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Un día más largo que un siglo
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Текст книги "Un día más largo que un siglo"


Автор книги: Чингиз Айтматов



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Kazangap tuvo que partir para lejanas tierras para huir de esa vergüenza. Estuvo trabajando durante seis años enteros en Betpak-Dal, en la Estepa del Hambre, cerca de Samarcanda. Aquella tierra, abandonada durante siglos, empezaba a ser conquistada bajo la forma de plantaciones de algodón. Se necesitaba gente a toda costa. Vivían en barracas, excavaban zanjas. Fue cavador, tractorista, jefe de brigada y recibió un diploma de honor por su trabajo de vanguardia. Allí también se casó. En aquella época iba gente de todas partes a ganarse la vida. De Jivá llegó la karakalpaca [8]Bukéi, con la familia de su hermano, a trabajar en Betpak-Dal. Y sucedió que estaban destinados a encontrarse. Se casaron en Betpak-Dal y decidieron volver a la tierra de Kazangap, al mar de Aral, con su gente, a su tierra. Pero no lo tuvieron todo en cuenta. Viajaron largo tiempo, con transbordos, en los «máxim [9] »,y en uno de estos transbordos, en Kumbel, Kazangap encontró por casualidad a dos de sus paisanos del Aral y comprendió, por la conversación, que no debía volver a Beshagach. Resultaba que allí mandaban los mismos que habían cometido los excesos. Siendo así, Kazangap abandonó el propósito de volver a su pueblo. No porque temiera algo, pues poseía un diploma del propio Uzbekistán. No quería ver a aquella gente triunfante, burlándose malignamente de él. De momento se habían librado de una buena; pero cómo, después de todo aquello, saludarlos tranquilamente y aparentar que nada había sucedido.

A Kazangap no le gustaba recordar esas cosas pero no comprendía que, excepto él, los demás ya hacía tiempo que lo habían olvidado. En los larguísimos años que siguieron a su llegada a Sary-Ozeki, sólo dos veces dio a entender que para él nada estaba olvidado. Una vez, su hijo le dio un gran disgusto; la otra fue Yediguéi, quien bromeó con poca fortuna.

En una de las visitas de Sabitzhán, estaban todos tomando el té, charlando y escuchando las novedades de la ciudad. Sabitzhán contaba entre otras cosas, riéndose, que los kazajos y los kirguises que huyeron a Sintszián en los años de la colectivización regresaban de nuevo. Allí, en China, los oprimían en las comunas: estaba prohibido que la gente comiera en casa, sólo podían comer del caldero común tres veces al día, pequeños y mayores haciendo cola con sus escudillas. Los chinos les hicieron tales cosas que huían como escaldados abandonando todos sus bienes. Pedían de rodillas que los dejaran regresar.

–¿Qué tiene eso de bueno? –preguntó sombrío Kazangap, y sus labios temblaron de ira. Eso le sucedía muy raramente, y también poquísimas veces, por no decir que nunca, hablaba con ese tono a su hijo, al que adoraba, enseñaba, y no negaba nada, creyendo que llegaría a ser un gran personaje–. ¿Por qué te ríes de eso? –añadió sordamente, poniéndose cada vez más tenso por la sangre que afluía a su cabeza–. Es una desgracia humana.

– ¿Y cómo quieres que lo cuente? ¡Eso sí que es raro! –replicó Sabitzhán–. Lo digo tal como es.

El padre no respondió y apartó de sí el cuenco del té. Su silencio se hizo insoportable.

– Y en general, ¿a quién culparíamos? –preguntó Sabitzhán encogiéndose sorprendido de hombros–. No comprendo. Lo repito: ¿a quién culparíamos? ¿Al tiempo? Es imperceptible. ¿Al régimen? No tenemos derecho.

Sabes, Sabitzhán, a mi entender, mis asuntos son los que están a mi altura; en otros, no me meto. Pero recuerda, hijo, creo que con tu inteligencia ya llegas a ello, pues recuérdalo. No se puede culpar sólo a Dios porque nos envía la muerte, o sea que llegue el límite de la vida; para eso nacimos. ¡De todo lo demás de la vida debe de haber un responsable!

Kazangap se levantó de su sitio y, sin mirar a nadie, enfadado y en silencio, se fue de casa, a alguna parte...

La otra vez, muchos años después de la salida de Kumbel, de instalarse y enraizarse en Boranly-Buránny, de tener hijos y de criarlos, un día de primavera después de encerrar el ganado en el cercado al anochecer, Yediguéi bromeó mirando a las ovejas que se multiplicaban con sus corderos:

– Nos hemos enriquecido tú y yo, kazajo, ¡ha llegado el momento de que nos eliminen de nuevo por kulaks!

Kazangap le lanzó una viva mirada, y sus bigotes llegaron a erizarse:

– ¡Habla sin pasarte!

– ¿Cómo, no sabes comprender una broma?

– Con eso no se bromea.

– Déjalo ya, kazajo. Han pasado cien años...

– De eso se trata. Aunque te quiten los bienes, no te pierdes, sobrevives. Pero el alma queda pisoteada, y eso no se arregla de ninguna manera...

Pero aquel día que iban de camino por Sary-Ozeki, de Kumbel a Boranly-Buránny, faltaba aún mucho tiempo para esta clase de conversaciones. Y nadie sabía tampoco cómo ni de qué manera terminaría su llegada al apartadero de Boranly-Buránny, si serían capaces de permanecer allí mucho o poco, si echarían raíces o seguirían adelante por el mundo. La conversación discurría con sencillez sobre los hechos de la vida cotidiana, y Yediguéi se interesó por saber por qué Kazangap no estuvo en el frente, si no habría contraído alguna enfermedad.

–No, gracias a Dios estoy sano –respondió Kazangap–. No tuve ninguna enfermedad, y pienso que habría luchado no menos que los demás. Sólo que las cosas salieron de otra manera...

Después que Kazangap no se atreviera a volver a Beshagach, marido y mujer quedaron encallados en Kumbel sin tener adónde ir. No podían volver de nuevo a la Estepa del Hambre, estaba demasiado lejos, y además no habría merecido la pena haberse marchado. Ir al Aral era una idea que ya habían abandonado. Y el jefe de la estación, un alma buena, advirtió su presencia, y después de interrogarlos, de preguntarles de dónde venían y en qué pensaban trabajar, instaló a Kazangap y a Bukéi en un mercancías que pasaba por el apartadero de Boranly-Buránny. «Allí –dijo– se necesita gente, y vosotros sois precisamente una pareja adecuada.» Escribió una nota para el jefe del apartadero. Y no se equivocó. Por duro que fuera, incluso en comparación con la Estepa del Hambre –allí había mucha gente y el trabajo hervía por todos lados–, pese al miedo que se sintiera en un Sary-Ozeki sin agua, poco a poco se fueron acostumbrando, se adaptaron y echaron raíces. Pobremente y mal, pero en su casa. Su categoría era la de obreros ferroviarios, aunque tenían que hacer todo cuanto se requería en el apartadero. Así comenzó su vida en común. Kazangap y su joven esposa Bukéi en el desierto apartadero Boranly-Buránny de Sary-Ozeki. Cierto que en aquellos años, un par de veces, tuvieron la intención, una vez ahorrado algún dinero, de trasladarse a otro lugar más cerca de la estación o de la ciudad, pero cuando estaban preparándose estalló la guerra.

Y pasaron los convoyes a través de Boranly-Buránny con soldados hacia el oeste, y con evacuados hacia el este; hacia el oeste con trigo y hacia el este con heridos. Incluso en aquel perdido apartadero de Boranly-Buránny se hizo inmediatamente perceptible cuán vivamente había cambiado la vida en su eterno rodar...

Una tras otra las locomotoras bramaban exigiendo la apertura del semáforo, y a su encuentro volaban otros tantos silbidos... Las traviesas no soportaban tanta carga, se curvaban, los raíles se gastaban antes de tiempo, se deformaban bajo el peso de los sobrecargados vagones. Apenas terminaban la sustitución de un tramo, ya se requería urgentemente la reparación de la vía en otro...

Aquello no tenía fin ni límite. ¿De dónde sacarían aquel innumerable ejército que convoy tras convoy volaba hacia el frente de día y de noche, durante semanas, durante meses, y después durante años y años? Y siempre hacia el oeste, hacia el punto donde los mundos se habían enzarzado en una lucha a muerte...

Después de cierto tiempo llególe también el turno a Kazangap. Exigíanle su participación en la guerra. De Kumbel le enviaron una papeleta: que se presentara en el punto de concentración. El jefe del apartadero se llevó las manos a la cabeza y soltó unos gemidos: se llevaban al mejor ferroviario, y ya no había en Boranly-Buránny sino cuatro gatos. Pero ¿qué podía hacer?, ¿quién le habría escuchado si decía que la capacidad de paso por el apartadero no era de goma?... Las locomotoras rugían ante los semáforos... Se echarían a reír si les decía que se necesitaba con urgencia otra vía paralela de repuesto. A quién le importaba eso ahora si el enemigo estaba a las puertas de Moscú...

Estaba ya en el umbral el primer invierno de guerra, un invierno prematuro que se adelantaba con sus crepúsculos oscuros, que se abría paso con sus fríos. La víspera de aquella mañana había nevado. Nevó por la noche. Primero fue un polvo escaso, luego empezó a caer densa y obstinadamente. Y bajo el majestuoso silencio de Sary-Ozeki, que se extendía sin límites, cayó por llanuras, depresiones y barrancas, cual compacto sudario una pura blancura celestial. Y al instante se pusieron en movimiento los vientos de Sary-Ozeki jugando con aquella capa aún no consolidada. Fueron todavía unos vientos iniciales, de ensayo, que luego se arremolinarían, se desencadenarían y levantarían grandes tempestades de nieve. ¿Y qué pasaría entonces con el fino hilo del ferrocarril, que cortaba de extremo a extremo las tierras Centrales de las grandes estepas amarillas como una venilla en la sien? Esta vena palpitaba: pasaban y pasaban los trenes en uno y en otro sentido...

Aquella mañana Kazangap partió para el frente. Partió solo, sin despedidas de ningún género. Cuando salieron de casa, Bukéi se detuvo y dijo que la cabeza le daba vueltas por culpa de la nieve. Kazangap tomó de sus manos el bien abrigado bebé. En aquella época, Aizada ya había nacido. Y echaron a andar, probablemente por última vez, dejando tras de sí una serie de huellas sobre la nieve. Pero no fue la esposa quien acudió a despedirle, fue él quien finalmente la condujo hasta la garita del guardagujas antes de subirse a un mercancías que pasaba para Kumbel. Bukéi se quedaba de guardagujas en lugar de su marido. Allí se despidieron. Todo cuanto había que decir ya se había dicho y se había llorado por la noche. La locomotora estaba ya dispuesta a partir. El maquinista le apremiaba, llamaba a Kazangap. Y así que éste subió a su cabina, la locomotora lanzó un largo silbido y, ganando velocidad, atravesó las agujas balanceándose de junta en junta. Allí, dándoles paso, estaba Bukéi de pie, estrechamente abrigada en un gran pañuelo, ceñida, con botas de hombre, la banderita en una mano y la niña en la otra. Por última vez se hicieron señas mutuamente... Pasaron fugazmente, la cara, la mirada, la mano, el semáforo...

Entretanto, el tren corría ya a gran velocidad, retumbando entre la nieve lechosa de Sary-Ozeki que afluía y pasaba silenciosamente por su lado como un blanco sueño. El viento soplaba sobre la locomotora agregando al indestructible olor de escoria quemada el perfume fresco de la primera nieve de la estepa... Kazangap procuraba retener el mayor tiempo posible en sus pulmones aquel hálito invernal de los espacios de Sary-Ozeki, y entonces comprendió que aquella tierra ya no le era indiferente...

En Kumbel se efectuaba la expedición de los movilizados. Los formaron en filas, pasaron lista y los distribuyeron por los vagones. Y entonces fue cuando sucedió una extraña historia.

Cuando Kazangap iba con su columna a embarcar, uno de los empleados de la oficina de reclutamiento le alcanzó por el camino.

– ¡Asanbáyev Kazangap! ¿Quién es aquí Asanbáyev? ¡Que salga de la formación! ¡Sígame!

Kazangap hizo lo que se le decía.

– ¡Yo soy Asanbáyev!

– ¡La documentación! Correcto. Es él. Ahora, sígame. Y volvieron atrás, a la estación, donde estaba instalada la oficina de reclutamiento. Aquel hombre le dijo:

– Sabes qué, Asanbái, anda, vuélvete a casa. Que te vayas a casa. ¿Entendido?

– Entendido –respondió Kazangap, aunque no había comprendido nada.

– En este caso, vete, no estorbes el paso. Estás libre.

Kazangap se quedó en medio de la zumbante multitud de los que partían y de quienes iban a despedirlos sumido en una confusión total. Al principio incluso se alegró de que las cosas tomaran aquel cariz, pero de pronto sintió un sofoco insoportable ante una idea que fulguró en las profundidades de su conciencia. ¡Conque era eso! Y empezó a abrirse paso por entre el bloque de gente hacia la puerta del jefe de la oficina de reclutamiento.

–¿Adónde vas? ¿Dónde te metes? –le gritaron quienes querían también llegar al jefe de la oficina.

–¡Tengo un asunto urgente! ¡El tren va a partir, mi asunto es urgente! –Y se abrió paso.

En el despacho, lleno de humo de tabaco hasta formar una neblina azulada, rodeado de teléfonos, papeles y personas, un hombre medio canoso, enronquecido, levantó de la mesa su convulsa cara cuando Kazangap se acercó hasta él.

– ¿Qué quieres? ¿Cuál es el problema?

– No estoy de acuerdo.

– ¿No estás de acuerdo en qué?

– Mi padre fue rehabilitado como víctima de los excesos. ¡No era un kulak!¡Comprobad todos vuestros documentos! Fue rehabilitado como campesino medio.

– ¡Espera, espera! ¿Qué quieres?

– Si no me aceptáis por esa causa, es una injusticia.

– Oiga, no diga desatinos. Kulak,campesino medio... ¿quién se ocupa ahora de esas cosas? ¿De dónde caes tú? ¿Quién eres?

Asanbáyev, del apartadero de Boranly-Buránny. El jefe se puso a ojear las listas.

– Haberlo dicho. No me vengas con cuentos. ¡Que si el campesino medio, que si pobre, que si kulak!¡Tienes un destino! Te llamaron por equivocación. Hay una orden del propio Stalin: no tocar a los ferroviarios, que todos permanezcan en sus puestos. Anda, no molestes, vete a tu apartadero y haz tu trabajo...





La puesta de sol lo cogió por el camino, no lejos de Boranly-Buránny. Se acercaban de nuevo a la línea del ferrocarril, se oían ya los silbidos de los trenes que pasaban en uno y otro sentido, y se podía distinguir la composición de los convoyes. Desde lejos, en medio del desierto de Sary-Ozeki, parecían de juguete. A sus espaldas el sol se apagaba lentamente iluminando, y al propio tiempo sombreando, los limpios barrancos y montículos de los alrededores; a la vez que el crepúsculo crecía invisible sobre la tierra oscureciendo el aire y saturándolo con el perfume azul y frío de la tierra primaveral que aun conservaba restos de la humedad invernal.

–¡Éste es nuestro Boranly! –señaló con la mano Kazangap volviéndose hacia Yediguéi en el camello y hacia Ukubala que caminaba a su lado–. Queda muy poco, si Dios quiere pronto llegaremos y podréis descansar.

Ante ellos, en un lugar donde el ferrocarril dibujaba un zigzag apenas perceptible sobre la superficie del desierto, había unas casitas, y en la vía paralela, esperando que se abriera el semáforo se encontraba un tren de paso. Y más allá, y por los lados, se veía el campo liso y llano, el declive suave de las depresiones, un mudo e inconmensurable espacio, estepa y más estepa...

El corazón de Yediguéi se desanimó: él era un hombre de la estepa costera, estaba acostumbrado a los desiertos del Aral, pero no esperaba aquello. Del mar azul eternamente cambiante, en cuyas orillas había nacido, ¡a aquella sequedad de muerte! ¿Cómo podría vivir allí?

Ukubala, que caminaba a su lado, alargó la mano hasta tocar el pie de Yediguéi y dio algunos pasos sin retirar la mano. Él la comprendió. «No importa –decía con el gesto–, lo importante es que recuperes la salud. Viviremos y luego ya veremos...»

Así se acercaron al lugar donde debían, como resultó luego, pasar largos años, todo el resto de su vida.

Pronto se apagó el sol, y ya en tinieblas, cuando tan claras y precisas aparecían en el cielo de Sary-Ozeki multitud de estrellas, llegaron a Boranly-Buránny.

Durante algunos días vivieron en casa de Kazangap. Luego, fueron a vivir aparte. Les dieron una habitación en una barraca que había para los obreros de la vía, y con eso empezaron la vida en aquel nuevo lugar.

Pese a todas las incomodidades, y a la soledad de Sary-Ozeki, angustiosa especialmente en los primeros tiempos, hubo dos cosas que fueron muy beneficiosas para Yediguéi: el aire y la leche de camella. El aire tenía una pureza primitiva, habría sido difícil encontrar otro lugar tan virgen como aquél, y en cuanto a la leche, Kazangap se lo solucionó, les cedió el ordeño de una de sus dos camellas.

–Mi mujer y yo hemos hablado sobre todo esto –dijo–, tenemos suficiente leche para nosotros, quedaos vosotros con el ordeño de nuestra Cabezablanca.Es una camella joven, muy lechera, va para el segundo parto. Cuidadla vosotros y beneficiaos. Sólo tened cuidado de no perjudicar a la cría. Será para vosotros, así lo hemos decidido mi mujer y yo, para ti, Yediguéi, para la recría, como principio. Si la cuidas bien, se formará un rebaño a su alrededor. Si después se te ocurre partir, puedes venderla y tendrás dinero.

El hijo de Cabezablanca–de negra cabeza, diminuto, con oscuras gibas infantiles– hacía sólo una semana y media que había nacido. Y tenía unos ojazos conmovedores: enormes, abultados, húmedos, brillando con infantil ternura y curiosidad. A veces empezaba a correr de un modo muy gracioso, a saltar y a juguetear junto a su madre, y cuando lo dejaban en el cercado, la llamaba con voz plañidera, casi humana. Quién habría podido pensarlo: era el futuro Burani Karanar.El mismo incansable y poderoso camello que se convertiría con el tiempo en la celebridad de la región. Había muchas cosas en la vida de Yediguéi relacionadas con ese animal. Pero entonces, el pequeño necesitaba un cuidado constante. Yediguéi le tomó un gran afecto. Ocupaba en él todo el tiempo libre de que disponía. Antes, cuando aún estaba en el Aral, tenía cierta práctica en ese asunto, y entonces le fue muy útil. Al llegar el invierno, el pequeño Karanarhabía crecido notablemente y ante la inminencia de los fríos le confeccionaron un caliente telliz que se abrochaba bajo la barriga. Resultaba muy gracioso con aquel paramento: sólo quedaban fuera la cabeza, el cuello, las patas y las dos gibas. Así anduvo vestido todo el invierno y comienzos de primavera, pasando días enteros en la estepa a cielo abierto.

Durante el invierno de aquel año, Yediguéi advirtió que gradualmente recuperaba las fuerzas perdidas. Incluso ni se dio cuenta de cuándo había dejado de darle vueltas la cabeza. Poco a poco desapareció el continuo zumbido de sus oídos, y dejó de sudar durante el trabajo. Y en mitad del invierno, cuando se acumularon grandes montones de nieve en las vías, ya pudo acudir a ayudar como todos los demás. Y luego cobró tanta fuerza –pues era joven, y de naturaleza enérgica– que llegó a olvidar lo duro y mal que lo había pasado recientemente, cuando apenas podía arrastrar los pies. Se habían cumplido las palabras del doctor de la barba roja.

En los momentos apacibles, Yediguéi solía bromear con el camellito, acariciándolo, abrazándose a su cuello y diciéndole:

–Tú y yo somos algo así como hermanos de leche. Fíjate cómo has crecido tú con la leche de Cabezablanca,y yo, según creo, me he librado de la debilidad de la contusión. Quiera Dios que para siempre. La diferencia está en que tú chupabas del pezón y yo ordeñaba y hacía shubat...

Muchos años después, cuando Karanarhabía alcanzado su fama en Sary-Ozeki hasta el punto de que iban especialmente a sacarle fotografías –eso fue cuando la guerra ya se había olvidado, los hijos estaban en la escuela, el apartadero disponía de su propia bomba de agua, con lo que el problema de su abastecimiento se había resuelto definitivamente y Yediguéi había colocado ya la casa bajo un techo metálico, en una palabra, cuando la vida después de tantas privaciones y sufrimientos había entrado por fin en un cauce digno y normal de toda vida humana–, fue entonces cuando tuvo lugar una conversación que Yediguéi recordó después por mucho tiempo.

La llegada de corresponsales gráficos –así se presentaron ellos– fue un caso raro, quizá único, en la historia de Boranly-Buránny. Los vivarachos y charlatanes corresponsales, que eran tres, no se mostraron avaros en promesas: habían ido, dijeron, para publicar en todas las revistas y periódicos las fotografías de Burani Karanary de sus dueños. El ruido y la agitación del entorno no gustaron demasiado a Karanar,que chillaba irritado, hacía crujir sus dentadas fauces y levantaba su inalcanzable cabeza para que lo dejaran en paz. Los forasteros tenían que rogar continuamente a Yediguéi que calmara al camello, que le diera la vuelta, ora así, ora asá. Y Yediguéi, a su vez, llamaba a los niños, a las mujeres y al propio Kazangap, para que, naturalmente, no le retrataran sólo a él sino a todos juntos, suponiendo que así sería mejor. Los corresponsales accedían gustosamente y disparaban diversas máquinas. El no va más fue cuando cargaron a todos los niños sobre Burani Karanar,dos en el cuello y otros cinco sobre la espalda, en el centro el propio Yediguéi, como diciendo: «¡Ved qué fuerza la de este camello!». ¡Aquello fue todo algarabía y alegría! Pero luego los corresponsales confesaron que para ellos lo más importante era fotografiar al semental solo, sin personas. ¡Por favor, no faltaría más!

Y entonces los fotógrafos empezaron a retratar a Burani Karanarapuntándole por los flancos, por delante, por detrás, de cerca, de lejos, de todas las maneras que supieron y pudieron; luego, con la ayuda de Yediguéi, empezaron a medirlo: la altura hasta la melena, el perímetro torácico, el carpiano, la longitud del tronco, y lo anotaban todo entusiasmados:

–¡Un bactriano soberbio! ¡Aquí sí que funcionaron perfectamente los genes! ¡Un tipo clásico de bactriano! ¡Qué pecho tan poderoso! ¡Qué exterior tan perfecto!

Naturalmente resultaba muy halagador para Yediguéi escuchar aquellas opiniones, pero tuvo que preguntar qué significaban aquellas palabras, desconocidas para él, como «bactriano», por ejemplo. Resultó que así se llamaba científicamente una antiquísima especie de camellos.

– ¿O sea, que es un bactriano?

– Y de rara pureza. Un diamante.

– ¿Y para qué todas esas mediciones?

– Son datos científicos.

Por lo que respecta a las revistas y periódicos, los forasteros habían exagerado, naturalmente, ante los de Boranly para darse más importancia, pero medio año más tarde enviaron un manual destinado a las facultades zootécnicas dedicadas a la cría de camellos, y en la cubierta del libro lucía sus encantos un bactriano clásico: Burani Karanar.También enviaron un puñado de fotografías, entre ellas algunas en color. Incluso por estas fotografías se podía llegar a la conclusión de que fue una época alegre y feliz. Las dificultades de la posguerra habían quedado atrás, los niños ya habían entrado en la adolescencia, los mayores estaban vivos y sanos, y la vejez rondaba aún escondida más allá de las montañas.

Aquel día, Yediguéi sacrificó un cordero en honor de los huéspedes y ofreció un gran ágape a todos los de Boranly. Había shubat,vodka y toda clase de manjares. En aquella época solía pasar por el apartadero el vagón-almacén móvil del DAO (Departamento de Aprovisionamiento Obrero) llevando todo cuanto uno pudiera desear. Con tal de que tuviera dinero. Había allí cangrejos de todo género, caviar negro y rojo, diferentes especies de pescado, coñac, salchichas, caramelos, etc., etc. Pero, caramba, cuando hay de todo no se compra mucho en el vagón. ¿Para qué lo superfluo? Ahora, el almacén móvil hace tiempo que ha desaparecido de las vías...

Pero entonces tuvieron una estupenda sobremesa, bebieron incluso por Burani Karanar.La conversación puso de manifiesto que los huéspedes habían oído hablar de Karanara Elizárov. Éste les contó que en Sary-Ozeki vivía su amigo Burani Yediguéi quien poseía el camello más hermoso del mundo. ¡Burani Karanar!¡Elizárov, Elizárov! Magnífica persona, conocedor de Sary-Ozeki, sabio... Cuando Elizárov iba a Boranly-Buránny, se reunían los dos con Kazangap, y mantenían un sinfín de conversaciones a lo largo de noches enteras...

En aquella sobremesa contaron a los huéspedes, ora Kazangap, ora Yediguéi –continuando y complementando uno a otro lo que narraban– la leyenda de Sary-Ozeki sobre los antepasados de la actual raza de camellos, sobre la famosa camella Akmai,de cabeza blanca, y su no menos famosa dueña Naiman-Ana, que descansaba en el cementerio de Ana-Beit. ¡He aquí, pues, de dónde procedía la estirpe de Burani Karanar!Los de Boranly esperaban que quizá algún periódico publicara aquella vieja historia. Los huéspedes la escucharon con interés, pero seguramente consideraron que sólo era una leyenda local que se transmitía de generación en generación. Pero Elizárov era de otra opinión. Consideraba que la leyenda de Akmaipodía perfectamente reflejar lo que había ocurrido, como él decía, en aquella realidad histórica. Le gustaba escuchar esas historias y conocía no pocas tradiciones de la estepa...

Al caer la tarde se despidieron de los huéspedes. Yediguéi se sentía satisfecho y orgulloso. Por eso dijo algo sin pensarlo bien. En realidad, había bebido con los huéspedes. Pero lo dicho, dicho está.

–Qué, kazajo, confiésalo –dijo a Kazangap–, ¿no lamentas, como un pecado, haberme regalado la cría Karanar?

Kazangap le miró con una sonrisa burlona. Por lo visto, no esperaba una salida semejante. Y después de una pausa, respondió:

–Todos somos personas, naturalmente. Pero sabes, hay una ley que ya nos comunicaban nuestros abuelos: mal iesi kudaidan [10] .Son cosas de Dios. Así está escrito. Karanardebía ser precisamente tuyo y debías ser tú, precisamente, su amo. Y si por ejemplo hubiera caído en otras manos, no sabemos cómo habría crecido, puede que no hubiera sobrevivido, que hubiera muerto, y habrían podido ocurrir aún un sinfín de cosas. Habría podido caer por un abismo. Tenía que pertenecerte a ti. En realidad, también tuve yo camellos, y no de los malos. Y también de esta madre, de Cabezablanca,de la que procede Karanar.En cambio para ti era el único, y regalado... Dios quiera que te preste servicio durante cien años. Pero haces mal en pensar...

–Bueno, perdóname, perdona, kazajo –se avergonzó Yediguéi, lamentando haber dicho aquello.

Y como continuación a este coloquio, Kazangap le comunicó sus observaciones. Según la leyenda, la dorada madre Akmaiparió siete hijos, cuatro hembras y tres machos. Y desde entonces, todas las hembras nacían claras, con la cabeza blanca, y todos los machos, por el contrario, con la cabeza negra y el pelaje castaño. Por eso Karanarnació así. La madre, de cabeza blanca, parió camellos negros. Era la primera señal de que procedían de Akmai, ydesde entonces, no se sabe por qué, desde tiempos inmemoriales, doscientos, trescientos o quinientos años, la estirpe de Akmaino se había extinguido en Sary-Ozeki. Y de un momento a otro podría aparecer un camello-sirttan [11]como Burani Karanar.Yediguéi, simplemente, había tenido suerte. Para su campesina felicidad, había nacido Karanary había ido a parar a sus manos...

Y cuando llegó la hora de hacer algo con Karanar,de castrarlo o de tenerlo encadenado, pues empezaba a rebelarse de una forma terrible, sin permitir que nadie se le acercara, empezaba a huir y a desaparecer días enteros, Kazangap le dijo a Yediguéi cuando éste fue a pedirle consejo:

–Es cosa tuya. Si quieres una vida tranquila, cástralo. Si quieres fama, no lo toques. Pero en ese caso, acepta toda la responsabilidad si ocurre algo. Si te sobran fuerzas y paciencia, espera, será rebelde unos tres años, pero después volverá a seguirte.

Yediguéi no tocó a Burani Karanar.No, no se atrevió, no le obedecía la mano. Pero hubo momentos que derramó lágrimas de sangre...

CAPÍTULO IV




En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...






A primera hora de la mañana, todo estaba dispuesto. Fuertemente vendado con un compacto fieltro y atado por fuera con una cinta de seda, el cuerpo de Kazangap, con la cabeza cubierta, fue depositado en el remolque de un tractor sobre cuyo fondo se había extendido previamente una capa de serrín y virutas cubierta por otra de heno limpio. Era conveniente no retrasar demasiado la partida; así, por la tarde, no más allá de las cinco o las seis, podrían estar de regreso del cementerio. Treinta verstas en una dirección y otras tantas en la otra, y además el entierro propiamente dicho, hacían que el acto funerario tuviera que celebrarse a partir de las seis de la tarde. Con esta idea se pusieron en camino, para poder llegar a tiempo al entierro. Y todo estaba ya preparado. Llevando de la brida a Karanar, ensillado y adornado ya desde la tarde anterior, Burani Yediguéi metía prisa a la gente. Y se retrasaban eternamente. Él, aunque no había dormido en toda la noche, presentaba un aspecto severo, concentrado, aunque algo desmejorado. Bien afeitado, con sus azulados bigotes y cejas, Yediguéi se había puesto sus mejores galas: botas de piel de becerro, pantalones de montar de velludillo algo anchos, chaqueta negra sobre camisa blanca y en la cabeza la gorra ferroviaria de las fiestas. En su pecho brillaban todas las condecoraciones militares, las medallas y las insignias de vanguardista en los planes quinquenales. Todo eso le caía bien y le daba un aspecto imponente. Con toda seguridad, era como debía presentarse Burani Yediguéi en el entierro de Kazangap.

Salieron a despedirlos todos los habitantes de Boranly, del más pequeño al mayor. Se congregaron alrededor del remolque esperando la partida. Las mujeres lloraban sin cesar. Por la misma fuerza de los acontecimientos, Burani Yediguéi tomó la palabra y dijo a los reunidos:

–Ahora nos dirigimos a Ana-Beit, al antiguo cementerio más venerado de Sary-Ozeki. El difunto Kazangap se lo merece. Él mismo encargó que se le enterrara allí. –Yediguéi pensó qué más podría decir, y prosiguió–: O sea, que se terminó el agua y la sal que tenía destinados al nacer. Este hombre ha trabajado en nuestro apartadero cuarenta y cuatro años exactamente. Podemos decir que toda la vida. Cuando empezó, aún no estaba aquí la bomba del agua, y ésta la traían en una cisterna para toda la semana. Entonces no había máquinas quitanieves ni de otro tipo, como las que tenemos actualmente, ni siquiera este tractor con el que ahora le llevamos a enterrar. Pero sin embargo pasaban los trenes y siempre encontraron las vías dispuestas. Ha vivido honestamente su vida en Boranly-Buránny. Era una buena persona. Todos le conocíais. Y ahora, pongámonos en camino. No es preciso que vayamos todos, no hay por qué. Y además, no tenemos derecho a abandonar la línea. Iremos seis de nosotros. Y lo haremos todo como es debido. Vosotros esperadnos y preparaos; cuando regresemos iremos todos al convite funerario, os invito en nombre de sus hijos, su hijo y su hija, que están aquí...


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