355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » John Ronald Reuel Tolkien » El retorno del rey » Текст книги (страница 11)
El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



сообщить о нарушении

Текущая страница: 11 (всего у книги 36 страниц)

Y cuando Gandalf y Pippin corrían aún se oyó la voz de Denethor que gritaba desde la morada de los muertos: —¡Pronto, pronto! ¡Haced lo que he dicho! ¡Matad a este renegado! ¿O tendré que hacerlo yo mismo? —Y en ese instante la puerta que Beregond mantenía cerrada con la mano izquierda se abrió de golpe, y allí en el vano se irguió la figura del Señor de la Ciudad, alta y terrible; una luz le ardía en los ojos, y esgrimía una espada desnuda.

Pero Gandalf llegó de un salto al último peldaño, y los hombres retrocedieron y se cubrieron los ojos con las manos; porque fue como si una luz blanquísima irrumpiera de pronto en un recinto oscuro, y Gandalf venía con una gran cólera. Alzó la mano, y la espada se desprendió del puño de Denethor y voló por el aire, y fue a caer detrás de él, en las sombras de la casa; y Denethor retrocedió ante Gandalf, como estupefacto.

—¿Qué significa esto, mi señor? —dijo el mago—. Las casas de los muertos no fueron hechas para los vivos. ¿Y por qué los hombres están combatiendo aquí, en los Recintos Sagrados cuando hay guerra suficiente ante las puertas de la Ciudad? ¿O acaso el Enemigo ha penetrado hasta el Rath Dínen?

—¿Desde cuándo el Señor de Gondor ha de rendirte cuentas de lo que hace? —dijo Denethor—. ¿O ya no puedo mandar a mis propios sirvientes?

—Puedes —respondió Gandalf—. Pero otros quizá se opongan a tu voluntad, si conduce a la locura y la desgracia. ¿Dónde está Faramir, tu hijo?

—Yace aquí, en la Casa de los Senescales —dijo Denethor—. Ardiendo, ya ardiendo. Pusieron fuego a la carne. Pero pronto arderán todos. El Oeste ha sucumbido. Todo será devorado por un gran incendio, y todo acabará. ¡Cenizas! ¡Cenizas y humo al viento!

Entonces Gandalf, viendo que en verdad Denethor había perdido la razón, y temiendo que hubiese hecho ya algo irreparable, se precipitó en el interior, seguido por Beregond y Pippin, en tanto Denethor retrocedía hasta la mesa. Y allí yacía Faramir, todavía hundido en sueños de fiebre. Había haces de leña debajo de la mesa, y grandes pilas alrededor; y todo estaba impregnado de aceite, hasta las ropas de Faramir y las mantas que lo cubrían; pero aún no habían encendido el fuego. Gandalf reveló entonces la fuerza oculta que había en él, como la luz de poder que ocultaba bajo el manto gris. Se encaramó de un salto sobre las pilas de leña, y levantando al enfermo saltó otra vez al suelo; y con Faramir en los brazos fue hacia la puerta. Y mientras lo llevaba Faramir se quejó en sueños, y llamó a su padre.

Denethor se sobresaltó como alguien que despierta de un trance, y el fuego se le apagó en los ojos, y lloró; y dijo:

—¡No me quites a mi hijo! Me llama.

—Te llama, sí —dijo Gandalf—, pero aún no puedes acudir a él. Porque ahora en el umbral de la muerte necesita ir en busca de curación, y quizá no la encuentre. Tu sitio, en cambio, está en la batalla de tu Ciudad, donde acaso la muerte te espera. Y tú lo sabes, en lo profundo de tu corazón.

—Ya no despertará nunca más —dijo Denethor—. Es en vano la batalla. ¿Para qué desearíamos seguir viviendo? ¿Por qué no partir juntos hacia la muerte?

—Nadie te ha autorizado, Senescal de Gondor —respondió Gandalf—, a decidir la hora de tu muerte. Sólo los reyes paganos sometidos al Poder Oscuro lo hacían, inmolándose por orgullo y desesperación y asesinando a sus familiares para sobrellevar mejor la propia muerte.

Y al decir esto traspuso el umbral y sacó a Faramir de la morada, y lo depositó otra vez en el féretro en que lo habían llevado, y que ahora estaba bajo el pórtico. Denethor lo siguió, y se detuvo tembloroso, mirando con ojos ávidos el rostro de su hijo. Y por un instante, mientras todos observaban silenciosos e inmóviles aquella escena de dolor, pareció que Denethor vacilaba.

—¡Ánimo! —le dijo Gandalf—. Nos necesitan aquí. Todavía puedes hacer muchas cosas.

Entonces, de improviso, Denethor rompió a reír. De nuevo se irguió, alto y orgulloso, y volviendo a la mesa con paso rápido tomó de ella la almohada en que había apoyado la cabeza. Y mientras iba hacia la puerta le quitó la mantilla que la cubría, y todos pudieron ver lo que llevaba en las manos: ¡una palantír! Y cuando levantó la Piedra en alto, tuvieron la impresión de que una llama empezaba a arder en el corazón de la esfera; y el rostro enflaquecido del Senescal, iluminado por aquel resplandor rojizo, les pareció como esculpido en piedra dura, perfilado y de sombras negras: noble, altivo y terrible. Y los ojos le relampagueaban.

—¡Orgullo y desesperación! —gritó—. ¿Creíste por ventura que estaban ciegos los ojos de la Torre Blanca? No, Loco Gris, he visto más cosas de las que tú sabes. Pues tu esperanza sólo es ignorancia. ¡Ve, afánate en curar! ¡Parte a combatir! Vanidad. Quizá triunfes un momento en el campo, por un breve día. Mas contra el Poder que ahora se levanta no hay victoria posible. Porque el dedo que ha extendido hasta esta Ciudad no es más que el primero de la mano. Ya todo el Este está en movimiento. Hasta el viento de tu esperanza te ha engañado: en este instante empuja por el Anduin y aguas arriba una flota de velámenes negros. El Oeste ha caído. Y para aquellos que no quieren convertirse en esclavos, ha llegado la hora de partir.

—Tales razonamientos sólo ayudarán a la victoria del Enemigo —dijo Gandalf.

—¡Sigue esperando, entonces! —exclamó Denethor con una risa amarga—. ¿No te conozco acaso, Mithrandir? Lo que tú esperas es gobernar en mi lugar, estar siempre tú, detrás de cada trono, en el norte, en el sur, en el oeste. He leído tus pensamientos y conozco tus artimañas. ¿No sé que fuiste tú quien le ordenó callar a este Mediano? ¿Qué lo trajiste aquí para tener un espía en mis propias habitaciones? Y sin embargo hablando con él me he enterado del nombre y la misión de cada uno de tus compañeros. ¡Sí! Con la mano izquierda quisiste utilizarme un tiempo como escudo contra Mordor, pero con la derecha intentabas traer aquí a este Montaraz del Norte, para que me suplantase.

”Pero óyeme bien, Gandalf Mithrandir, yo no seré un instrumento en tus manos. Soy un Senescal de la Casa de Anárion. No me rebajaré a ser el chambelán ñoño de un advenedizo. Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que descender de la dinastía de Isildur. Y yo no voy a doblegarme ante alguien como él, último retoño de una casa arruinada que perdió hace tiempo todo señorío y dignidad.

—¿Qué querrías entonces —dijo Gandalf—, si pudieras hacer tu voluntad?

—Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos los días de mi vida —respondió Denethor—, y en los días de los antepasados que vinieron antes: ser el Señor de la Ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a un hijo mío, un hijo que fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago. Pero si el destino me niega todo esto, entonces no quiero nada: ni una vida degradada, ni un amor compartido, ni un honor envilecido.

—A mí no me parece que devolver con lealtad un cargo que le ha sido confiado sea motivo para que un Senescal se sienta empobrecido en el amor y el honor —replicó Gandalf—. Y al menos no privarás a tu hijo del derecho de elegir, en un momento en que su muerte es todavía incierta.

Al oír estas palabras los ojos de Denethor volvieron a relampaguear, y poniéndose la Piedra bajo el brazo, sacó un puñal y se acercó a grandes pasos al féretro. Pero Beregond se adelantó de un salto, irguiéndose entre Denethor y Faramir.

—¡Ah, eso era! —gritó Denethor—. Ya me habías robado la mitad del corazón de mi hijo. Ahora me robas también el corazón de mis súbditos, y así ellos podrán arrebatarme a mi hijo para siempre. Pero en algo al menos no podrás desafiar mi voluntad: decidir mi propio fin.

”¡Venid, venid! —gritó a los sirvientes—. ¡Venid a mí, si no sois todos traidores! —Dos hombres se lanzaron escaleras arriba. Denethor arrancó una antorcha de la mano de uno de ellos y volvió a entrar rápidamente en la casa. Y antes que Gandalf pudiera impedírselo, había arrojado el tizón sobre la pira; la leña crepitó y estalló al instante en llamaradas.

De un salto Denethor subió a la mesa, y de pie, entre el fuego y el humo, recogió del suelo el cetro de la Senescalía, y apoyándolo contra la rodilla lo partió en dos. Y arrojando los fragmentos en la hoguera se inclinó y se tendió sobre la mesa, mientras con ambas manos apretaba contra el pecho la palantír. Y se dice que desde entonces, todos aquellos que escudriñaban la Piedra, a menos que tuvieran una fuerza de voluntad capaz de desviarla hacia algún otro propósito, sólo veían dos manos arrugadas y decrépitas que se consumían entre las llamas.

Gandalf, horrorizado y consternado, volvió la cabeza y cerró la puerta. Y mientras los que habían quedado fuera oían el rugido de las llamas dentro de la casa, Gandalf permaneció un momento inmóvil en el umbral, en silencio. De pronto, Denethor lanzó un grito horripilante, y ya nunca habló, ni ningún mortal volvió a verlo en el mundo de los vivos.


—Éste es el fin de Denethor, hijo de Ecthelion —dijo Gandalf, y se volvió a Beregond y a los servidores que aún miraban la escena como petrificados—. Y también el fin de los días de Gondor que habéis conocido: para bien o para mal, han terminado. Acciones viles se han cometido en este lugar, mas dejad ahora de lado los rencores que puedan dividiros: fueron urdidos por el Enemigo y están al servicio de su voluntad. Os habéis dejado atrapar en una red de obligaciones antagónicas que vosotros no tejisteis. Pero pensad vosotros, servidores del Señor, ciegos en vuestra obediencia, que sin la traición de Beregond, Faramir, Capitán de la Torre Blanca, habría perecido en las llamas.

”Llevaos de este lugar funesto a vuestros camaradas caídos. Nosotros conduciremos a Faramir, Senescal de Gondor, a un lugar donde podrá dormir en paz, o morir si tal es su destino.

Luego Gandalf y Beregond levantaron el féretro y se encaminaron a las Casas de Curación, y detrás de ellos, con la cabeza gacha, iba Pippin. Pero los servidores del Señor seguían paralizados, con los ojos fijos en la morada de los muertos; y en el momento en que Gandalf llegaba al extremo de Rath Dínen se oyó un ruido ensordecedor. Y al volver la cabeza vieron que el techo del edificio se había resquebrado, y que el humo brotaba por las fisuras; y luego con un estruendo de piedras que se desmoronan, la casa se derrumbó; pero las llamas continuaron danzando y revoloteando entre las ruinas.

Entonces los servidores aterrorizados huyeron a la carrera en pos de Gandalf.


Llegaron por fin a la Puerta del Senescal, y Beregond miró con aflicción al portero caído.

—Eternamente lamentaré este acto —dijo—, pero la prisa me hizo perder la cabeza, y él no quiso escuchar razones, y me amenazó con la espada. —Y sacando la llave que le arrebatara al muerto, cerró la puerta—. Esta llave —dijo– ha de ser entregada al Señor Faramir.

—Quien tiene el mando ahora, en ausencia del Señor, es el Príncipe de Dol Amroth —dijo Gandalf—; pero al no estar él presente, me corresponde a mí tomar la decisión. Guarda tú mismo la llave hasta tanto vuelva el orden a la Ciudad.

Se internaron finalmente en los circuitos más altos de la Ciudad, y a la luz de la mañana siguieron camino hacia las Casas de Curación que eran residencias hermosas y apacibles, destinadas al cuidado de los enfermos graves, aunque ahora acogían también a los heridos en la batalla y a los moribundos. Se alzaban no lejos de la puerta de la Ciudadela, en el círculo sexto, cerca del muro del sur, y estaban rodeadas de jardines y de un prado arbolado, el único lugar de esa naturaleza en toda la Ciudad. Allí moraban las pocas mujeres a quienes porque eran hábiles en las artes de curar o de ayudar a los curadores, se les había permitido quedarse en Minas Tirith.

Y en el momento en que Gandalf y sus compañeros llegaban con el féretro a la puerta principal de las Casas, un grito estremecedor se elevó desde el campo delante de la Puerta, y hendiendo el cielo con una nota aguda y penetrante, se desvaneció en el viento. Fue un grito tan terrible que por un instante todos quedaron inmóviles; pero en cuanto hubo pasado sintieron de pronto que la esperanza les reanimaba los corazones, una esperanza que no conocían desde que llegara del Este la oscuridad; y tuvieron la impresión de que la luz era más clara, y que por detrás de las nubes asomaba el sol.


Pero el semblante de Gandalf tenía un aire grave y entristecido; y rogando a Beregond y Pippin que entrasen a Faramir a las Casas de Curación, subió al muro más cercano; y allí, enhiesto, mirando en lontananza a la luz del nuevo sol, parecía una estatua esculpida en piedra blanca. Y mirando así, y por los poderes que le habían sido dados, supo todo lo que había acontecido; y cuando Éomer se separó del frente de batalla y se detuvo junto a los que yacían en el campo, Gandalf suspiró, y ciñéndose la capa se alejó de los muros. Y cuando Beregond y Pippin volvían de las Casas, lo encontraron de pie y pensativo delante de la puerta.

Durante un rato, mientras lo miraban, siguió en silencio. Pero al fin habló. —Amigos —dijo—, ¡y todos vosotros, habitantes de esta Ciudad y de las tierras del Oeste! Hoy han ocurrido hechos muy dolorosos y a la vez memorables, que la fama no olvidará. ¿Habremos de llorar o de regocijarnos? El Capitán enemigo ha sido destruido contra toda esperanza, y lo que habéis oído es el eco de su desesperación final. No obstante, no ha partido sin dejar dolores y pérdidas amargas. Pérdidas que si Denethor no hubiera enloquecido, yo habría podido impedir. ¡Tan largo es el brazo del Enemigo! Ay, pero ahora entiendo cómo su voluntad pudo invadir el corazón mismo de la Ciudad.

”Aunque los Senescales creían ser los únicos que conocían el secreto, yo había adivinado hacía tiempo que aquí en la Torre Blanca se guardaba por lo menos una de las Siete Piedras Que Ven. En los tiempos en que aún estaba cuerdo, Denethor jamás pensó en utilizarla, ni en desafiar a Sauron, pues conocía sus propias limitaciones. Pero al fin la prudencia le falló, y cuando vio que el peligro no dejaba de crecer, temo que haya escudriñado la piedra, y se dejara engañar; más de una vez, sospecho, después de la muerte de Boromir. Y aunque era demasiado grande para someterse a la voluntad del Poder Oscuro, sólo vio lo que ese Poder quiso mostrarle. No cabe duda de que los conocimientos así obtenidos le eran a menudo provechosos; pero el poder de Mordor que le habían mostrado alimentó la desesperación en el corazón de Denethor, hasta trastornarle el entendimiento.

—¡Ahora comprendo lo que me pareció tan extraño! —dijo Pippin, estremeciéndose al recordarlo—. El Señor salió de la alcoba donde yacía Faramir; y al rato volvió, y entonces y por primera vez lo noté transformado, viejo y vencido.

—Y a la hora justa en que trajeron a Faramir a la Torre Blanca —dijo Beregond—, muchos vimos una luz extraña en la cámara más alta. Pero ya la habíamos visto antes, y desde hacía tiempo se decía en la Ciudad que el Señor Denethor luchaba a menudo con la mente del Enemigo.

—¡Ay! De modo que yo había adivinado la verdad —dijo Gandalf—. Así fue como entró la voluntad de Sauron en Minas Tirith; y por este motivo he tenido que retrasarme aquí. Y aún estaré obligado a quedarme, pues pronto tendré a otros bajo mi cuidado, además de Faramir.

”Ahora he de ir al encuentro de los que están llegando. Lo que he visto en el campo me es muy doloroso, y acaso nos esperen nuevos pesares. ¡Tú, Pippin, ven conmigo! Pero tú, Beregond, volverás a la Ciudadela, e informarás al jefe de la Guardia. Mucho me temo que él tenga que separarte de la Guardia; mas dile, si me está permitido darle un consejo, que convendría enviarte a las Casas de Curación, como custodia y servidor de tu Capitán, para estar junto a él cuando despierte, si alguna vez despierta. Porque fuiste tú quien lo salvó de las llamas. ¡Ve ahora! Yo no tardaré en regresar.

Y dicho esto dio media vuelta y fue con Pippin hacia la parte baja de la ciudad. Y mientras apretaban el paso, el viento trajo consigo una lluvia gris, y todas las hogueras se anegaron, y una gran humareda se alzó delante de ellos.


8



LAS CASAS DE CURACIÓN



Una nube de lágrimas y de cansancio empañaba los ojos de Merry cuando se acercaban a la Puerta en ruinas de Minas Tirith. Apenas si notó la destrucción y la muerte que lo rodeaban por todas partes. Había fuego y humo en el aire, y un olor nauseabundo, pues muchas de las máquinas habían sido consumidas por las llamas o arrojadas a los fosos de fuego, y muchos de los caídos habían corrido la misma suerte; y aquí y allá yacían los cadáveres de los grandes monstruos sureños, calcinados a medias, destrozados a pedradas, o con los ojos traspasados por las flechas de los valientes arqueros de Morthond. La lluvia había cesado, y en el cielo brillaba el sol; pero toda la ciudad baja seguía envuelta en el humo acre de los incendios.

Ya había hombres atareados en abrir un sendero entre los despojos; otros, entre tanto, salían por la Puerta llevando literas. A Éowyn la levantaron y la depositaron sobre almohadones mullidos; pero al cuerpo del rey lo cubrieron con un gran lienzo de oro, y lo acompañaron con antorchas, y las llamas, pálidas a la luz del sol, se movían en el viento.

Así entraron Théoden y Éowyn en la Ciudad de Gondor, y todos los que los veían se descubrían la cabeza y se inclinaban; y así prosiguieron entre las cenizas y el humo del circuito incendiado, y subieron por las empinadas calles de piedra. A Merry el ascenso le parecía eterno, un viaje sin sentido en una pesadilla abominable, que continuaba y continuaba hacia una meta imprecisa que la memoria no alcanzaba a reconocer.

Poco a poco las llamas de las antorchas parpadearon y se extinguieron, y Merry se encontró caminando en la oscuridad; y pensó: «Éste es un túnel que conduce a una tumba; allí nos quedaremos para siempre». Pero de improviso una voz viva interrumpió la pesadilla del hobbit.

—¡Ah, Merry! ¡Te he encontrado al fin, gracias al cielo!

Levantó la cabeza, y la niebla que le velaba los ojos se disipó un poco. ¡Era Pippin! Estaban frente a frente en un callejón estrecho y desierto. Se restregó los ojos.

—¿Dónde está el rey? —preguntó—. ¿Y Éowyn? —De pronto se tambaleó, se sentó en el umbral de una puerta, y otra vez se echó a llorar.

—Han subido a la Ciudadela —dijo Pippin—. Sospecho que el sueño te venció mientras ibas con ellos, y que tomaste un camino equivocado. Cuando notamos tu ausencia, Gandalf mandó que te buscara. ¡Pobrecito, Merry! ¡Qué felicidad volver a verte! Pero estás extenuado y no quiero molestarte con charlas. Dime una cosa, solamente: ¿estás herido, o maltrecho?

—No —dijo Merry—. Bueno, no, creo que no. Pero tengo el brazo derecho inutilizado, Pippin, desde que lo herí. Y mi espada ardió y se consumió como un trozo de leña.

Pippin observó a su amigo con aire preocupado.

—Bueno, será mejor que vengas conmigo en seguida —dijo—. Me gustaría poder llevarte en brazos. No puedes seguir a pie. No sé cómo te permitieron caminar; pero tienes que perdonarlos. Han ocurrido tantas cosas terribles en la Ciudad, Merry, que un pobre hobbit que vuelve de la batalla bien puede pasar inadvertido.

—No siempre es una desgracia pasar inadvertido —dijo Merry—. Hace un momento pasé inadvertido... No, no, no puedo hablar. ¡Ayúdame, Pippin! El día se oscurece otra vez, y mi brazo está tan frío.

—¡Apóyate en mí, Merry, muchacho! —dijo Pippin—. ¡Adelante! Primero un pie, y luego el otro. No es lejos.

—¿Me llevas a enterrar?

—¡Claro que no! —dijo Pippin, tratando de parecer alegre, aunque tenía el corazón destrozado por la piedad y el miedo—. No, ahora iremos a las Casas de Curación.


Salieron del callejón que corría entre edificios altos y el muro exterior del cuarto círculo, y tomaron nuevamente la calle principal que subía a la Ciudadela. Avanzaban lentamente, y Merry se tambaleaba y murmuraba como un sonámbulo.

—Nunca llegaremos —pensó Pippin—. ¿No habrá nadie que me ayude? No puedo dejarlo solo aquí.

En ese momento vio a un muchacho que subía corriendo por el camino, y reconoció sorprendido a Bergil, el hijo de Beregond.

—¡Salud, Bergil! —le gritó—. ¿Adónde vas? ¡Qué alegría volver a verte, y vivo por añadidura!

—Llevo recados urgentes para los Curadores —respondió Bergil—. No puedo detenerme.

—¡Claro que no! —dijo Pippin—. Pero diles allá arriba que tengo conmigo a un hobbit enfermo, un perianacuérdate, que regresa del campo de batalla. Dudo que pueda recorrer a pie todo el camino. Si Mithrandir está allí, le alegrará recibir el mensaje.

Bergil volvió a partir a la carrera.

«Será mejor que espere aquí», pensó Pippin. Y ayudando a Merry a dejarse caer lentamente sobre el pavimento en un sitio asoleado, se sentó junto a él y apoyó en sus rodillas la cabeza del amigo. Le palpó con suavidad el cuerpo y los miembros, y le tomó las manos. La derecha estaba helada.

Gandalf en persona no tardó en llegar en busca de los hobbits. Se inclinó sobre Merry y le acarició la frente; luego lo levantó con delicadeza.

—Tendrían que haberlo traído a esta Ciudad con todos los honores —dijo—. Se mostró digno de mi confianza; pues si Elrond no hubiese cedido a mis ruegos, ninguno de vosotros habría emprendido este viaje, y las desdichas de este día habrían sido mucho más nefastas. —Suspiró—. Y ahora tengo un herido más a mi cargo, mientras la suerte de la batalla está todavía indecisa.


Así pues Faramir, Éowyn y Meriadoc reposaron por fin en las Casas de Curación y recibieron los mejores cuidados. Porque si bien últimamente todas las ramas del saber habían perdido la pujanza de otros tiempos, la medicina de Gondor era aún sutil, apta para curar heridas y lesiones y todas aquellas enfermedades a que estaban expuestos los mortales que habitaban al este del Mar. Con la sola excepción de la vejez, para la que no habían encontrado remedio; más aún, la longevidad había declinado: ahora vivían pocos años más que los otros hombres, y los que sobrepasaban el centenar con salud y vigor eran contados, salvo en algunas familias de sangre más pura. Sin embargo, las artes y el saber se encontraban ahora en un atolladero: muchos de los enfermos padecían un mal incurable, al que llamaban la Sombra Negra, pues provenía de los Nazgûl. Los afectados por aquella dolencia caían lentamente en un sueño cada vez más profundo, y luego en el silencio y en un frío mortal, y así morían. Y a quienes velaban por los enfermos les parecía que este mal se había ensañado sobre todo con el Mediano y con la Dama de Rohan. A ratos, sin embargo, a medida que transcurría la mañana, los oían hablar y murmurar en sueños, y escuchaban con atención todo cuanto decían, esperando tal vez enterarse de algo que les ayudase a entender la naturaleza del mal. Pero pronto los enfermos se hundieron en las tinieblas, y a medida que el sol descendía hacia el oeste, una sombra gris les cubrió los rostros. Y mientras tanto Faramir ardía de fiebre.

Gandalf iba preocupado, de uno a otro lecho, y los cuidadores le repetían todo lo que habían oído. Y así transcurrió el día, mientras afuera la gran batalla continuaba con esperanzas cambiantes y extrañas nuevas; pero Gandalf esperaba, vigilaba, y no se apartaba de los enfermos; y al fin, cuando la luz bermeja del crepúsculo se extendió por el cielo, y a través de la ventana el resplandor bañó los rostros grises, les pareció a quienes estaban velándolos que las mejillas de los enfermos se sonrosaban como si les volviera la salud; pero no era más que una burla de esperanza.

Entonces una mujer vieja, la más anciana de las servidoras de la casa, miró el rostro hermoso de Faramir, y lloró, porque todos lo amaban. Y dijo: —¡Ay de nosotros, si llega a morir! ¡Ojalá hubiera en Gondor reyes como los de antaño, según cuentan! Porque dice la tradición: Las manos del rey son manos que curan.Así el legítimo rey podía ser reconocido.

Y Gandalf, que se encontraba cerca, dijo: —¡Que por largo tiempo recuerden los hombres tus palabras, Ioreth! Pues hay esperanza en ellas. Tal vez un rey haya retornado en verdad a Gondor: ¿No has oído las extrañas nuevas que han llegado a la Ciudad?

—He estado demasiado atareada con una cosa y otra para prestar oídos a todos los clamores y rumores —respondió Ioreth—. Sólo espero que esos demonios sanguinarios no vengan ahora a esta Casa y perturben a los enfermos.

Poco después Gandalf salió apresuradamente de la Casa; el fuego se extinguía ya en el cielo, y las colinas humeantes se desvanecían, y la ceniza gris de la noche se tendía sobre los campos.



Ahora el sol se ponía, y Aragorn y Éomer e Imrahil se acercaban a la Ciudad escoltados por capitanes y caballeros; y cuando estuvieron delante de la Puerta, Aragorn dijo:

—¡Mirad cómo se oculta el sol envuelto en llamas! Es la señal del fin y la caída de muchas cosas, y de un cambio en las mareas del mundo. Sin embargo, los Senescales administraron durante años esta Ciudad y este reino, y si yo entrase ahora sin ser convocado, temo que pudieran despertarse controversias y dudas, que es preciso evitar mientras dure la guerra. No entraré, ni reivindicaré derecho alguno hasta tanto se sepa quién prevalecerá, nosotros o Mordor. Los hombres levantarán mis tiendas en el campo, y aquí esperaré la bienvenida del Señor de la Ciudad.

Pero Éomer le dijo: —Ya has desplegado el estandarte de los Reyes y los emblemas de la Casa de Elendil. ¿Tolerarías acaso que fueran desafiados?

—No —respondió Aragorn—. Pero creo que aún no ha llegado la hora; no he venido a combatir sino a nuestro Enemigo y a sus servidores.

Y el Príncipe Imrahil dijo: —Sabias son tus palabras, Señor, si alguien que es pariente del Señor Denethor puede opinar sobre este asunto. Es un hombre orgulloso y tenaz como pocos, pero viejo; y desde que perdió a su hijo le ha cambiado el humor. No obstante, no me gustaría verte esperando junto a la puerta como un mendigo.

—No un mendigo —dijo Aragorn—. Di más bien un capitán de los Montaraces, poco acostumbrado a las ciudades y a las casas de piedra. —Y ordenó que plegaran el estandarte; y retirando la Estrella del Reino del Norte, la entregó en custodia a los hijos de Elrond.


El Príncipe Imrahil y Éomer de Rohan se separaron entonces de Aragorn, y atravesando la Ciudad y el tumulto de las gentes, subieron a la Ciudadela y entraron en la Sala de la Torre, en busca del Senescal. Y encontraron el sitial vacío, y delante del estrado yacía Théoden Rey de la Marca, en un lecho de ceremonia: y doce antorchas rodeaban el lecho, y doce guardias, todos caballeros de Rohan y de Gondor. Y las colgaduras eran verdes y blancas, pero el gran manto de oro le cubría el cuerpo hasta la altura del pecho, y allí encima tenía la espada, y a los pies el escudo. La luz de las antorchas centelleaba en los cabellos blancos como el sol en la espuma de una fuente, y el rostro del monarca era joven y hermoso, pero había en él una paz que la juventud no da; y parecía dormir.

Imrahil permaneció un momento en silencio junto al lecho del rey; luego preguntó: —¿Dónde puedo encontrar al Senescal? ¿Y dónde está Mithrandir?

Y uno de los guardias le respondió: —El Senescal de Gondor está en las Casas de Curación.

Y dijo Éomer: —¿Dónde está la Dama Éowyn, mi hermana? Tendría que yacer junto al rey, y con idénticos honores. ¿Dónde la habéis dejado?

E Imrahil respondió: —La Dama Éowyn vivía aún cuando la trajeron aquí. ¿No lo sabías?

Entonces una esperanza ya perdida renació tan repentinamente en el corazón de Éomer, y con ella la mordedura de una inquietud y un temor renovados, que no dijo más, y dando media vuelta abandonó la estancia; y el Príncipe salió tras él. Y cuando llegaron fuera, había caído la noche y el cielo estaba estrellado. Y vieron venir a Gandalf acompañado por un hombre embozado en una capa gris; y se reunieron con ellos delante de las puertas de las Casas de Curación.

Y luego de saludar a Gandalf, dijeron: —Venimos en busca del Senescal, y nos han dicho que se encuentra en esta Casa. ¿Ha sido herido? ¿Y dónde está la dama Éowyn?

Y Gandalf respondió: —Yace en un lecho de esta Casa, y no ha muerto, aunque está cerca de la muerte. Pero un dardo maligno ha herido al Señor Faramir, como sabéis, y él es ahora el Senescal; pues Denethor ha muerto, y la casa se ha derrumbado en cenizas. —Y el relato que hizo Gandalf los llenó de asombro y de aflicción.

Y dijo Imrahil: —Entonces, si en un solo día Gondor y Rohan han sido privados de sus señores, habremos conquistado una victoria amarga, una victoria sin júbilo. Éomer es quien gobierna ahora a los Rohirrim. Más ¿quién regirá entre tanto los destinos de la Ciudad? ¿No habría que llamar al Señor Aragorn?

El hombre de la capa habló entonces y dijo: —Ya ha venido. —Y cuando se adelantó hasta la puerta y a la luz de la linterna, vieron que era Aragorn, y bajo la capa gris de Lórien vestía la cota de malla, y llevaba como único emblema la piedra verde de Galadriel—. Si he venido es porque Gandalf me lo pidió —dijo—. Pero por el momento soy sólo el Capitán de los Dúnedain de Arnor; y hasta que Faramir despierte, será el Señor de Dol Amroth quien gobernará en la Ciudad. Pero es mi consejo que sea Gandalf quien nos gobierne a todos en los próximos días, y en nuestros tratos con el Enemigo. —Y todos estuvieron de acuerdo.

Gandalf dijo entonces: —No nos demoremos junto a la puerta, el tiempo apremia. ¡Entremos ya! Los enfermos que yacen postrados en la Casa no tienen otra esperanza que la venida de Aragorn. Así habló Ioreth, vidente de Gondor: Las manos del rey son manos que curan, y el legítimo rey será así reconocido.


Aragorn fue el primero en entrar, y los otros lo siguieron. Y allí en la puerta había dos guardias que vestían la librea de la Ciudadela: uno era alto, pero el otro tenía apenas la estatura de un niño; y al verlos dio gritos de sorpresa y de alegría.

—¡Trancos! ¡Qué maravilla! Yo adiviné en seguida que tú estabas en los navíos negros ¿sabes? Pero todos gritaban ¡los corsarios!y nadie me escuchaba. ¿Cómo lo hiciste?

Aragorn se echó a reír y estrechó entre las suyas la mano del hobbit.

—¡Un feliz reencuentro, en verdad!—dijo—. Pero no es tiempo aún para historias de viajeros.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю