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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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—Seréis para mí como un padre —dijo Merry.

—Por poco tiempo —dijo Théoden.


Hablaron así mientras comían, hasta que Éomer dijo: —Se acerca la hora de la partida, señor. ¿Diré a los hombres que toquen los cuernos? Mas ¿dónde está Aragorn? No ha venido a almorzar.

—Nos alistaremos para cabalgar —dijo Théoden—; pero manda aviso al Señor Aragorn de que se aproxima la hora.

El rey, escoltado por la guardia y con Merry al lado, descendió por la puerta del Fuerte hasta la explanada donde se reunían los Jinetes. Ya muchos de los hombres esperaban a caballo. Serían pronto una compañía numerosa, pues el rey estaba dejando en el Fuerte sólo una pequeña guarnición, y el resto de los hombres cabalgaba ahora hacia Edoras. Un millar de lanzas había partido ya durante la noche; pero aún quedaban unos quinientos para escoltar al rey, casi todos hombres de los campos y valles del Folde Oeste.

Los Montaraces se mantenían algo apartados, en un grupo ordenado y silencioso, armados de lanzas, arcos y espadas. Vestían oscuros mantos grises, y las capuchas les cubrían la cabeza y el yelmo. Los caballos que montaban eran vigorosos y de estampa arrogante, pero hirsutos de crines; y uno de ellos no tenía jinete: el corcel de Aragorn, que habían traído del Norte, y que respondía al nombre de Roheryn. En los arreos y gualdrapas de las cabalgaduras no había ornamentos ni resplandores de oro y pedrerías; y los jinetes mismos no llevaban insignias ni emblemas, excepto una estrella de plata que les sujetaba el manto en el hombro izquierdo.

El rey montó a Crinblanca, y Merry, a su lado, trepó a la silla del poney, Stybba de nombre. Éomer no tardó en salir por la puerta, acompañado de Aragorn, y de Halbarad que llevaba el asta enfundada en el lienzo negro, y de dos hombres de elevada estatura, ni viejos ni jóvenes. Eran tan parecidos, los hijos de Elrond, que muchos confundían a uno con el otro; de cabellos oscuros, ojos grises, y rostros de una belleza élfica, vestían idénticas mallas brillantes bajo los mantos de color gris plata. Detrás de ellos iban Legolas y Gimli. Pero Merry sólo tenía ojos para Aragorn, tan asombroso era el cambio que notaba, como si muchos años hubiesen descendido en una sola noche sobre él. Tenía el rostro sombrío, macilento y fatigado.

—Me siento atribulado, Señor —dijo, de pie junto al caballo del rey—. He oído palabras extrañas, y veo a lo lejos nuevos peligros. He meditado largamente, y temo ahora tener que cambiar mi resolución. Decidme, Théoden, vais ahora a El Sagrario: ¿cuánto tardaréis en llegar?

—Ya ha pasado una hora desde el mediodía —dijo Éomer—. Antes de la noche del tercer día a contar desde ahora llegaremos al Baluarte. Será la primera noche después del plenilunio, y la revista de armas convocada por el rey se celebrará al día siguiente. Imposible adelantarnos, si hemos de reunir todas las fuerzas de Rohan.

Aragorn permaneció un momento en silencio.

—Tres días —murmuró—, y el reclutamiento de los hombres de Rohan apenas habrá comenzado. Pero ya veo que no podemos ir más de prisa. —Alzó la mirada al cielo, y pareció que había decidido algo al fin; tenía una expresión menos atormentada—. En ese caso, y con vuestro permiso, Señor, he de tomar una determinación que me atañe a mí y a mis gentes. Tenemos que seguir nuestro propio camino, y no más en secreto. Pues para mí el tiempo del sigilo ha pasado. Partiré hacia el este por el camino más rápido, y cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

—¡Los Senderos de los Muertos! —repitió, temblando, Théoden—. ¿Por qué los nombras? —Éomer se volvió y escrutó el rostro de Aragorn, y a Merry le pareció que los Jinetes más próximos habían palidecido al oír esas palabras—. Si en verdad hay tales senderos —prosiguió el rey—, la puerta está en El Sagrario; pero ningún hombre viviente podrá franquearla.

—¡Ay, Aragorn, amigo mío! —dijo Éomer—. Tenía la esperanza de que partiríamos juntos a la guerra; pero si tú buscas los Senderos de los Muertos, ha llegado la hora de separarnos, y es improbable que volvamos a encontrarnos bajo el sol.

—Ese será, sin embargo, mi camino —dijo Aragorn—. Mas a ti, Éomer, te digo que quizá volvamos a encontrarnos en la batalla, aunque todos los ejércitos de Mordor se alcen entre nosotros.

—Harás lo que te parezca mejor, mi señor Aragorn —dijo Théoden—. Es tu destino tal vez transitar por senderos extraños que otros no se atreven a pisar. Esta separación me entristece, y me resta fuerzas; pero ahora tengo que partir, y ya sin más demora, por los caminos de la montaña. ¡Adiós!

—¡Adiós, señor! —dijo Aragorn—. ¡Galopad hacia la gloria! ¡Adiós, Merry! Te dejo en buenas manos, mejores que las que esperábamos cuando perseguíamos orcos en Fangorn. Legolas y Gimli continuarán conmigo la cacería, espero; mas no te olvidaremos.

—¡Adiós! —dijo Merry. No encontraba nada más que decir. Se sentía muy pequeño, y todas aquellas palabras oscuras lo desconcertaban y amilanaban. Más que nunca echaba de menos el inagotable buen humor de Pippin. Ya los Jinetes estaban prontos, los caballos piafaban, y Merry tuvo ganas de partir y que todo acabase de una vez.

Entonces Théoden le dijo algo a Éomer, y alzó la mano y gritó con voz tonante, y a esa señal los Jinetes se pusieron en marcha. Cruzaron la Empalizada, descendieron al Bajo y volviéndose rápidamente hacia el este, tomaron un sendero que corría al pie de las colinas a lo largo de una milla o más, y que luego de girar hacia el sur y replegarse otra vez hacia las lomas, desaparecía de la vista. Aragorn cabalgó hasta la Empalizada y los siguió con los ojos hasta que la tropa se perdió en lontananza, en lo más profundo del Bajo. Luego miró a Halbarad.

—Acabo de ver partir a tres seres muy queridos y el pequeño no menos querido que los otros —dijo—. No sabe qué destino le espera, pero si lo supiese, igualmente iría.

—Gente pequeña pero muy valerosa —dijo Halbarad—. Poco saben de cómo hemos trabajado en defensa de las fronteras de la Comarca, pero no les guardo rencor.

—Y ahora nuestros destinos se entrecruzan —dijo Aragorn—. Y sin embargo, ay, hemos de separarnos. Bien, tomaré un bocado, y luego también nosotros tendremos que apresurarnos a partir. ¡Venid, Legolas y Gimli! Quiero hablar con vosotros mientras como.

Volvieron juntos al Fuerte, y durante un rato Aragorn permaneció silencioso, sentado a la mesa de la sala, mientras los otros esperaban.

—¡Veamos! —dijo al fin Legolas—. ¡Habla y reanímate y ahuyenta las sombras! ¿Qué ha pasado desde que regresamos en la mañana gris a este lugar siniestro?

—Una lucha más siniestra para mí que la batalla de Cuernavilla —respondió Aragorn—. He escrutado la Piedra de Orthanc, amigos míos.

—¿Has escrutado esa piedra maldita y embrujada? —exclamó Gimli con cara de miedo y asombro—. ¿Le has dicho algo a... él? Hasta Gandalf temía ese encuentro.

—Olvidas con quién estás hablando —dijo Aragorn con severidad, y los ojos le relampaguearon—. ¿Acaso no proclamé abiertamente mi título ante las puertas de Edoras? ¿Qué temes que haya podido decirle a él? No, Gimli —dijo con voz más suave, y la expresión severa se le borró, y pareció más bien un hombre que ha trabajado en largas y atormentadas noches de insomnio—. No, amigos míos, soy el dueño legítimo de la Piedra, y no me faltaban ni el derecho ni la entereza para utilizarla o al menos eso creía yo. El derecho es incontestable. La entereza me alcanzó... a duras penas.

Aragorn tomó aliento.

—Fue una lucha ardua, y la fatiga tarda en pasar. No le hablé, y al final sometí la Piedra a mi voluntad. Soportar eso solo ya le será difícil. Y me vio. Sí, Maese Gimli, me vio, pero no como vosotros me veis ahora. Si eso le sirve de ayuda, habré hecho mal. Pero no lo creo. Supongo que saber que estoy vivo y que camino por la tierra fue un golpe duro para él, pues hasta hoy lo ignoraba. Los ojos de Orthanc no habían podido traspasar la armadura de Théoden; pero Sauron no ha olvidado Isildur ni la espada de Elendil. Y ahora, en el momento preciso en que pone en marcha sus ambiciosos designios, se le revelan el heredero de Elendil y la Espada; pues le mostré la hoja que fue forjada de nuevo. No es aún tan poderoso como para ser insensible al temor; no, y siempre lo carcome la duda.

—Pero a pesar de eso, tiene todavía un inmenso poder —dijo Gimli—; y ahora golpeará cuanto antes.

—Un golpe apresurado suele no dar en el blanco —dijo Aragorn—. Ahora hemos de hostigar al Enemigo, sin esperar ya a que sea él quien dé el primer paso. Porque ved, mis amigos: cuando conseguí dominar a la Piedra, me enteré de muchas cosas. Vi llegar del Sur un peligro grave e inesperado para Gondor, que privará a Minas Tirith de gran parte de las fuerza defensoras. Si no es contrarrestado rápidamente, temo que antes de diez días la Ciudad estará perdida para siempre.

—Entonces, está perdida —dijo Gimli—. Pues ¿qué socorros podríamos enviar, y cómo podrían llegar allí a tiempo?

—No tengo ningún socorro para enviar, y he de ir yo mismo —dijo Aragorn—. Pero hay un solo camino en las montañas que pueda llevarme a las tierras de la costa antes que todo se haya perdido: los Senderos de los Muertos.

—¡Los Senderos de los Muertos! —dijo Gimli—. Un nombre funesto; y poco grato para los Hombres de Rohan, por lo que he visto. ¿Pueden los vivos marchar por ese camino sin perecer? Y aun cuando te arriesgues a ir por ahí, ¿qué podrán tan pocos hombres contra los golpes de Mordor?

—Los vivos jamás utilizaron ese camino desde la venida de los Rohirrim —respondió Aragorn—, pues les está vedado. Pero en esta hora sombría el heredero de Isildur puede ir por él, si se atreve. ¡Escuchad! Éste es el mensaje que me transmitieron los hijos de Elrond de Rivendel, hombre versado en las antiguas tradiciones: Exhortad a Aragorn a que recuerde las palabras del vidente, y los Senderos de los Muertos.

—¿Y cuáles pueden ser las palabras del vidente? —preguntó Legolas.

—Así habló Malbeth el Vidente, en tiempos de Arvedui, último rey de Fornost —dijo Aragorn:


Una larga sombra se cierne sobre la tierra,

y con alas de oscuridad avanza hacia el oeste.

La Torre tiembla; a las tumbas de los reyes

se aproxima el destino. Los Muertos despiertan:

ha llegado la hora de los perjuros:

de nuevo en pie en la Piedra de Erech

oirán un cuerno que resuena en las montañas.

¿De quién será ese cuerno? ¿Quién a los olvidados

llama desde el gris del crepúsculo?

El heredero de aquel a quien juraron lealtad.

Traído por la necesidad, vendrá desde el norte:

y cruzará la Puerta que lleva a los Senderos de los Muertos.


—Sendas oscuras, sin duda alguna —dijo Gimli—, pero para mí no más que estas estrofas.

—Si deseas entenderlas mejor, te invito a acompañarme —dijo Aragorn—; pues ése es el camino que ahora tomaré. Pero no voy de buen grado; me obliga la necesidad. Por lo tanto, sólo aceptaré que me acompañéis si vosotros mismos lo queréis así, pues os esperan duras faenas, y grandes temores, si no algo todavía peor.

—Iré contigo aun por los Senderos de los Muertos, y a cualquier fin a que quieras conducirme —dijo Gimli.

—Yo también te acompañaré —dijo Legolas—, pues no temo a los Muertos.

—Espero que los olvidados no hayan olvidado las artes de la guerra —dijo Gimli—, porque si así fuera, los habríamos despertado en vano.

—Eso lo sabremos si alguna vez llegamos a Erech —dijo Aragorn—. Pero el juramento que quebrantaron fue el de luchar contra Sauron, y si han de cumplirlo, tendrán que combatir. Porque en Erech hay todavía una piedra negra que Isildur llevó allí de Númenor, dicen; y la puso en lo alto de una colina, y sobre ella el Rey de las Montañas le juró lealtad en los albores del reino de Gondor. Pero cuando Sauron regresó y fue otra vez poderoso, Isildur exhortó a los Hombres de las Montañas a que cumplieran el juramento, y ellos se negaron; pues en los Años Oscuros habían reverenciado a Sauron.

”Entonces Isildur le dijo al Rey de las Montañas: «Serás el último rey. Y si el Oeste demostrara ser más poderoso que ese Amo Negro, que esta maldición caiga sobre ti y sobre los tuyos: no conoceréis reposo hasta que hayáis cumplido el juramento. Pues la guerra durará años innumerables, y antes del fin seréis convocados una vez más». Y ante la cólera de Isildur, ellos huyeron, y no se atrevieron a combatir del lado de Sauron; se escondieron en lugares secretos de las montañas y no tuvieron tratos con los otros hombres, y poco a poco se fueron replegando en las colinas estériles. Y el terror de los Muertos Desvelados se extiende sobre la Colina de Erech y todos los parajes en que se refugió esa gente. Pero ese es el camino que he elegido, puesto que ya no hay hombres vivos que puedan ayudarme.

Entonces Aragorn se levantó.

—¡Venid! —exclamó, y desenvainó la espada, y la hoja centelleó en la penumbra de la sala del Fuerte—. ¡A la Piedra de Erech! Parto en busca de los Senderos de los Muertos. ¡Seguidme, los que queráis acompañarme!

Legolas y Gimli, sin responder, se levantaron y siguieron a Aragorn fuera de la sala. Allí, en la explanada, los Montaraces encapuchados aguardaban inmóviles y silenciosos. Legolas y Gimli montaron a caballo. Aragorn saltó a la grupa de Roheryn. Halbarad levantó entonces un gran cuerno, y los ecos resonaron en el Abismo de Helm; y a esa señal partieron al galope, y descendieron al Bajo como un trueno, mientras los hombres que permanecían en la Empalizada o el Fuerte los contemplaban estupefactos.



Y mientras Théoden iba por caminos lentos a través de las colinas, la Compañía Gris cruzaba veloz la llanura, llegando a Edoras en la tarde del día siguiente. Descansaron un momento antes de atravesar el valle, y entraron en El Sagrario al caer de la noche.

La Dama Éowyn los recibió con alegría, pues nunca había visto hombres más fuertes que los Dúnedain y los hermosos hijos de Elrond; pero ella miraba a Aragorn más que a ningún otro. Y cuando se sentaron a la mesa de la cena, hablaron largamente, y Éowyn se enteró de lo que había pasado desde la partida de Théoden, de quien no había tenido más que noticias breves y escuetas; y cuando le narraron la batalla del Abismo de Helm, y las bajas sufridas por el enemigo, y la acometida de Théoden y sus jinetes, le brillaron los ojos.

Pero al cabo dijo: —Señores, estáis fatigados e iréis ahora a vuestros lechos, tan cómodos como lo ha permitido la premura con que han sido preparados. Mañana os procuraremos habitaciones más dignas.

Pero Aragorn le dijo: —¡No, señora, no os preocupéis por nosotros! Bastará con que podamos descansar aquí esta noche y desayunar por la mañana. Porque la misión que he de cumplir es muy urgente, y tendremos que partir con las primeras luces.

La Dama sonrió, y dijo: —Entonces, señor, habéis sido muy generoso, al desviaros tantas millas del camino para venir aquí, a traerle noticias a Éowyn, y hablar con ella en su exilio.

—Ningún hombre en verdad contaría este viaje como tiempo perdido —le dijo Aragorn—; no obstante, no hubiera venido si el camino que he de tomar no pasara por El Sagrario.

Y ella le respondió como si lo que tenía que decir no le gustara: —En ese caso, señor, os habéis extraviado, pues del Valle Sagrado no parte ninguna senda, ni al este ni al sur; haríais mejor en volver por donde habéis venido.

—No, señora —dijo él—, no me he extraviado; conozco este país desde antes que vos vinierais a agraciarlo. Hay un camino para salir de este valle, y ese camino es el que he de tomar. Mañana cabalgaré por los Senderos de los Muertos.

Ella lo miró entonces como agobiada por un dolor súbito, y palideció, y durante un rato no volvió a hablar, mientras todos esperaban en silencio.

—Pero Aragorn —dijo al fin– ¿entonces vuestra misión es ir en busca de la muerte? Pues sólo eso encontraréis en semejante camino. No permiten que los vivos pasen por ahí.

—Acaso a mí me dejen pasar —dijo Aragorn—; de todos modos lo intentaré; ningún otro camino puede servirme.

—Pero es una locura —exclamó la Dama—. Hay con vos caballeros de reconocido valor, a quienes no tendríais que arrastrar a las sombras, sino guiarlos a la guerra, donde se necesitan tantos hombres. Esperad, os suplico, y partid con mi hermano; así habrá alegría en nuestros corazones, y nuestra esperanza será más clara.

—No es locura, señora —repuso Aragorn—: es el camino que me fue señalado. Quienes me siguen así lo decidieron ellos mismos, y si ahora prefieren desistir, y cabalgar con los Rohirrim, pueden hacerlo. Pero yo iré por los Senderos de los Muertos, solo, si es preciso.

Y no hablaron más, y comieron en silencio; pero Éowyn no apartaba los ojos de Aragorn, y el dolor que la atormentaba era visible para todos. Al fin se levantaron, se despidieron de la Dama, y luego de darle las gracias, se retiraron a descansar.

Pero cuando Aragorn llegaba al pabellón que compartiría esa noche con Legolas y Gimli, donde sus compañeros ya habían entrado, la Dama lo siguió y lo llamó. Aragorn se volvió y la vio, una luz en la noche, pues iba vestida de blanco; pero tenía fuego en la mirada.

—¡Aragorn! —le dijo– ¿por qué queréis tomar ese camino funesto?

—Porque he de hacerlo —fue la respuesta—. Sólo así veo alguna esperanza de cumplir mi cometido en la guerra contra Sauron. No elijo los caminos del peligro, Éowyn. Si escuchara la llamada de mi corazón, estaría a esta hora en el lejano Norte, paseando por el hermoso valle de Rivendel.

Ella permaneció en silencio un momento, como si pesara el significado de aquellas palabras. Luego, de improviso, puso una mano en el brazo de Aragorn.

—Sois un señor austero e inflexible —dijo—; así es como los hombres conquistan la gloria. —Hizo una pausa—. Señor —prosiguió—, si tenéis que partir, dejad que os siga. Estoy cansada de esconderme en las colinas, y deseo afrontar el peligro y la batalla.

—Vuestro deber está aquí entre los vuestros —respondió Aragorn.

—Demasiado he oído hablar de deber —exclamó ella—. Pero ¿no soy por ventura de la Casa de Eorl, una virgen guerrera y no una nodriza seca? Ya bastante he esperado con las rodillas flojas. Si ahora no me tiemblan, parece, ¿no puedo vivir mi vida como yo lo deseo?

—Pocos pueden hacerlo con honra —respondió Aragorn—. Pero en cuanto a vos, señora: ¿no habéis aceptado la tarea de gobernar al pueblo hasta el regreso del Señor? Si no os hubieran elegido, habrían nombrado a algún mariscal o capitán, y no podría abandonar el cargo, estuviese o no cansado de él.

—¿Siempre seré yo la elegida? —replicó ella amargamente—. ¿Siempre tendré yo que quedarme en casa cuando los Jinetes parten, dedicada a pequeños menesteres mientras ellos conquistan la gloria, para que al regresar encuentren lecho y alimento?

—Quizá no esté lejano el día en que nadie regrese —dijo Aragorn—. Entonces ese valor sin gloria será muy necesario, pues ya nadie recordará las hazañas de los últimos defensores. Las hazañas no son menos valerosas porque nadie las alabe.

Y ella respondió: —Todas vuestras palabras significan una sola cosa: Eres una mujer, y tu misión está en el hogar. Sin embargo, cuando los hombres hayan muerto con honor en la batalla, se te permitirá quemar la casa e inmolarte con ella, puesto que ya no la necesitarán. Pero soy de la Casa de Eorl, no una mujer de servicio. Sé montar a caballo y esgrimir una espada, y no temo el sufrimiento ni la muerte.

—¿A qué teméis, señora? —le preguntó Aragorn.

—A una jaula. A vivir encerrada detrás de los barrotes, hasta que la costumbre y la vejez acepten el cautiverio, y la posibilidad y aun el deseo de llevar a cabo grandes hazañas se hayan perdido para siempre.

—Y a mí me aconsejabais no aventurarme por el camino que he elegido, porque es peligroso.

—Es el consejo que una persona puede darle a otra —dijo ella—. No os pido, sin embargo, que huyáis del peligro, sino que vayáis a combatir donde vuestra espada puede conquistar la fama y la victoria. No me gustaría saber que algo tan noble y tan excelso ha sido derrochado en vano.

—Ni tampoco a mí —replicó Aragorn—. Por eso, señora, os digo: ¡Quedaos! Pues nada tenéis que hacer en el Sur.

—Tampoco los que os acompañan tienen nada que hacer allí. Os siguen porque no quieren separarse de vos... porque os aman. —Y dando media vuelta Éowyn se alejó desvaneciéndose en la noche.


Ni bien apareció en el cielo la luz del día, antes que el sol se elevara sobre las estribaciones del Este, Aragorn se preparó para partir. Ya todos los hombres de la compañía estaban montados en las cabalgaduras, y Aragorn se disponía a saltar a la silla, cuando vieron llegar a la dama Éowyn. Vestida de Jinete, ciñendo una espada, venía a despedirlos. Tenía en la mano una copa; se la llevó a los labios y bebió un sorbo, deseándoles buena suerte; luego le tendió la copa a Aragorn, y también él bebió, diciendo: —¡Adiós, Señora de Rohan! Bebo por la prosperidad de vuestra Casa, y por vos, y por todo vuestro pueblo. Decidle esto a vuestro hermano: ¡Tal vez, más allá de las sombras, volvamos a encontrarnos!

Gimli y Legolas, que estaban muy cerca, creyeron ver lágrimas en los ojos de Éowyn y esas lágrimas, en alguien tan grave y tan altivo, parecían aún más dolorosas. Pero ella dijo: —¿Os iréis, Aragorn?

—Sí —respondió él.

—¿No permitiréis entonces que me una a esta compañía, como os lo he pedido?

—No, señora —dijo él—. Pues no podría concedéroslo sin el permiso del rey y vuestro hermano; y ellos no regresarán hasta mañana. Mas ya cuento todas las horas y todos los minutos. ¡Adiós!

Éowyn cayó entonces de rodillas, diciendo: —¡Os lo suplico!

—No, señora —dijo otra vez Aragorn, y le tomó la mano para obligarla a levantarse, y se la besó. Y saltando sobre la silla, partió al galope sin volver la cabeza; y sólo aquellos que lo conocían bien y que estaban cerca supieron de su dolor.

Pero Éowyn permaneció inmóvil como una estatua de piedra, las manos crispadas contra los flancos, siguiendo a los hombres con la mirada hasta que se perdieron bajo el negro Dwimor, el Monte de los Espectros, donde se encontraba la Puerta de los Muertos. Cuando los jinetes desaparecieron, dio media vuelta, y con el andar vacilante de un ciego regresó a su pabellón. Pero ninguno de los suyos fue testigo de aquella despedida; el miedo los mantenía escondidos en los refugios: se negaban a abandonarlos antes de la salida del sol, y antes que aquellos extranjeros temerarios se hubiesen marchado de El Sagrario.

Y algunos decían: —Son criaturas élficas. Que vuelvan a los lugares de donde han venido, y que no regresen nunca más. Ya bastante nefastos son los tiempos.


Continuaron cabalgando bajo un cielo todavía gris, pues el sol no había trepado aún hasta las crestas negras del Monte de los Espectros, que ahora tenían delante. Atemorizados, pasaron entre las hileras de piedras antiguas que conducían al Bosque Sombrío. Allí, en aquella oscuridad de árboles negros que ni el mismo Legolas pudo soportar mucho tiempo, en la raíz misma de la montaña, se abría una hondonada; y en medio del sendero se erguía una gran piedra solitaria, como un dedo del destino.

—Me hiela la sangre —dijo Gimli; pero ninguno más habló, y la voz del enano cayó muriendo en las húmedas agujas de pino. Los caballos se negaban a pasar junto a la piedra amenazante, y los jinetes tuvieron que apearse y llevarlos por la brida. De ese modo llegaron al fondo de la cañada; y allí, en un muro de roca vertical, se abría la Puerta Oscura, negra como las fauces de la noche. Figuras y signos grabados, demasiado borrosos para que pudieran leerlos, coronaban la arcada de piedra, de la que el miedo fluía como un vaho gris.

La compañía se detuvo; fuera de Legolas de los Elfos, a quien no asustaban los espectros de los Hombres, no hubo entre ellos un solo corazón que no desfalleciera.

—Es una puerta nefasta —dijo Halbarad—, y sé que del otro lado me aguarda la muerte. Me atreveré a cruzarla, sin embargo; pero ningún caballo querrá entrar.

—Pero nosotros tenemos que entrar —dijo Aragorn—, y por lo tanto han de entrar también los caballos. Pues si alguna vez salimos de esta oscuridad, del otro lado nos esperan muchas leguas, y cada hora perdida favorece el triunfo de Sauron. ¡Seguidme!

Aragorn se puso entonces al frente, y era tal la fuerza de su voluntad en esa hora que todos los Dúnedain fueron detrás de él. Y era en verdad tan grande el amor que los caballos de los Montaraces sentían por sus jinetes, que hasta el terror de la Puerta estaban dispuestos a afrontar, si el corazón de quien los llevaba por la brida no vacilaba. Sólo Arod, el caballo de Rohan, se negó a seguir adelante, y se detuvo, sudando y estremeciéndose, dominado por un terror lastimoso. Legolas le puso las manos sobre los ojos y canturreó algunas palabras que se perdieron lentamente en la oscuridad, hasta que el caballo se dejó conducir, y el Elfo traspuso la puerta. Gimli el Enano se quedó solo.

Las rodillas le temblaban, y estaba furioso consigo mismo.

—¡Esto sí que es inaudito! —dijo—. ¡Que un Elfo quiera penetrar en las entrañas de la tierra, y un Enano no se atreva! —Y con una resolución súbita, se precipitó en el interior. Pero le pareció que los pies le pesaban como plomo en el umbral; y una ceguera repentina cayó sobre él, sobre Gimli hijo de Glóin, que tantos abismos del mundo había recorrido sin acobardarse.


Aragorn había traído antorchas, y ahora marchaba a la cabeza llevando una en alto; y Elladan iba con otra a la retaguardia, y Gimli, tropezando tras él, trataba de darle alcance. No veía más que la débil luz de las antorchas; pero si la compañía se detenía un momento, le parecía oír alrededor un susurro, un interminable murmullo de palabras extrañas en una lengua desconocida.

Nada atacó a la compañía, ni le cerró el paso, y sin embargo el terror de Gimli no dejaba de crecer a medida que avanzaban: sobre todo porque sabía ya que no era posible retroceder; todos los senderos que iban dejando atrás eran invadidos al instante por un ejército invisible que los seguía en las tinieblas.

Pasó así un tiempo interminable, hasta que de pronto vio un espectáculo que siempre habría de recordar con horror. Por lo que alcanzaba a distinguir, el camino era ancho, pero ahora la compañía acababa de llegar a un vasto espacio vacío, ya sin muros a uno y otro lado. El pavor lo abrumaba y a duras penas podía caminar. A la luz de la antorcha de Aragorn, algo centelleó a cierta distancia, a la derecha. Aragorn ordenó un alto y se acercó a ver qué era.

—¿Será posible que no sienta miedo? —murmuró el Enano—. En cualquier otra caverna Gimli hijo de Glóin habría sido el primero en correr, atraído por el brillo del oro. ¡Pero no aquí! ¡Que siga donde está!

Sin embargo se aproximó, y vio que Aragorn estaba de rodillas, mientras Elladan sostenía en alto las dos antorchas. Delante yacía el esqueleto de un hombre de notable estatura. Había estado vestido con una cota de malla, y el arnés se conservaba intacto; pues el aire de la caverna era seco como el polvo. El plaquín era de oro, y el cinturón de oro y granates, y también de oro el yelmo que le cubría el cráneo descarnado, de cara al suelo. Había caído cerca de la pared opuesta de la caverna, y delante de él se alzaba una puerta rocosa cerrada a cal y canto: los huesos de los dedos se aferraban aún a las fisuras. Una espada mellada y rota yacía junto a él, como si en un último y desesperado intento, hubiese querido atravesar la roca con el acero.

Aragorn no lo tocó, pero luego de contemplarlo un momento en silencio, se levantó y suspiró.

—Nunca hasta el fin del mundo llegarán aquí las flores del simbelmynë—murmuró—. Nueve y siete túmulos hay ahora cubiertos de hierba verde, y durante todos los largos años ha yacido ante la puerta que no pudo abrir. ¿Adónde conduce? ¿Por qué quiso entrar? ¡Nadie lo sabrá jamás!

”¡Pues mi misión no es ésta! —gritó, volviéndose con presteza y hablándole a la susurrante oscuridad—. ¡Guardad los secretos y tesoros acumulados en los Años Malditos! Sólo pedimos prontitud. ¡Dejadnos pasar, y luego seguidnos! ¡Os convoco ante la Piedra de Erech!


No hubo respuesta; sólo un silencio profundo, más aterrador aún que los murmullos; y luego sopló una ráfaga fría que estremeció y apagó las antorchas, y fue imposible volver a encenderlas. Del tiempo que siguió, una hora o muchas, Gimli recordó muy poco. Los otros apresuraron el paso, pero él iba aún a la zaga, perseguido por un horror indescriptible que siempre parecía estar a punto de alcanzarlo un rumor que crecía a sus espaldas, como el susurro fantasmal de innumerables pies. Continuó avanzando y tropezando, hasta que se arrastró por el suelo como un animal y sintió que no podía más; o encontraba una salida o daba media vuelta y en un arranque de locura corría al encuentro del terror que venía persiguiéndolo.

De pronto, oyó el susurro cristalino del agua, un sonido claro y nítido, como una piedra que cae en un sueño de sombras oscuras. La luz aumentó, la compañía traspuso otra puerta, una arcada alta y ancha, y de improviso se encontró caminando a la vera de un arroyo; y más allá un camino descendía en brusca pendiente entre dos riscos verticales, como hojas de cuchillo contra el cielo lejano. Tan profundo y angosto era el abismo que el cielo estaba oscuro, y en él titilaban unas estrellas diminutas. Sin embargo, como Gimli supo más tarde, aún faltaban dos horas para el anochecer; aunque por lo que él podía entender en ese momento, bien podía tratarse del crepúsculo de algún año por venir, o de algún otro mundo.


La Compañía montó nuevamente a caballo, y Gimli volvió junto a Legolas. Cabalgaban en fila, y la tarde caía, dando paso a un anochecer de un azul intenso; y el miedo los perseguía aún. Legolas, volviéndose para hablar con Gimli, miró atrás, y el Enano alcanzó a ver el centelleo de los ojos brillantes del Elfo. Detrás iba Elladan, el último de la compañía, pero no el último en tomar el camino descendente.

—Los Muertos nos siguen —dijo Legolas—. Veo formas de hombres y de caballos, y estandartes pálidos como jirones de nubes, y lanzas como zarzas invernales en una noche de niebla. Los Muertos nos siguen.

—Sí, los Muertos cabalgan detrás de nosotros. Han sido convocados —dijo Elladan.


Tan repentinamente como si se hubiese escurrido por la grieta de un muro, la Compañía salió al fin de la hondonada; ante ellos se extendían las tierras montañosas de un gran valle, y el arroyo descendía con una voz fría, en numerosas cascadas.


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