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Un día más largo que un siglo
  • Текст добавлен: 6 сентября 2016, 23:42

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Автор книги: Чингиз Айтматов



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Algo semejante puede sucederle al hombre que se queda solo frente a contradicciones insuperables y se agita con el alma afligida sin atreverse a comunicárselo a nadie, pues no hay nadie en el mundo que esté en condiciones de ayudarle y de comprenderle. Él lo sabe, y eso le aterroriza. Y es algo que avanza sobre él...

La primera vez que Yediguéi experimentó este deslizamiento, y concibió claramente lo que significaba, fue dos meses después del viaje a Kumbel con Zaripa, cuando tuvo que ir de nuevo allí por sus asuntos. Había prometido a Zaripa pasar por Correos a ver si había cartas para ella, y, en caso de no haberlas, mandar tres telegramas a tres direcciones diferentes que ella le había dado. Hasta entonces, Zaripa no había recibido respuesta a ninguna de las cartas a sus parientes. Y ahora quería saber sencillamente si las habían recibido o no, eso es lo que decía en los telegramas: «Ruego encarecidamente comuniquen si han recibido mis cartas. Sólo sí o no. No es obligado responder a las cartas». Al parecer, los hermanos y hermanas no querían relacionarse con la familia de Abutalip ni por carta.

Yediguéi salió por la mañana en su Burani Karanarcon la intención de estar de vuelta a la caída de la tarde. Naturalmente, cuando salía de viaje solo, sin bagaje, cualquier maquinista conocido le habría recogido con mucho gusto y le habría dejado en Kumbel una hora y media después. Sin embargo, Yediguéi empezó a evitar esta clase de viajes por culpa de los hijos de Abutalip. Ambos, tanto el mayor como el menor, continuaban esperando cada día, en el ferrocarril, el regreso de su padre. En sus juegos, conversaciones, adivinanzas, dibujos, en toda su simple vida cotidiana infantil, la espera del padre era la esencia de su vida. Y es indudable que la personalidad más autorizada para ellos en aquel período era tío Yediguéi, el cual, así lo creían, tenía que saberlo todo y ayudarlos.

El propio Yediguéi comprendió que sin él los niños aún lo pasarían peor y se sentirían todavía más huérfanos en el apartadero, y por eso dedicaba casi todo su tiempo libre en buscarles ocupación, en distraerlos gradualmente de las inútiles esperas. Recordando el testamento de Abutalip referente a que hablara a los niños del mar, sacaba a relucir más y más detalles de su propia infancia y de su juventud de pescador, y de todos los hechos y leyendas del mar de Aral. Adaptaba a los niños estos relatos como podía, y cada vez se admiraba de su capacidad de inventiva, de su sensibilidad, de su memoria. Y estaba muy contento al ver que ponían de manifiesto la educación que recibieron de su padre. Al contar algo, Yediguéi se orientaba principalmente hacia el menor, hacia Ermek. Sin embargo, el pequeño no se quedaba atrás ni con respecto al mayor ni con respecto a ninguno de los cuatro oyentes –los hijos de ambas casas– y para Yediguéi era el más querido, aunque procuraba no distinguirle. Ermek era el oyente más interesado, el mejor interpretador de sus relatos. Tratárase de lo que se tratara, él relacionaba con su padre cualquier acontecimiento, cualquier giro interesante de la acción. Para él, su padre tomaba parte en todas las cosas y estaba en todas partes. Un ejemplo es la siguiente conversación:

–En las orillas del mar de Aral hay unos lagos en los que crecen espesos cañaverales, y en ellos se esconden los cazadores con sus escopetas. En primavera, los patos acuden volando al mar de Aral. En invierno han vivido en otros mares más cálidos, pero apenas se funden los hielos del Aral, se ponen en camino con la mayor rapidez posible, de día y de noche, pues echan mucho de menos aquellos lugares. Vuelan en grandes bandadas, les gusta nadar en el agua, bañarse después del viaje, dar volteretas, y por eso cada vez vuelan más bajo hacia la orilla, pero entonces sale humo y fuego de las cañas: ¡pan-pan! Así disparan los cazadores. Los patos caen graznando al agua. Los demás, huyen asustados hacia el centro del mar y no saben qué hacer ni dónde vivir. Dan vueltas sobre las olas graznando. La verdad es que están acostumbrados a nadar junto a la orilla. Pero ahora tienen miedo de acercarse a ella.

–Tío Yediguéi, de todos modos hubo un pato que empezó a volar en seguida para volver al lugar de donde venía.

–¿Y para qué volvió hacia allí?

–Es que verás, mi pápikaes un marinero que navega por allí en un gran barco. Tú mismo nos lo dijiste, tío Yediguéi.

–Sí, claro que sí, cómo no –recordó Yediguéi, cogido en la trampa–. Bien, ¿y qué más?

–Pues que ese pato volaba de regreso y le dijo a mi pápikaque los cazadores estaban ocultos entre las cañas y que les disparaban. ¡Y que no tenían dónde vivir!

–Sí, sí, tienes razón.

–Y mi pápikale dijo a ese pato que él volvería pronto, que en el apartadero tenía dos hijos (Daúl y Ermek) y además al tío Yediguéi. Y que cuando llegue nos reuniremos todos juntos, iremos al mar de Aral y echaremos de las cañas a los cazadores que disparan contra los patos. Y de nuevo los patos se encontrarán a gusto en el mar de Aral... Nadarán y darán volteretas así, cabeza abajo...

Cuando se agotaban los relatos, Yediguéi recurría a la adivinación por las piedras. Llevaba siempre encima cuarenta y una piedrecitas del tamaño de un buen guisante. Este antiquísimo medio de adivinación tenía su complejo simbolismo y su antigua terminología. Cuando Yediguéi echaba las piedras, instándolas y conjurándolas a que respondieran con verdad y honestidad si aún vivía un hombre llamado Abutalip, dónde se encontraba y si pronto se extendería un camino ante él, así como qué tenía en su cuerpo y en su alma, los niños callaban concentrados, vigilando sin distracciones cómo se colocaban las piedras. Un día, Yediguéi oyó unos susurros, una conversación en voz baja tras la esquina. Miró con precaución. Eran los hijos de Abutalip. Ermek estaba adivinando con las piedras. Las arrojó como mejor supo, pero al propio tiempo se llevó cada piedra a la frente y a los labios, informando a cada una:

—Te quiero. Tú también eres inteligente, una piedrecita buena. No te equivoques, no tropieces, habla honrada y francamente, como hablan las piedrecitas de tío Yediguéi. —Luego empezó a interpretar a su hermano mayor el significado de la operación, repitiendo con exactitud el relato de Yediguéi—. Ya lo ves, Daúl, el cuadro general no es malo, no es malo en absoluto. Eso es el camino. Un camino algo nebuloso. Hay una cierta niebla en él. Pero no importa. Tío Yediguéi dice que eso son los inconvenientes del viaje. No hay camino que no los tenga. Papá está preparándose para partir. Quiere subirse a la silla, pero la cincha anda un poco floja. Lo ves, la cincha no está tensada. Hay que tensarla con más fuerza. Es decir, hay algo que todavía retiene a papá, Daúl. Habrá que esperar. Y ahora miremos qué hay en la costilla derecha y en la costilla izquierda. Las costillas están enteras. Eso está bien. ¿Y qué tiene en la frente? En la frente hay cierto fruncimiento. Está muy preocupado por nosotros, Daúl. En el corazón, ves esta piedrecita, en el corazón hay dolor y tristeza: echa mucho de menos su casa. ¿Se pondrá pronto en camino? Pronto. Pero la herradura del casco posterior del caballo anda suelta. O sea, habrá que volver a herrarle. Habrá que esperar aún. ¿Y qué lleva en las alforjas? ¡Oh, en las alforjas lleva las compras que ha hecho en el mercado! Y ahora: ¿tendrá una buena disposición de las estrellas? Ya lo ves, esta estrella es la Brida de Oro. Está dejando huellas. Aún no son muy claras. O sea, que pronto habrá que desatar al caballo y ponerse en camino...

Burani Yediguéi se alejó sin ser visto, conmovido, apesadumbrado y admirado por todo aquello. A partir de entonces empezó a evitar las adivinanzas con piedras...

Pero los niños niños son y de algún modo se les puede consolar y esperanzar, y si es preciso, cargar con el pecado y engañarlos por el momento. Pero otra cuita se había instalado en el alma de Burani Yediguéi. En aquellas circunstancias, en aquella cadena de acontecimientos, esa cuita debía surgir, y, como un derrumbamiento, en cierto momento debía empezar a deslizarse sin que él pudiera detenerla...

Sufría mucho por ella, por Zaripa. Aunque entre ambos no había habido otras conversaciones al margen de las habituales en la vida cotidiana, aunque Zaripa nunca le había dado pie a nada, Yediguéi pensaba continuamente en ella. No era simplemente la lástima y la compasión que sentían por ella todos y cada uno, no era simplemente una compasión nacida al conocer y ver las desgracias que la rodeaban, pues entonces no sería necesario hablar de ello. Pensaba en ella con amor, con el pensamiento incesantemente puesto en ella, y con la buena disposición interna de convertirse en la persona en que ella pudiera confiar en todo cuanto atañía a su vida. Y habría sido feliz si hubiera sabido que ella, supongámoslo, considerara que precisamente él, Burani Yediguéi, era en este mundo su amigo más fiel y el que más la quería.

Y lo doloroso era aparentar que no sentía nada especial por ella, ¡que entre ellos no había nada ni podía haberlo!

Camino de Kumbel, estuvo todo el trayecto sumido en estas reflexiones. Languidecía. Tenía muy diversos pensamientos. Experimentaba un raro estado de ánimo, muy variable, como si esperara la próxima llegada de una fiesta o una inevitable enfermedad. Y bajo este estado, a veces le parecía que de nuevo se encontraba en el mar. Allí el hombre siempre se siente de distinta manera que en la tierra, incluso cuando todo está tranquilo a su alrededor y al parecer nada le amenaza. Por libre y alegre que pueda ser a veces surcar las olas, aunque sea llevando a cabo el trabajo necesario a bordo, por hermosos que sean los reflejos de los crepúsculos matutino y vespertino sobre la lisa superficie de las aguas, de todos modos hay que volver a la orilla, a la que sea, pero a la orilla. Y en ella espera una vida completamente distinta. El mar es provisional, la tierra definitiva. Y si uno teme atracar en una orilla, tiene que buscar una isla, desembarcar y saber que allí está su sitio y que allí debe quedarse para siempre. Incluso lo imaginaba así: de encontrar semejante isla, se habría llevado a Zaripa y a los niños, y habría vivido allí. Habría acostumbrado a los niños al mar, y él habría vivido hasta el fin de sus días en la isla, en medio del mar, sin quejarse de su destino, sólo alegrándose de él. Con sólo saber que podría verla a cualquier hora, que podría ser para ella el hombre más querido, el más necesario y deseado...

Pero estos deseos le avergonzaban ante los suyos, sentía que le subían los colores a la cara, aunque no hubiera alma humana en cien verstas a la redonda. Soñaba como un niño, quería una isla, ¿y a santo de qué?, cabía preguntarse. Y era él quien se atrevía a soñar, él, que estaba atado de pies y manos por toda su vida, por la familia, por los hijos, por el trabajo, por el ferrocarril, y finalmente, por Sary-Ozeki, donde había crecido en alma y cuerpo sin que él mismo se diera cuenta... Además, ¿qué falta le hacía él a Zaripa, por mal que ésta lo pasara? ¿Por qué se figuraba esas cosas? ¿Por qué le había de resultar atractivo a ella? Por lo que respecta a los niños, no tenía ninguna duda, él los quería con toda el alma y ellos sentían afecto por él. Pero ¿por qué había de desearlo Zaripa? Además, él no tenía derecho a pensar de aquella manera porque la vida le había clavado fuertemente, desde hacía tiempo, en un lugar en donde seguramente tendría que vivir hasta el fin de sus días...

Burani Karanarconocía el trayecto, lo había recorrido muchas veces y como sabía el camino que tenía por delante adoptaba un trote ligero sin necesidad de que su amo lo estimulara. Gritando y gimiendo profundamente, el camello cubría con paso vivo las nunca medidas distancias de Sary-Ozeki, por barrancos y cañadas, junto al lago salado que hubo en otro tiempo. Yediguéi, montado en él, sufría y se afligía ocupado en sus pensamientos... Y estaba tan lleno de estos sentimientos contradictorios que se sentía sumamente incómodo y su alma no encontraba asilo en los inconmensurables espacios de Sary-Ozeki... Tan superior a sus fuerzas le resultaba...

Con este estado de ánimo llegó a Kumbel. Como es natural, quería que Zaripa recibiera finalmente una respuesta de sus parientes, pero ante la idea de que éstos pudieran ir a recoger a la familia huérfana y llevársela a su tierra, o bien llamarla a su casa, Yediguéi se sentía muy mal. En la administración, en la ventanilla de la lista de correos, le dijeron de nuevo que no había llegado ninguna carta para Zaripa Kuttybáyev. Y él se sorprendió de alegrarse tanto. Fulguró incluso en su mente un pensamiento, absurdo y malo, contra su conciencia: «Me alegro de que no haya nada». Luego, cumplió honradamente su encargo: envió los tres telegramas a las tres direcciones. Hecho esto, regresó al caer la tarde...




El verano había sucedido a la primavera. Sary-Ozeki estaba seco, descolorido. La hierbezuela desapareció como un tranquilo sueño. La estepa fue de nuevo amarilla. El aire se recalentaba, día a día se acercaba la época tórrida. Los parientes de los Kuttybáyev continuaban sin dar señales de vida. No, no habían respondido ni a las cartas ni a los telegramas. Mas los trenes continuaban pasando por Boranly-Buránny, y la vida seguía su curso...




Zaripa ya no esperaba respuesta, había comprendido que no podía contar con la ayuda de sus parientes, que no valía la pena molestarlos con nuevas cartas en demanda de ayuda... Convencida de ello, la mujer cayó en una silenciosa desesperación. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo decir a los niños lo de su padre? ¿Cómo reconstruir su arruinada vida? De momento, no tenía la respuesta.

Es posible que Yediguéi sufriera por ellos no menos que la propia Zaripa. Todos los de Boranly los compadecían, pero Yediguéi conocía de sobra el precio que tenía que pagar por la tragedia que afectaba a aquella familia. Ya no podía separarse de ellos. Día a día, vivía el destino de aquellos niños y de Zaripa. Y le dominaba una tensa espera, la de pensar qué les pasaría, y también una silenciosa desesperación, la de saber qué haría él, pero por encima de todo todavía pensaba continuamente, aún pensaba dolorosamente: ¿qué hacer, cómo encontrar la paz consigo mismo, cómo ahogar aquella voz que le llamaba a ella? No, no encontraba ninguna solución... No habría supuesto nunca que en la vida pudiera tropezar con semejante cosa...

Muchas veces, Yediguéi tenía la intención de confesárselo, quería decidirse y declarar abierta y sinceramente que la amaba y que estaba dispuesto a cargar con todas las dificultades porque no imaginaba que pudiera vivir separado de ellos. Pero ¿cómo hacerlo? ¿De qué manera? Además, ¿le comprendería ella? ¡La mujer no estaba para esas cosas después de la desgracia que había caído sobre su desamparada cabeza, y él le iba con sus sentimientos! ¿Cómo era posible? Pensando continuamente en ello, se ponía sombrío, se desconcertaba, y le costaba no pocos esfuerzos mantener el aspecto externo que debía tener delante de la gente.

Sin embargo, un día le hizo una alusión. Al volver de la ronda por el tramo, observó desde lejos que Zaripa iba por agua a la cisterna, con los cubos. Se sintió impulsado hacia ella. Y fue. No porque fuera una ocasión propicia, sino más bien para llevarle los cubos. Casi cada día, o sin el casi, trabajaban juntos en la vía y podían hablar cuanto les viniera en gana. Pero en aquel preciso momento Yediguéi sintió el insuperable deseo de acercarse a ella y de decirle inmediatamente todo aquello que pugnaba por salir al exterior. En su impulso, llegó a creer que así sería mejor, aunque no le comprendiera, aunque le rechazara, pues de ese modo su alma se enfriaría y tranquilizaría... Ella no vio ni oyó que se aproximaba. Estaba de espaldas, había abierto el grifo de la cisterna. A un lado tenía un cubo ya lleno; el segundo estaba bajo el chorro y el agua lo desbordaba. El grifo estaba abierto al máximo. El agua hacía burbujas, salpicaba, corría formando charcos, y ella, como si nada advirtiera, estaba con la cabeza gacha y el hombro apoyado contra la cisterna. Zaripa llevaba el vestidito de percal con el que el anterior verano había dado la bienvenida al gran aguacero. Yediguéi observó los mechoncitos de rizado cabello sobre las sienes y tras la oreja –de ella había heredado Ermek el rizado cabello que tenía–, su consumido rostro, su adelgazado cuello, sus caídos hombros, y la mano abandonada sobre la cadera. ¿La había hechizado el ruido del agua recordándole los arroyos de la montaña y los canales de Semirech, o simplemente estaba ensimismada, en un momento de amargas reflexiones? Quién sabe. Pero Yediguéi sintió al verla una insoportable opresión en el pecho, por ver que en ella todo le era infinitamente querido, por el deseo de acariciarla inmediatamente, de guardarla, de protegerla de todo cuanto la oprimía. Y hacerlo era imposible. Se limitó a atornillar en silencio la llave del grifo para detener el agua. Ella le miró sin sorpresa, con una larga mirada, como si él no se encontrara junto a ella sino en algún lugar muy alejado.

–¿Qué hay? ¿Qué te pasa? –preguntó compasivo.

Ella nada dijo, se limitó a sonreír con la comisura de los labios y a levantar de una manera vaga las cejas sobre sus claros ojos como diciendo: «Nada, voy tirando...».

–Lo estás pasando mal, ¿verdad? –inquirió de nuevo Yediguéi.

–Sí –confesó ella con un profundo suspiro.

Yediguéi movió los hombros perplejo.

–¿Por qué te consumes así? –le reprochó compasivamente, aunque tenía intención de hablar de otra cosa–. ¿Cuánto tiempo ha de durar? Con eso no te ayudas. Nosotros también sufrimos –quería decir yo– al verte de esta manera, y también sufren los niños. Compréndelo. No hay que ser así. Hay que hacer algo –dijo procurando elegir las palabras que, de acuerdo con su deseo, le dijeran a Zaripa que sufría por ella y que la quería más que nadie en el mundo–. Piénsalo tú misma. Que no responden a las cartas, pues que se vayan a la porra, no nos hundiremos. Porque tú para nosotros –quería decir «para mí»– eres como de la familia. Lo que no tienes que hacer es desmoralizarte. Trabaja, aguanta. Los niños crecerán también aquí, con nosotros –quería decir «conmigo»–. Y todo irá arreglándose poco a poco. ¿Por qué tienes que marcharte? Aquí todos formamos una familia. Y como sabes, yo no paso un solo día sin tus hijitos.

Y se detuvo porque ya había descubierto cuanto la situación le permitía descubrir.

–Lo comprendo todo, Yedik –respondió Zaripa–. Gracias, naturalmente. Sé que no estaremos desamparados. Pero tenemos que salir de aquí. Para que los niños lo olviden todo, todo lo que pasó y cómo sucedió. Y entonces deberé decirles la verdad. Ya comprendes que esto no puede durar mucho... Y ahora estaba pensando qué hacer...

–Así son las cosas –se vio obligado a aceptar Yediguéi–. Pero no te des prisa. Piénsalo un poco más. ¿Adónde vas a ir con esos pequeñajos, adónde y de qué manera? Cuando lo pienso me aterroriza, cuando pienso qué voy a hacer yo sin vosotros...

Y efectivamente, temía por ella y por los niños. Y por esto procuraba no pensar más allá del día de mañana, aunque también comprendía que aquella situación no podía durar mucho. Y unos días después de esta conversación ocurrió un caso en el que se delató completamente, y después estuvo mucho tiempo arrepintiéndose y sufriendo sin conseguir perdonarse a sí mismo.

Habían pasado muchos meses desde aquel memorable viaje a Kumbel en el que Ermek, temeroso del peluquero, no había permitido que le cortaran el cabello. El niño continuaba con el cabello sin cortar, cubierto de negras guedejas, y aunque los rizos eran un adorno, ya hacía tiempo que debían haber pelado al tozudo pusilánime. Cada vez que tenía ocasión, Yediguéi clavaba la nariz en la velluda coronilla del niño, besándole e inspirando el olor de la cabeza infantil. Sin embargo, a Ermek los cabellos le llegaban hasta los hombros y eran un estorbo en sus juegos y en sus carreras. Esta necesidad resultaba inusual, extraña e incomprensible para el pequeño. Por eso no permitía a nadie que se lo cortara, pero Kazangap, viendo de lo que se trataba, supo convencerle. Incluso le asustó un poco diciendo que los cabritos odiaban a la gente de pelo largo y que le cornearían.

¡La que se armó allí fue una tragedia mundial! Luego, Zaripa contó que empezar a pelar sí habían empezado, pero que tuvieron que terminar con grandes dificultades. ¡No sabían ni cómo hacerlo! Ermek empezó a llorar y a dar tirones, y Kazangap tuvo que emplear verdaderamente la fuerza. Lo estrechó entre las piernas e hizo funcionar la máquina. Los berridos se oían en todo el apartadero. Y cuando terminó la operación, la bondadosa Bukéi, para tranquilizar al niño, le metió un espejo ante los ojos. «Anda, mira qué guapo te han puesto.» El niño miró, y al no reconocerse, se puso a berrear aún más. Y así, llorando a pleno pulmón, lo sacaba Zaripa del patio de Kazangap cuando tropezó con Yediguéi en el sendero.

Ermek, pelado al cero, no se parecía a sí mismo en absoluto, con su desnudo y fino cuello, las orejas salientes, la cara llorosa. El niño escapó de la mano de su madre y se precipitó llorando hacia Yediguéi.

–¡Tío Yediguéi, mira qué han hecho conmigo!

Si antes le hubieran dicho a Burani Yediguéi que iba a sucederle aquello, no se lo habría creído en absoluto. Cogió al niño en brazos, lo estrechó contra su pecho, asumió con todo su ser la desgracia del pequeño, su indefensión, su queja y su confianza, como si le hubiera sucedido a él mismo, y empezó a besarle, y a hablarle con la voz entrecortada por la pena y la ternura, sin comprender a ciencia cierta el sentido de sus propias palabras:

–¡Tranquilízate, querido mío! No llores. No dejaré que nadie te ofenda. ¡Seré para ti como un padre! ¡Te querré como tu padre, pero no llores! –Y mirando a Zaripa, que se había quedado petrificada ante él, desconcertada, comprendió que había traspasado una línea prohibida. Se quedó confuso y, dándose prisa, se alejó de ella con el niño en brazos, balbuceando en su desconcierto siempre las mismas palabras–: ¡No llores! ¡Ya verá ese Kazangap! ¡Ya le enseñaré yo! ¡Ya le enseñaré yo ahora a ese Kazangap, ya le enseñaré yo! ¡Ya verás ahora, ya le enseñaré yo!

Yediguéi, después de esto, estuvo unos días evitando a Zaripa. Y ella también, según comprendió él. Burani Yediguéi se arrepentía de haberse ido de la lengua de forma tan absurda, de haber turbado a una mujer que no era en absoluto culpable de nada y que ya tenía bastantes preocupaciones y angustias. ¡Cómo estaría ella, en su situación, y qué dolores habría añadido él a sus amarguras! Yediguéi no encontraba para sí ni perdón ni justificación. Y durante largos años, puede que hasta su último suspiro, recordó el momento en que había sentido con todo su ser al ofendido e indefenso niño pegado a su cuerpo, y cómo se había conmovido su alma de ternura y pesar, y cómo le había mirado Zaripa, impresionada por la escena, cómo le había mirado con un grito mudo de aflicción en los ojos.

Después de este caso, Burani Yediguéi guardó silencio durante cierto tiempo, y todo cuanto se veía obligado a esconder y a ahogar dentro de sí lo vertió en los niños. No encontró otro medio. Procuraba divertirlos siempre que se encontraba libre de trabajo y continuaba contándoles cosas del mar, repitiendo muchos pasajes y recordando otros nuevos. Era su tema favorito. Sobre las gaviotas, los peces, los pájaros migratorios, las islas del Aral, en las que se conservaban animales raros, que ya habían desaparecido de otros lugares. Pero en estas conversaciones con los niños, Yediguéi recordaba cada vez con mayor insistencia su propia vida en el mar de Aral, lo único que prefería no contar a nadie. No era, en absoluto, un asunto propio para niños. Sólo lo sabían dos personas, él y Ukubala, pero entre ellos nunca hablaban de eso, pues estaba relacionado con su primogénito muerto. De haber vivido, ahora sería mucho mayor que los niños de Boranly, incluso un par de años mayor que el Sabitzhán de Kazangap. Pero no sobrevivió. Y en realidad, todo niño es esperado con la esperanza de que nacerá y vivirá mucho, mucho tiempo, e incluso es difícil imaginarse ese tiempo, de otro modo, ¿pondría la gente niños en el mundo?

En aquella vida de pescador, en los años de juventud, Ukubala y él vivieron un caso sorprendente. Algo que seguramente ocurre una sola vez y nunca se repite.

En la época en que se casaron, Yediguéi siempre tenía prisa por regresar cuanto antes a su, casa. Amaba a Ukubala. Sabía que ella también le esperaba. Entonces no existía para él mujer más deseada. Y este deseo de volver a ella cuanto antes le hacía padecer y ocupaba por entero su pensamiento. A veces le parecía que si existía era para pensar continuamente en ella, para captar y acumular en su persona toda la fuerza del mar y toda la fuerza del sol y entregarlas luego a ella, a la esposa que le esperaba, pues con esta entrega surgía su mutua felicidad, el corazón de la felicidad. Todo lo demás sólo complementaba y enriquecía externamente esta felicidad, esta mutua embriaguez de aquello que les había sido dado por el sol y el mar. Y cuando ella sintió que se había producido algo, que estaba embarazada y que pronto iba a ser madre, la espera continua de su encuentro a la orilla del mar se complementó con la del futuro primogénito. Era la época sin nubes de su vida.

A finales de otoño, a principios ya del invierno, en la cara de Ukubala empezaron a aparecer unas manchas pardas que se podían distinguir con una atenta mirada. Y su vientre ya destacaba y se redondeaba. Un día, ella le preguntó cómo era el pez mekre de oro. «He oído hablar de él, pero nunca lo he visto.» Él le dijo que se trataba de un pez muy raro, de la familia de los salmónidos, que habitaba aguas profundas, un pez bastante grande, que destacaba especialmente por su belleza. Era un pez azul moteado, pero la parte superior de la cabeza, las aletas y la cresta cartilaginosa de su espalda –de la cabeza hasta el extremo de la cola– parecían de oro puro, y era maravilloso su áureo y reluciente brillo. De ahí su nombre: mekre moneda, o sea mekre de oro.

Otro día, Ukubala le dijo que había soñado el mekre de oro. El pez parecía nadar a su alrededor y ella intentaba pescarlo. Deseaba muchísimo pescar aquel pez y luego soltarlo. Pero tenía necesariamente que tener aquel pez en sus manos, sentir su carne de oro. Tenía tantas ganas de apretar el pez entre sus dedos que se había lanzado a pescarlo en sueños. El pez no se dejaba, y cuando Ukubala despertó estuvo mucho tiempo sin poder tranquilizarse, experimentando un extraño disgusto, como si en realidad no hubiera conseguido alcanzar algún objetivo importante. Ukubala se reía de sí misma, pero, incluso despierta, sentía el incontenible deseo de pescar el mekre de oro.

Y Yediguéi lo comprendía y pensaba en ello mientras sacaba las redes del mar; según resultó después, interpretó acertadamente el sentido de su deseo, del deseo que había surgido en sueños y no había desaparecido con el despertar. Comprendió que debía pescar a toda costa el mekre de oro, pues lo que experimentaba la embarazada Ukubala era su talgak [26]. Muchas mujeres embarazadas sienten la misma insatisfacción. Su talgak se manifiesta en que desean comer algo ácido, salado, muy fuerte o amargo, mientras que otras desean, y de qué manera, comer carne asada de algún animal salvaje o de un ave silvestre. Yediguéi no se sorprendió del talgak de su esposa. La mujer de un pescador tenía que desear algo que tuviera relación con el trabajo de su marido. El mismo Dios habría querido que ella deseara ver personalmente el oro de aquel gran pez y tenerlo en sus manos. Yediguéi sabía de oídas que si no se satisface el talgak de una mujer embarazada eso puede provocar consecuencias perjudiciales para el niño en el seno materno.

Pero el talgakde Ukubala era tan extraordinario que ella misma no se atrevía a confesarlo en voz alta, y Yediguéi no quiso precisar ni inquirir más, pues no sabía si podría conseguir aquel raro pez. Decidió primero pescarlo y luego averiguar si era aquélla la pasión de su esposa.

En aquellos días estaba terminando la gran temporada de pesca en el mar de Aral. La temporada se encuentra en su apogeo de junio a noviembre. El invierno ya soplaba sobre la cara de la gente. La cooperativa ya se preparaba para la pesca de invierno, para la pesca bajo el hielo, cuando el mar se cubre de una fuerte capa helada en todo su círculo de mil quinientos kilómetros cuadrados y hay que abrir enormes agujeros, echar en ellos las pesadas redes y sacarlas del fondo del mar con una cabria, pasándolas de un agujero a otro, con la ayuda de los camellos, de esos insustituibles animales de tiro de la estepa. Y cuando el viento se desencadena, el pez que cae en la red no tiene tiempo ni de moverse al caer sobre la superficie, queda instantáneamente petrificado, cubierto de una coraza de hielo bajo el abierto frío del Aral... Pero por más que Yediguéi tuviera ocasión de pescar en invierno y en verano, con la cooperativa, y lo mismo sacara especies valiosas como sin valor, no recordaba, no obstante, que ningún mekre de oro hubiera caído nunca en la red. Era un pez que se conseguía pescar muy raramente con anzuelo o señuelo y su pesca constituía un gran acontecimiento para los pescadores. Decían después, cuando alguien había tenido suerte, que había pescado el mekre de oro.

Aquella mañana temprano se dirigió al mar diciendo a su mujer que iría a pescar para el consumo de la casa antes de que el hielo se afirmara. La víspera, Ukubala intentó hacerle cambiar de opinión:

–Ya sabes que en casa tenemos toda clase de pescados. ¡No vale la pena salir! Ya hace frío.

Pero Yediguéi insistió en su propósito.

–Lo de casa es para la casa –dijo–. Tú misma dices que tía Saguin está en cama. Hay que curarla con sopa caliente de pescado fresco, de barbo o de sollo. Es la mejor medicina. ¿Y quién va a pescar para la anciana?

Con esta excusa, salió Yediguéi muy temprano a la pesca del mekre de oro. Con anticipación, había calculado y preparado los aparejos con las adaptaciones necesarias. Todo lo tenía guardado en la proa de la barca. Se puso una ropa de abrigo más compacta, y encima la capa impermeable con capucha, y partió.


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