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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Al día siguiente, el tercero desde que partieran de Minas Tirith, el ejército emprendió la marcha hacia el norte. Por esa ruta, la distancia entre la Encrucijada y el Morannon era de unas cien millas, y lo que la suerte podía depararles antes de llegar tan lejos, nadie lo sabía. Avanzaban abiertamente pero con cautela, precedidos por batidores montados, mientras otros exploraban a pie los flancos del camino, y más los del lado oriental: porque allí se extendía un boscaje sombrío y una zona anfractuosa de barrancos y despeñaderos rocosos, y detrás se alzaban las laderas largas y empinadas de Ephel Dúath. El tiempo del mundo se mantenía apacible y hermoso, y el viento soplaba aún desde el oeste, pero nada podía disipar las tinieblas y las brumas que se acumulaban alrededor de las Montañas de la Sombra; y por detrás de ellas brotaban intermitentemente grandes humaredas que se elevaban y quedaban suspendidas, flotando entre los vientos de las cumbres.

De tanto en tanto Gandalf hacía sonar las trompetas y los heraldos pregonaban: —¡Los Señores de Gondor han llegado! ¡Que todos abandonen el territorio o se sometan!

Pero Imrahil dijo: —No digáis «los Señores de Gondor». Decid «el Rey Elessar». Porque es la verdad, aunque no haya ocupado el trono todavía; y dará más que pensar al Enemigo, si así lo nombran los heraldos.

Y a partir de ese momento, tres veces al día proclamaban los heraldos la venida del Rey Elessar. Mas nadie recogía el desafío.

No obstante, aunque en una paz aparente, todos los hombres marchaban oprimidos, desde el más encumbrado al más humilde, y a cada milla que avanzaban hacia el norte, más pesaban sobre ellos unos presentimientos funestos. Al final del segundo día de marcha desde la Encrucijada tuvieron por primera vez la oportunidad de una batalla: una poderosa hueste de Orcos y Hombres del Este intentó hacer caer en una emboscada a las primeras compañías; el paraje era el mismo en que Faramir había acechado a los hombres de Harad, y el camino atravesaba un estribación de las montañas orientales y penetraba en una garganta estrecha. Pero los Capitanes del Oeste, oportunamente prevenidos por los batidores —un grupo de hombres avezados de Henneth Annûn bajo la conducción de Mablung– los hicieron caer en su propia trampa: desplegando la caballería en un movimiento envolvente hacia el oeste, los sorprendieron por el flanco y por la retaguardia, destruyéndolos, u obligándolos a huir a las montañas.

Sin embargo, la victoria no fue suficiente para reconfortar a los capitanes.

—No es más que una treta —dijo Aragorn—. Lo que se proponían, sospecho, no era causarnos grandes daños, no por ahora, sino darnos una falsa impresión de debilidad, e inducirnos a seguir adelante.

Y esa noche volvieron los Nazgûl, y a partir de entonces vigilaron cada uno de los movimientos del ejército. Volaban siempre a gran altura, invisibles a los ojos de todos excepto los de Legolas, pero una sombra más profunda, un oscurecimiento del sol los delataba. Y si bien no se abatían sobre sus enemigos, y se limitaban a acecharlos en silencio, sin un solo grito, un miedo invencible los dominaba a todos.


Así transcurría el tiempo y con él el viaje sin esperanzas. En el cuarto día de marcha desde la Encrucijada y el sexto desde Minas Tirith llegaron a los confines de las tierras fértiles y comenzaron a internarse en los páramos que precedían a las puertas del Paso de Cirith Gorgor; y divisaron los pantanos, y el desierto que se extendía al norte y al oeste hasta los Emyn Muil. Era tal la desolación de aquellos parajes, tan profundo el horror, que una parte del ejército se detuvo amilanada, incapaz de continuar avanzando hacia el norte, ni a pie ni a caballo.

Aragorn los miró, no con cólera sino con piedad: porque todos eran hombres jóvenes de Rohan, del Lejano Folde Oeste, o labriegos venidos desde Lossarnach, para quienes Mordor había sido desde la infancia un nombre maléfico, y a la vez irreal, una leyenda que no tenía relación con la sencilla vida campesina; y ahora se veían a sí mismos como imágenes de una pesadilla hecha realidad, y no comprendían esta guerra ni por qué el destino los había puesto en semejante trance.

—¡Volved! —les dijo Aragorn—. Pero tened al menos un mínimo de dignidad, y no huyáis. Y hay una misión que podríais cumplir para atenuar en parte vuestra vergüenza. Id por el sudoeste hasta Cair Andros, y si aún está en manos del Enemigo, como lo sospecho, reconquistadla, si podéis, y resistid allí hasta el final, en defensa de Gondor y de Rohan.

Abochornados por la indulgencia de Aragorn, algunos lograron sobreponerse al miedo y seguir adelante; los demás partieron, alentados por la perspectiva de una empresa honrosa y a la medida de sus fuerzas; y así, con menos de seis mil hombres, pues ya habían dejado muchos en la Encrucijada, los Capitanes del Oeste marcharon al fin a desafiar la Puerta Negra y el poder de Mordor.


Ahora avanzaban lentamente, esperando a cada momento una respuesta, y en filas más compactas, comprendiendo que enviar batidores o pequeños grupos de avanzada era un despilfarro de hombres. Al anochecer del quinto día de viaje desde el Valle de Morgul, prepararon el último campamento, y encendieron hogueras alrededor con las pocas ramas y malezas secas que pudieron encontrar. Pasaron en vela las horas de la noche, y alcanzaron a ver unas formas indistintas que iban y venían en la oscuridad, y escucharon los aullidos de los lobos. El viento había muerto y el aire de la noche parecía estancado. Apenas veían, pues aunque no había nubes, y la luna creciente era de cuatro noches, humos y emanaciones brotaban de la tierra, y las nieblas de Mordor amortajaban el creciente blanco.

Empezaba a hacer frío. Al amanecer, el viento se levantó otra vez, ahora desde el norte, y no tardó en convertirse en un hálito helado. Todos los merodeadores nocturnos habían desaparecido, y el paraje parecía desierto. Al norte, entre los pozos mefíticos, se alzaban los primeros promontorios y colinas de escoria y roca carcomida y tierra dilapidada, el vómito de las criaturas inmundas de Mordor; pero ya cerca en el sur asomaba el baluarte de Cirith Gorgor, y en el centro mismo la Puerta Negra, flanqueada por las dos Torres de los Dientes, altas y oscuras. Porque en la última etapa los Capitanes, para evitar posibles emboscadas en las colinas, se habían desviado del viejo camino en el punto en que se curvaba hacia el este, y ahora, como lo hiciera antes Frodo, se acercaban al Morannon desde el noroeste.


Los poderosos batientes de hierro de la Puerta Negra estaban herméticamente cerrados bajo la arcada hostil. En las murallas almenadas no había señales de vida. El silencio era sepulcral, pero expectante. Habían llegado por fin a la meta última de una aventura descabellada, y ahora, a la luz gris del alba, contemplaban descorazonados y tiritando de frío aquellas torres y murallas que jamás podrían atacar con esperanzas, ni aunque hubiesen traído consigo máquinas de guerra de mucho poder, y las fuerzas del Enemigo apenas alcanzasen a defender la puerta y la muralla. Sabían que en todas las colinas y peñascos de alrededor del Morannon había enemigos ocultos, y que del otro lado, en los túneles y cavernas excavados bajo el desfiladero sombrío, pululaban unas criaturas siniestras. De improviso, vieron a los Nazgûl, revoloteando como una bandada de buitres por encima de las Torres de los Dientes; y supieron que estaban al acecho. Pero el Enemigo no se mostraba aún.

No les quedaba otro remedio que representar la comedia hasta el final. Aragorn ordenó el ejército del mejor modo posible, en dos grandes colinas de piedra y tierra que los orcos habían amontonado en años y años de labor. Ante ellos y hacia Mordor, se abrían como un foso un gran cenagal infecto y unos pantanos pestilentes. Cuando todo estuvo en orden, los Capitanes cabalgaron hacia la Puerta Negra con una fuerte guardia de caballería, llevando el estandarte, y acompañados por los heraldos y los trompetas. A la cabeza iban Gandalf de primer heraldo, y Aragorn con los hijos de Elrond, y Éomer de Rohan, e Imrahil; y Legolas y Gimli y Peregrin fueron invitados a seguirlos, pues deseaban que todos los pueblos enemigos de Mordor contaran con un testigo.

Cuando estuvieron al alcance de la voz, desplegaron el estandarte y soplaron las trompetas; y los heraldos se adelantaron y elevaron sus voces por encima del muro almenado de Mordor.

—¡Salid! —gritaron—. ¡Que salga el Señor de la Tierra Tenebrosa! Se le hará justicia. Porque ha declarado contra Gondor una guerra injusta, y ha devastado sus territorios. El Rey de Gondor le exige que repare los daños, y que se marche para siempre. ¡Salid!

Siguió un largo silencio; ni un grito, ni un rumor llegó como respuesta desde la puerta y los muros. Pero ya Sauron había trazado sus planes: antes de asestar el golpe mortal, se proponía jugar cruelmente con aquellos ratones. De pronto, en el momento en que los Capitanes ya estaban a punto de retirarse, el silencio se quebró. Se oyó un prolongado redoble de tambores, como un trueno en las montañas, seguido de una algarabía de cuernos que estremeció las piedras y ensordeció a los hombres; y el batiente central de la Puerta Negra rechinó con estrépito y se abrió de golpe dando paso a una embajada de la Torre Oscura.

La encabezaba una figura alta y maléfica, montada en un caballo negro, si aquella criatura enorme y horrenda era en verdad un caballo; la máscara de terror de la cara más parecía una calavera que una cabeza con vida; y echaba fuego por las cuencas de los ojos y por los ollares. Un manto negro cubría por completo al jinete, y negro era también el yelmo de cimera alta; no se trataba, sin embargo, de uno de los Espectros del Anillo; era un hombre y estaba vivo. Era el Lugarteniente de la Torre de Barad-dûr, y ninguna historia recuerda su nombre, porque hasta él lo había olvidado, y decía: —Yo soy la Boca de Sauron—. Pero se murmuraba que era un renegado, descendiente de los Númenóreanos Negros, que se habían establecido en la Tierra Media durante la supremacía de Sauron. Veneraban a Sauron, pues estaban enamorados de las ciencias del mal. Había entrado al servicio de la Torre Oscura en tiempos de la primera reconstrucción, y con astucia se había elevado en los favores del Señor; y aprendió los secretos de la hechicería, y conocía muchos de los pensamientos de Sauron; y era más cruel que el más cruel de los orcos.

Éste era pues el personaje que ahora avanzaba hacia ellos, con una pequeña compañía de soldados de armadura negra, y enarbolando un único estandarte negro, pero con el Ojo Maléfico pintado en rojo. Deteniéndose a pocos pasos de los Capitanes del Oeste, los miró de arriba abajo y se echó a reír.

—¿Hay en esta pandilla alguien con autoridad para tratar conmigo? —preguntó—. ¿O en verdad con seso suficiente como para comprenderme? ¡No tú, por cierto! —se burló, volviéndose a Aragorn con una mueca de desdén—. Para hacer un rey, no basta con un trozo de vidrio élfico y una chusma semejante. ¡Si hasta un bandolero de las montañas puede reunir un séquito como el tuyo!

Aragorn no respondió, pero clavó en el otro la mirada, y la sostuvo, y así lucharon un momento, ojo contra ojo; pero pronto, sin que Aragorn se hubiera movido, ni llevara la mano a la espada, el otro retrocedió acobardado, como bajo la amenaza de un golpe. —¡Soy un heraldo y un embajador, y nadie debe atacarme! —gritó.

—Donde mandan esas leyes —dijo Gandalf—, también es costumbre que los embajadores sean menos insolentes. Nadie te ha amenazado. Nada tienes que temer de nosotros, hasta que hayas cumplido tu misión. Pero si tu amo no ha aprendido nada nuevo, correrás entonces un gran peligro, tú y todos los otros servidores.

—¡Ah! —dijo el Emisario—. De modo que tú eres el portavoz, ¿viejo barbagrís? ¿No hemos oído hablar de ti de tanto en tanto, y de tus andanzas, siempre tramando intrigas y maldades a una distancia segura? Pero esta vez has metido demasiado la nariz, Maese Gandalf; y ya verás qué le espera a quien echa unas redes insensatas a los pies de Sauron el Grande. Traigo conmigo testimonios que me han encomendado mostrarte, a ti en particular, si te atrevías a venir aquí.

Hizo una señal, y un guardia se adelantó llevando un paquete envuelto en lienzos negros.

El Emisario apartó los lienzos, y allí, ante el asombro y la consternación de todos los Capitanes, levantó primero la espada corta de Sam, luego una capa gris con un broche élfico, y por último la cota de malla de mithril que Frodo vestía bajo las ropas andrajosas. Una negrura repentina cegó a todos, y en un momento de silencio pensaron que el mundo se había detenido; pero tenían los corazones muertos y habían perdido la última esperanza. Pippin, que estaba detrás del Príncipe Imrahil, se precipitó hacia adelante ahogando un grito de dolor.

—¡Silencio! —le dijo Gandalf con severidad, mientras lo empujaba hacia atrás; pero el Emisario estalló en una carcajada.

—¡Así que tenéis con vosotros a otro de esos trasgos! —gritó—. Qué utilidad les encontráis, no lo sé. Pero enviarlos a Mordor como espías, sobrepasa vuestra inveterada imbecilidad. Sin embargo, tengo que darle las gracias, pues es evidente que ese alfeñique ha reconocido los objetos, y ahora sería inútil que pretendierais desmentirlo.

—No pretendo desmentirlo —dijo Gandalf—. Y en verdad, yo mismo los conozco, así como la historia de cada uno de ellos, y tú, inmundo Boca de Sauron, a pesar de tus sarcasmos, no puedes decir otro tanto. Mas ¿por qué los has traído?

—Cota de malla de enano, capa élfica, hoja forjada en el derrotado Oeste, y espía de ese territorio de ratas, la Comarca... ¡No, calma! Bien lo sabemos... éstas son las pruebas de una conspiración. Y bien, tal vez quien llevaba estas prendas es alguien que no lamentaríais perder, o tal vez sí, acaso alguien muy querido. Si es así, decididlo de prisa, con el poco seso que aún os queda. Porque Sauron no simpatiza con los espías, y el destino de éste depende ahora de vosotros.

Nadie le respondió; pero viendo las caras grises de miedo y el horror en todos los ojos, volvió a reír, pues le pareció que estaba ganando la partida.

—¡Magnífico, magnífico! —exclamó—. Veo que era alguien muy querido. ¿O acaso la misión que llevaba era tal que no querríais que fracasara? Pues bien, ha fracasado. Y ahora tendrá que soportar el lento tormento de los años, tan largo y tan lento como sólo pueden conseguirlo nuestros artificios en la Gran Torre; ya nunca más será liberado, salvo tal vez cuando esté quebrado y consumido, y entonces irá a vosotros, y veréis lo que le habéis hecho. Todo esto le ocurrirá ciertamente... a menos que aceptéis las condiciones de mi Señor.

—Di esas condiciones —dijo Gandalf con voz firme, pero quienes lo rodeaban vieron angustia en el semblante del mago; y ahora parecía un anciano decrépito, aplastado y derrotado al fin. Nadie pensó que no las aceptaría.

—He aquí las condiciones —sonrió el Emisario, mientras observaba uno a uno a los Capitanes—. La chusma de Gondor y sus engañados secuaces se retirarán en seguida a la otra orilla del Anduin, pero ante todo jurarán no atacar nunca más a Sauron el Grande con las armas abierta o secretamente. Todos los territorios al este del Anduin pertenecerán a Sauron para siempre y sólo a él. Las tierras que se extienden al oeste del Anduin hasta las Montañas Nubladas y el Paso de Rohan serán tributarias de Mordor, y a sus habitantes les estará prohibido llevar armas, pero se les permitirá manejar sus propios asuntos. No obstante, tendrán la obligación de ayudar a reconstruir Isengard, que ellos destruyeron para nada, y la ciudad pertenecerá a Sauron, y allí residirá el lugarteniente de Sauron: no Saruman sino otro, más digno de confianza.

Mirando los ojos del Emisario era fácil leerle el pensamiento. Él sería el lugarteniente de Sauron, y él mandaría en todo cuanto quedara del Oeste: él sería el tirano y ellos los esclavos.

Pero Gandalf dijo: —Es demasiado pedir por la devolución de un servidor: que tu Amo reciba en canje lo que de otro modo tendría que conquistar a lo largo de muchas guerras. ¿O acaso luego de la batalla de Gondor ya no confía en la guerra, y ahora se rebaja a negociar? Y si en verdad tanto valoráramos a este prisionero ¿qué seguridad tenemos de que Sauron, Vil Maestro de Traiciones, cumplirá su palabra? ¿Dónde está el prisionero? Que lo traigan y lo muestren, y entonces estudiaremos vuestras condiciones.

A Gandalf, que lo miraba con fijeza, como en duelo con un enemigo mortal, le pareció que por un instante el Emisario no supo qué decir, aunque en seguida rió de nuevo.

—¡No le hables a la Boca de Sauron con palabras insolentes! —gritó—. ¡Pides seguridades! Sauron no da ninguna. Si pretendes clemencia, antes haréis lo que él exige. Éstas son sus condiciones. ¡Aceptadlas o rechazadlas!

—¡Éstas aceptaremos! —dijo Gandalf de pronto. Se abrió la capa, y una luz blanca centelleó como una espada en la oscuridad. Ante la mano levantada de Gandalf el Emisario retrocedió y Gandalf dio un paso adelante y le arrancó los objetos de las manos: la cota de malla, la capa y la espada—. Los llevaremos en recuerdo de nuestro amigo —gritó—. Y en cuanto a tus condiciones, las rechazamos de plano. Vete ya, pues tu misión ha concluido y la hora de tu muerte se aproxima. No hemos venido aquí a derrochar palabras con Sauron, desleal y maldito, y menos aún con uno de sus esclavos. ¡Vete!

El Emisario de Mordor ya no se reía. Con la cara crispada por la estupefacción y la furia, parecía un animal salvaje que en el momento en que se agazapa para saltar sobre la presa, recibe un garrotazo en el hocico. Loco de rabia, echó baba por la boca, mientras unos sonidos de furia se le estrangulaban en la garganta. Pero miró los rostros feroces y las miradas mortíferas de los Capitanes, y el miedo fue más fuerte que la ira. Dando un alarido, se volvió, trepó de un salto a su cabalgadura, y partió en desenfrenado galope hacia Cirith Gorgor. Entonces, mientras se alejaban, los soldados de Mordor soplaron los cuernos, respondiendo a una señal convenida; y no habían llegado aún a la puerta cuando Sauron soltó la trampa que había preparado.


Los tambores redoblaron, y las hogueras se encendieron. Los poderosos batientes de la Puerta Negra se abrieron de par en par, y una gran hueste se precipitó como las aguas turbulentas de un dique cuando levantan una compuerta.

Los Capitanes del Oeste volvieron a montar y se retiraron al galope, y un aullido de burlas brotó del ejército de Mordor. Una nube de polvo oscureció el aire, y desde las cercanías vino marchando un ejército de Hombres del Este que había estado esperando la señal oculto entre las sombras del Elrod Lithui, junto a la torre más distante. De las colinas que flanqueaban el Morannon se precipitó un torrente de orcos. Los hombres del Oeste estaban atrapados, y pronto en aquellos montes grises unas fuerzas diez y más veces superiores los envolverían en un mar de enemigos. Sauron había mordido la carnada con mandíbulas de acero.

Poco tiempo le quedaba a Aragorn para preparar la batalla. En una misma colina estaban él y Gandalf, y allí enarbolaron el estandarte, hermoso y desesperado del Árbol y las Estrellas. En la colina opuesta flameaban los estandartes de Rohan y de Dol Amroth, Caballo Blanco y Cisne de Plata. Un círculo de lanzas y espadas defendía las dos colinas. Pero al frente, en dirección a Mordor, allí donde esperaban la primera embestida violenta, estaban los hijos de Elrond a la izquierda, rodeados por los Dúnedain, y a la derecha el Príncipe Imrahil con los apuestos caballeros de Dol Amroth, y algunos hombres escogidos de la Torre de la Guardia.

Soplaba el viento, cantaban las trompetas, y las flechas gemían; y el sol que ahora subía hacia el sur estaba empañado por los vapores infectos de Mordor; brillaba remoto, tétrico y bermejo, como a la hora postrera de la tarde, o a la hora postrera de la luz del mundo. Y a través de la bruma cada vez más espesa llegaron con sus voces frías los Nazgûl, gritando palabras de muerte. Y entonces la última esperanza se desvaneció.


Cuando oyó a Gandalf rechazar las condiciones del Emisario, condenando a Frodo al tormento de la Torre, Pippin se dobló hacia adelante, aplastado por el horror; pero había logrado sobreponerse y ahora estaba de pie junto a Beregond en la primera fila de Gondor, con los hombres de Imrahil. Pues pensaba que lo mejor sería morir cuanto antes y abandonar aquella amarga historia, ya que la ruina era total.

—Ojalá estuviera Merry aquí —se oyó decir, y se le cruzaron unos pensamientos rápidos, aun mientras miraba al enemigo que se precipitaba al ataque—. Bien, ahora al menos comprendo un poco mejor al pobre Denethor. Si hemos de morir ¿por qué no morir juntos, Merry y yo? Sí, pero él no está aquí, y ojalá tenga entonces un fin más apacible. Pero ahora he de hacer lo que pueda.

Desenvainó la espada y miró las formas entrelazadas de rojo y oro, y los caracteres fluidos de la escritura númenoreana centellearon en la hoja como un fuego. «Fue forjada de propósito para un momento como éste —pensó—. Si pudiera herir con ella a ese Emisario inmundo, al menos quedaríamos iguales, el viejo Merry y yo. Bueno, destruiré a unos cuantos de esa ralea maldita, antes del fin. ¡Ojalá pueda ver por última vez la luz límpida del sol y la hierba verde!»

Y mientras pensaba esto, cayó sobre ellos el primer ataque. Impedidos por los pantanos que se extendían al pie de las colinas, los orcos se detuvieron y dispararon una lluvia de flechas sobre los defensores. Pero entre los orcos, a grandes trancos, rugiendo como bestias, llegó entonces una gran compañía de trolls de las montañas de Gorgoroth. Más altos y más corpulentos que los Hombres, no llevaban otra vestimenta que una malla ceñida de escamas córneas, o quizás esto fuera la repulsiva piel natural de las criaturas; blandían escudos enormes, redondos y negros, y las manos nudosas empuñaban martillos pesados. Saltaron a los pantanos sin arredrarse y los vadearon, aullando y mugiendo mientras se acercaban. Como una tempestad se abalanzaron sobre los hombres de Gondor, golpeando cabezas y yelmos, brazos y escudos, como herreros que martillaran un hierro doblado al rojo. Junto a Pippin, Beregond los miraba aturdido y estupefacto, y cayó bajo los golpes; y el gran jefe de los trolls que lo había derribado se inclinó sobre él, extendiendo una garra ávida; pues esas criaturas horrendas tenían la costumbre de morder en el cuello a los vencidos.

Entonces Pippin lanzó una estocada hacia arriba, y la hoja del Oesternesse atravesó la membrana coriácea y penetró en los órganos; y la sangre negra manó a borbotones. El troll se tambaleó, y se desplomó como una roca despeñada, sepultando a los que estaban abajo. Una negrura y un hedor y un dolor opresivo asaltaron a Pippin, y la mente se le hundió en las tinieblas.

«Bueno, esto termina como yo esperaba» oyó que decía el pensamiento ya a punto de extinguirse; y hasta le pareció que se reía un poco antes de hundirse en la nada, como si le alegrase liberarse por fin de tantas dudas y preocupaciones y miedos. Y aún mientras se alejaba volando hacia el olvido, oyó voces, gritos, que parecían venir de un mundo olvidado y remoto.

—¡Llegan las Águilas! ¡Llegan las Águilas!

El pensamiento de Pippin flotó un instante todavía. —¡Bilbo! —dijo—. ¡Pero no! Eso ocurría en la historia de él, hace mucho, mucho tiempo. Ésta es mi historia, y ya se acaba. ¡Adiós! —Y el pensamiento del hobbit huyó a lo lejos, y sus ojos ya no vieron más.


LIBRO SEXTO



1



LA TORRE DE CIRITH UNGOL



Sam se levantó trabajosamente del suelo. Por un momento no supo dónde se encontraba, pero luego toda la angustia y la desesperación volvieron a él. Estaba en las tinieblas, ante la puerta subterránea de la fortaleza de los orcos; y los batientes de bronce continuaban cerrados. Sin duda había caído aturdido al abalanzarse contra la puerta; pero cuánto tiempo había permanecido allí, tendido en el suelo, no lo sabía. Entonces había sentido un fuego de furia y desesperación; ahora tenía frío y tiritaba. Se escurrió hasta la puerta y apoyó el oído.

Dentro, lejanos e indistintos, oyó los clamores de los orcos; pero pronto callaron o se alejaron y todo quedó en silencio. Le dolía la cabeza y veía luces fantasmales en la oscuridad, pero trató de serenarse y reflexionar. Era evidente, en todo caso, que no tenía ninguna esperanza de entrar en la fortaleza por aquella puerta: quizá tuviera que esperar allí días y días antes que se abriese, y él no podía esperar: el tiempo era desesperadamente precioso. Y ahora ya no dudaba acerca de lo que tenía que hacer: salvar a su amo, o perecer en el intento.

«Que perezca es lo más probable, y además mucho más fácil», se dijo, taciturno, mientras envainaba a Dardo y se alejaba de la puerta de bronce. Lentamente a tientas volvió sobre sus pasos a lo largo de la galería oscura, sin atreverse a usar la luz élfica; y en camino, trató de recordar los hechos del viaje, desde que partiera con Frodo de la Encrucijada. Se preguntó qué hora sería. Algún momento del tiempo entre un día y otro, pensó, pero hasta de los días había perdido la cuenta. Estaba en un país de tinieblas en que los días del mundo parecían olvidados, y todos quienes entraban en él también eran olvidados.

«Me pregunto si alguna vez se acuerdan de nosotros —se dijo—, y qué les estará pasando a todos ellos, allá lejos.»

Movió la mano señalando vagamente adelante; pero en realidad ahora, al volver al túnel de Ella-Laraña, caminaba hacia el sur, no hacia el oeste. En el oeste, en el mundo de fuera, era casi el mediodía del décimo cuarto día de marzo según el Cómputo de la Comarca, y en aquel momento Aragorn conducía la flota negra desde Pelargir, y Merry cabalgaba con los Rohirrim a lo largo del Pedregal de las Carretas, mientras en Minas Tirith se multiplicaban las llamas, y Pippin veía crecer la locura en los ojos de Denethor. No obstante, en medio de tantas preocupaciones y temores, una y otra vez los pensamientos de los compañeros se volvían a Frodo y a Sam. No los habían olvidado. Pero estaban lejos, más allá de toda posible ayuda, y ningún pensamiento podía socorrer aún a Samsagaz hijo de Hamfast; estaba completamente solo.


Regresó por fin a la puerta de piedra de la galería de los orcos, y al no descubrir tampoco ahora el mecanismo o el cerrojo que la retenía, la escaló como la primera vez, y se dejó caer en el suelo del otro lado. Luego fue furtivamente a la salida del túnel de Ella-Laraña, donde aún flotaban los andrajos de la tela enorme, oscilando en el aire frío. Frío le pareció a Sam después de las tinieblas fétidas que acababa de dejar atrás; pero lo respiró y se sintió reanimado. Avanzando con cautela, salió al aire libre.

Todo alrededor la calma era ominosa. La luz brillaba apenas, como en el crepúsculo de un día sombrío. Los grandes vapores que brotaban de Mordor y se alejaban en estelas hacia el oeste flotaban a baja altura, apenas por encima de la cabeza del hobbit, una marejada de nubes y humo iluminada de tanto en tanto desde abajo por un lúgubre resplandor rojizo.

Sam alzó la cabeza hacia la torre, y en las ventanas estrechas vio de pronto unas luces que se asomaban, como pequeños ojos rojos. Se preguntó si se trataría de una señal. El miedo que les tenía a los orcos, olvidado por algún tiempo en la furia y la desesperación, volvió a él. No le quedaba en apariencia sino un solo camino: seguir adelante y tratar de descubrir la entrada principal de la torre terrible, pero las rodillas le flaqueaban, y descubrió que estaba temblando. Apartó la mirada de la torre y de los cuernos del Desfiladero que se alzaban ante él, y obligó a los pies a que le obedecieran, y lentamente, aguzando los oídos, escudriñando las sombras negras de las rocas que flanqueaban el sendero, volvió sobre sus pasos, dejó atrás el sitio en que cayera Frodo, y donde aún persistía el hedor de Ella-Laraña, y continuó subiendo hasta encontrarse otra vez en la misma hendidura donde se había puesto el Anillo y de donde viera pasar la compañía de Shagrat.

Allí se detuvo y se sentó. Por el momento no contaba con fuerzas para ir más lejos. Sentía que una vez que hubiera dejado atrás la cresta del desfiladero y diera un paso hollando al fin el suelo mismo de Mordor, ese paso sería irrevocable. Nunca más podría regresar. Sin ninguna intención precisa sacó el Anillo y se lo volvió a poner. Al instante sintió el peso abrumador de la carga, y otra vez, y ahora más poderoso y apremiante que nunca, la malicia del Ojo de Mordor, escudriñando, tratando de traspasar las sombras que él mismo había creado para defenderse, pero que ahora sólo le traían inquietud y dudas.



Como la primera vez, Sam advirtió que el oído se le había agudizado, pero que las cosas visibles de este mundo eran vagas y borrosas. Las paredes de piedra del sendero le parecían pálidas, como si las viera a través de una bruma, pero en cambio oía a lo lejos el desconsolado burbujeo de Ella-Laraña; y ásperos y claros, y al parecer muy próximos, oyó gritos y un fragor de metales. Se levantó de un salto y se aplastó contra el muro que bordeaba el sendero. Se alegró de tener puesto el Anillo, porque otra compañía de orcos se acercaba. O eso le pareció al principio. De pronto cayó en la cuenta de que no era así, que el oído lo había engañado: los gritos de los orcos provenían de la torre, cuyo cuerno más elevado se alzaba ahora en línea recta por encima de él, a la izquierda del Desfiladero.

Sam se estremeció y trató de obligarse a avanzar. Era evidente que allá arriba estaba ocurriendo algo diabólico. Tal vez los orcos, pese a todas las órdenes, se habían dejado llevar por la crueldad y estaban torturando a Frodo, o hasta cortándolo en pedazos, como salvajes que eran. Escuchó, y un rayo de esperanza llegó a él. No cabía ninguna duda: había lucha en la torre, los orcos estaban en guerra unos contra otros, la rivalidad entre Shagrat y Gorbag había llegado a los golpes. Por débil que fuera, la esperanza de esta conjetura bastó para reconfortarlo. Quizás había aún una posibilidad. El amor que sentía por Frodo se alzó por encima de todos los otros pensamientos, y olvidando el peligro gritó con voz fuerte: —¡Ya voy, señor Frodo!


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