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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Y al parecer iban a pasar de largo. La vanguardia orca llegó trotando, jadeante, con las cabezas gachas. Era una banda de la raza más pequeña, arrastrados a pelear en las guerras del Señor Oscuro: no querían otra cosa que terminar de una vez con aquella marcha forzada, y esquivar los latigazos. Con ellos, corriendo de arriba abajo a lo largo de la fila, iban dos de los corpulentos y feroces uruks, blandiendo los látigos y vociferando órdenes. Marchaban, fila tras fila; la delatora luz de las antorchas empezaba a alejarse. Sam contuvo el aliento. Ya más de la mitad de la compañía había pasado. De pronto uno de los uruksdescubrió las dos figuras acurrucadas a la vera del camino. Hizo chasquear el látigo y les increpó:

—¡Eh, vosotros! ¡Arriba! —No le respondieron y detuvo con un grito a toda la compañía—. ¡Arriba, zánganos! —aulló—. No es ahora momento de dormir.

Dio un paso hacia los hobbits, y aún en la oscuridad reconoció las insignias de los escudos.

—¿Con que desertando, eh? —gritó—. ¿O conspirando para desertar? Todos vosotros teníais que haber llegado a Udûn ayer antes de la noche. Bien lo sabéis. De pie y a la fila, o tomaré vuestros números y os denunciaré.

Los hobbits se levantaron con dificultad, y caminando encorvados, cojeando como soldados con los pies doloridos, se pusieron en la última fila. —¡No, en la última no! —vociferó el guardián de los esclavos—. ¡Tres filas más adelante! ¡Y quedaos allí, o en mi próxima recorrida sabréis lo que es bueno! —La larga correa chasqueó no muy lejos de las cabezas de los hobbits; en seguida, tras otro latigazo en el aire y un nuevo alarido, la compañía reanudó la marcha con un trote rápido.

Era duro para el pobre Sam, cansado como estaba; pero para Frodo era una tortura, y no tardó en convertirse en una pesadilla. Apretó los dientes y tratando de no pensar, continuó avanzando. El hedor de los orcos sudorosos lo sofocaba; jadeaba y tenía sed. Y seguían trotando y trotando, y Frodo empeñándose en respirar y en obligar a sus piernas a que se flexionaran; no se atrevía ni a imaginar cuál podía ser el término nefasto de tantas fatigas y tantos padecimientos. No tenía la más remota esperanza de salir de la fila sin ser descubierto. Y el guardián de los orcos volvía a la retaguardia una y otra vez y se mofaba de ellos con ferocidad.

—¡A ver! —reía, amenazando azotarles las piernas—. ¡Donde hay un látigo hay una voluntad, zánganos míos! ¡Fuerza! Ahora mismo os daría una buena zurra, aunque cuando lleguéis con retraso a vuestro campamento recibiréis tantos latigazos como os quepan en el pellejo. Os sentarán bien. ¿No sabéis que estamos en guerra?


Habían recorrido algunas millas, y el camino comenzaba por fin a descender hacia la llanura en una larga pendiente, cuando las fuerzas empezaron a flaquearle a Frodo. Se tambaleaba y tropezaba. Sam trató de ayudarlo, de sostenerlo, aunque tampoco él se sentía capaz de soportar mucho tiempo más aquella marcha. Sabía que el final llegaría de un momento a otro: Frodo acabaría por desvanecerse o por caer rendido, y entonces los descubrirían, y todos los esfuerzos y sufrimientos habrían sido en vano.

—De todas maneras, antes le daré su merecido a ese gigante endiablado que arrea las tropas.

Entonces, en el preciso momento en que llevaba la mano a la empuñadura de la espada, hubo un alivio inesperado. Ahora estaban en plena llanura, y se acercaban a la entrada de Udûn. No lejos de ella, delante de la puerta próxima a la cabecera del puente, el camino del oeste convergía con otros que venían del sur y de Barad-dûr, y en todos ellos se veía un agitado movimiento de tropas; pues los Capitanes del Oeste estaban avanzando, y el Señor Oscuro se apresuraba a acantonar en el norte todos sus ejércitos. Así ocurrió que a la encrucijada envuelta en tinieblas, inaccesible a la luz de las hogueras que ardían en lo alto de los muros, llegaron simultáneamente varias compañías. Hubo encontronazos violentos y una gran confusión, y gritos y maldiciones, porque cada compañía trataba de ser la primera en llegar a la puerta y al final de la marcha. A pesar de los gritos de los cabecillas y del chasquido de los látigos, hubo escaramuzas, y algunas espadas se desenvainaron. Una tropa de uruksde Barad-dûr armados hasta los dientes atacó Durthang, desordenando las filas.

Aturdido como estaba por el dolor y el cansancio, Sam se despabiló de golpe, y aprovechando en seguida la ocasión se arrojó al suelo, arrastrando a Frodo. Lentamente, a cuatro patas y a la rastra, los hobbits se alejaron del tumulto, hasta que por fin y sin que nadie los viera llegaron a la orilla opuesta del camino y trepándose a una especie de parapeto bajo destinado a orientar a los guías de las tropas en las noches oscuras o brumosas, se dejaron caer al otro lado.

Durante un rato permanecieron inmóviles. La oscuridad era demasiado impenetrable para buscar un refugio, si había alguno en aquel lugar; pero Sam tenía la impresión de que les convenía en todo caso alejarse un poco más de las carreteras principales y de la luz de las antorchas.

—¡Vamos, señor Frodo! —murmuró—. Arrástrese usted un poquito más, y en seguida podrá descansar.

Con un último esfuerzo desesperado, Frodo se apoyó sobre las manos y avanzó unas veinte yardas. Y entonces cayó en un pozo poco profundo que inesperadamente se abrió delante de ellos, y allí permaneció inmóvil como un cuerpo sin vida.


3



EL MONTE DEL DESTINO



Sam se quitó la rotosa capa de orco y la deslizó debajo de la cabeza de su amo; luego abrigó su cuerpo y el de Frodo con el manto gris de Lórien; y mientras lo hacía recordó de nuevo aquella tierra maravillosa y a la hermosa gente, confiando contra toda esperanza que el paño tejido por las manos élficas tendría la virtud de esconderlos en ese páramo aterrador. Los gritos y rumores de la refriega se fueron alejando a medida que las tropas se internaban en la Garganta de Hierro. Al parecer, en medio de la confusión y el tumulto la desaparición de los hobbits había pasado inadvertida, al menos por el momento.

Sam tomó un sorbo de agua, pero consiguió que Frodo también bebiera, y no bien lo vio algo recobrado le dio una oblea entera del precioso pan del camino y lo obligó a comerla. Entonces, demasiado rendidos hasta para sentir miedo, se echaron a descansar. Durmieron durante un rato, pero con un sueño intranquilo y entrecortado; el sudor se les helaba contra la piel, y las piedras duras les mordían la carne; y tiritaban de frío. Desde la Puerta Negra en el norte y a través de Cirith Ungol corría susurrando a ras del suelo un soplo cortante y glacial.

Con la mañana volvió la luz gris; pues en las regiones altas soplaba aún el Viento del Oeste, pero abajo, sobre las piedras y en los recintos de la Tierra Tenebrosa, el aire parecía muerto, helado, y a la vez sofocante. Sam se asomó a mirar. Todo alrededor el paisaje era chato, pardo y tétrico. En los caminos próximos nada se movía; pero Sam temía los ojos avizores del muro de la Garganta de Hierro, a apenas unas doscientas yardas de distancia hacia el norte. Al sudeste, lejana como una sombra oscura y vertical, se erguía la Montaña. Y de ella brotaban humaredas espesas, y aunque las que trepaban a las capas superiores del aire se alejaban a la deriva rumbo al este, alrededor de los flancos rodaban unos nubarrones que se extendían por toda la región. Algunas millas más al noreste se elevaban como fantasmas grises y sombríos los contrafuertes de los Montes de Ceniza, y por detrás de ellos, como nubes lejanas apenas más oscuras que el cielo sombrío, asomaban envueltas en brumas las cumbres septentrionales.

Sam trató de medir las distancias y de decidir qué camino les convendría tomar.

—Yo diría que hay por lo menos unas cincuenta millas —murmuró, preocupado, mientras contemplaba la montaña amenazadora—, y si es un trecho que en condiciones normales se recorre en un día, a nosotros, en el estado en que se encuentra el señor Frodo, nos llevará una semana.

Meneó la cabeza, y mientras reflexionaba, un nuevo pensamiento sombrío creció poco a poco en él. La esperanza nunca se había extinguido por completo en el corazón animoso y optimista de Sam, y hasta entonces siempre había confiado en el retorno. Pero ahora, de pronto, veía a todas luces la amarga verdad: en el mejor de los casos las provisiones podrían alcanzar hasta el final del viaje, pero una vez cumplida la misión, no habría nada más: se encontrarían solos, sin un hogar, sin alimentos en medio de un pavoroso desierto. No había ninguna esperanza de retorno.

«¿Así que era ésta la tarea que yo me sentía llamado a cumplir, cuando partimos? —pensó Sam—. ¿Ayudar al señor Frodo hasta el final, y morir con él? Y bien, si ésta es la tarea, tendré que llevarla a cabo. Pero desearía con toda el alma volver a ver Delagua, y a Rosita Coto y sus hermanos, y al Tío, y a Maravilla y a todos. Me cuesta creer que Gandalf le encomendara al señor Frodo esta misión, si se trataba de un viaje sin esperanza de retorno. Fue en Moria donde las cosas empezaron a andar atravesadas, cuando Gandalf cayó al abismo. ¡Qué mala suerte! Él habría hecho algo.»

Pero la esperanza que moría, o parecía morir en el corazón de Sam, se transformó de pronto en una fuerza nueva. El rostro franco del hobbit se puso serio, casi adusto; la voluntad se le fortaleció de súbito, un estremecimiento lo recorrió de arriba abajo, y se sintió como transmutado en una criatura de piedra y acero, inmune a la desesperación y la fatiga, a quien ni las incontables millas del desierto podían amilanar.

Sintiéndose de algún modo más responsable, volvió los ojos al mundo, y pensó en la próxima movida. Y cuando la claridad aumentó, notó con sorpresa que lo que a la distancia le habían parecido bajíos desnudos e informes era en realidad una llanura anfractuosa y resquebrajada. La altiplanicie de Gorgoroth estaba surcada en toda su extensión por grandes cavidades, como si en los tiempos en que era aún un desierto de lodo hubiera sido azotada por una lluvia de rayos y peñascos. Los bordes de los fosos más grandes eran de roca triturada, y de ellos partían largas fisuras en todas direcciones. Un terreno de esa naturaleza se habría prestado para que alguien fuerte y que no tuviese prisa alguna pudiera arrastrarse de un escondite a otro sin ser visto, excepto por ojos especialmente avizores. Para los hambrientos y cansados, y que todavía tenían por delante un largo camino antes de morir, era de un aspecto siniestro.

Reflexionando en todas estas cosas, Sam volvió junto a su amo. No tuvo necesidad de despertarlo. Frodo estaba acostado boca arriba con los ojos abiertos, y observaba el cielo nuboso.

—Bueno, señor Frodo —dijo Sam—, fui a echar un vistazo y estuve pensando un poquito. No se ve un alma en los caminos, y convendría que nos alejáramos de aquí cuanto antes. ¿Le parece que podrá?

—Podré —dijo Frodo—. Tengo que poder.


Una vez más emprendieron la marcha, arrastrándose de hueco en hueco, escondiéndose detrás de cada reparo, pero avanzando siempre en una línea sesgada hacia los contrafuertes de la cadena septentrional. Al principio, el camino que corría más al este iba en la misma dirección, pero luego se desvió, y bordeando las faldas de las montañas se perdió a lo lejos en un muro de sombra negra. En las extensiones chatas y grises no se veían señales de vida, ni de hombres ni de orcos, pues el Señor Oscuro casi había puesto fin a los movimientos de tropas, y hasta en la fortaleza donde reinaba, buscaba el amparo de la noche, temeroso de los vientos del mundo que se habían vuelto contra él quitándole los velos, desazonado por la noticia de que espías temerarios habían logrado atravesar las defensas.

Al cabo de unas pocas millas agotadoras, los hobbits se detuvieron. Frodo parecía casi exhausto. Sam comprendió que de esa manera, a la rastra, o doblado en dos, o trastabillando en precipitada carrera, o internándose con lentitud en un camino desconocido, no podrían llegar mucho más lejos.

—Yo volveré al camino mientras haya luz, señor Frodo —dijo—. ¡Probemos de nuevo la suerte! Casi nos falló la última vez, pero no del todo. Una caminata de algunas millas a buen paso, y luego un descanso.

Se arriesgaba a un peligro mucho mayor de lo que imaginaba, pero Frodo, demasiado ocupado con el peso del fardo y la lucha que se libraba dentro de él, no pensó en discutir; además, se sentía tan desesperanzado que casi no valía la pena preocuparse. Treparon al terraplén y continuaron avanzando penosamente por el camino duro y cruel que conducía a la Torre Oscura. Pero la suerte los acompañó, y durante el resto de aquel día no se toparon con ningún ser viviente ni observaron movimiento alguno; y cuando cayó la noche desaparecieron de la vista, engullidos por las tinieblas de Mordor. Todo el país parecía recogido, como en espera de una tempestad: pues los Capitanes del Oeste habían pasado la Encrucijada e incendiado los campos ponzoñosos de Imlad Morgul.

Así prosiguió el viaje sin esperanzas, mientras el Anillo se encaminaba al sur y los estandartes de los reyes cabalgaban rumbo al norte. Para los hobbits, cada jornada de marcha, cada milla era más ardua que la anterior, a medida que las fuerzas los abandonaban y se internaban en regiones más siniestras. Durante el día no encontraban enemigos. A veces, por la noche, mientras dormitaban acurrucados e inquietos en algún escondite a la vera del camino, oían clamores y el rumor de numerosos pies o el galope rápido de algún caballo espoleado con crueldad. Pero mucho peor que todos aquellos peligros era la amenaza cada vez más inminente que se cernía sobre ellos: la terrible amenaza del Poder que aguardaba, abismado en profundas cavilaciones y en una malicia insomne detrás del velo oscuro que ocultaba el Trono. Se acercaba, se acercaba cada vez más, negro y espectral, alzándose como un muro de tinieblas en el confín último del mundo.

Llegó por fin una noche, una noche terrible; y mientras los Capitanes del Oeste se acercaban a los lindes de las tierras vivas, los dos viajeros llegaron a una hora de desesperación ciega. Hacía cuatro días que habían escapado de las filas de los orcos, pero el tiempo los perseguía como un sueño cada vez más oscuro. Durante todo aquel día Frodo no había hablado ni una sola vez, y caminaba encorvado, tropezando a cada rato, como si ya no distinguiera el camino. Sam adivinaba que de todas las penurias que compartían, a Frodo le tocaba lo peor: soportar el peso siempre creciente del Anillo, una carga para el cuerpo y un tormento para la mente. Y veía con desesperación que la mano de Frodo se alzaba de tanto en tanto como para esquivar un golpe, o para proteger los ojos contraídos de la mirada inquisitiva de un Ojo abominable. Y que la mano derecha subía de vez en cuando al pecho para aferrarse a algo; y que luego como dominándose, lo soltaba lentamente.

La noche retornaba, y Frodo se sentó con la cabeza entre las rodillas; los brazos colgantes tocaban el suelo y las manos le temblaban ligeramente. Sam no dejó de observarlo hasta que la oscuridad los envolvió, y no pudieron verse. Entonces, no encontrando más que decir, se volvió a sus propios y sombríos pensamientos. Pero a él, aunque exhausto y bajo una sombra de temor, aún le quedaban fuerzas. En verdad, las lembastenían una virtud sin la cual hacía tiempo se habrían acostado a morir. Pero no saciaban el hambre, y por momentos Sam soñaba despierto con comida, y suspiraba por el pan y las viandas sencillas de la Comarca. Y sin embargo este pan del camino de los Elfos tenía una potencia que se acrecentaba a medida que los viajeros dependían sólo de él para sobrevivir, y lo comían sin mezclarlo con otros alimentos. Nutría la voluntad, y daba fuerza y resistencia, permitiendo dominar los músculos y los miembros más allá de toda medida humana. Ahora, sin embargo, era menester tomar una determinación. Por aquel camino ya no podían continuar, pues llevaba al este, hacia la gran Sombra, mientras que la Montaña se erguía ahora a la derecha, casi en línea recta al sur, y hacia allí tenían que ir. Pero ante ella se extendía una vasta región de tierra humeante, yerma, cubierta de cenizas.

—¡Agua, agua! —murmuró Sam. Había evitado beber y ahora tenía la boca reseca y la lengua pastosa e hinchada; aún así les quedaba bien poca, tal vez una media botella, y para quién sabe cuántos días de marcha. Y se les habría agotado hacía tiempo, si no se hubieran atrevido a tomar por el camino de los orcos. Porque a lo largo del camino, a grandes intervalos, habían construido cisternas para las tropas que enviaban con urgencia a las regiones sin agua. En una de aquellas cisternas Sam había encontrado un fondo de agua, enlodada por los orcos, pero suficiente en este caso desesperado. Sin embargo, de eso hacía ya un día entero. Y no tenía esperanzas de encontrar más.

Al fin, abrumado por las preocupaciones, Sam se adormeció; quizá la mañana, cuando llegase, traería algo nuevo; por el momento no podía hacer más. Los sueños se le confundían con la vigilia en un duermevela desasosegado. Veía luces semejantes a ojos voraces y malévolos, y formas oscuras y rastreras, y oía ruidos como de bestias salvajes o los gritos escalofriantes de criaturas torturadas; y cuando se despertaba sobresaltado, se encontraba en un mundo oscuro, perdido en un vacío de tinieblas. Una vez, al incorporarse y mirar en torno con ojos despavoridos creyó ver unas luces pálidas que parecían ojos, pero que al instante parpadearon y se desvanecieron.

Lenta, como con desgana, transcurrió aquella noche espantosa. La mañana que siguió fue lívida y apagada: pues allí, ya cerca de la Montaña, el aire era eternamente lóbrego, y los velos de la Sombra que Sauron tejía alrededor salían arrastrándose desde la Torre Oscura. Tendido de espaldas en el suelo, Frodo continuaba inmóvil, y Sam de pie junto a él, no se decidía a hablar, aunque sabía que era él ahora quien tenía la palabra: era menester que convenciera a Frodo de la necesidad de un nuevo esfuerzo. Por fin se agachó, y acariciando la frente de Frodo, le habló al oído.

—¡Despiértese, mi amo! —dijo—. Es hora de volver a partir.

Como arrancado del sueño por el sonido repentino de una campanilla, Frodo se levantó rápidamente y miró en lontananza, hacia el sur; pero cuando sus ojos tropezaron con la Montaña y el desierto, volvió a desanimarse.

—No puedo, Sam —dijo—. Es tan pesado, tan pesado.

Sam sabía aun antes de hablar que sus palabras serían inútiles, y que hasta podían causar más mal que bien, pero movido por la compasión no pudo contenerse.

—Entonces, deje usted que lo lleve yo un rato, mi amo —dijo—. Usted sabe que lo haría de buen grado, mientras me queden fuerzas.

Un resplandor feroz apareció en los ojos de Frodo.

—¡Atrás! ¡No me toques! —gritó—. Es mío, te he dicho. ¡Vete! —La mano buscó a tientas la empuñadura de la espada. Pero al instante habló con otra voz—. No, no, Sam —dijo con tristeza—. Pero tienes que entenderlo. Es mi fardo, y sólo a mí me toca soportarlo. Ya es demasiado tarde, Sam querido. Ya no puedes volver a ayudarme de esa forma. Ahora me tiene casi en su poder. No podría confiártelo, y si tú intentaras arrebatármelo, me volvería loco.

Sam asintió. —Comprendo —dijo—. Pero he estado reflexionando, señor Frodo, y creo que hay otras cosas de las que podríamos prescindir. ¿Por qué no aligerar un poco esta carga? Ahora tenemos que ir derecho hacia allá. —Señaló la Montaña—. Es inútil cargar con cosas que quizá no necesitemos.

Frodo miró de nuevo la Montaña.

—No —dijo—, en ese camino no necesitaremos muchas cosas. Y cuando lleguemos al final, no necesitaremos nada.

Recogió el escudo orco y lo arrojó a lo lejos, y con el yelmo hizo lo mismo. Luego, abriéndose el manto élfico, desabrochó el pesado cinturón y lo dejó caer, y junto con él la espada y la vaina. Rasgó los jirones de la capa negra y los desparramó por el suelo.

—Listo, ya no seré más un orco —gritó—, ni llevaré arma alguna, hermosa o aborrecible. ¡Que me capturen, si quieren!

Sam lo imitó, dejando a un lado los atavíos orcos; luego vació la mochila. De algún modo, les había tomado apego a todas las cosas que llevaba, acaso por la simple razón de que lo habían acompañado en un viaje tan largo y penoso. De lo que más le costó desprenderse fue de los enseres de cocina. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Se acuerda de aquella presa de conejo, señor Frodo? —le comentó—. ¿Y de nuestro refugio abrigado en el país del Capitán Faramir, el día que vi el olifante?

—No, Sam, temo que no —dijo Frodo—. Sé que esas cosas ocurrieron, pero no puedo verlas. Ya no me queda nada, Sam: ni el sabor de la comida, ni la frescura del agua, ni el susurro del viento, ni el recuerdo de los árboles, la hierba y las flores, ni la imagen de la luna y las estrellas. Estoy desnudo en la oscuridad, Sam, y entre mis ojos y la rueda de fuego no queda ningún velo. Hasta con los ojos abiertos empiezo a verlo ahora, mientras todo lo demás se desvanece.

Sam se acercó y le besó la mano.

—Entonces, cuanto antes nos libremos de él, más pronto descansaremos —dijo con la voz entrecortada, no encontrando palabras mejores—. Con hablar no remediamos nada —murmuró para sus adentros, mientras recogía todos los objetos que habían decidido abandonar. No le entusiasmaba la idea de dejarlos allí, en medio de aquel páramo, expuestos a la vista de vaya a saber quién—. Por lo que oí decir, el Bribón birló una cota de orco, y ahora sólo falta que complete sus avíos con una espada. Como si sus manos no fueran ya bastante peligrosas cuando están vacías. ¡Y no permitiré que ande toqueteando mis cacerolas!

Llevó entonces todos los utensilios a una de las muchas fisuras que surcaban el terreno y los echó allí. El ruido que hicieron las preciosas marmitas al caer en la oscuridad resonó en el corazón del hobbit como una campanada fúnebre.

Regresó, y cortó un trozo de la cuerda élfica para que Frodo se ciñera la capa gris alrededor del talle. Enrolló con cuidado lo que quedaba y lo volvió a guardar en la mochila. Aparte de la cuerda, sólo conservó los restos del pan del camino y la cantimplora; y también a Dardo, que aún le pendía del cinturón; y ocultos en un bolsillo de la túnica, junto a su pecho, la redoma de Galadriel y la cajita que le había regalado la Dama.

Y ahora por fin emprendieron la marcha de cara a la Montaña, ya sin pensar en ocultarse, empeñados, a pesar de la fatiga y la voluntad vacilante, en el esfuerzo único de seguir y seguir. En la penumbra de aquel día lóbrego, aun en aquella tierra siempre alerta, pocos hubieran sido capaces de descubrir la presencia de los hobbits, salvo a corta distancia. Entre todos los esclavos del Señor Oscuro, sólo los Nazgûl hubieran podido ponerlo en guardia contra el peligro que se arrastraba, pequeño pero indomable, hacia el corazón mismo del bien resguardado territorio. Pero los Nazgûl y sus alas negras estaban ausentes del reino, cumpliendo la misión que les había sido encomendada: la de acechar, muy lejos de allí, la marcha de los Capitanes del Oeste, y hacia ellos se volvía el pensamiento de la Torre Oscura.

Aquel día Sam creyó ver en su amo una nueva fuerza, más de lo que podía justificar el aligeramiento casi insignificante de la carga. Durante las primeras etapas progresaron más rápidamente de lo que Sam se había atrevido a esperar. Aunque el terreno era escabroso y hostil, avanzaron mucho, y la Montaña se veía cada vez más próxima. Pero con el correr del día, cuando la escasa luz empezó a declinar, Frodo volvió a encorvarse, y a tropezar, como si el reiterado esfuerzo hubiese consumido todas las energías que le quedaban.

En el último alto se dejó caer y dijo: —Tengo sed, Sam. —Y no volvió a pronunciar palabra.

Sam le hizo beber un largo sorbo de agua; ahora en la botella quedaba sólo otro trago. Sam no bebió, pero más tarde, cuando de nuevo cayó sobre ellos la noche de Mordor, el recuerdo del agua se le apareció una y otra vez; y cada arroyuelo, cada río, cada manantial que había visto en su vida, a la sombra verde de los sauces o centelleante al sol, danzaba y se rizaba en la oscuridad, atormentándolo. Sentía en los dedos de los pies la caricia refrescante del barro cuando chapoteaba en el Lago de Delagua con Alegre Coto y Tom y Nibs, y con la hermana de ellos, Rosita. —Pero hace añares de esto —suspiró—, y tan lejos de aquí. El camino de regreso, si lo hay pasa por la Montaña.

No podía dormir, y discutió consigo mismo.

«Y bien, veamos, nos ha ido mejor de lo que esperabas —se dijo con firmeza—. En todo caso, fue un buen comienzo. Me parece que hemos recorrido la mitad del camino, antes de detenernos. Un día más, y asunto terminado.»

Hizo una pausa.

—No seas tonto, Sam Gamyi —se respondió con su propia voz—. Él no podrá continuar como hasta ahora un día más, y eso si puede moverse. Y tampoco tú podrás seguir así mucho tiempo, si le das a él toda el agua, y casi todo lo que queda para comer.

«Todavía puedo seguir un largo trecho, y lo haré.»

«¿Hasta dónde?»

«Hasta la Montaña, naturalmente.»

«¿Pero entonces, Sam Gamyi, entonces qué? Cuando llegues allí ¿qué vas a hacer? Él solo no podrá conseguir nada.»

Sam comprendió desconsolado que para esa pregunta no tenía respuesta. Frodo nunca le había hablado mucho de la misión, y Sam sabía vagamente que de algún modo había que arrojar el Anillo al fuego.

—Las Grietas del Destino —murmuró, mientras el viejo nombre le volvía a la memoria—. Pues bien, si el Amo sabe cómo encontrarlas, yo no lo sé.

«¡Ahí lo tienes! —llegó la respuesta—. Todo es completamente inútil. Él mismo lo dijo. Tú eres el tonto, tú que sigues afanándote, siempre con esperanzas. Hace días que podías haberte echado a dormir junto a él, si no estuvieras tan emperrado. De todos modos te espera la muerte, o algo peor aún. Tanto da que te acuestes ahora y te des por vencido. Nunca llegarás a la cima.»

«Llegaré, aunque deje todo menos los huesos por el camino. Y llevaré al señor Frodo a cuestas, aunque me rompa el lomo y el corazón. ¡Así que basta de discutir!»

En aquel momento Sam sintió temblar la tierra bajo sus pies y oyó o sintió un rumor prolongado, profundo y remoto, como de un trueno prisionero en las entrañas de la tierra. Una llama roja centelleó un instante por debajo de las nubes, y se extinguió. También la Montaña dormía intranquila.


Llegó la última etapa del viaje al Orodruin, y fue un tormento mucho mayor que todo cuanto Sam se había creído capaz de soportar. Se sentía enfermo, y tenía la garganta tan reseca que no podía tragar un solo bocado. La oscuridad no cambiaba, no sólo a causa de los humos de la Montaña: una tormenta parecía a punto de estallar, y a lo lejos, en el sudeste, los relámpagos estriaban el cielo encapotado. Para colmo de males el aire estaba impregnado de vapores; respirar era doloroso y difícil, y aturdidos como estaban, tropezaban y caían con frecuencia. Aun así, no cedían, y proseguían la penosa marcha.

La Montaña crecía y crecía, cada vez más cercana, tan cercana que cuando levantaban las pesadas cabezas, no veían otra cosa que una enorme mole de ceniza y escoria y roca calcinada, y en el centro un cono de flancos empinados que trepaba hasta las nubes. Antes que la luz crepuscular de todo aquel día se extinguiera para dar paso a una noche real, los hobbits habían llegado arrastrándose y tropezando a la base misma de la Montaña.

Frodo jadeó y se dejó caer. Sam se sentó junto a él. Descubrió sorprendido que se sentía cansado pero ligero, y la cabeza parecía habérsele despejado. Ya no le turbaban la mente nuevas discusiones. Conocía todas las argucias de la desesperación, y no les prestaba oídos. Estaba decidido, y sólo la muerte podría detenerlo. Ya no sentía ni el deseo ni la necesidad de dormir, sino la de mantenerse alerta. Sabía que ahora todos los azares y peligros convergían hacia un punto: el día siguiente sería un día decisivo, el día del esfuerzo final o del desastre, el último aliento.

Pero ¿cuándo llegaría? La noche parecía interminable e intemporal; los minutos morían uno tras otro para formar una hora que no traía ningún cambio. Sam se preguntó si aquello no sería el comienzo de una nueva oscuridad, si la luz del día no reaparecería nunca. Al fin buscó a tientas la mano de Frodo. Estaba fría y trémula. Frodo tiritaba.

—Hice mal en abandonar mi manta —murmuró Sam. Y acostándose en el suelo trató de abrigar y reconfortar a Frodo con los brazos y el cuerpo. Luego el sueño lo venció, y la débil luz del último día de la misión los encontró lado a lado. El viento había cesado el día anterior, cuando empezaba a soplar del Oeste, y ahora se levantaba otra vez, no ya desde el Oeste sino del Norte; la luz de un sol invisible se filtró en la sombra en que yacían los hobbits.


—¡Fuerza ahora! ¡El último aliento! —dijo Sam mientras se incorporaba con dificultad.

Se inclinó sobre Frodo y lo despertó. Frodo gimió, pero con un gran esfuerzo logró ponerse en pie; vaciló, y en seguida cayó de rodillas. Alzó los ojos a los flancos oscuros del Monte del Destino, y apoyándose sobre las manos empezó a arrastrarse.

Sam que lo observaba, lloró por dentro, pero ni una sola lágrima le asomó a los ojos secos y arrasados.

—Dije que lo llevaría a cuestas aunque me rompiese el lomo —murmuró– ¡y lo haré!

”¡Venga, señor Frodo! —llamó—. No puedo llevarlo por usted, pero puedo llevarlo a usted junto con él. ¡Vamos, querido señor Frodo! Sam lo llevará a babuchas. Usted le dice por dónde, y él irá.

Frodo se le colgó a la espalda, echándole los brazos alrededor del cuello y apretando firmemente las piernas; y Sam se enderezó, tambaleándose; y entonces notó sorprendido que la carga era ligera. Había temido que las fuerzas le alcanzaran a duras penas para alzar al amo, y que por añadidura tendrían que compartir el peso terrible y abrumador del Anillo maldito. Pero no fue así. O Frodo estaba consumido por los largos sufrimientos, la herida del puñal, la mordedura venenosa, las penas, y el miedo y las largas caminatas a la intemperie, o él, Sam, era capaz aún de un último esfuerzo: lo cierto es que levantó a Frodo con la misma facilidad con que llevaba a horcajadas a algún hobbit niño cuando retozaba en los prados o los henares de la Comarca. Respiró hondo y se puso en camino.


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