Текст книги "El retorno del rey"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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Se detuvieron y Frodo miró al sur con nostalgia.
—Me gustaría tanto volver a ver al viejo amigo. Me pregunto cómo andará.
—Tan bien como siempre, puedes estar seguro —dijo Gandalf—. Muy tranquilo; y no muy interesado, sospecho, en nada de cuanto hemos hecho o visto, salvo tal vez nuestras visitas a los Ents. Quizá en algún momento, más adelante, puedas ir a verlo. Pero yo en vuestro lugar me apresuraría, o no llegaréis al Puente del Brandivino antes que cierren las puertas.
—Si no hay ninguna puerta —dijo Merry—, no en el Camino; lo sabes muy bien. Está la Puerta de los Gamos, por supuesto; pero allí a mí me dejarán entrar a cualquier hora.
—No había ninguna puerta, querrás decir —dijo Gandalf—. Creo que ahora encontrarás algunas. Y acaso hasta en la Puerta de los Gamos tropieces con más dificultades de las que supones. Pero sabréis qué hacer. ¡Adiós, mis queridos amigos! No por última vez, todavía no ¡Adiós!
Hizo salir del Camino a Sombragrís, y el gran corcel cruzó de un salto la zanja verde que corría al lado, y a una voz de Gandalf desapareció galopando como un viento del norte hacia las Quebradas de los Túmulos.
—Bueno, aquí estamos, nosotros cuatro solos, los que partimos juntos —dijo Merry—. Hemos dejado por el camino a todos los demás, uno después de otro. Parece casi como un sueño que se hubiera desvanecido lentamente.
—No para mí —dijo Frodo—. Para mí es más como volver a dormir.
8
EL SANEAMIENTO DE LA COMARCA
Había caído la noche cuando, empapados y rendidos de cansancio, los viajeros llegaron por fin al puente del Brandivino. Lo encontraron cerrado: en cada una de las cabeceras del puente se levantaba una gran puerta enrejada coronada de púas; y vieron que del otro lado del río habían construido algunas casas nuevas: de dos plantas, con estrechas ventanas rectangulares, desnudas y mal iluminadas, todo muy lúgubre, y para nada en consonancia con el estilo característico de la Comarca.
Golpearon con fuerza la puerta exterior y llamaron a voces, pero al principio no obtuvieron respuesta; de pronto, ante el asombro de los recién llegados, alguien sopló un cuerno, y las luces se apagaron en las ventanas. Una voz gritó en la oscuridad:
—¿Quién llama? ¡Fuera! ¡No pueden entrar! ¿No han leído el letrero: Prohibida la entrada entre la puesta y la salida del sol?
—No podemos leer el letrero en la oscuridad —respondió Sam a voz en cuello—. Y si en una noche como ésta, hobbits de la Comarca tienen que quedarse fuera bajo la lluvia, arrancaré tu letrero tan pronto como lo encuentre.
En respuesta, una ventana se cerró con un golpe, y una multitud de hobbits provistos de linternas emergió de la casa de la izquierda. Abrieron la primera puerta y algunos de ellos se acercaron al puente. El aspecto de los viajeros pareció amedrentarlos.
—¡Acércate! —dijo Merry, que había reconocido a uno de los hobbits—. ¿No me reconoces, Hob Guardacercas? Soy yo, Merry Brandigamo, y me gustaría saber qué significa todo esto, y qué hace aquí un Gamuno como tú. Antes estabas en la Puerta del Cerco.
—¡Misericordia! ¡Si es el señor Merry, y en uniforme de combate! —exclamó el viejo Hob—. ¡Pero cómo, si decían que estaba muerto! Desaparecido en el Bosque Viejo, eso decían. ¡Me alegro de verlo vivo, de todos modos!
—¡Entonces acaba de mirarme boquiabierto espiando entre los barrotes, y abre la puerta! —dijo Merry.
—Lo siento, señor Merry, pero tenemos órdenes.
—¿Órdenes de quién?
—Del Jefe, allá arriba, en Bolsón Cerrado.
—¿Jefe? ¿Jefe? ¿Te refieres al señor Lotho? —preguntó Frodo.
—Supongo que sí, señor Bolsón; pero ahora tenemos que decir «el Jefe», nada más.
—¡De veras! —dijo Frodo—. Bueno, me alegro al menos que haya prescindido de Bolsón. Pero ya es hora de que la familia se encargue de él y lo ponga en su justo lugar.
Entre los hobbits que estaban del otro lado de la puerta se hizo un silencio.
—No le hará bien a nadie hablando de esa manera —dijo uno—. Llegará a oídos de él. Y si meten tanta bulla despertarán al Hombre Grande que ayuda al Jefe.
—Lo despertaremos de una forma que lo sorprenderá —dijo Merry—. Si lo que quieres decir es que ese maravilloso Jefe tiene rufianes a sueldo venidos quién sabe de dónde, entonces no hemos regresado demasiado pronto. —Se apeó del poney de un salto, y al ver el letrero a la luz de las linternas, lo arrancó y lo arrojó del otro lado de la puerta. Los hobbits retrocedieron, sin decidirse a abrir—. Adelante, Pippin. Con nosotros dos bastará.
Merry y Pippin se encaramaron a la puerta, y los hobbits huyeron precipitadamente. Sonó otro cuerno. En la casa más grande, la de la derecha, una figura pesada y corpulenta se recortó bajo la luz del portal.
—¿Qué significa todo esto? —gruñó, mientras se acercaba—. Conque violando la entrada ¿eh? ¡Largo de aquí o los acogotaré a todos! —Se detuvo de golpe, al ver el brillo de las espadas.
—Bill Helechal —dijo Merry—, si dentro de diez segundos no has abierto esa puerta, tendrás que arrepentirte. Conocerás el frío de mi acero, si no obedeces. Y cuando la hayas abierto te irás por ella y no volverás nunca más. Eres un rufián y un bandolero.
Bill Helechal, acobardado, se arrastró hasta la puerta y la abrió.
—¡Dame la llave! —dijo Merry. El bandido se la arrojó a la cabeza y escapó hacia la oscuridad. Cuando pasaba junto a los poneys, uno de ellos le lanzó una coz que lo alcanzó en plena carrera. Con un alarido se perdió en la noche, y nunca más volvió a saberse de él.
—Buen trabajo, Bill —dijo Sam, refiriéndose al poney.
—Allá va el famoso Hombre Grande —dijo Merry—. Más tarde iremos a ver al Jefe. Lo que ahora queremos es alojamiento por esta noche, y como parece que han demolido la Posada del Puente, para levantar este caserío tétrico, ustedes tendrán que acomodarnos.
—Lo siento, señor Merry —dijo Hob—, pero no está permitido.
—¿Qué no está permitido?
—Alojar huéspedes imprevistos, y consumir alimentos de más, y esas cosas —dijo Hob.
—¿Qué diantre pasa? —preguntó Merry—. ¿Han tenido un año malo, o qué? Creía que el verano había sido espléndido, y la cosecha óptima.
—Bueno, sí, el año fue bastante bueno —dijo Hob—. Cultivamos mucho y de todo, pero no sabemos adónde va a parar. Son esos «recolectores» y «repartidores», supongo, que andan por aquí contando y midiendo y llevándoselo todo para almacenarlo. Es más lo que recolectan que lo que reparten, y la mayor parte de las cosas nunca las volvemos a ver.
—¡Oh, ya basta! —dijo Pippin, bostezando—. Todo esto es demasiado fatigoso para mí esta noche. Tenemos víveres en nuestros sacos. Danos sólo un cuarto donde echarnos a descansar. De todos modos, será mejor que muchos de los lugares que hemos conocido.
Los hobbits de la puerta todavía parecían inquietos, pues era evidente que se estaba quebrantando alguna norma; pero era imposible tratar de contradecir a cuatro viajeros tan autoritarios, todos armados por añadidura, y dos de ellos excepcionalmente altos y fornidos. Frodo ordenó que volvieran a cerrar las puertas. De todos modos, parecía justificado montar guardia mientras hubiese bandidos merodeando. Los cuatro compañeros entraron en la casa de los guardianes y se instalaron lo más cómodamente que pudieron. Era desnuda e inhóspita, con un hogar miserable en el que el fuego siempre se apagaba. En los cuartos de la planta alta había pequeñas hileras de camastros duros, y en cada una de las paredes un letrero y una lista de normas. Pippin los arrancó de un tirón. No tenían cerveza y muy poca comida, pero los viajeros compartieron lo que traían y todos disfrutaron de una cena aceptable; y Pippin quebrantó la Norma cuatro poniendo en el hogar la mayor parte de la ración de leña del día siguiente.
—Bueno, ¿qué les parece si fumamos un poco mientras nos cuentan las novedades de la Comarca? —dijo.
—No hay hierba para pipa ahora —dijo Hob—; y la que hay, se la han guardado los Hombres del Jefe. Todas las reservas parecen haber desaparecido. Lo que hemos oído es que carretones enteros de hierba partieron por el Camino Verde desde la Cuaderna del Sur, a través del Vado de Sarn. Eso fue al final del año pasado, después de la partida de ustedes. Pero ya antes la habían estado sacando en secreto de la Comarca, en pequeñas cantidades. Ese Lotho...
—¡Cierra el pico, Hob Guardacercas! —gritaron varios hobbits—. Sabes que no está permitido hablar así. El Jefe se enterará, y todos nos veremos en figurillas.
—No tendría por qué enterarse de nada, si algunos de los presentes no fueran soplones —replicó Hob, enfurecido.
—¡Está bien, está bien! —dijo Sam—. Es suficiente. No quiero saber nada más. Ni bienvenida, ni cerveza, ni hierba para pipa, y un montón de normas y de cháchara digna de los orcos. Esperaba descansar, pero por lo que veo tenemos afanes y problemas por delante. ¡Vamos a dormir y olvidémonos de todo hasta mañana!
Era evidente que el nuevo «Jefe» tenía medios para enterarse de las novedades. Desde el Puente hasta Bolsón Cerrado había unas cuarenta millas largas, pero alguien las había recorrido a gran velocidad. Y Frodo y sus amigos no tardaron en descubrirlo. No tenían aún planes definidos, pero pensaban de algún modo en ir todos juntos a Cricava, y descansar allí un tiempo. Ahora, sin embargo, viendo cómo estaban las cosas, decidieron ir directamente a Hobbiton. Así pues, al día siguiente tomaron el Camino, y marcharon a un trote lento pero constante. Aunque el viento había amainado, el cielo seguía gris, y el país tenía un aspecto triste y desolado; pero al fin y al cabo era primero de noviembre, en las postrimerías del otoño. No obstante, les sorprendió ver tantos incendios, y humaredas que brotaban desde muchos sitios en los alrededores. Una gran nube trepaba a lo lejos hacia el Bosque Cerrado.
Al caer de la tarde llegaron a las cercanías de Los Ranales, una aldea situada sobre el camino, a unas veintidós millas del Puente. Allí tenían la intención de pasar la noche: El Leño Flotantede Los Ranales era una buena posada. Pero cuando llegaron al extremo este de la aldea encontraron una barrera con un gran letrero que decía CAMINO CERRADO; y detrás de la barrera un nutrido pelotón de Oficiales de la Comarca provistos de garrotes y con plumas en los sombreros. Tenían una actitud arrogante y al mismo tiempo temerosa.
—¿Qué es todo esto? —dijo Frodo, casi tentado de soltar la carcajada.
—Es lo que es, señor Bolsón —dijo el Jefe de los Oficiales, un hobbit con tres plumas—. Están ustedes arrestados por Violación de Puerta, y por Destrucción de Normas, y por Ataque a Guardianes, y por Transgresiones Reiteradas, y por Haber Pernoctado en los Edificios de la Comarca sin Autorización, y por Sobornar a los Guardias con Comida.
—¿Y qué más? —dijo Frodo.
—Con esto basta para empezar —dijo el Jefe de los Oficiales de la Comarca.
—Si usted quiere, yo podría agregar algunos motivos más —dijo Sam—. Por Insultar al Jefe, por Tener Ganas de Estamparle un Puñetazo en la Facha Granujienta, y por Pensar que los Oficiales de la Comarca parecen una tropilla de Fantoches.
—Oiga, don, ya basta. Por orden del Jefe tienen que acompañarnos sin chistar. Ahora los llevaremos a Delagua y los entregaremos a los Hombres del Jefe; y cuando él se haya ocupado del caso, podrán decir lo que tengan que decir. Pero si no quieren quedarse en las Celdas demasiado tiempo, yo si fuera ustedes pondría punto en boca.
Ante la decepción de los Oficiales de la Comarca, Frodo y sus compañeros estallaron en carcajadas.
—¡No sea ridículo! —dijo Frodo—. Yo voy a donde me place, y cuando se me da la gana. Y da la casualidad que ahora iba a Bolsón Cerrado por negocios, pero si insisten en acompañarnos, bueno, es asunto de ustedes.
—Muy bien, señor Bolsón —le dijo el jefe, empujando hacia un lado la barrera—. Pero no olvide que está bajo arresto.
—No lo olvidaré —dijo Frodo—. Jamás. Pero quizá pueda perdonarlo. Y ahora, porque no pienso ir más lejos por hoy, si tiene la amabilidad de escoltarme hasta El Leño Flotante, le quedaré muy agradecido.
—No puedo hacerlo, señor Bolsón. La posada está clausurada. Hay una casa de Oficiales de la Comarca en el otro extremo de la aldea. Los llevaré allí.
—Está bien —dijo Frodo—. Vayan ustedes adelante, y nosotros los seguiremos.
Sam había estado observando a todos los oficiales, y descubrió a un conocido. —¡Eh, ven aquí, Robin Madriguera! —llamó—. Quiero hablarte un momento.
Tras una mirada tímida al jefe, que aunque parecía enfurecido no se atrevió a intervenir, el oficial Madriguera se separó de la fila y se acercó a Sam, que se había apeado del poney.
—¡Escúchame, botarate! —dijo Sam—. Tú, que eres de Hobbiton, bien podrías tener un poco más de sentido común. ¿Qué es eso de venir a detener al señor Frodo y todo lo demás? ¿Y qué historia es ésa de que la posada está clausurada?
—Están todas clausuradas —dijo Robin—. El Jefe no tolera la cerveza. O por lo menos así empezó la cosa. Pero los Hombres del Jefe se la guardan para ellos. Y tampoco tolera que la gente ande de aquí para allá; de modo que si eso se proponen, tendrán que ir a la Casa de los Oficiales y explicar los motivos.
—Tendría que darte vergüenza andar mezclado en tamaña estupidez —dijo Sam—. En otros tiempos una taberna te gustaba más por dentro que por fuera. Siempre andabas metiendo en ellas las narices, en las horas de servicio o en las de licencia.
—Y aún lo haría, Sam, si pudiera. Pero no seas duro conmigo. ¿Qué puedo hacer? Tú sabes por qué me metí de Oficial de la Comarca hace siete años, antes que empezara todo esto. Me daba la oportunidad de recorrer el país, y de ver gente, y de enterarme de las novedades, y de saber dónde tiraban la mejor cerveza. Pero ahora es diferente.
—Pero igual puedes renunciar, abandonar el puesto, si ya no es más un trabajo respetable —dijo Sam.
—No está permitido —dijo Robin.
—Si oigo decir varias veces más no está permitido—dijo Sam—, estallaré de furia.
—No lamentaría verlo, te lo aseguro —dijo Robin bajando la voz—. Si todos juntos estalláramos de furia alguna vez, algo se podría hacer. Pero son esos Hombres, Sam, los Hombres del Jefe. Están en todas partes, y si alguno de nosotros, la gente pequeña, trata de reclamar sus derechos, se lo llevan a las Celdas a la rastra. Primero apresaron al viejo Pastelón, y al viejo Will Pieblanco, el Alcalde, y luego a muchos más. Y en los últimos tiempos las cosas han empeorado. Ahora les pegan a menudo.
—Entonces ¿por qué haces lo que ellos te ordenan? —le dijo Sam, indignado—. ¿Quién te mandó a Los Ranales?
—Nadie. Vivimos aquí, en la Casa Grande de los Oficiales. Ahora somos el Primer Pelotón de la Cuaderna del Este. Hay centenares de Oficiales de la Comarca, y todavía necesitan más, con todas estas nuevas normas. La mayor parte está en esto contra su voluntad, pero no todos. Hasta en la Comarca hay gente a quien le gusta meterse en los asuntos ajenos y darse importancia. Y todavía los hay peores: hay unos cuantos que hacen de espías, para el Jefe y para sus Hombres.
—¡Ah! Fue así como se enteraron de nuestra llegada ¿no? —preguntó Sam.
—Justamente. Nosotros ya no tenemos el derecho de utilizarlo, pero ellos emplean el viejo Servicio Postal Rápido, y mantienen postas especiales en varios lugares. Uno de ellos llegó anoche de Surcos Blancos con un «mensaje secreto», y otro lo llevó desde aquí. Y esta tarde se recibió un mensaje diciendo que ustedes tenían que ser arrestados y conducidos a Delagua, no a las Celdas directamente. Por lo que parece, el Jefe quiere verlos cuanto antes.
—No estará tan ansioso cuando el señor Frodo haya acabado con él —dijo Sam.
La Casa de los Oficiales de la Comarca en Los Ranales les pareció tan sórdida como la del Puente. Era de ladrillos toscos y descoloridos, mal ensamblados, y tenía una sola planta, pero las mismas ventanas estrechas. Por dentro era húmeda e inhóspita, y la cena fue servida en una mesa larga y desnuda que no había sido fregada en varias semanas. Y la comida no merecía un marco mejor. Los viajeros se sintieron felices cuando llegó la hora de abandonar aquel lugar. Estaban a unas dieciocho millas de Delagua, y a las diez de la mañana se pusieron en camino. Y habrían partido bastante más temprano si la tardanza no hubiese irritado tan visiblemente al jefe de los oficiales. El viento del oeste había cambiado y ahora soplaba del norte, y aunque el frío había recrudecido, ya no llovía.
Fue una comitiva bastante cómica la que partió de la villa, si bien los contados habitantes que salieron a admirar el «atuendo» de los viajeros no parecían estar muy seguros de si les estaba permitido reírse. Una docena de Oficiales de la Comarca habían sido designados para escoltar a los «prisioneros»; pero Merry los obligó a caminar adelante, y Frodo y sus amigos los siguieron cabalgando. Merry, Pippin y Sam, sentados a sus anchas, iban riéndose y charlando y cantando, mientras los oficiales avanzaban solemnes, tratando de parecer severos e importantes. Frodo en cambio iba en silencio, y tenía un aire triste y pensativo.
La última persona con quien se cruzaron al pasar fue un viejo campesino robusto que estaba podando un cerco.
—¡Hola, hola! —gritó con sorna—. ¿Ahora quién ha arrestado a quién?
Dos de los oficiales se separaron inmediatamente del grupo y fueron hacia el anciano.
—¡Jefe! —dijo Merry—. ¡Ordéneles a esos dos que vuelvan a la fila, si no quiere que yo me encargue de ellos!
A una orden cortante del cabecilla los dos hobbits volvieron malhumorados.
—Y ahora ¡adelante! —dijo Merry, y a partir de ese momento los jinetes marcharon a un trote bastante acelerado, como para obligar a los oficiales a seguirlos a todo correr. Salió el sol, y a pesar del viento frío pronto estaban sudando y resollando.
En la Piedra de las Tres Cuadernas se dieron por vencidos. Habían caminado casi catorce millas con un solo descanso al mediodía. Ahora eran las tres de la tarde. Estaban hambrientos, tenían los pies hinchados y doloridos y no podían seguir a ese paso.
—¡Y bien, tómense todo el tiempo que necesiten! —dijo Merry—. Nosotros continuamos.
—¡Adiós, Robin! —dijo Sam—. Te esperaré en la puerta de El Dragón Verde, si no has olvidado dónde está. ¡No te distraigas por el camino!
—Esto es una infracción, una infracción al arresto —dijo el jefe con desconsuelo—, y no respondo por las consecuencias.
—Todavía pensamos cometer muchas otras infracciones, y no le pediremos que responda —dijo Pippin—. ¡Buena suerte!
Los viajeros continuaron al trote, y cuando el sol empezó a descender hacia las Quebradas Blancas, lejano sobre la línea del horizonte, llegaron a Delagua y al gran lago de la villa; y allí recibieron el primer golpe verdaderamente doloroso. Eran las tierras de Frodo y de Sam, y ahora sabían que no había en el mundo un lugar más querido para ellos. Muchas de las casas que habían conocido ya no existían. Algunas parecían haber sido incendiadas. La encantadora hilera de negras cuevas hobbits en la margen norte del lago parecía abandonada, y los jardines que antaño descendían hasta el borde del agua habían sido invadidos por las malezas. Peor aún, había toda una hilera de lóbregas casas nuevas a la orilla del lago, a la altura en que el camino a Hobbiton corría junto al agua. Allí antes había habido un sendero con árboles. Ahora todos los árboles habían desaparecido. Y cuando miraron consternados el camino que subía a Bolsón Cerrado, vieron a la distancia una alta chimenea de ladrillos. Vomitaba un humo negro en el aire del atardecer. Sam estaba fuera de sí.
—¡Yo marcho adelante, señor Frodo! —gritó—. Voy a ver qué está pasando. Quiero encontrar al Tío.
—Antes nos convendría saber qué nos espera, Sam —dijo Merry—. Sospecho que el «Jefe» ha de tener una pandilla de rufianes al alcance de la mano. Necesitaríamos encontrar a alguien que nos diga cómo andan las cosas por estos parajes.
Pero en la aldea de Delagua todas las casas y las cavernas estaban cerradas y nadie salió a saludarlos. Esto les sorprendió, pero no tardaron en descubrir el motivo. Cuando llegaron a El Dragón Verde, el último edificio del camino a Hobbiton, ahora desierto y con los vidrios rotos, les alarmó ver una media docena de Hombres corpulentos y malcarados que holgazaneaban, recostados contra la pared de la taberna; tenían la piel cetrina y la mirada torcida y taimada.
—Como aquel amigo de Bill Helechal en Bree —dijo Sam.
—Como muchos de los que vi en Isengard —murmuró Merry.
Los bandidos empuñaban garrotes y llevaban cuernos colgados del cinturón, pero por lo visto no tenían otras armas. Al ver a los viajeros se apartaron del muro, y atravesándose en el camino, les cerraron el paso.
—¿Adónde creéis que vais? —dijo uno, el más corpulento y de aspecto más maligno—. Para vosotros, el camino se interrumpe aquí. ¿Y dónde están esos bravos oficiales?
—Vienen caminando despacio —contestó Merry—. Con los pies un poco doloridos, quizá. Les prometimos esperarlos aquí.
—Garn ¿qué os dije? —dijo el bandido volviéndose a sus compañeros—. Le dije a Zarquino que no se podía confiar en esos pequeños imbéciles. Tenían que haber enviado a algunos de los nuestros.
—¿Y eso en qué habría cambiado las cosas? —dijo Merry—. En este país no estamos acostumbrados a los bandoleros, pero sabemos cómo tratarlos.
—Bandoleros ¿eh? —dijo el hombre—. No me gusta nada ese tono. O lo cambias, o te lo cambiaremos. A vosotros, la gente pequeña, se os han subido los humos a la cabeza. No confiéis demasiado en el buen corazón del Jefe. Ahora ha venido Zarquino, y él hará lo que Zarquino diga.
—¿Y qué puede ser eso? —preguntó Frodo con calma.
—Este país necesita que alguien lo despierte y lo haga marchar como es debido —dijo el otro—, y eso es lo que Zarquino hará; y con mano dura, si lo obligan. Necesitáis un Jefe más grande. Y lo tendréis antes que acabe el año, si hay nuevos disturbios. Entonces aprenderéis un par de cosas, ratitas miserables.
—Me alegra de veras conocer vuestros planes —dijo Frodo—. Ahora mismo iba a hacerle una visita al señor Lotho, y es muy posible que también a él le interese conocerlos.
El bandido se echó a reír. —¡Lotho! Los conoce muy bien. No te preocupes. Él hará lo que Zarquino diga. Porque si un Jefe crea problemas, nosotros nos encargamos de cambiarlo. ¿Entiendes? Y si la gente pequeña trata de meterse donde no la llaman, sabemos cómo sacarlos del medio. ¿Entiendes?
—Sí, entiendo —dijo Frodo—. Para empezar, entiendo que estáis atrasados, atrasados de noticias. Han sucedido muchas cosas desde que abandonasteis el Sur. Tu tiempo ya ha pasado, y el de todos los demás rufianes. La Torre Oscura ha sucumbido, y en Gondor hay un Rey. E Isengard ha sido destruida y vuestro preciado amo es ahora un mendigo errante en las tierras salvajes. Me crucé con él por el camino. Ahora serán los mensajeros del Rey los que remontarán el Camino Verde, no los matones de Isengard.
El hombre le clavó la mirada y sonrió con sarcasmo. —¡Un mendigo errante de las tierras salvajes! ¿De veras? Pavonéate si quieres, renacuajo presumido. De todas maneras no pensamos movernos de este amable país donde ya habéis holgazaneado de sobra. ¡Mensajeros del Rey! —Chasqueó los dedos en las narices de Frodo—. ¡Mira lo que me importa! Cuando vea uno, tal vez me fije en él.
Aquello colmó la medida para Pippin. Pensó en el Campo de Cormallen, y aquí había un rufián de mirada oblicua que se atrevía a tildar de «renacuajo presumido» al Portador del Anillo. Echó atrás la capa, desenvainó la espada reluciente, y la plata y el sable de Gondor centellearon cuando avanzó montado en el caballo.
—Yo soy un mensajero del Rey —dijo—. Le estás hablando al amigo del Rey, y a uno de los más renombrados en todos los países del Oeste. Eres un rufián y un imbécil. Ponte de rodillas en el camino y pide perdón, o te traspasaré con este acero, perdición de los trolls.
La espada relumbró a la luz del poniente. También Merry y Sam desenvainaron las espadas, y se adelantaron, prontos a respaldar el desafío de Pippin; pero Frodo no se movió. Los bandidos retrocedieron. Hasta entonces, se habían limitado a amedrentar e intimidar a los campesinos de Bree, y a maltratar a los azorados hobbits. Hobbits temerarios de espadas brillantes y miradas torvas eran una sorpresa inesperada. Y las voces de estos recién llegados tenían un tono que ellos nunca habían escuchado. Los helaba de terror.
—¡Largaos! —dijo Merry—. Si volvéis a turbar la paz de esta aldea, lo lamentaréis.
Los tres hobbits avanzaron, y los bandidos dieron media vuelta y huyeron despavoridos por el Camino de Hobbiton; pero mientras corrían hicieron sonar los cuernos.
—Bueno, es evidente que no hemos regresado demasiado pronto —dijo Merry.
—Ni un día. Tal vez demasiado tarde, al menos para salvar a Lotho —dijo Frodo—. Es un pobre imbécil, pero le tengo lástima.
—¿Salvar a Lotho? ¿Pero qué demonios quieres decir? —preguntó Pippin—. Destruirlo, diría yo.
—Me parece que tú no comprendes bien lo que sucede, Pippin —dijo Frodo—. Lotho nunca tuvo la intención de que las cosas llegaran a ese extremo. Ha sido un tonto y un malvado, y ahora está en una trampa. Los bandidos han tomado las riendas, recolectando, robando y abusando, y manejando o destruyendo las cosas a gusto de ellos, y en nombre de él. Y ni siquiera en nombre de él por mucho tiempo más. Ahora es un prisionero en Bolsón Cerrado, y ha de estar muy atemorizado, me imagino. Tendríamos que intentar rescatarlo.
—¡Esto sí que es inaudito! —exclamó Pippin—. Como broche de oro de nuestros viajes, nunca me lo habría imaginado: venir a combatir con bandidos y con semiorcos en la comarca misma... ¡para salvar a Lotho Granujo!
—¿Combatir? —dijo Frodo—. Bueno, supongo que podría llegarse a eso. Pero recordad: no ha de haber matanza de hobbits, por más que se hayan pasado al otro bando. Que se hayan pasado de verdad, quiero decir: no que obedezcan por temor las órdenes de los bandidos. Jamás en la Comarca un hobbit mató a otro hobbit con intención, y no vamos a empezar ahora. Y en la medida en que pueda evitarse, no se matará a nadie. Así que conservad la calma hasta el final.
—Pero si hay muchos de estos bandidos habrá lucha —dijo Merry—. Con sentirte horrorizado y triste, no rescatarás a Lotho, ni salvarás a la Comarca, mi querido Frodo.
—No —dijo Pippin—. No será tan fácil amedrentarlos de nuevo. Esta vez los tomamos por sorpresa. ¿Oíste sonar los cuernos? Es indudable que andan otros por las cercanías. Y cuando sean más numerosos, se sentirán mucho más audaces. Tendríamos que buscar algún sitio donde refugiarnos esta noche. Al fin y al cabo no somos más que cuatro, aunque estemos armados.
—Se me ocurre una idea —dijo Sam—. ¡Vayamos a lo del viejo Tom Coto, allá abajo, en el Sendero del Sur! Siempre fue de agallas. Y tiene un montón de hijos que toda la vida fueron amigos míos.
—¡No! —dijo Merry—. No tiene sentido «refugiarse». Eso es lo que la gente ha estado haciendo, y lo que a los bandidos les gusta. Caerán sobre nosotros en pandilla, nos acorralarán, y nos obligarán a salir por la fuerza; o nos quemarán vivos. No, tenemos que hacer algo, y pronto.
—¿Hacer qué? —dijo Pippin.
—¡Sublevar a toda la Comarca! —dijo Merry—. ¡Ahora! ¡Despertar a todo el mundo! ¡Odian todo esto, es evidente!; todos, excepto tal vez uno o dos bribones, y unos pocos imbéciles que quieren sentirse importantes, pero que en realidad no entienden nada de lo que está pasando. Pero la gente de la Comarca ha vivido tan cómoda y tranquila durante tanto tiempo que no sabe qué hacer. Sin embargo, una chispa bastará para encender los ánimos. Los Hombres del Jefe tienen que saberlo. Tratarán de aplastarnos y eliminarnos rápidamente. Nos queda muy poco tiempo.
”Sam, ve tú de una corrida a la Granja de Coto, si quieres. Es el personaje más importante de por aquí, y el más decidido. ¡Vamos! ¡Vamos! Voy a tocar el cuerno de Rohan, y les haré escuchar una música como nunca en la vida han oído.
Cabalgaron de regreso al centro de la aldea. Allí Sam dobló y partió al galope por el sendero que conducía al sur, a casa de los Coto. No se había alejado mucho cuando oyó de pronto la clara llamada de un cuerno que se elevaba vibrando. Resonó a lo lejos más allá de las colinas y de los campos; y era tan imperiosa aquella llamada que el propio Sam estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a la carrera. El poney se encabritó y relinchó.
—¡Adelante, muchacho! ¡Adelante! —le gritó Sam—. Pronto regresaremos.
Un instante después notó que Merry cambiaba de tono, y el Toque de Alarma de Los Gamos se elevó, estremeciendo el aire.
¡Despertad! ¡Despertad! ¡Peligro! ¡Fuego! ¡Enemigos! ¡Despertad! ¡Fuego! ¡Enemigos! ¡Despertad!
Sam oyó a sus espaldas una batahola de voces y el estrépito de puertas que se cerraban de golpe. Delante de él se encendían luces en el anochecer; los perros ladraban; había rumor de pasos precipitados. No había llegado aún al final del sendero, cuando vio al Granjero Coto que corría a su encuentro con tres de sus hijos, el Joven Tom, Alegre y Nick. Llevaban hachas, y le cerraron el paso.
—¡No! No es uno de esos bandidos —dijo la voz grave del granjero—. Por la estatura parece un hobbit, pero está vestido de una manera estrafalaria. ¡Eh! —gritó—. ¿Quién eres, y a qué viene todo este alboroto?
—Soy Sam, Sam Gamyi. Estoy de vuelta.
El Granjero Coto se le acercó y lo observó un rato en la penumbra. —¡Bien! —exclamó—. La voz es la misma, y tu cara no se ve peor de lo que era, Sam. Pero no te habría reconocido en la calle, con esa vestimenta. Has estado por el extranjero, dicen. Te dábamos por muerto.
—¡Eso sí que no! —dijo Sam—. Ni tampoco el señor Frodo. Está aquí con sus amigos. Y esto mismo es la causa de todo el alboroto. Están sublevando a la población de la Comarca. Vamos a echar de aquí a todos esos rufianes, y también al Jefe que tienen. Ya estamos empezando.
—¡Bien, bien! —exclamó el Granjero Coto—. ¡Así que la cosa ha empezado, por fin! De un año a esta parte, me ardía la sangre, pero la gente no quería ayudar. Y yo tenía que pensar en mi mujer y en Rosita. Estos rufianes no se arredran ante nada. ¡Pero vamos ya, muchachos! ¡Delagua se ha rebelado! ¡Tenemos que estar allí!
—Pero... ¿y la señora Coto, y Rosita? —dijo Sam—. No es prudente dejarlas solas.