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El retorno del rey
  • Текст добавлен: 26 октября 2016, 22:44

Текст книги "El retorno del rey"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Pero en ese momento Gandalf se le acercó y habló: —Ha venido conmigo desde el país de los Medianos —dijo—. Ha venido conmigo. Pero no nos demoremos aquí. Hay mucho que decir y mucho por hacer, y tú estás fatigado. Él nos acompañará. En realidad, tiene que acompañarnos, pues si no olvida más fácilmente que yo sus nuevas obligaciones, dentro de menos de una hora ha de tomar servicio con su señor. ¡Ven, Pippin, síguenos!


Así llegaron por fin a la cámara privada del Señor de la Ciudad. Alrededor de un brasero de carbón de leña, habían dispuesto asientos bajos y mullidos; y trajeron vino; y allí Pippin, cuya presencia nadie parecía advertir, de pie detrás del asiento de Denethor, escuchaba con tanta avidez todo cuanto se decía que olvidó su propio cansancio.

Una vez que Faramir hubo tomado el pan blanco y bebido un sorbo de vino, se sentó en uno de los asientos bajos a la izquierda de su padre. Un poco más alejado, a la derecha de Denethor, estaba Gandalf, en un sillón de madera tallada; y al principio parecía dormir. Pues en un comienzo Faramir habló sólo de la misión que le había sido encomendada diez días atrás; y traía noticias del Ithilien y de los movimientos del Enemigo y sus aliados; y narró la batalla del camino, en la que los hombres de Harad y la bestia descomunal que los acompañaba fueran derrotados: un capitán que comunica a un superior sucesos de un orden casi cotidiano, los episodios insignificantes de una guerra de fronteras que ahora parecían vanos y triviales, sin grandeza ni gloria.

Entonces, de improviso, Faramir miró a Pippin.

—Pero ahora llegamos a la parte más extraña —dijo—. Porque éste no es el primer Mediano que veo salir de las leyendas del norte para aparecer en las Tierras del Sur.

Al oír esto Gandalf se irguió y se aferró a los brazos del sillón; pero no dijo nada, y con una mirada detuvo la exclamación que estaba a punto de brotar de los labios de Pippin. Denethor observó los rostros de todos y sacudió la cabeza, como indicando que ya había adivinado mucho, aun antes de escuchar el relato de Faramir. Lentamente, mientras los otros permanecían inmóviles y silenciosos, Faramir narró su historia, casi sin apartar los ojos de Gandalf, aunque de tanto en tanto miraba un instante a Pippin, como para refrescarse la memoria.

Cuando Faramir llegó a la parte del encuentro con Frodo y su sirviente, y hubo narrado los sucesos de Henneth Annûn, Pippin notó que un temblor agitaba las manos de Gandalf, aferradas como garras a la madera tallada. Blancas parecían ahora, y muy viejas, y Pippin adivinó, con un sobresalto, que Gandalf, el gran Gandalf, estaba inquieto, y que tenía miedo. En la estancia cerrada el aire no se movía. Y cuando Faramir habló por fin de la despedida de los viajeros, y de la resolución de los hobbits de ir a Cirith Ungol, la voz le flaqueó, y meneó la cabeza, y suspiró. Gandalf se levantó de un salto.

—¿Cirith Ungol, dijiste? ¿El Valle de Morgul? —preguntó—. ¿En qué momento, Faramir, en qué momento? ¿Cuándo te separaste de ellos? ¿Cuándo pensaban llegar a ese valle maldito?

—Nos separamos hace dos días, por la mañana —dijo Faramir—. Hay quince leguas de allí al valle del Morgulduin, si siguieron en línea recta hacia el sur; y entonces estarían aún a cinco leguas de la Torre maldita. Por muy rápido que hayan ido, no pueden haber llegado antes de hoy, y es posible que aún estén en camino. En verdad, veo lo que temes. Pero la oscuridad no proviene de la aventura de tus amigos. Comenzó ayer al caer la tarde, y ya anoche todo el Ithilien estaba envuelto en sombras. Es evidente para mí que el Enemigo preparaba este ataque desde hace mucho tiempo, y que la hora ya había sido fijada antes del momento en que me separé de los viajeros, dejándolos sin mi custodia.

Gandalf iba y venía con paso nervioso por la habitación.

—¡Anteayer por la mañana, casi tres días de viaje! ¿A qué distancia queda el lugar en que os separasteis?

—Unas veinticinco leguas a vuelo de pájaro —respondió Faramir—. Pero me fue imposible llegar antes. Anoche dormí en Cair Andros, la isla larga en el norte del Río, donde mantenemos una guarnición; y caballos en nuestra orilla. Cuando vi cerrarse la oscuridad, comprendí que la premura era necesaria, y entonces partí con otros tres hombres que disponían de caballos. El resto de mi compañía lo envié al sur, a reforzar la guarnición de los vados del Osgiliath. Espero no haber actuado mal. —Miró a su padre.

—¿Mal? —gritó Denethor, y de pronto los ojos le relampaguearon—. ¿Por qué lo preguntas? Los hombres estaban bajo tu mando. ¿O acaso me pides que juzgue todo lo que haces? Tu actitud es humilde en mi presencia; pero hace tiempo ya que te has desviado de tu camino y desoyes mis consejos. Has hablado con tacto y desenvoltura, como siempre; pero ¿crees que no he visto por ventura que tenías los ojos fijos en Mithrandir, tratando de saber si decías lo que era preciso o más de lo conveniente? Es él quien se ha adueñado de tu corazón desde hace mucho tiempo.

”Hijo mío, tu padre está viejo, pero aún no chochea. Todavía soy capaz de ver y de oír, igual que antes; y poco de cuanto has dicho a medias o callado es un secreto para mí. Conozco la respuesta de muchos enigmas. ¡Ay, ay, mi pobre Boromir!

—Si lo que he hecho os desagrada, padre mío —dijo con calma Faramir—, hubiera deseado conocer vuestro pensamiento antes que se me impusiera el peso de tamaña decisión.

—¿Acaso eso te habría hecho cambiar de parecer? —dijo Denethor—. Estoy seguro de que te habrías comportado de la misma manera. Te conozco bien. Siempre quieres parecer noble y generoso como un rey de los tiempos antiguos, amable y benévolo. Una actitud que cuadraría tal vez a alguien de elevado linaje, si es poderoso y si gobierna en paz. Pero en los momentos desesperados, la benevolencia puede ser recompensada con la muerte.

—Pues que así sea —dijo Faramir.

—¡Que así sea! —gritó Denethor—. Pero no sólo con tu muerte, Señor Faramir: también con la de tu padre, y la de todo tu pueblo, a quien tendrías que proteger ahora que Boromir se ha ido.

—¿Desearíais entonces —dijo Faramir– que yo hubiese estado en su lugar?

—Sí, lo desearía, sin duda —dijo Denethor—. Porque Boromir era leal para conmigo, no el discípulo de un mago. En vez de desperdiciar lo que le ofrecía la suerte, hubiera recordado que su padre necesitaba ayuda. Me habría traído un regalo poderoso.

La reserva de Faramir pareció ceder entonces un momento.

—Os rogaría, padre mío, que recordéis por qué fui yo al Ithilien, y no él. En una oportunidad al menos, y no hace de esto mucho tiempo, prevaleció vuestra decisión. Fue el Señor de la Ciudad quien le confió a Boromir esa misión.

—No remuevas la amargura de la copa que yo mismo me he preparado —dijo Denethor—. ¿Acaso no la he sentido ya muchas noches en la lengua, previendo que lo peor está aún en el fondo? Como ahora lo compruebo por cierto. ¡Ojalá no fuera así! ¡Ojalá ese objeto hubiese llegado a mi poder!

—¡Consuélate! —dijo Gandalf—. En ningún caso te lo hubiera traído Boromir. Está muerto, y ha tenido una muerte digna: ¡que descanse en paz! Pero te engañas. Boromir habría extendido la mano para tomarlo, y ni bien lo hubiera tocado, estaría perdido sin remedio. Lo habría guardado para él, y cuando viniera aquí, no hubieras reconocido a tu hijo.

El semblante de Denethor se contrajo en un rictus frío y duro.

—Encontraste que Boromir era menos dúctil en tus manos, ¿no es verdad? —dijo con voz suave—. Pero yo que era su padre digo que me lo hubiera traído. Serás sabio, Mithrandir, pero pese a tus sutilezas no eres dueño de toda la sabiduría. No siempre los consejos han de encontrarse en los artilugios de los magos o en la precipitación de los locos. En esta materia mi sabiduría y mi prudencia son más altas de lo que imaginas.

—¿Y qué te dice la prudencia?

—Lo suficiente como para saber que es necesario evitar dos locuras. Utilizarlo es peligroso. Y en un momento como éste, enviarlo al país mismo del Enemigo en las manos de un Mediano sin inteligencia, como lo has hecho tú, tú y este hijo mío, es un disparate.

—¿Y qué habría hecho el Señor Denethor?

—Ni una cosa ni la otra. Pero con toda seguridad y contra todo argumento, no lo habría entregado a los azares de la suerte, una esperanza que sólo cabe en la mente de un loco, y arriesgarnos así a una ruina total, si el Enemigo lo recupera. No, hubiera sido necesario guardarlo, esconderlo: ocultarlo en un sitio secreto y oscuro. No hablo de utilizarlo, no, salvo en caso de extrema necesidad, pero sí ponerlo fuera de su alcance, a menos que sufriéramos una derrota tan definitiva que lo que pudiese acontecernos nos fuera indiferente, pues estaríamos muertos.

—Como es tu costumbre, mi Señor, sólo piensas en Gondor —dijo Gandalf—. Sin embargo, hay otros hombres, y otras vidas y tiempos por venir. Y yo por mi parte, compadezco aun a los esclavos del Enemigo.

—¿Y dónde buscarán ayuda los otros hombres, si Gondor cae? —replicó Denethor—. Si yo lo tuviese ahora aquí, guardado en las bóvedas profundas de esta ciudadela, no estaríamos temblando de terror bajo esta oscuridad, temiendo lo peor, y nada entorpecería nuestras decisiones. Si no me crees capaz de soportar la prueba, es porque aún no me conoces.

—Sin embargo, no te creo capaz —dijo Gandalf—. Si hubiera confiado en ti, te lo hubiera enviado para que lo tuvieras aquí, bajo tu custodia, con lo que habría ahorrado muchas angustias, a mí y a otros. Y ahora, oyéndote hablar, confío menos aún, no más que en Boromir. ¡No, refrena tu ira! En este caso ni en mí mismo confío: me fue ofrecido como regalo y lo rechacé. Eres fuerte, Denethor, y capaz aún de dominarte en ciertas cosas; pero si lo hubieras recibido, te habría derrotado. Aunque estuviese enterrado en las raíces mismas del Mindolluin, te consumiría la mente a medida que vieras crecer la oscuridad, y las cosas peores aún que no tardarán en caer sobre nosotros.

Los ojos de Denethor relampaguearon otra vez por un momento, y Pippin volvió a sentir la tensión entre las dos voluntades: pero ahora las miradas de los dos adversarios le parecían las hojas de dos espadas centelleantes, batiéndose de ojo a ojo. Pippin se estremeció, temiendo algún golpe terrible. Pero de pronto Denethor recobró la calma. Se encogió de hombros.

—¡Si yo hubiera! ¡Si yo hubiera! —exclamó—. Todas esas palabras, todos esos sison vanos. Ahora va camino de la Sombra, y sólo el tiempo dirá lo que el destino prepara, para el objeto, y para nosotros. En el plazo que aún queda, que no será largo, que todos los que luchan contra el Enemigo cada uno a su manera se unan, y que conserven la esperanza mientras sea posible, y cuando ya no les quede ninguna, que tengan al menos la entereza necesaria para morir libres. —Se volvió a Faramir—. ¿Qué piensas de la guarnición de Osgiliath?

—No es fuerte —respondió Faramir—. Como os he dicho, he enviado allí la compañía de Ithilien, para reforzarla.

—No creo que baste —dijo Denethor—. Allí es donde caerá el primer golpe. Lo que les hará falta es un capitán enérgico.

—A esa guarnición y a muchas otras —dijo Faramir, y suspiró—. ¡Ay, si estuviera con vida mi pobre hermano; yo también lo amaba! —Se levantó—. ¿Puedo retirarme, padre? —Y al decir esto se tambaleó, y tuvo que apoyarse en el sillón de su padre.

—Estás fatigado, ya lo veo —dijo Denethor—. Has cabalgado mucho y lejos, y bajo las sombras del mal en el aire, me han dicho.

—¡No hablemos de eso! —dijo Faramir.

—No hablaremos pues —dijo Denethor—. Ahora ve y descansa como puedas. Las necesidades de mañana serán más duras.


Todos se despidieron entonces del Señor de la Ciudad para retirarse a descansar mientras fuese posible. Fuera había una oscuridad negra y sin estrellas mientras Gandalf se alejaba en compañía de Pippin que llevaba una pequeña antorcha. Hasta que se encontraron a puertas cerradas no cambiaron una sola palabra. Entonces Pippin tomó al fin la mano de Gandalf.

—Dime —preguntó– ¿queda todavía alguna esperanza? Para Frodo, quiero decir; o al menos sobre todo para Frodo.

Gandalf posó la mano en la cabeza de Pippin.

—Nunca hubo muchas esperanzas —respondió—. Nada más que esperanzas desatinadas, me dijeron. Y cuando oí el nombre de Cirith Ungol... —Se interrumpió y a grandes pasos caminó hasta la ventana como si pudiese ver del otro lado de la noche, allá en el Este—. ¡Cirith Ungol! ¿Por qué ese camino, me pregunto? —Se volvió—. En ese instante, Pippin, al oír ese nombre, mi corazón estuvo a punto de desfallecer. Y a pesar de todo, Pippin, creo de verdad que en las noticias que trajo Faramir hay alguna esperanza. Pues es evidente que el Enemigo se ha decidido al fin a declararnos la guerra, y que ha dado el primer paso cuando Frodo aún estaba en libertad. De manera que por ahora, durante muchos días, apuntará la mirada aquí y allá, siempre fuera de su propio territorio. Y sin embargo, Pippin, siento desde lejos la prisa y el miedo que lo dominan. Ha empezado mucho antes de lo previsto. Algo tiene que haberlo impulsado a actuar en seguida.

Permaneció un momento pensativo.

—Quizá —murmuró—. Quizá también tu insensatez ayudó de algún modo. Veamos: hace unos cinco días habrá descubierto que derrotamos a Saruman y que nos apoderamos de la Piedra. Sí, pero entonces ¿qué? No podíamos utilizarla para un fin preciso, sin que él lo supiera. ¡Ah! Podría ser. ¿Aragorn? Se le acerca la hora. Y es fuerte, e inflexible por dentro, Pippin; temerario y resuelto, capaz de tomar por sí mismo decisiones heroicas y de correr grandes riesgos, si es necesario. Podría ser, sí. Quizá Aragorn haya utilizado la Piedra y se haya mostrado al Enemigo desafiándolo justamente con este propósito. ¡Quién sabe! De todos modos no conoceremos la respuesta hasta que lleguen los Jinetes de Rohan, siempre y cuando no lleguen demasiado tarde. Nos esperan días infaustos. ¡A dormir, mientras sea posible!

—Pero... —dijo Pippin.

—¿Pero qué? —dijo Gandalf—. Esta noche te concedo un solo pero.

—Gollum —dijo Pippin—. ¿Cómo se entiende que estuvieran viajando con él, y que hasta lo siguieran? Y me di cuenta de que a Faramir no le gustaba más que a ti el lugar a donde los conducía. ¿Qué pasa?

—No puedo contestar a esa pregunta por el momento —dijo Gandalf—. Sin embargo, mi corazón presentía que Frodo y Gollum se encontrarían antes del fin. Para bien o para mal. Pero de Cirith Ungol no quiero hablar esta noche. Traición, una traición, es lo que temo: una traición de esa criatura miserable. Pero así tenía que ser. Recordemos que un traidor puede traicionarse a sí mismo y hacer involuntariamente un bien. Ocurre a veces. ¡Buenas noches!


El día siguiente llegó con una mañana semejante a un crepúsculo pardo, y los corazones de los hombres, reconfortados por el regreso de Faramir, se hundieron otra vez en un profundo desaliento. Las Sombras aladas no volvieron a verse en todo el día, pero de vez en cuando, alto sobre la ciudad, se oía un grito lejano, que por un momento paralizaba de terror a muchos de los hombres; y los más pusilánimes se estremecían y sollozaban.

Y ahora Faramir había vuelto a ausentarse.

—No le dan ningún sosiego —murmuraban algunos—. El Señor es demasiado duro con su hijo, y ahora tiene que cumplir los deberes de dos, los suyos propios y los del hermano que no volverá. —Y miraban sin cesar hacia el norte y preguntaban:– ¿Dónde están los Jinetes de Rohan?

En verdad no era Faramir quien había decidido partir de nuevo. Pero el Señor de la Ciudad presidía el Consejo, y ese día no estaba de humor como para prestar oídos al parecer de otros. El Consejo había sido convocado a primera hora de la mañana, y todos los capitanes habían opinado que en vista del grave peligro que los amenazaba en el Sur, la fuerza de Gondor era demasiado débil para intentar cualquier acción de guerra, a menos que por ventura llegasen aún los Jinetes de Rohan. Mientras tanto no podían hacer nada más que guarnecer los muros y esperar.

—Sin embargo —dijo Denethor—, no convendría abandonar a la ligera las defensas exteriores, el Rammas edificado con tanto esfuerzo. Y el Enemigo tendrá que pagar caro el cruce del Río. No podrá atacar la Ciudad ni por el norte de Cair Andros a causa de los pantanos, ni por el sur en las cercanías de Lebennin, pues allí el Río es muy ancho, y necesitaría muchas embarcaciones. Es en Osgiliath donde descargará el golpe, como ya lo hizo una vez cuando Boromir le cerró el paso.

—Aquello no fue más que una intentona —dijo Faramir—. Hoy quizá pudiéramos hacerle pagar al enemigo diez veces nuestras pérdidas, y sin embargo ser nosotros los perjudicados. Pues a él no le importaría perder todo un ejército, pero nosotros no podemos permitirnos la pérdida de una sola compañía. Y la retirada de las que enviemos lejos sería peligrosa, en caso de una irrupción violenta.

—¿Y Cair Andros? —dijo el Príncipe—. También Cair Andros tendrá que resistir, si vamos a defender Osgiliath. No olvidemos el peligro que nos amenaza desde la izquierda. Los Rohirrim pueden venir o no venir. Pero Faramir nos ha hablado de una fuerza formidable que avanza resueltamente hacia la Puerta Negra. De ella podrían desmembrarse varios ejércitos y atacar desde distintos frentes.

—Mucho hay que arriesgar en la guerra —dijo Denethor—. Cair Andros está guarnecida, y no puedo enviar tan lejos ni un hombre más. Pero el Río y el Pelennor no los cederé sin combatir... si hay aquí un capitán que aún tenga el coraje suficiente para ejecutar la voluntad de su superior.

Entonces todos guardaron silencio, hasta que al cabo habló Faramir: —No me opongo a vuestra voluntad, Señor. Puesto que habéis sido despojado de Boromir, iré yo y haré lo que pueda en su lugar... si me lo ordenáis.

—Te lo ordeno —dijo Denethor.

—¡Adiós, entonces! —dijo Faramir—. ¡Pero si yo volviera un día, tened mejor opinión de mí!

—Eso dependerá de cómo regreses —dijo Denethor.

Fue Gandalf el último en hablar con Faramir antes de que partiera para el Este.

—No sacrifiques tu vida ni por temeridad ni por amargura —le dijo—. Serás necesario aquí, para cosas distintas de la guerra. Tu padre te ama, Faramir, y lo recordará antes del fin. ¡Adiós!


Así pues el Señor Faramir había vuelto a marcharse, llevando consigo todos los voluntarios que quisieron acompañarlo o de quienes se podía prescindir. Desde lo alto de los muros algunos escudriñaban a través de la oscuridad la ciudad en ruinas, y se preguntaban qué estaría aconteciendo allí, pues nada era visible. Y otros, como siempre, oteaban el norte, y contaban las leguas que los separaban de Théoden en Rohan. —¿Vendrá? ¿Recordará nuestra antigua alianza? —decían.

—Sí, vendrá —decía Gandalf—, aunque llegue demasiado tarde. ¡Pero reflexionad! En el mejor de los casos, la Flecha Roja no puede haberle llegado hace más de dos días, y las leguas son largas desde Edoras.


Era nuevamente de noche cuando recibieron por fin otras noticias. Un hombre llegó al galope desde los vados, diciendo que un ejército había salido de Minas Morgul y que ya se acercaba a Osgiliath; y que se le habían unido regimientos del Sur, los Haradrim, altos y crueles.

—Y nos hemos enterado —prosiguió el mensajero– de que el Capitán Negro conduce una vez más las tropas, y de que el terror se extiende delante de él, y que ya ha cruzado el Río.

Con estas palabras de mal augurio concluyó el tercer día desde la llegada de Pippin a Minas Tirith. Pocos se retiraron a descansar esa noche, pues ya nadie esperaba que ni siquiera Faramir pudiese defender por mucho tiempo los vados.


Al día siguiente, aunque la Sombra había dejado de crecer, pesaba aún más sobre los corazones de los hombres, y el miedo empezó a dominarlos. No tardaron en llegar otras malas noticias. El cruce del Anduin estaba ahora en poder del Enemigo. Faramir se batía en retirada hacia los muros del Pelennor, reuniendo a todos sus hombres en los Fuertes de la Calzada; pero el enemigo era diez veces superior en número.

—Si acaso decide regresar a través del Pelennor, tendrá el enemigo pisándole los talones —dijo el mensajero—. Han pagado caro el paso del Río, pero menos de lo que nosotros esperábamos. El plan estaba bien trazado. Ahora se ve que desde hace mucho tiempo estaban construyendo en secreto flotillas de balsas y lanchones al este de Osgiliath. Atravesaron el Río como un enjambre de escarabajos. Pero el que nos derrota es el Capitán Negro. Pocos se atreverán a soportar y afrontar aún el mero rumor de que viene hacia aquí. Sus propios hombres tiemblan ante él, y se matarían si él así lo ordenase.

—En ese caso, allí me necesitan más que aquí —dijo Gandalf; e inmediatamente partió al galope, y el resplandor blanco pronto se perdió de vista. Y Pippin permaneció toda esa noche de pie sobre el muro, solo e insomne con la mirada fija en el este.


Apenas habían sonado las campanas anunciando el nuevo día, una burla en aquella oscuridad sin tregua, cuando Pippin vio que unas llamas brotaban en la lejanía, en los espacios indistintos en que se alzaban los muros del Pelennor. Los centinelas gritaron con voz fuerte, y todos los hombres de la Ciudad se pusieron en pie de combate. De tanto en tanto se veía ahora un relámpago rojo, y unos fragores sordos atravesaban lentamente el aire inmóvil y pesado.

—¡Han tomado el muro! —gritaron los hombres—. Están abriendo brechas. ¡Ya vienen!

—¿Dónde está Faramir? —preguntó Beregond, aterrorizado—. ¡No me digáis que ha caído!

Fue Gandalf quien trajo las primeras noticias. Llegó a media mañana con un puñado de jinetes, escoltando una fila de carretas. Estaban cargadas de heridos, todos aquellos que habían podido salvarse del desastre de los Fuertes de la Calzada. En seguida se presentó ante Denethor. El Señor de la Ciudad se encontraba ahora en una cámara alta sobre el Salón de la Torre Blanca con Pippin a su lado; y se asomaba a las ventanas oscuras abiertas al norte, al sur y al este, como si quisiera hundir los ojos negros en las sombras del destino que ahora lo cercaban. Miraba sobre todo hacia el Norte, y por momentos se detenía a escuchar, como si en virtud de alguna antigua magia alcanzase a oír el trueno de los cascos en las llanuras distantes.

—¿Ha vuelto Faramir? —preguntó.

—No —dijo Gandalf—. Pero estaba todavía con vida cuando lo dejé. Sin embargo parecía decidido a quedarse con la retaguardia, pues teme que un repliegue a través del Pelennor pueda terminar en una fuga precipitada. Tal vez consiga mantener unidos a sus hombres el tiempo suficiente, aunque lo dudo. El enemigo es demasiado poderoso. Pues ha venido uno que yo temía.

—¿No... no el Señor Oscuro? —gritó Pippin aterrorizado, olvidando con quien estaba.

Denethor rió amargamente.

—No, todavía no, ¡Maese Peregrin! No vendrá sino a triunfar sobre mí, cuando todo esté perdido. Él utiliza otras armas. Es lo que hacen todos los grandes señores, si son sabios, señor Mediano. ¿O por qué crees que permanezco aquí en mi torre, meditando, observando y esperando, y hasta sacrificando a mis hijos? Porque todavía soy capaz de esgrimir un arma.

Se levantó y se abrió bruscamente el largo manto negro, y he aquí que debajo llevaba una cota de malla y ceñía una espada larga de gran empuñadura en una vaina de plata y azabache.

—Así he caminado y así duermo ahora, desde hace muchos años —dijo– a fin de que la edad no me ablande y me amilane el cuerpo.

—Sin embargo ahora, el Señor de Barad-dûr, el más feroz de los capitanes enemigos, se ha apoderado ya de los muros exteriores —dijo Gandalf—. Soberano de Angmar en tiempos pasados, Hechicero, Espectro, Servidor del Anillo, Señor de los Nazgûl, lanza de terror en la mano de Sauron, sombra de desesperación.

—Entonces, Mithrandir, tuviste un enemigo digno de ti —dijo Denethor—. En cuanto a mí, he sabido desde hace tiempo quién es el gran capitán de los ejércitos de la Torre Oscura. ¿Has regresado sólo para decirme eso? ¿No será acaso que te retiraste al tropezar con alguien más poderoso que tú?

Pippin tembló, temiendo que en Gandalf se encendiese una cólera súbita; pero el temor era infundado.

—Tal vez —respondió Gandalf serenamente—. Pero aún no ha llegado el momento de poner a prueba nuestras fuerzas. Y si las palabras pronunciadas en los días antiguos dicen la verdad, no será la mano de ningún hombre la que habrá de abatirlo, y el destino que le aguarda es aún ignorado por los Sabios. Como quiera que sea, el Capitán de la Desesperación no se apresura todavía a adelantarse. Conduce en verdad a sus esclavos de acuerdo con las normas de la prudencia que tú mismo acabas de enunciar, desde la retaguardia, enviándolos delante de él en una acometida de locos.

”No, he venido ante todo a custodiar a los heridos que aún pueden sanar; porque ahora hay brechas todo a lo largo del Rammas, y el ejército de Morgul no tardará en penetrar por distintos puntos. Dentro de poco habrá aquí una batalla campal. Es necesario preparar una salida. Que sea de hombres montados. En ellos se apoya nuestra breve esperanza, pues sólo de una cosa no está bien provisto el enemigo: tiene pocos jinetes.

—Nosotros también. Si ahora viniesen los de Rohan, el momento sería oportuno —dijo Denethor.

—Quizás antes veamos llegar a otros —dijo Gandalf—. Ya se nos han unido muchos fugitivos de Cair Andros. La isla ha caído. Un nuevo ejército ha salido por la Puerta Negra, y viene hacia aquí a través del noreste.

—Algunos te han acusado, Mithrandir, de complacerte en traer malas nuevas —dijo Denethor—, pero para mí ésta ya no es nueva: la supe ayer, antes del caer de la noche. Y en cuanto a la salida, ya había pensado en eso. Descendamos.


Pasaba el tiempo. Los vigías apostados en los muros vieron al fin la retirada de las compañías exteriores. Al principio iban llegando en grupos pequeños y dispersos: hombres extenuados y a menudo heridos que marchaban en desorden; algunos corrían, como escapando a una persecución. A lo lejos, en el este, vacilaban unos fuegos distantes, que ahora parecían extenderse a través de la llanura. Ardían casas y graneros. De pronto, desde muchos puntos, empezaron a correr unos arroyos de llamas rojas que serpeaban en la sombra, y todos iban hacia la línea del camino ancho que llevaba desde la Puerta de la Ciudad hasta Osgiliath.

—El enemigo —murmuraron los hombres—. El dique ha cedido. ¡Allí vienen, como un torrente por las brechas! Y traen antorchas. ¿Dónde están los nuestros?

Según la hora, la noche se acercaba, y la luz era tan mortecina que ni aun los hombres de buena vista de la Ciudadela llegaban a distinguir lo que acontecía en los campos, excepto los incendios que se multiplicaban, y los ríos de fuego que crecían en longitud y rapidez. Por fin, a menos de una milla de la Ciudad, apareció a la vista una columna más ordenada; marchaba sin correr, en filas todavía unidas.

Los vigías contuvieron el aliento. —Faramir ha de venir con ellos —dijeron—. Él sabe dominar a los hombres y las bestias. Aún puede conseguirlo.

Ahora la columna estaba a apenas un cuarto de milla. Tras ellos, saliendo de la oscuridad, galopaba un grupo reducido de jinetes, todo cuanto quedaba de la retaguardia. Otra vez acorralados, se volvieron para enfrentar las líneas de fuego cada vez más próximas. De improviso, hubo un tumulto de gritos feroces. Una horda de jinetes del enemigo se lanzó hacia adelante. Los arroyos de fuego se transformaron en torrentes rápidos: fila tras fila de orcos que llevaban antorchas encendidas, y sureños feroces, que blandían estandartes rojos y daban gritos destemplados y se adelantaban a la columna que se batía en retirada y le cerraban el paso. Y con un alarido las sombras aladas se precipitaron cayendo del cielo tenebroso: los Nazgûl que se inclinaban hacia adelante, preparados para matar.

La retirada se convirtió en una fuga. Ya unos hombres rompían filas, huyendo aquí y allá, arrojando las armas, gritando de terror, rodando por el suelo.

Una trompeta sonó entonces en la Ciudadela, y Denethor dio por fin la orden de salida. Cobijados a la sombra de la Puerta y bajo los muros elevados los hombres habían estado esperando esa señal: todos los jinetes que quedaban en la Ciudad. Ahora avanzaron en orden, y en seguida apresuraron el paso, y en medio de un gran clamor corrieron al galope hacia el enemigo. Y un grito se elevó en respuesta desde los muros, pues en el campo de batalla y a la vanguardia galopaban los caballeros del cisne de Dol Amroth, con el Príncipe Imrahil a la cabeza, seguido de su estandarte azul.

—¡Amroth por Gondor! —exclamaban los hombres—. ¡Amroth por Faramir!

Como un trueno cayeron sobre el enemigo, atacándolo por los flancos; pero un jinete se adelantó a todos, rápido como el viento entre la hierba: iba montado en Sombragrís, y resplandecía: una vez más sin velos, y de la mano alzada le brotaba una luz.

Los Nazgûl chillaron y se alejaron rápidamente, pues no estaba todavía allí el Capitán, para desafiar el fuego blanco de este enemigo. Tomadas por sorpresa mientras corrían, las hordas de Morgul se desbandaron, dispersándose como chispas al viento. La columna que se batía en retirada dio media vuelta y se lanzó gritando contra el enemigo. Los perseguidos eran ahora perseguidores. La retirada era ahora un ataque. El campo de batalla quedó cubierto de orcos y hombres abatidos, y las antorchas, abandonadas en el suelo, crepitaban y se extinguían en acres humaredas. Y la caballería continuó avanzando.

Sin embargo Denethor no les permitió ir muy lejos. Aunque habían jaqueado al enemigo, por el momento obligándolo a replegarse, un torrente de refuerzos avanzaba ya desde el Este. La trompeta sonó otra vez: la señal de la retirada. La caballería de Gondor se detuvo, y detrás las compañías de campaña volvieron a formarse. Pronto regresaron marchando. Y entraron en la Ciudad; pisando con orgullo; y con orgullo los contemplaba la gente y los saludaba dando gritos de alabanza, aunque todos estaban acongojados. Pues las compañías habían sido diezmadas. Faramir había perdido un tercio de sus hombres. ¿Y dónde estaba Faramir?

Fue el último en llegar. Ya todos sus hombres habían entrado. Ahora regresaban los caballeros, seguidos por el estandarte de Dol Amroth, y el Príncipe. Y en los brazos del Príncipe, sobre la cruz del caballo, el cuerpo de un pariente, Faramir hijo de Denethor, recogido en el campo de batalla.


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