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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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—No mucho que uno pueda ver en esta condenada oscuridad —respondió Elfhelm—. Pero mi señor manda decir que estemos prontos: es posible que llegue de improviso una orden urgente.

—¿Quiere decir entonces que el enemigo se acerca? —preguntó Merry con inquietud—. ¿Son sus tambores los que se oyen? Casi empezaba a pensar que era pura imaginación de mi parte, ya que nadie parecía hacerles caso.

—No, no —respondió Elfhelm—, el enemigo está en el camino, no aquí en las colinas. Estás oyendo a los Hombres Salvajes de los Bosques: así se comunican entre ellos a distancia. Se dice que aún hay algunos escondidos en el Bosque de Drúadan. Vestigios de un tiempo ya remoto, viven secretamente, en grupos pequeños, y son cautos e indómitos como bestias. No combaten a Gondor ni a la Marca; pero ahora la oscuridad y la presencia de los orcos los han inquietado, y temen la vuelta de los Años Oscuros, cosa bastante probable. Agradezcamos que no nos persigan, pues se dice que tienen flechas envenenadas, y nadie conoce tan bien como ellos los secretos de los bosques. Pero le han ofrecido sus servicios a Théoden. En este mismo momento uno de sus jefes es conducido hasta el rey. Allá, donde se ven las luces. Esto es todo lo que he oído decir. Y ahora tengo que cumplir las órdenes de mi amo. ¡Levántate, Señor Equipaje! —Y se desvaneció en la oscuridad.

Esa historia de hombres salvajes y flechas envenenadas no tranquilizó a Merry, pero además el peso del miedo lo abrumaba. La espera se le hacía insoportable. Quería saber qué iba a pasar. Se levantó, y un momento después caminaba con cautela en persecución de la última linterna antes que desapareciera entre los árboles.


No tardó en llegar a un claro donde habían levantado una pequeña tienda para el rey, al reparo de un árbol grande. Un gran farol, velado en la parte superior, colgaba de una rama y arrojaba abajo un círculo de luz pálida. Allí estaban Théoden y Éomer, y sentado en cuclillas ante ellos, un extraño ejemplar de hombre, apeñuscado como una piedra vieja, la barba rala como manojos de musgo seco en el mentón protuberante. De piernas cortas y brazos gordos, membrudo y achaparrado, llevaba como única prenda unas hierbas atadas a la cintura. Merry tuvo la impresión de que lo había visto antes en alguna parte, y recordó de pronto a los hombres Púkel de El Sagrario. Era como si una de aquellas imágenes legendarias hubiese cobrado vida, o quizá un auténtico descendiente de los hombres que sirvieran de modelos a los artistas hacía tiempo olvidados.

Estaban en silencio cuando Merry se aproximó, pero al cabo de un momento el Hombre Salvaje empezó a hablar, como en respuesta a una pregunta. Tenía una voz profunda y gutural, y Merry oyó con asombro que hablaba en la Lengua Común, aunque de un modo entrecortado e intercalando palabras extrañas.

—No, padre de los Jinetes —dijo—, nosotros no peleamos, solamente cazamos. Matamos a los gorgûnen los bosques, aborrecemos a los orcos. También vosotros aborrecéis a los gorgûn. Ayudamos como podemos. Los Hombres Salvajes tienen orejas largas, ojos largos. Conocen todos los senderos. Los Hombres Salvajes viven aquí antes que Casas-de-Piedra; antes que los Hombres Altos vinieran de las Aguas.

—Pero lo que necesitamos es ayuda en la batalla —dijo Éomer—. ¿Cómo podréis ayudarnos, tú y tu gente?

—Traemos noticias —dijo el Hombre Salvaje—. Nosotros observamos desde las lomas. Trepamos a la montaña alta y miramos abajo. Ciudad de Piedra está cerrada. Hay fuego allá fuera; ahora también dentro. ¿Allí queréis ir? Entonces, hay que darse prisa. Pero los gorgûny los hombres venidos de lejos —movió un brazo corto y nudoso apuntando al este– esperan en el camino de los caballos. Muchos, muchos más que todos los Jinetes.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Éomer.

El rostro chato y los ojos oscuros del viejo no expresaban nada, pero en la voz había un hosco descontento.

—Hombres Salvajes son salvajes, libres, pero no niños —replicó—. Yo soy gran jefe Ghân-buri-Ghân. Yo cuento muchas cosas: estrellas en el cielo, hojas en los árboles, hombres en la oscuridad. Vosotros tenéis veinte veintenas contadas cinco veces más cinco. Ellos tienen más. Gran batalla ¿y quién ganará? Y muchos otros caminan alrededor de los muros de Casas-de-Piedra.

—Ay, con demasiado tino habla —dijo Théoden—. Y los batidores nos dicen que han cavado fosos y que hay hogueras emboscadas a lo largo del camino. Nos será imposible tomarlos por sorpresa y arrasarlos.

—Pero tenemos que actuar con rapidez —dijo Éomer—. ¡Mundburgo está en llamas!

—¡Dejad terminar a Ghân-buri-Ghân! —dijo el Hombre Salvaje—. Él conoce más de un camino. Él os guiará por senderos sin fosos, que los gorgûnno pisan, sólo los Hombres Salvajes y las bestias. Muchos caminos construyó la Gente de Casas-de-Piedra cuando era más fuerte. Despedazaban colinas como cazadores despedazan carne de animales. Los Hombres Salvajes creen que comían piedras. Iban con grandes carretas a Rimmon a través del Drúadan. Ahora no van más. El camino fue olvidado, pero no por los Hombres Salvajes. Por encima de la colina y detrás de la colina, todavía sigue allí bajo la hierba y el árbol, atrás del Rimmon; y bajando por el Dîn, vuelve a unirse al camino de los Jinetes. Los Hombres Salvajes os mostrarán ese camino. Entonces mataréis gorgûny con el hierro brillante ahuyentaréis la oscuridad maligna, y los Hombres Salvajes podrán dormir otra vez en los bosques salvajes.

Éomer y el rey deliberaron un momento en la lengua de ellos. Al cabo, Théoden se volvió al Hombre Salvaje.

—Aceptamos tu ofrecimiento —le dijo—. Pues aun cuando dejemos atrás una hueste de enemigos ¿qué puede importarnos? Si la Ciudad de Piedra sucumbe, no habrá retorno para nosotros, y si se salva, entonces serán las huestes de los orcos las que tendrán cortada la retirada. Si eres leal, Ghân-buri-Ghân, recibirás una buena recompensa, y contarás para siempre con la amistad de la Marca.

—Los hombres muertos no son amigos de los vivos y no hacen regalos —dijo el Hombre Salvaje—. Pero si sobrevivís a la Oscuridad, dejad que los Hombres Salvajes vivan tranquilos en los bosques y nunca más los persigáis como a bestias. Ghân-buri-Ghân no os conducirá a ninguna trampa. Él mismo irá con el padre de los Jinetes, y si lo guía mal, lo mataréis.

—Sea —dijo Théoden.

—¿Cuánto tardaremos en adelantamos al enemigo y volver al camino? —preguntó Éomer—. Si tú nos guías tendremos que avanzar al paso; y el camino será estrecho.

—Los Hombres Salvajes son de pies ligeros —dijo Ghân—. Allá lejos el camino es ancho, para cuatro caballos en el Pedregal de las Carretas —señaló con la mano hacia el sur—, pero es estrecho al comienzo y al final. El Hombre Salvaje puede caminar de aquí a Dîn entre la salida del sol y mediodía.

—Entonces hemos de estimar por lo menos siete horas para las primeras filas —dijo Éomer—; pero más vale contar unas diez en total. Algo imprevisible podría retrasarnos, y si el ejército tiene que avanzar en filas, necesitaremos un tiempo para reordenarlo al salir de las lomas. ¿Qué hora es?

—¿Quién puede saberlo? —dijo Théoden—. Todo es noche ahora.

—Todo está oscuro, pero no todo es noche —dijo Ghân—. Cuando el sol se levanta nosotros lo sentimos, aunque esté escondido. Ya trepa sobre las montañas del este. Se abre el día en los campos del cielo.

—Entonces tenemos que partir cuanto antes —dijo Éomer—. Aun así, no hay esperanzas de que lleguemos hoy a socorrer a Gondor.


Sin esperar a oír más, Merry se escurrió, y fue a prepararse para la orden de partida. Ésta era la última jornada anterior a la batalla. Y aunque le parecía improbable que muchos pudieran sobrevivir, pensó en Pippin y en las llamas de Minas Tirith, y sofocó sus propios temores.

Todo anduvo bien aquel día, y no vieron ni oyeron ninguna señal de que el enemigo estuviese al acecho con una celada. Los Hombres Salvajes pusieron una cortina de cazadores alertas y avispados alrededor del ejército, a fin de que ningún orco o espía merodeador pudiese conocer los movimientos en las lomas. Cuando empezaron a acercarse a la ciudad sitiada, la luz era más débil que nunca, y las largas columnas de Jinetes pasaban como sombras de hombres y de caballos. Cada una de las compañías de los Rohirrim llevaba como guía un Hombre Salvaje de los Bosques; pero el viejo Ghân caminaba a la par del rey. La partida había sido más lenta de lo previsto, pues los jinetes, a pie y llevando los caballos por la brida, habían tardado algún tiempo en abrirse camino en la espesura de las lomas y en descender al escondido Pedregal de las Carretas. Era ya entrada la tarde cuando la vanguardia llegó a los vastos boscajes grises que se extendían más allá de la ladera oriental del Amon Dîn, enmascarando una amplia abertura en la cadena de cerros que desde Nardol a Dîn corría hacia el este y el oeste. Por ese paso descendía en tiempos lejanos la carretera olvidada que atravesando Anórien volvía a unirse al camino principal para cabalgaduras; pero a lo largo de numerosas generaciones de hombres, los árboles habían crecido allí, y ahora yacía sumergida, enterrada bajo el follaje de años innumerables. En realidad, la espesura ofrecía a los Rohirrim un último reparo antes que salieran a cara descubierta al fragor de la batalla: pues delante de ellos se extendían el camino y las llanuras del Anduin, en tanto que en el este y el sur las pendientes eran desnudas y rocosas, y se apeñuscaban y trepaban, bastión sobre bastión, para unirse a la imponente masa montañosa y a las estribaciones del Mindolluin.

Las primeras filas hicieron alto, y mientras las que venían detrás atravesaban el paso del Pedregal de las Carretas, se desplegaron para acampar bajo los árboles grises. El rey convocó a consejo a los capitanes. Éomer envió batidores a vigilar el camino, pero el viejo Ghân meneó la cabeza.

—Inútil mandar hombres a caballo —dijo—. Los Hombres Salvajes ya han visto todo lo que es posible ver en este aire malo. Pronto vendrán a hablar conmigo.

Los capitanes se reunieron; y de entre los árboles salieron con cautela otros hombres púkel, tan parecidos al viejo Ghân que Merry no hubiera podido distinguir entre ellos. Hablaron con Ghân en una lengua extraña y gutural.

Pronto Ghân se volvió al rey.

—Los Hombres Salvajes dicen muchas cosas —anunció—. Primero: ¡sed cautelosos! Todavía hay muchos hombres acampando del otro lado de Dîn, a una hora de marcha, por allí. —Agitó el brazo señalando el oeste, las negras colinas—. Pero ninguno a la vista de aquí a los muros nuevos de Gente de Piedra. Allí hay muchos y muy atareados. Los muros ya no resisten: los gorgûnlos derriban con trueno de tierra y mazas de hierro negro. Son imprudentes y no miran alrededor. Creen que sus amigos vigilan todos los caminos. —Y al decir esto soltó un extraño gorgoteo, que bien podía parecer una carcajada.

—¡Buenas noticias! —dijo Éomer—. Aun en esta oscuridad brilla de nuevo una luz de esperanza. Más de una vez los artilugios del Enemigo nos han favorecido. La maldita oscuridad puede ser para nosotros un manto protector. Y ahora, encarnizados como están en la destrucción de Gondor, decididos a no dejar piedra sobre piedra, los orcos me han librado del mayor de mis temores. El muro exterior habría resistido largo tiempo a nuestros embates. Ahora podremos atravesarlo como un trueno... si llegamos a él.

—Gracias otra vez, Ghân-buri-Ghân de los bosques —dijo Théoden—. ¡Que la fortuna te sea propicia en recompensa por las noticias y la ayuda que nos has traído!

—¡Matad gorgûn! ¡Matad orcos! Los Hombres Salvajes no conocen palabras más placenteras —respondió Ghân—. ¡Ahuyentad el aire malo y la oscuridad con el hierro brillante!

—Para eso hemos venido desde muy lejos —afirmó el rey—, y lo intentaremos. Pero lo que consigamos, sólo mañana se verá.

Ghân-buri-Ghân se inclinó hasta tocar el suelo con la frente en señal de despedida. Luego se levantó como si se dispusiera a marcharse. Pero de pronto se quedó quieto con la cabeza levantada, como un animal del bosque que husmea un olor extraño. Un resplandor le iluminó los ojos.

—¡El viento está cambiando! —gritó, y con estas palabras, como en un parpadeo, él y sus compañeros desaparecieron en las tinieblas, y los hombres de Rohan no los volvieron a ver nunca más. Poco después se oyó otra vez en el este lejano el batir apagado de los tambores. Pero en todo el ejército de los Rohirrim nadie temió un instante que los Hombres Salvajes pudieran cometer una traición, por más que pareciesen extraños y poco atractivos.

—Ya no tenemos necesidad de guías —dijo Elfhelm—. Hay entre nosotros Jinetes que han cabalgado hasta Mundburgo en tiempos de paz. Empezando por mí. Cuando lleguemos al camino, doblará hacia el sur, y desde allí hasta el muro de los confines de los burgos, habrá otras siete leguas. La hierba abunda a los lados de casi todo el camino. En ese tramo los mensajeros de Gondor corrían más que nunca. Podremos cabalgar rápidamente y sin hacer mucho ruido.

—Pues como nos espera una lucha cruenta y necesitaremos de todas nuestras fuerzas —dijo Éomer—, yo propondría que ahora descansáramos, y que partiéramos por la noche; de ese modo podríamos llegar a los campos cuando haya tanta luz como pueda haberla, o cuando nuestro señor nos dé la señal.

El rey estuvo de acuerdo y los capitanes se retiraron. Pero Elfhelm volvió poco después.

—Los batidores no han encontrado nada más allá del bosque gris, Señor —dijo—, salvo dos hombres: dos hombres muertos y dos caballos muertos.

—¿Entonces? —dijo Éomer.

—Entonces esto, Señor: eran mensajeros de Gondor; uno de ellos podría ser Hirgon. En todo caso aún apretaba en la mano la Flecha Roja, pero lo habían decapitado. Y también esto: según los indicios, parecería que huían hacia el oestecuando fueron abatidos. A mi entender, al regresar encontraron al Enemigo ya dueño del muro exterior, o atacándolo, y eso ha de haber ocurrido hace dos noches, si utilizaron los caballos de recambio de las postas, como es costumbre. Al no poder entrar en la ciudad, han de haber dado media vuelta.

—¡Ay! —dijo Théoden—. Eso quiere decir que Denethor no ha tenido noticias de nuestra partida, y ya habrá desesperado.

La necesidad no tolera tardanzas, pero más vale tarde que nunca—dijo Éomer—. Y acaso ahora el viejo refrán demuestra ser más cierto que en todos los tiempos pasados, desde que los hombres se expresan con la boca.


Era de noche. Por las dos orillas del camino avanzaba en silencio el ejército de Rohan. El camino que contorneaba las pendientes del Mindolluin corría ahora hacia el sur. En lontananza, delante de ellos y casi en línea recta, había un resplandor rojo, y bajo el cielo negro las laderas de la gran montaña eran sombrías y amenazantes. Ya se estaban acercando al Rammas del Pelennor, pero aún no había llegado el día.

En medio de la primera compañía cabalgaba el rey, rodeado por su escolta. Seguía el éoredde Elfhelm, y Merry notó que Dernhelm se separaba de los suyos y avanzaba hasta cabalgar detrás de la guardia del rey. La columna hizo un alto. Merry oyó que hablaban en voz baja. Algunos de los batidores que se habían aventurado hasta las cercanías del muro acababan de regresar. Se acercaron al rey.

—Hay grandes hogueras, Señor —dijo uno—. La Ciudad está toda en llamas, y el enemigo cubre los campos. Pero todos parecen tener una única preocupación: el asalto de la fortaleza y hasta donde hemos podido ver son pocos los que quedan fuera de los muros, y empeñados como están en la destrucción, no se dan cuenta de lo que pasa alrededor.

—¿Recordáis las palabras del Hombre Salvaje, Señor? —dijo otro—. Yo, en tiempos de paz, vivo en la campiña y al aire libre. Me llamo Wídfara, y también a mí el aire me trae mensajes. Ya el viento está cambiando. Ahora sopla una ráfaga del Sur, con olores marinos, aunque todavía leves. La mañana traerá novedades. Por encima del humo llegará el alba, cuando paséis el muro.

—Si es cierto lo que dices, Wídfara, ojalá la vida te conceda cien años de bendiciones a partir de este día —dijo Théoden. Y volviéndose a los hombres del séquito les habló con voz clara, para que los Jinetes del primer éoredtambién pudiesen escucharlo—. ¡Jinetes de la Marca, hijos de Eorl, la hora ha llegado! Lejos os encontráis de vuestros hogares, y ya tenéis por delante el fuego y el enemigo. Vais a combatir en campos extranjeros, pero la gloria que ganéis será vuestra para siempre. Habéis prestado juramento: ¡Id ahora a cumplirlo, en nombre de vuestro rey, de vuestra tierra y la alianza de amistad!

Los hombres golpearon las lanzas contra el brocal de los escudos.

—¡Éomer, hijo mío! Tú irás a la cabeza del primer éored—dijo Théoden—, que marchará en el centro detrás del estandarte real. Elfhelm, conduce a tu compañía hacia la derecha cuando hayamos pasado el muro. Y que Grimbold lleve la suya hacia la izquierda. Las compañías restantes seguirán a estas tres primeras, a medida que vayan llegando. Y allí donde encontréis hordas de enemigos, atacad. Otros planes no podemos hacer, pues ignoramos aún cómo están las cosas en el campo. ¡Adelante ahora, y que no os arredre la oscuridad!


La primera compañía partió tan rápidamente como pudo, pues pese a lo augurado por Wídfara la oscuridad era todavía profunda. Merry iba montado en la grupa del caballo de Dernhelm, y mientras se sostenía con la mano izquierda, con la otra procuraba desenvainar la espada. Ahora sentía en carne viva cuánto había de verdad en las palabras del rey: ¿Qué harías tú, Meriadoc, en semejante batalla?—Lo que estoy haciendo, ni más ni menos —se dijo—: convertirme en un estorbo para un jinete, ¡y tratar de mantenerme en la silla y no morir aplastado bajo los cascos!

Una distancia de apenas una legua los separaba del sitio donde antes se alzaban las murallas, y poco les llevó recorrerlas: demasiado poco para el gusto de Merry. Hubo gritos salvajes y algún ruido de armas, pero la escaramuza fue breve. Los orcos en actividad alrededor de las murallas eran poco numerosos, y tomados por sorpresa fue fácil abatirlos, o al menos obligarlos a retroceder. Ante la puerta en ruinas del norte del Rammas, el rey ordenó un nuevo alto. Tras él, y flanqueándolo por ambos lados, se detuvo el primer éored. Dernhelm continuaba cabalgando a pocos pasos del rey, pese a que la compañía de Elfhelm se había desviado a la derecha. Los hombres de Grimbold fueron hacia el este y un poco más lejos penetraron por una brecha en el muro.

Merry espió por detrás de la espalda de Dernhelm. A lo lejos, a diez millas o quizá más, había un gran incendio; pero a media distancia las líneas de fuego ardían en una vasta media luna, y el cuerno más próximo estaba a sólo una legua de las primeras filas de Jinetes. Nada más distinguió el hobbit en la oscuridad de la llanura, ni vio por el momento ninguna esperanza de amanecer, ni sintió el más leve soplo de viento, cambiante o no.

Ahora el ejército de Rohan avanzaba en silencio por los campos de Gondor, una corriente lenta pero continua, como la marea alta cuando irrumpe por las fisuras de un dique que se consideraba seguro. Pero el pensamiento y la voluntad del Capitán Negro estaban dedicados por entero al asedio y la destrucción de la Ciudad, y hasta ese momento no había llegado a él ninguna noticia que anunciara una posible falla en sus planes.

Al cabo de cierto tiempo el rey desvió la cabalgata ligeramente hacia el este, para pasar entre los fuegos del asedio y los campos exteriores. Hasta allí habían avanzado sin encontrar resistencia, y Théoden no había dado aún ninguna señal. Por fin hicieron un último alto. Ahora la Ciudad estaba cerca. El olor de los incendios flotaba en el aire, y la sombra misma de la muerte. Los caballos piafaban, inquietos. Pero el rey, inmóvil, montado en Crinblanca, contemplaba la agonía de Minas Tirith, como si la angustia o el terror lo hubieran paralizado. Parecía encogido, acobardado de pronto por la edad. Hasta Merry se sentía abrumado por el peso insoportable del horror y la duda. El corazón le latía lentamente. El tiempo parecía haberse detenido en la incertidumbre. ¡Habían llegado demasiado tarde! ¡Demasiado tarde era peor que nunca! Acaso Théoden estuviera a punto de ceder, de dejar caer la vieja cabeza, dar media vuelta, y huir furtivamente a esconderse en las colinas.

Entonces, de improviso, Merry sintió por fin, inequívoco, el cambio: el cambio de viento. ¡Le soplaba en la cara! Asomó una luz. Lejos, muy lejos en el sur, las nubes eran formas grises y remotas que se amontonaban flotando a la deriva: más allá se abría la mañana.

Pero en ese mismo instante hubo un resplandor, como si un rayo hubiese salido de las entrañas mismas de la tierra, bajo la Ciudad. Durante un segundo vieron la forma incandescente, enceguecedora y lejana en blanco y negro, y la torre más alta resplandeció como una aguja rutilante; y un momento después, cuando volvió a cerrarse la oscuridad, un trueno ensordecedor y prolongado llegó desde los campos.

Como al conjuro de aquel ruido atronador, la figura encorvada del rey se enderezó súbitamente. Y otra vez se lo vio en la montura alto y orgulloso; e irguiéndose sobre los estribos gritó, con una voz más fuerte y clara que la que oyera jamás ningún mortal:


¡De pie, de pie, Jinetes de Théoden!

Un momento cruel se avecina: ¡fuego y matanza!

Trepidarán las lanzas, volarán en añicos los escudos,

¡un día de la espada, un día rojo, antes que llegue el alba!

¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!


Y al decir esto, tomó un gran cuerno de las manos de Guthláf, el portaestandarte, y lo sopló con tal fuerza que el cuerno se quebró. Y al instante se elevaron juntas las voces de todos los cuernos del ejército, y el sonido de los cuernos de Rohan en esa hora fue como una tempestad sobre la llanura y como un trueno en las montañas.


¡Galopad ahora, galopad! ¡A Gondor!


De pronto, a una orden del rey, Crinblanca se lanzó hacia adelante. Detrás de él el estandarte flameaba al viento: un caballo blanco en un campo verde: pero Théoden ya se alejaba. En pos del rey galopaban los Jinetes de la escolta, pero ninguno lograba darle alcance. Con ellos galopaba Éomer, y la crin blanca de la cimera del yelmo le flotaba al viento, y la vanguardia del primer éoredrugía como un oleaje embravecido al estrellarse contra las rocas de la orilla, pero nadie era tan rápido como el rey Théoden. Galopaba con un furor demente, como si la fervorosa sangre guerrera de sus antepasados le corriera por las venas en un fuego nuevo; y transportado por Crinblanca parecía un dios de la antigüedad, el propio Oromë el Grande, se hubiera dicho, en la batalla de los Valar, cuando el mundo era joven. El escudo de oro resplandecía y centelleaba como una imagen del sol, y la hierba reverdecía alrededor de las patas del caballo. Pues llegaba la mañana, la mañana y un viento del mar; y ya se disipaban las tinieblas; y los hombres de Mordor gemían, y conocían el pánico, y huían y morían, y los cascos de la ira pasaban sobre ellos. Y de pronto los ejércitos de Rohan rompieron a cantar, y cantaban mientras mataban, pues el júbilo de la batalla estaba en todos ellos, y los sonidos de ese canto que era hermoso y terrible llegaron aun a la Ciudad.


6



LA BATALLA DE LOS CAMPOS DEL PELENNOR



Pero no era un cabecilla orco ni un bandolero el que conducía el asalto de Gondor. Las tinieblas parecían disiparse demasiado pronto, antes de lo previsto por su Amo: momentáneamente la suerte le era adversa, y el mundo parecía volverse contra él; y ahora se le escapaba la victoria, cuando ya iba a ponerle las manos encima. No obstante, él tenía aún el brazo largo, autoridad, y grandes poderes. Rey, Espectro del Anillo, Señor de los Nazgûl, disponía de muchas armas. Se alejó de la Puerta y desapareció.


Théoden Rey de la Marca había llegado al camino que iba de la Puerta al Río; de allí había marchado a la Ciudad, distante ahora a menos de una milla. Moderando el galope del caballo, buscó nuevos enemigos, y los caballeros de la escolta lo rodearon, y entre ellos estaba Dernhelm. Un poco más adelante, en las cercanías de los muros, los hombres de Elfhelm luchaban entre las máquinas de asedio, matando enemigos, traspasándolos con las lanzas, empujándolos hacia las trincheras de fuego. Casi toda la mitad norte de Pelennor estaba ocupada por los Rohirrim, y los campamentos ardían, y los orcos huían en dirección al Río como manadas de animales salvajes perseguidas por cazadores; y los hombres de Rohan galopaban libremente, a lo largo y a lo ancho de los campos. Sin embargo, no habían desbaratado aún el asedio, ni reconquistado la Puerta. Los enemigos que la custodiaban eran numerosos, y la otra mitad de la llanura estaba ocupada por ejércitos todavía intactos. Al sur, del otro lado del camino, aguardaba la fuerza principal de los Haradrim, y la caballería estaba reunida en torno del estandarte del Capitán. Y él miró el horizonte a la creciente luz de la mañana y vio muy adelante y en pleno campo de batalla la bandera del rey, con unos pocos hombres alrededor. Poseído por una furia roja, lanzó un grito de guerra y desplegó el estandarte —una serpiente negra sobre fondo escarlata– y se precipitó con una gran horda sobre el corcel blanco en campo verde, y las cimitarras desnudas de los Sureños centellearon como estrellas.

Sólo entonces reparó Théoden en la presencia del Capitán Negro; sin esperar el ataque, azuzó con un grito a Crinblanca y salió al paso de su adversario. Terrible fue el fragor de aquel encuentro. Pero la furia blanca de los Hombres del Norte era la más ardiente, y sus caballeros más hábiles con las largas lanzas, y despiadados. Como el fuego del rayo en un bosque, irrumpieron entre las filas de los Sureños abriendo grandes brechas. En medio de la refriega luchaba Théoden hijo de Thengel, y la lanza se le rompió en mil pedazos cuando abatió al capitán enemigo. Atravesó con la espada desnuda el estandarte, golpeando al mismo tiempo asta y jinete, y la serpiente negra se derrumbó.

Entonces todos los sobrevivientes de la caballería enemiga dieron media vuelta y huyeron lejos.


Mas he aquí que de súbito, en la plenitud de la gloria del rey, el escudo de oro empezó a oscurecerse. La nueva mañana fue quitada del cielo. Las tinieblas cayeron alrededor. Los caballos gritaban, encabritados. Los Jinetes arrojados de las sillas se arrastraban por el suelo.

—¡A mí! ¡A mí! —gritó Théoden—. ¡De pie, Eorlingas! ¡No os amedrente la oscuridad! —Pero Crinblanca, enloquecido de terror, se había levantado sobre las patas, luchaba con el aire, y de pronto, con un grito desgarrador, se desplomó de flanco: un dardo negro lo había traspasado. Y el rey cayó debajo de él.

Rápida como una nube de tormenta descendió la Sombra. Y se vio entonces que era una criatura alada: un ave quizá, pero más grande que cualquier ave conocida; y parecía desnuda, pues no tenía plumas. Las alas enormes eran como membranas coriáceas entre dedos callosos; hedían. Una criatura acaso de un mundo ya extinguido, cuya especie, escondida en montañas olvidadas y frías bajo la Luna, había sobrevivido incubando en algún nido horripilante esta progenie última y maligna. Y el Señor Oscuro la había adoptado, alimentándola con carnes putrefactas, hasta que fue mucho más grande que todas las otras criaturas aladas; y como cabalgadura la había entregado a su servidor. Descendió, descendió, y luego, replegando las palmas digitadas, lanzó un graznido ronco, y se posó de pronto sobre Crinblanca, y le hincó las garras encorvando el largo cuello implume.

Una figura envuelta en un manto negro, enorme y amenazante, venía montada en aquella criatura. Llevaba una corona de acero, pero nada visible había entre el aro de la corona y el manto, salvo el fulgor mortal de unos ojos: el Señor de los Nazgûl. Llamando a su corcel antes que se desvaneciera otra vez la oscuridad, había retornado al aire, y ahora volvía a atacar, trayendo consigo la ruina, transformando la esperanza en desesperación, y la victoria en muerte. Blandía una gran maza negra.

Pero Théoden no había quedado totalmente abandonado. Los caballeros del séquito yacían sin vida en torno o habían sido llevados lejos de allí, arrastrados por la locura de sus corceles. Uno, sin embargo, permanecía junto al rey: el joven Dernhelm, fiel más allá del miedo, y lloraba, pues había amado a su señor como a un padre. Durante la batalla, y hasta que la Sombra bajó, Merry se había mantenido a salvo en la grupa de Hoja de Viento, pero de pronto, el corcel aterrorizado había arrojado al suelo a sus jinetes, y ahora corría desbocado a través de la llanura. Merry se arrastraba en cuatro patas como una alimaña aturdida; se sentía ciego y enfermo de terror.

«¡Paje del rey! ¡Paje del rey! —le gritaba el corazón dentro del pecho—. Tu obligación es seguir junto a él. Seréis como un padre para mí, dijiste.» Pero la voluntad no le obedecía, y el cuerpo le temblaba. No se atrevía a abrir los ojos ni a levantar la cabeza.

De improviso, en medio de aquella oscuridad que le ocupaba la mente, creyó oír la voz de Dernhelm; pero le sonó extraña, como si le recordase la de alguien que conocía.

—¡Vete de aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!

Una voz glacial le respondió: —¡No te interpongas entre el Nazgûl y su presa! No es tu vida lo que arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré conmigo muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te devorarán la carne, y te desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo Sin Párpado.

Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.

—Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.

—¡Impedírmelo! ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme nada!

Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero.

—¡Es que no soy ningún hombre viviente! Lo que tus ojos ven es una mujer. Soy Éowyn hija de Éomund. Pretendes impedir que me acerque a mi señor y pariente. ¡Vete de aquí si no eres una criatura inmortal! Porque vivo o espectro oscuro, te traspasaré con mi espada si lo tocas.


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