Текст книги "Un día más largo que un siglo"
Автор книги: Чингиз Айтматов
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Классическая проза
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–Espera, hay una cosa que no entiendo –le interrumpió asombrado Yediguéi–. Puede que tú digas grandes verdades, pero tus hijos son pequeños, unos mocosos aún, temen a la maquinilla del barbero, ¿qué van a comprender?
–Por eso lo escribo. Quiero conservarlo para ellos. Nadie puede saber por anticipado si voy a vivir o no. Hace un par de días, estaba tan ensimismado que, como un tonto, por poco caigo bajo un tren. Kazangap llegó a tiempo. Me sacó de un empujón. Pero me chilló después horriblemente: «Hoy tus hijos ya pueden ponerse de rodillas y darle gracias a Dios», dijo.
–Tenía razón. Ya te lo dije hace tiempo. Y se lo dije a Zaripa –se indignó a su vez Yediguéi, aprovechando la ocasión para manifestar una vez más sus temores–. ¿Por qué vas por los raíles como si la locomotora tuviera que apartarse y cederte el paso? Hay unas normas de seguridad. Eres un hombre instruido. ¿Cuántas veces te lo tendremos que decir? Ahora eres un ferroviario, pero andas como por el mercado. Vas a tener una desgracia, no bromees.
–Bueno, si tal cosa me sucede, la culpa será mía –aceptó sombríamente–. De todos modos, primero escúchame a mí, luego ya hablarás.
Yo te interrumpí porque venía a cuento. Continúa.
–En otros tiempos, la gente dejaba a los niños una herencia. Ésta era para bien o para mal, había de todo. Se han escrito muchos libros sobre este tema, muchos cuentos, y en el teatro se han representado muchas obras sobre aquellas épocas, sobre cómo se dividía una herencia y qué ocurría con los herederos. ¿Por qué? Pues porque la mayoría de las veces estas herencias tenían un mal origen, procedían de las penalidades y trabajos de otras personas, del engaño, y por eso llevaban consigo un pecado original, un mal, una injusticia. Y me consuelo pensando que nosotros, gracias a Dios, nos vemos libres de todo eso. Mi herencia no perjudicará a nadie. Es sólo mi espíritu, y mis anotaciones constituyen el compendio de todo cuanto comprendí y extraje de la guerra. No dispongo de mayor riqueza para mis hijos. Vine con esta idea a los desiertos de Sary-Ozeki. La vida me iba empujando continuamente para acá, para que me perdiera y desapareciera, pero yo anoto para ellos todo cuanto pienso y adivino, pues en ellos, en mis hijos, me perpetuaré algún día. Quizá ellos consigan lo que yo no logré... Pero tendrán una vida más difícil que nosotros. Así que, mejor que vayan adquiriendo inteligencia desde pequeños...
Durante un rato caminaron en silencio, ocupado cada cual con sus propios pensamientos. Para Yediguéi resultaba raro escuchar aquellos discursos. Le admiraba ver que, por lo visto, también se podía comprender de esta manera la esencia de la vida en la tierra. Sin embargo, decidió aclarar lo que le impresionaba:
–Todos piensan, y lo dicen por la radio, que nuestros hijos van a vivir mejor y más fácilmente, y a ti te parece que la vida va a ser más difícil para ellos de lo que lo es para nosotros. ¿Quizá por la amenaza de la bomba atómica?
–Claro que no, no sólo por eso. Puede que no haya guerra, y si la hay no será pronto. No se trata de eso. Lo que pasa es que se acelera la rueda del tiempo. Tendrán que resolverlo todo por sí mismos con su inteligencia, y responder por nosotros a posteriori. Y pensar siempre es duro. Por eso lo tendrán más difícil que nosotros.
Yediguéi no quiso precisar por qué consideraba Abutalip que pensar fuera duro. E hizo mal, después lo lamentó mucho al recordar esta conversación. Debió haberle interrogado, debió averiguar cuál era el sentido...
–Y te diré por qué lo digo –prosiguió Abutalip como si respondiera a las dudas de Yediguéi–. Para los niños, los mayores parecen siempre inteligentes, llenos de autoridad. Cuando crecen, ven que los maestros, es decir, nosotros, no sabían tanto como eso, no eran tan inteligentes como parecían. Incluso pueden burlarse de ellos, pues a veces sus envejecidos preceptores llegan a parecerles ridículos. La rueda del tiempo gira cada vez más de prisa. Y sin embargo, somos nosotros quienes debemos decir la última palabra sobre nosotros mismos. Nuestros antepasados intentaron hacerlo a través de las leyendas. Querían demostrar a sus descendientes lo grandes que ellos fueron. Y ahora los juzgamos por su espíritu. Ya ves, yo estoy haciendo lo que puedo por mis hijos pequeños. Mis años de guerra son mis leyendas. Escribo para ellos mis cuadernos de guerrillero. Todo lo que ocurrió, lo que vi y lo que sufrí. Les será útil cuando sean mayores. Pero además, tengo otras intenciones. Tendrán que crecer en Sary-Ozeki. Y también en este punto, cuando crezcan, no deben pensar que han vivido en un lugar vacío. He anotado nuestras viejas canciones, porque después, en verdad, no las encontrarían. Las canciones, a mi juicio, son mensajeras del pasado. Por lo visto tu Ukubaia sabe muchas de ellas y me ha prometido recordar otras más.
–¡Y cómo no! ¡Es hija del Aral! –se entusiasmó en seguida Yediguéi–. Los kazajos del Aral viven junto al mar. Y allí se canta muy bien. El mar lo comprende todo. Todo cuanto dices te sale del alma y está de acuerdo con el mar.
–Exacto, has dicho una gran verdad. Hace poco releí lo que llevo escrito, y Zaripa y yo por poco nos echamos a llorar. ¡Con qué hermosura cantaban antiguamente! Cada canción es toda una historia. Parece que ves a aquellos hombres. Y quisieras estar con ellos, alma con alma. Y sufrir y amar como ellos. Ya ves qué memoria han dejado de sí. También estoy intentando convencer a la Bukéi de Kazangap: «Recuerda», le digo, «tus canciones de Karakalpak, las anotaré en un cuaderno aparte. Y tendremos nuestro cuaderno de Karakalpak...».
Y así iban caminando sin prisas a lo largo de la línea del ferrocarril. Era una hora muy especial. Con alivio, como tras un prolongado suspiro, se pasmaba apaciguado el final del día en aquella época preotoñal. Puede que no hayan bosques, ni ríos, ni campos en Sary-Ozeki, pero el sol moribundo crea la impresión de una estepa llena de gracias bajo el imperceptible movimiento de la luz y de las sombras por la abierta faz de la tierra. El azul fluido y turbio del espíritu cautivador de los grandes espacios eleva el pensamiento, provoca el deseo de vivir largo tiempo y de pensar mucho...
–Oye, Yediguéi –habló de nuevo Abutalip recordando lo que acababa de exponer mentalmente, a la espera de volver sobre ello cuando fuera la ocasión–. Hay algo que hace tiempo quería preguntarte. El pájaro Donenbái. ¿Te parece que existe en la naturaleza un pájaro que se llame así, Donenbái? ¿Has tenido ocasión de encontrar a ese pájaro?
–Pero si se trata de una leyenda...
–Lo comprendo. Sin embargo, suele suceder que una leyenda se base en cosas antiguas que aún existen hoy en la vida. Por ejemplo, hay el pájaro Ivolga, que en nuestra tierra de Semirechie se pasa el día cantando en los jardines de la montaña y preguntando: «¿Quién es mi novio?». Hay simplemente un juego de palabras, una consonancia. Y hay una fábula que explica por qué canta de esta manera. Y yo pienso: ¿no habrá también una consonancia en esa historia? Quizá exista en la estepa un pájaro que cante algo parecido al nombre de Donenbái y por eso figure en la leyenda.
–No, no lo sé. Aunque no lo creo –dudó Yediguéi–. Por otra parte, con lo mucho que viajo por estos lugares de arriba abajo, no he encontrado a semejante pájaro. Debe de ser porque no existe.
–Es posible –concedió meditabundo Abutalip.
–¿Y así, pues, si no existe ese pájaro significará que todo eso es falso? –se inquietó Yediguéi.
–No, ¿por qué? El caso es que existe el cementerio de AnaBeit y que pasó algo allí. Y además, pienso, no sé por qué, que ese pájaro debe de existir. Y alguien lo encontrará en alguna parte. Así se lo escribiré a los niños.
–Bueno, si es para los niños –dijo Yediguéi titubeante–, entonces nada...
Según recordaba Burani Yediguéi, sólo dos personas habían anotado en un papel la leyenda de Sary-Ozeki sobre NaimanAna. Abutalip la anotó para sus hijos, para cuando crecieran, y eso fue a finales del cincuenta y dos. El manuscrito se perdió. ¡Cuánta amargura .hubo que soportar después! ¡Para manuscritos estaban! Algunos años más tarde, en el cincuenta y siete, la anotó Afanasi Ivánovich Elizárov. Ahora, Elizárov ya no existe. Y el manuscrito, váyase a saber, seguramente debió de quedarse con sus papeles en Alma-Atá... Tanto uno como otro la anotaron de igual manera, de los labios de Kazangap. Yediguéi estaba presente, pero más en calidad de apuntador-recordador y de comentarista sui generis.
«¡Qué años aquéllos! ¡Cuánto hace ya que ocurrió eso, Dios mío!», pensaba Burani Yediguéi balanceándose entre las gibas de Karanar, cubierto con la manta. Llevaba al propio Kazangap al cementerio de Ana-Beit. El círculo parecía cerrarse. El narrador de la leyenda debía ocupar su última morada en aquel cementerio cuya historia guardaba y comunicaba a los demás.
«Ya sólo quedamos Ana-Beit y yo. Y a mí pronto me corresponderá también venir aquí. Ocupar mi puesto. Todo lleva este camino», pensaba tristemente Yediguéi en su andadura, siempre encabezando sobre su camello aquel extraño cortejo fúnebre, el tractor que le seguía por la estepa con su remolque, y la excavadora Bielorús que cerraba la marcha. El perro pardo Zholbars, que se había unido voluntariamente al entierro, se permitía marchar ora a la cabeza ora a la cola de la comitiva, ora también a uno de los lados o bien se ausentaba por poco tiempo... Mantenía la cola firme, como quien es el amo, y miraba diligente por los lados...
El sol ya se levantaba hasta el cenit, llegaba el mediodía. Ya no quedaba tanto hasta el cementerio de Ana-Beit...
CAPÍTULO VIII
Y pese a todo, el final del año cincuenta y dos, o más exactamente, todo el otoño y todo el invierno, que llegó con retraso, eso sí, pero sin tempestades de nieve, fueron seguramente los mejores días para el puñado de habitantes del apartadero de Boranly-Buránny. Después, a menudo sintió Yediguéi añoranza de aquellos días.
Kazangap, el patriarca de Boranly, muy diplomático además, pues nunca se mezcló en los asuntos ajenos, estaba entonces en la plenitud de sus fuerzas y gozaba de buena salud. Su Sabitzhán estudiaba ya en el internado de Kumbel. En aquella época, la familia de los Kuttybáyev se había asentado sólidamente en Sary-Ozeki. Habían preparado la barraca para el invierno, tenían su reserva de patatas, habían adquirido las botas de fieltro para Zaripa y los niños, y habían llevado de Kumbel todo un saco de harina. Lo llevó Yediguéi del DAO en las alforjas del joven Karanar, que en aquella época estaba en la flor de sus fuerzas. Abutalip trabajaba lo que le correspondía, y en su tiempo libre se ocupaba como antes de los niños; por las noches escribía con tesón, instalado junto a una lámpara en el antepecho de la ventana. Había además dos o tres familias de obreros de la estación, pero por lo visto se trataba de personas cuya estancia en el apartadero de Boranly-Buránny era provisional. El jefe del apartadero, Abílov, tampoco parecía mala persona. Ninguno en Boranly estaba enfermo. El servicio se llevaba a cabo. Los niños crecían. Todos los trabajos preinvernales de protección y reparación de las vías se habían ejecutado dentro del plazo previsto.
El tiempo era maravilloso para Sary-Ozeki. ¡Un otoño color castaño como una corteza de pan! Y luego llegó el invierno. La nieve cuajó de golpe. Y también era hermoso, todo tan blanco alrededor. Y en medio de aquel majestuoso silencio blanco se extendía como un hilo negro la línea del ferrocarril, y por ella, como siempre, pasaban unos trenes tras otros. Y a un lado de este movimiento, entre elevaciones nevadas, se cobijaba una pequeña aldea, el apartadero Boranly-Buránny. Unas cuantas casitas y todo lo demás... Los viajeros las contemplaban con mirada indiferente desde los vagones, o por un momento despertaba en ellos una compasión marginal por los solitarios habitantes del apartadero...
Pero esa compasión marginal era injustificada. Los de Boranly gozaban de un buen año, con la excepción del salvaje y tórrido calor del verano, pero eso ya había quedado atrás. En general, en todas partes, la vía crujía por acá y por allá, pero iba arreglándose después de la guerra. Para Año Nuevo se esperaba un nuevo abaratamiento en el precio de los comestibles y de los objetos manufacturados, y aunque las tiendas distaban de estar abarrotadas se mejoraba de año en año...
Normalmente, los de Boranly no concedían al Año Nuevo ningún sentido especial, no esperaban con estremecimiento la medianoche. En el apartadero, el servicio continuaba pese a todo, los trenes pasaban sin considerar ni por un instante dónde y en qué parte del camino les alcanzaría el nuevo año. Además, era invierno y el trabajo de la casa aumentaba. Había que cargar las estufas, que vigilar más al ganado, tanto en el pasto como en el cercado. El hombre quedaba rendido al final del día, y valía más descansar, acostarse antes.
Y así pasaban los años uno tras otro...
Pero la víspera del cincuenta y tres hubo en Boranly-Buránny una verdadera fiesta. Naturalmente, la fiesta fue idea de la familia Kuttybáyev. Ya al final, Yediguéi se sumó a los preparativos de año nuevo. Todo empezó cuando los Kuttybáyev decidieron montar un árbol para los niños. ¿Y de dónde sacar un abeto en Sary-Ozeki, donde es más fácil encontrar los huevos de un dinosaurio fósil? Efectivamente, Elizárov, vagando por senderos geológicos, había encontrado en Sary-Ozeki unos huevos de dinosaurio que tenían millones de años. Aquellos huevos se habían convertido en piedras y cada uno tenía el tamaño de una enorme sandía. Llevaron el hallazgo al museo de AlmaAtá. Se publicó en los periódicos.
Abutalip Kuttybáyev tuvo que ir bajo la helada a Kumbel y conseguir allí, en el comité local de la estación, que uno de los cinco abetos, sólo cinco para una estación tan grande, fuera de todos modos para Boranly-Buránny. Así empezó todo.
Yediguéi estaba precisamente junto al almacén recibiendo del jefe del apartadero unas manoplas nuevas para trabajar, cuando, frenando glacialmente, se detuvo en la vía principal un tren de mercancías cubierto de escarcha por el viento de la estepa. Un largo convoy compuesto de vagones precintados de cuatro ejes. De la plataforma descubierta del último vagón, saltó al suelo Abutalip moviendo con dificultad sus entumecidas piernas enfundadas en las heladas botas. El conductor del material, que acompañaba al tren, moviéndose torpemente en la plataforma con su enorme pelliza y gorra de pieles fuertemente encasquetada y atada, empezó a entregarle algo muy voluminoso. Un abeto, adivinó Yediguéi, y se sorprendió mucho.
–¡Eh! ¡Yediguéi! ¡Burani! ¡Ven aquí y ayuda a este hombre! –le llamó el conductor sacando todo su corpachón desde el estribo del vagón.
Yediguéi se apresuró, y al acercarse se asustó por Abutalip. Blanco hasta las cejas, todo cubierto de polvo de nieve, Abutalip estaba tan helado que no podía mover los labios. No podía accionar los brazos. Y a su lado el abeto, aquel arbolillo punzante por el que Abutalip por poco se va al otro mundo.
–¿Cómo viaja así vuestra gente? –preguntó con voz ronca y descontenta el conductor–. A uno se le asalta el alma con este viento trasero. Quería darle mi pelliza, pero entonces me habría helado yo.
Así que pudo dominar sus labios, Abutalip se excusó: –Disculpadme, son cosas que pasan. En seguida me caliento, estoy aquí cerca.
–Yo ya se lo dije –refunfuñó el conductor dirigiéndose a Yediguéi–. Yo llevo la pelliza, y debajo un vestido acolchado, botas de fieltro, gorra, y a pesar de ello, mientras espero el cruce, los ojos se me suben a la frente. ¡Cómo es posible de esta manera!
Yediguéi se sintió violento:
–¡Está bien, ya lo tendremos en cuenta, Trofim! Gracias. En marcha y que tengas buen viaje.
Y levantó el abeto. Era frío, pequeño, de la altura de un hombre. Percibió en las agujas el olor invernal del bosque. El corazón se le encogió, recordó los bosques del frente. Allí había abetos como aquél para parar un tren. Los derribaban con los tanques, los destrozaban con los proyectiles. Y en realidad, no pensaban que algún día resultaría agradable respirar el olor del abeto.
–Vámonos –dijo Yediguéi y echó una mirada a Abutalip mientras se cargaba el abeto sobre el hombro.
En el grisáceo rostro de Abutalip, tenso por el frío, con lágrimas paralizadas en las mejillas, brillaban unos ojos vivos, alegres y triunfantes bajo las blancas cejas. Yediguéi, de pronto, sintió miedo: ¿valorarían los hijos la devoción de su padre por ellos? Porque en la vida se encuentra a cada paso precisamente lo contrario. En lugar de agradecimiento, indiferencia si no odio. «Líbrele Dios de semejante cosa. Ya le bastan las demás amarguras», pensó Yediguéi.
El primero en ver el abeto fue el mayor de los Kuttybáyev, Daúl. Empezó a chillar alegremente y se metió por la puerta de la barraca. De allí salieron sin sus abrigos Zaripa y Ermek.
–¡Un abeto! ¡Un abeto! ¡Mirad qué abeto! –se entusiasmó Daúl dando saltos impetuosos alrededor del árbol.
Zaripa no se alegró menos:
–¡Pese a todo, lo has conseguido! ¡Qué bien!
Ermek, según se ve, nunca había visto un abeto. Contemplaba, sin apartar la mirada, la carga de tío Yediguéi.
–¿Es un abeto eso, mamá? Es bonito, ¿verdad? ¿Vivirá en casa con nosotros?
–Zaripa –dijo Yediguéi–, por este palo, como dicen los rusos, podías haber recibido un marido congelado. Anda, que vaya a calentarse cuanto antes. Primero hay que sacarle las botas.
Éstas se habían congelado. Abutalip fruncía el ceño y apretaba los dientes cuando, todos a la vez, intentaron sacarle las botas. Los niños mostraban un tesón especial. Ahora por aquí, ahora por allá, agarraban con sus manecitas las pesadas botas de piel de vaca pétreamente pegadas a los pies por la helada.
–¡Niños, no molestéis, niños, dejadme hacer a mí! –los apartó su madre.
Pero Yediguéi consideró indispensable decirle a media voz:
–Déjalos, Zaripa. Déjalos que se esfuercen.
Comprendió en su interior que para Abutalip era la mejor recompensa: el amor, la colaboración de sus hijos. Eso quería decir que ya eran personas, que ya comprendían algunas cosas. Lo más divertido y conmovedor era contemplar al pequeño. Ermek llamaba a su padre, sin saber por qué, pápika. Y nadie le corregía por cuanto era personal su «modificación» de una de las más primitivas y eternas palabras en boca de los hombres.
–¡ pápika! ¡ pápika! –se afanaba preocupado, enrojecido por sus vanos esfuerzos.
Sus bucles andaban desparramados, sus ojos ardían en el deseo de llevar a cabo algo extremadamente imprescindible, y estaba tan serio que a uno le daban involuntarias ganas de soltar una carcajada.
Naturalmente, había que hacer de manera que los niños consiguieran su objetivo. Yediguéi encontró el medio. Para entonces, las botas empezaban a descongelarse, se podían ya sacar sin causar especial dolor a Abutalip.
–A ver, niños, sentaos tras de mí. Haremos como un tren: uno tirará del otro. Daúl, tú cógete a mí, y tú, Ermek, tira de Daúl.
Abutalip comprendió la intención de Yediguéi y movió la cabeza con aprobación, sonriendo entre lágrimas que brotaban al pasar del frío al calor. Yediguéi se sentó frente a Abutalip, tras él se engancharon los niños, y cuando estuvieron dispuestos, Yediguéi empezó a sacar las botas.
–¡A ver, niños, más fuerte, tirad todos a una! ¡Que yo solo no puedo! No tengo suficiente fuerza. ¡Venga, venga, Daúl, Ermek! ¡Más fuerte!
Los niños jadeaban detrás, se esforzaban en ayudar con todas sus fuerzas. Zaripa era la animadora. Yediguéi fingía adrede mucha dificultad, y cuando por fin sacaron la primera bota, los niños lanzaron un grito de triunfo. Zaripa se precipitó a frotar la planta del pie de su marido con un tejido de lana, pero Yediguéi los detuvo a todos.
–¡A ver, niños, a ver, mamá! Pero ¿qué es esto? ¿Y quién va a sacar la segunda bota? ¿O vamos a dejar así a papá, con un pie descalzo y el otro metido en una bota helada? ¿Estaría bien?
Y todos soltaron una carcajada sin saber por qué. Riéronse mucho, rodaron por el suelo. Especialmente los niños y el propio Abutalip.
Y quién sabe –pensó después Burani Yediguéi intentando descifrar aquel terrible enigma–, quién sabe, quizá precisamente en aquel momento, en algún lugar alejado de BoranlyBuránny el nombre de Abutalip Kuttybáyev salía de nuevo a la superficie de los papeles y la gente que recibía el papel decidía en base al mismo una cuestión en la que nadie pensaba en absoluto, ni en aquella familia ni en el apartadero.
La desgracia cayó de improviso. Aunque, naturalmente, si Yediguéi hubiera sido más ducho en semejantes cosas, quizá, aunque no lo hubiese adivinado, sí habría sentido que una vaga inquietud se le metía en el alma.
¿Y por qué habían de alarmarse? Siempre, a final de año, venía al apartadero el inspector de zona. Siguiendo un calendario, recorría apartadero tras apartadero, estación tras estación. Llegaba, permanecía un par de días, comprobaba cómo se pagaban los salarios, cómo se gastaban los materiales y todo lo demás, levantaba un acta de la inspección junto con el jefe del apartadero y alguno de los obreros, y se volvía en un tren de paso. ¡Con la de asuntos que podía haber en el apartadero! Yediguéi, a veces, también firmaba las actas de la inspección. Aquella vez, el inspector pasó tres días en Boranly-,Buránny. Dormía en la casita del servicio, el principal local del apartadero, donde estaban el centro de transmisiones y el cuchitril del jefe, que llevaba el nombre de despacho. El jefe del apartadero, Abílov, iba de cabeza, le llevaba el té en la tetera. También Yediguéi fue a echar una ojeada al inspector. El hombre estaba sentado fumando sobre los papeles. Yediguéi pensó que quizá sería alguno de los anteriores, pero no, era un desconocido. Un hombre de mejillas encarnadas, pocos dientes, con gafas, cabello cano, En sus ojos fulguraba una extraña sonrisa que se pegaba a los demás.
Se encontraron al caer la tarde. Yediguéi volvía de su turno y vio que el inspector se paseaba frente a la casa del servicio, bajo un farol. Llevaba el cuello de astracán levantado, una gorra también de astracán, sus gafas, y fumaba lentamente haciendo crujir la arena bajo las suelas de sus botas.
–Buenas noches. ¿Qué, ha salido a fumar? ¿Cansado de trabajar? –le compadeció Yediguéi.
–Sí, naturalmente –respondió el otro con media sonrisa–. No es fácil –y volvió a exhibir su media sonrisa.
–Sí, claro, naturalmente –dijo por educación Yediguéi.
–Me marcho mañana por la mañana –comunicó el inspector–. Pasará el diecisiete y se detendrá. Y yo me iré. –De nuevo mostró su media sonrisa. Su voz era ahogada, atormentada incluso. Sus ojos entornados miraban a la cara–. ¿Usted será Yediguéi Zhangueldín? –se informó el inspector.
–Sí, el mismo.
–Ya me lo pensaba –el inspector exhaló con aplomo el humo por entre sus escasos dientes–. Antiguo soldado. En el apartadero desde el cuarenta y cuatro. Los ferroviarios le llaman Buránny.
–Sí, es verdad –respondió Yediguéi con sencillez.
Le resultaba agradable que aquel hombre supiera tanto sobre él, pero al mismo tiempo le sorprendía que el inspector hubiera averiguado todo aquello y lo recordara.
–Tengo muy buena memoria –prosiguió el inspector con media sonrisa, adivinando evidentemente en qué pensaba Yediguéi–. Yo también escribo, como vuestro Kuttybáyev –señaló con la cabeza la ventana iluminada, al tiempo que soltaba un chorro de humo. Sobre el alféizar, la cabeza de Abutalip se inclinaba como siempre sobre sus notas–. Hace tres días que le observo y no deja de escribir. Lo comprendo. Yo también escribo. Sólo que yo escribo versos. Casi cada mes me los publican en el ciclostilado del depósito. Allí tenemos un círculo literario. Yo lo dirijo. Y también los he publicado en el periódico del distrito: una vez el ocho de marzo, y este año el primero de mayo.
Hicieron una pausa. Yediguéi se disponía ya a despedirse y a marcharse, cuando el inspector habló de nuevo:
–¿Y escribe sobre Yugoslavia?
–Hablando con sinceridad, no lo sé con certeza –respondió Yediguéi–. Creo que sí. Tenga en cuenta que fue guerrillero allí durante muchos años. Lo escribe para sus hijos.
–Lo oí decir. He interrogado a Abílov. También estuvo prisionero, según parece. Y no sé si ejerció de maestro algunos años. Y ahora ha decidido manifestarse a través de la pluma –soltó una risita chirriante–. Pero esto no es tan sencillo como parece. Yo también pienso en alguna obra importante. El frente, la retaguardia, hay bastante trabajo. Y además, en nuestra profesión carecemos de tiempo. Siempre en misión oficial.
–Él, también, sólo puede escribir por las noches. De día trabaja –intercaló Yediguéi.
De nuevo hicieron una pausa. Y Yediguéi no pudo retirarse.
–Y qué manera de escribir, qué manera de escribir, no levanta la cabeza –dijo el inspector enseñando los dientes en su media sonrisa y fijando la mirada en la silueta de Abutalip en la ventana.
–Hay que ocuparse en algo –respondió Yediguéi a eso–. Es un hombre culto. No tiene a nadie ni nada a su alrededor. Por eso escribe.
–Ajá, no es mala idea. No tiene a nadie ni nada a su alrededor –murmuró el inspector entornando los ojos y meditando algo–. Y uno es libre y no tiene a su alrededor a nadie ni nada, no es mala idea... Uno es libre...
En eso se despidieron. En los días siguientes rondó por su cabeza que no debía olvidarse de contar a Abutalip la casual conversación con el inspector, pero nunca parecía presentarse la ocasión propicia, y luego lo olvidó definitivamente.
Había mucho trabajo cara al invierno. Y lo principal era que Karanarse había puesto en movimiento. ¡Aquello era un lío, un castigo para su amo! Hacía dos años que Karanarse había convertido en joven macho. Pero en aquel tiempo aún no había mostrado tan tumultuosamente sus pasiones, aún se lo podía convencer, asustar, someter con un grito severo. Además, el viejo semental de la manada de Boranly –un antiguo camello de Kazangap no lo dejaba aún emprender su intento. Lo golpeaba, lo mordía, lo apartaba de las hembras. Pero la estepa es muy amplia. Y el viejo semental lo estuvo persiguiendo todo el santo día hasta que se le agotaron las fuerzas. Entonces, el joven y ardiente macho Karanar, por las buenas o por las malas, consiguió su objetivo.
Pero con la llegada de la nueva estación, de los fríos invernales, cuando despierta de nuevo en la sangre de los camellos la eterna llamada de la naturaleza, Karanarfue ya el dueño de la manada de Boranly. Se había tornado poderoso, había alcanzado una fuerza demoledora. Acorraló por las buenas al viejo semental de Kazangap bajo el despeñadero, y en la desierta estepa lo golpeó, lo pateó y le mordió hasta dejarlo medio muerto, aprovechando que no había nadie para separarlos. Esta ley implacable de la naturaleza era consecuente: ahora le había llegado el turno a Karanarde dejar descendencia.
Sobre esta cuestión, sin embargo, Kazangap y Yediguéi se pelearon por primera vez en su vida. Kazangap no pudo contenerse al ver el lastimoso espectáculo del semental pateado bajo el despeñadero. Volvió sombrío de los pastos y le espetó a Yediguéi:
¿Por qué permites estas cosas? ¡Ellos son animales, pero tú y yo somos personas! Este gran desastre lo ha causado tu Karanar. ¡Y tú, tranquilamente, lo sueltas en la estepa!
Yo no lo he soltado, kazajo. Él se ha marchado. ¿Cómo quieres que lo retenga? ¿Con cadenas? Las rompe. Ya sabes que no es casual aquel antiguo dicho: «La fuerza no admite autoridad». Ha llegado su día.
Y tú tan contento. Mas espera, ya veremos lo que pasa. Le tienes lástima, no quieres agujerearle el morro para ponerle la shisha [17], pero ya lo lamentarás, ya tendrás que correr tras él. Una fiera así no se contenta con una manada. Irá en busca de pelea por todo Sary-Ozeki. Y no habrá nada que lo detenga. Entonces recordarás mis palabras...
Yediguéi no quiso enfurecer a Kazangap, le respetaba, y además, en general, tenía toda la razón.
–Tú mismo me lo regalaste cuando era una cría, y ahora te quejas –murmuró conciliador–. De acuerdo, lo pensaré, haré algo para encontrar el modo de controlarlo.
Pero tampoco le obedecía la mano para deformar a un ejemplar tan bello como Karanaragujereándole el morro y atravesándolo con una astilla de madera. Y efectivamente, cuántas veces recordó después las palabras de Kazangap, y cuántas veces, llevado al frenesí, juró que no tendría en cuenta nada, y sin embargo no tocó al camello. Durante un tiempo pensó en castrarlo, pero tampoco se atrevió, no supo vencerse a sí mismo. Y pasaban los años, y con la llegada de los fríos invernales comenzaba el suplicio, la búsqueda del rebelde en celo, del furioso Karanar...
Todo empezó aquel invierno. Quedó grabado en su memoria. Y mientras sometía a Karanary preparaba un cercado para tenerlo sólidamente encerrado, llegó el Año Nuevo. Y los Kuttybáyev tuvieron la idea del abeto. Fue un gran acontecimiento para toda la chiquillería de Boranly. De hecho, Ukubala y sus hijas se trasladaron a la barraca de los Kuttybáyev. Todo el día estuvieron ocupados en los preparativos y en el adorno del abeto. Tanto al ir al trabajo como al volver, lo primero que hacía Yediguéi era entrar a echar un vistazo para ver cómo iba el abeto de los Kuttybáyev. Cada vez estaba más hermoso, más engalanado, florecía con sus cintas y sus diferentes juguetes de confección casera. Aquí hay que rendir homenaje a las mujeres: Zaripa y Ukubala se esforzaron por los niños, pusieron a contribución toda su maestría. Y se trataba quizá no tanto del abeto en sí como de las esperanzas para el nuevo año, que para todos se concretaban en una inconsciente espera de rápidos y felices cambios.
Abutalip no se contentó con eso, sacó a la chiquillería al patio y allí empezaron a levantar un enorme monigote de nieve. Al principio Yediguéi pensó que, simplemente, se estaba divirtiendo, pero luego quedó admirado de su empresa. El enorme monigote de nieve, casi de la altura de un hombre, un gracioso monstruo con los ojos y las cejas negros de carbón, con la nariz roja y la bocaza sonriente, con el raído gorro de piel de zorro de Kazangap en la cabeza, se levantaba frente al apartadero dando la bienvenida a los trenes. En una de sus manos, el monigote tenía el banderín verde del ferrocarril –vía libre–, y en la otra una placa de madera con la felicitación: «¡Feliz año 1953!». ¡Fue algo fantástico! Aquel monigote se mantuvo allí bastante tiempo, incluso después del 1 de enero...