atrás, cuando ya nadie ni nada le ataba y podía confiar en sí mismo en plena medida, hasta donde alcanzaran las fuerzas que le habían concedido la naturaleza y la experiencia, podía permitirse actuar por su cuenta y riesgo como considerara necesario. Ante todo quería conseguir, obligando al servicio de guardia, que le llevaran aunque fuera bajo escolta ante el jefe máximo, y si era necesario, obligar a éste a acudir a la barrera a escucharle, a escuchar a Burani Yediguéi. Entonces se lo contaría todo cara a cara...

Todo estaba ya pensado y Burani Yediguéi decidió actuar sin dilaciones. Tenía intención de presentar, como motivo directo, el deplorable caso del entierro de Kazangap. Decidió con firmeza mostrarse insistente en la barrera, exigir un pase o una audiencia, empezar por ahí, obligando a los guardas a comprender que insistiría en su petición hasta que le escuchara el jefe más alto y no un Tansykbáyev cualquiera...

Hizo acopio de ánimo.

–¡Taubakel! ¡Si el perro tiene un amo, el lobo tiene un dios! –se animó a sí mismo, y arreó con firmeza a Karanardirigiéndose hacia la barrera.

Mientras, el sol se había puesto y empezaba a oscurecer rápidamente. Cuando se aproximó a la zona, reinaba ya una completa oscuridad. Faltaba media versta hasta la barrera cuando, enfrente, aparecieron claramente visibles los faroles del puesto de guardia. Allí, sin llegar hasta el centinela, Yediguéi se apeó. Bajó deslizándose desde la silla. El camello no tenía papel en aquel asunto. ¿Para qué aquel estorbo? Además, según qué jefe fuera podría no querer hablar con él diciendo: «Anda, lárgate de aquí con tu camello. ¡De dónde habrá salido ése! No vas a tener ninguna audiencia», y no le permitiría entrar en el despacho. Sobre todo, Yediguéi no sabía cómo terminaría su empresa, si tendría que esperar mucho tiempo el resultado, de manera que lo mejor era presentarse solo y dejar de momento a Karanartrabado en la estepa. Podría pastar.

–Oye tú, espérame un momento, voy a ver qué pasa y qué giro toma eso –refunfuñó dirigiéndose a Karanar, aunque sobre todo para mantener su propia firmeza.

De todos modos, tuvo que obligar al camello a tenderse para sacar de las alforjas las maniotas y prepararlas.

Mientras Yediguéi manipulaba a oscuras con las maniotas, reinaba un silencio tan inconmensurable que podía oír su propia respiración, el pálpito y el zumbido de algunos insectos en el aire. Sobre su cabeza se había encendido una enorme cantidad de estrellas que habían aparecido de pronto en el puro cielo. Había un silencio muy grande, como a la espera de algo...

Incluso Zholbars, acostumbrado al silencio de Sary-Ozeki, mantenía una tensa alarma y gimoteaba. ¿Qué habría en aquel silencio que no le gustaba?

–¡Sólo falta que ahora vengas tú a metérteme entre piernas! –manifestó descontento su amo.

Luego pensó: «¿Dónde dejo al perro?». Y durante un rato estuvo pensándolo mientras manejaba las maniotas del camello. Estaba claro que el perro no se quedaría atrás. Aunque le echara, de todos modos no se marcharía. Presentarse como peticionario con un perro tampoco daba prestancia. Aunque no se lo dijeran, se reirían de él. «Mirad –dirían–, viene un anciano a defender unos derechos y no le acompaña nadie, sólo un perro.» De modo que era mejor ir sin perro. Y entonces Yediguéi decidió atarle con las riendas largas a los arreos del camello. Que estuvieran juntos, en una sola atadura, el perro y el camello, mientras él se ausentaba. Con esta intención llamó al perro:

—¡ Zholbars! ¡ Zholbars! ¡Ven aquí! —y se inclinó para ajustar el nudo a su cuello.

Y entonces, sucedió algo en el aire, algo se movió en el espacio con creciente tronar volcánico. Y allí mismo, muy cerca, en la zona del cosmódromo, se levantó como una columna en el cielo la vivísima chispa de una amenazadora llama. Burani Yediguéi retrocedió con espanto, el camello dio un salto chillando... El perro, lleno de terror, se arrojó a los pies del hombre.

Era el lanzamiento del primer cohete-robot militar de la Operación Anillo, de protección transcósmica. En Sary-Ozeki eran exactamente las ocho de la tarde. Tras el primer cohete se precipitó hacia el espacio el segundo, tras éste el tercero, y después otro, y otro... Los cohetes partían para el lejano cosmos donde depositarían alrededor del globo terráqueo un cordón continuamente activo, para que nada cambiara en los asuntos terrenos, para que todo siguiera como era...

El cielo se caía sobre la cabeza abriéndose en penachos de ardiente llama y de humo... El hombre, el camello y el perro, tres seres sencillos, huyeron enloquecidos. Dominados por el terror, corrían juntos temiendo separarse, corrían por la estepa implacablemente iluminados por gigantescos resplandores de fuego...

Pero por mucho que corrieran, era una carrera sin moverse del sitio, pues cada nueva explosión les cubría de la cabeza a los pies con un incendio de luz que lo abarcaba todo y con un estruendo demoledor...

Y ellos corrían, el hombre, el camello y el perro, sin volver la cabeza, y de pronto a Yediguéi le pareció que sin saber de dónde había aparecido a su lado un pájaro blanco, el que surgiera en otro tiempo del pañuelo blanco de Naiman-Ana cuando cayó de la silla atravesada por la flecha de su propio hijo mankurt... El pájaro blanco volaba rápidamente junto al hombre chillando en medio del estruendo de aquel fin del mundo:

—¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre? ¡Recuerda tu nombre! Tu padre fue Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái, Donenbái...

Y su grito sonó aún largo rato en las cerradas tinieblas...

Unos días después, llegaron de Kyzyl-Ordá a Boranly-Buránny las dos hijas de Yediguéi, Saule y Sharapat, con sus maridos e hijos, pues habían recibido un telegrama sobre la muerte de Kazangap, el anciano de Sary-Ozeki. Fueron a recordar su memoria y a testimoniar su aflicción, y al propio tiempo a pasar un par de días con sus padres, pues no hay mal que por bien no venga.

Cuando toda la tropa bajó del tren y se presentó en el umbral de Yediguéi, éste no se hallaba en casa. Ukubala corrió a su encuentro, y llorando y abrazándolos, besando a los niños, sin saciarse de gozar de su presencia, no hacía más que decir:

—¡Gracias a Ti, Señor! ¡Cómo se alegrará vuestro padre! ¡Qué bien que hayáis venido! ¡Y habéis venido todos juntos, os habéis reunido y habéis venido! ¡Pero cómo se alegrará vuestro padre!

—¿Y dónde está papá? —preguntó Sharapat.

—Volverá al atardecer. Ha partido esta mañana hacia el buzón de Correos, a ver al jefe. ¡Tiene muchos asuntos allí! Luego os contaré. Pero ¿qué hacéis ahí de pie? Estáis en vuestra casa, hijos míos...


En aquellas tierras, los trenes continuaban yendo de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encontraban, en aquellas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.





Cholpon-Atá, diciembre de 1979-marzo de 1980.


EL AUTOR Y SU OBRA





El escritor kirguiz Chinguiz Aitmátov nació el 12 de diciembre de 1928 en la aldea de Sheker, situada en una pintoresca llanura del curso alto del Talas.

De niño vivía con su abuela y se impregnó de las costumbres transhumantes del pueblo kirguiz. Sus padres estudiaron en una escuela rusa. El padre, activista del partido bolchevique desde 1917, cayó en las purgas estalinistas de 1937.

Aitmátov estudió en la escuela del pueblo y se educó en ambas lenguas, kirguiz y ruso. De 1943 a 1945 trabajó como secretario del Sóviet e inspector de impuestos en la aldea. En 1948 finalizó los estudios en la Escuela Técnica de Zooveterinaria, convertida más adelante en Facultad de Zootécnica del Instituto Agrícola de Kirguizia, donde trabajó como zoo-técnico.

Inició su actividad literaria en 1952 cuando el periódico publicó su relato «Dziuyo, el vendedor de periódicos». De 1956 a 1958, Aitmátov cursó estudios superiores en el Instituto de Literatura Gorki de Moscú. Fue redactor de la revista Literaturni Kirguizstán,trabajó de periodista en Frunza y, después de aparecer su relato «Cara a cara» (Oktiabr,1958 número 3), comenzó a publicar en las revistas literarias moscovitas y se convirtió en uno de los autores de Novyi Mir.Su primera obra importante es el cuento Yamila(publicado en CÍRCULO DE LECTORES) que apareció en la URSS en 1958 y que alcanzó enseguida una amplia difusión, incluso fuera del país. En 1959 ingresó en el PCUS.

En los años siguientes escribió una serie de cuentos: «El primer maestro», «El campo materno», «Mi pequeño álamo de pañuelo rojo», etc., reunidos en el libro Cuentos de las montañas y de las estepas,que fue galardonado con el premio Lenin en 1963. Desde 1967 es miembro de la redacción de las revistas Novy Miry Literatúrnaya Gazeta.

En los cuentos «Adiós Gulsary» (1 966) y «La nave blanca» (1970), Aitmátov se muestra como un escritor innovador, maestro en el sutil retrato psicológico.

En 1975 escribió Las grullas tempraneras,relato sobre la infancia difícil durante la guerra, sobre la formación del carácter del niño. En 1977 se publica su relato El perro que corre junto al mar,sobre la vida de los nivji, una pequeña etnia de las orillas del mar de Ojotsk. En 1980 apareció la novela Un día más largo que un sigloy en 1986 El salario de Abdias.

Chinguiz Aitmátov ha sabido compaginar su rica labor literaria con una dilatada actividad política y social que, como su obra, ha girado en torno a su pueblo y ha estado dedicada a la defensa de los valores humanos y de la cultura. Sus grandes temas están íntimamente unidos a su Kirguizia natal y el centro de su obra lo ocupa un personaje –ya sea hombre o mujer, muchacho o anciano– sacudido por los vientos del destino, contra los que lucha. Sus relatos o novelas están poblados de hombres de su tierra y construidos sobre su querido paisaje estepario de Asia Central. Pero tanto por su estilo versátil como por sus inagotables registros, Aitmátov no puede encerrarse en el ámbito de lo local: la penetración de su mirada lo convierte en un escritor que supera el marco de lo nacional para disolverse en el campo de los valores, los sentimientos y las preocupaciones de la humanidad.


notes

Notas



1. Jaibán:bestia. (N. del T.)


2. Naimano:pueblo o tribu oriental. (N. del T.)


3. Koketai:diminutivo cariñoso y al propio tiempo apelativo desdeñoso y condescendiente. (N. del T.)


4. Arstán, Zholbars, Boribasar, significan respectivamente león, tigre y perro lobo. (N. del T.)


5. desdichada. (N. del T.)


6. Taubakell:a por todas. (N. del T.)


7. Kulak:campesino rico y explotador. (N. del T.)


8. Karakalpaca:habitante de la estepa de Asia Central del mismo nombre. (N. del T.)


9. «Máxim»:así se llamaban los vagones habilitados para el transporte de personas. (N. del T.)


10. Se es dueño del ganado por la gracia de Dios. (N. del T.)


11.  Sirttan:ser superior, por ejemplo: superhombre, superperro, superlobo... (N. del T.)


12.  Agai:maestro. (N. del T.)


13.  Torki: tribus nómadas del sur de Rusia, de los siglos XII al XIII. (N. del T.)


14. «Soy la camella desamparada que ha venido a olfatear el olor de la piel de un camellito rellena de paja.» (N. del T.)


15. Zholamán está formado por dos nombres: zhol, camino, y amán, salud. Significa «ten salud por el camino», o sea, «buen viaje». (N. del T.)


16.  Tailak:camello joven. Atan: camello adulto. (N. del T.)


17.  Shisha:astilla de madera con que se atraviesa el labio superior de los camellos. (N.del T.)


18.  Vlasovista:partidario del general blanco Vlásov que colaboró con los alemanes y formó un ejército ruso contra los soviéticos. (N. del T.)


19. «Queridos amigos», en lengua kazaja. (N. del T.)


20. Sótnik:jefe de escuadrón. Más tarde, con los zares, teniente de cosacos. (N. del T.)


21. tienda de los nómadas. (N. del T.)


22.  Kumis:bebida fermentada preparada con leche de yegua. (N. del T.)


23. En mongol, «Salud». (N. del T.)


24.  Zhaík, Yalk:distintas denominaciones del río Ural. (N. del T.)


25. «¡Echo mucho de menos a pápika!» (N. del T.)


26. Antojo. (N. del T.)


27.  Kaimancha:joven camella. (N. del T.)


28.  Nin:hermano menor, paisano. (N. del T.)


29. Amplia, ancha. Así llamaban los kazajos antiguamente al río Ural. (N. del T.)


30.  Dombra:instrumento musical kazajo de dos cuerdas. (N. del T.)


31.  Zhyrau:bardo de la estepa. (N. del T.)


32. Bechara:desgraciado. (N. del T.)


33.  Mulha:sacerdote musulmán. (N. del T.)


34.  Basmachi:bandido revolucionario durante la guerra civil en Asia Central. (N. del T.)


35. Kumbeztumba. (N. del T.)


36.  Gazik:marca de automóvil. (N. del T.)


37. «Nosotros, somos nosotros, hijo. No nos dejan pasar al cementerio. Haz algo, ayúdanos, hijo.» (N. del T.)


38. «¡No te basta con la carretera! ¡No te basta con la tierra! ¡Yo te escupo!» (N. del T.)


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